XI. «LOS JAGUARES» SE DEFIENDEN COMO COLOSOS

«Los Jaguares» ya no podían estar más desinflados. Después de haber considerado la salvación al alcance de su mano, es decir, del helicóptero, el haberse tenido que encerrar en un lugar que podía ser una trampa mortal, les dejaba la moral casi a cero a algunos, y totalmente a cero a otros.

—¡Qué asco! ¡Otra vez en la choza! —explotó por fin Oscar.

—No te quejes. Cuando te contemos todo lo que hemos pasado nosotros… —le dijo Sara, a modo de consuelo.

Raúl, Héctor y Julio se habían apostado tras las paredes de palma y atisbaban en todas direcciones con las armas listas.

Aquella vivienda primitiva constaba de una sola habitación, pero más amplia de lo que parecía desde lejos, y una especie de porche de lo más rústico.

—Si no me equivoco —empezó Héctor— pronto nos lloverán las flechas. Deberíamos atrincherarnos.

Se les ocurrió levantar algunas de las tablas del suelo,

a las que añadieron parte de las del porche, reforzando las paredes.

Habían tenido la precaución de subir los dos botes y planeaban su defensa.

—Creo que los nativos se nos acercarán con la idea de que nos rindamos —dijo Héctor—, pero debemos mostrarnos firmes, pues no me fío del individuo que les dirige, ese Rey Tigre al que he tenido ocasión de conocer. Hagamos el recuento de nuestras armas.

El recuento se hizo pronto, ya que se trataba de un rifle, dos armas cortas y munición escasa para sostener un sitio prolongado.

—Total, que nuestra única esperanza es que nos vean desde el aire. Estamos igual que ayer —dijo Sara, con lúgubre acento.

—¡Oh, no digas eso! —exclamó Oscar—. A «Los Jaguares» siempre nos salen bien las cosas cuando estamos juntos. Somos invencibles entre todos.

—¡Así se habla, mico! —aprobó su hermano.

—Mientras hablamos y hablamos, el miedo se siente menos —añadió el chico, muy excitado—. ¡Si vierais qué rabia nos dio ver a Héctor y no poder avisarle que estábamos aquí!

—¿Cómo? ¿Me vieron?

—Sí; hace dos días o tres; no sé, he perdido la noción del tiempo —explicó el menor de los Medina.

—En efecto —confirmó Suances—, te vimos. Pero también divisamos a un par de nativos reconociendo el terreno, muy bien armados, y comprendimos que, de llamar tu atención, ellos repararían en tu presencia y que te pondríamos en peligro. Cuando ellos se marcharon, tú ya habías desaparecido.

Julio se volvió a medias hacia su hermano y el piloto, para inquirir:

—¿Por qué se fueron del hidroavión? Según Héctor, el martes ya no estaban allí…

—Poco después de marcharte con tu amiguita, escuchamos el disparo del rifle que te llevaste y supuse que estabais en peligro. Entonces decidí, puesto que tenía un revólver, tratar de prestaros ayuda, ya fuera contra las fieras o los hombres…

Oscar interrumpió a Suances:

—No quise quedarme solo y además él necesitaba de mi auxilio para poder moverse. El recordó el bote y cruzamos el río.

—Este chico fue un valiente, un gran compañero en los momentos de peligro —explicó admirativamente Suances—. Con mi pierna rota no podía hacer otra cosa que arrastrarme y él se adelantó entre los arbustos para tratar de encontraros. No fue así y, como la noche se nos venía encima, dimos la vuelta para regresar al avión. Entonces descubrimos este poblado y lo estuvimos observando algún tiempo. Cuando estuvimos seguros de que el lugar se hallaba desierto vinimos hacia aquí. Oscar trajo el bote y trepó por el pilote como un valiente, con idea de arrojarme cuerdas. Pero descubrió lo que pudiéramos llamar ascensor y me fue cómodo, hasta cierto punto, subir.

—Aquí pasamos la primera noche —añadió el menor de los Medina—. Al día siguiente, como estábamos muertos de hambre, no tuvimos más remedio que bajar para buscar algo de comer…

—Por cierto, habíamos visto el helicóptero y estábamos muy esperanzados con que sus ocupantes nos buscasen por tierra, pues nos parecía que se había posado en algún lugar cercano —le interrumpió Suances—. Eso nos daba ánimos para arriesgarnos. Pero como a causa de mi pierna apenas podía trasladarme de un lugar a otro, dejamos nuestra exploración reducida a calmar el hambre, recordando que en el hidroavión quedaban todavía algunas galletas.

—¡Je…! En lugar de galletas encontramos una buena provisión de latas y más munición —se animó Oscar.

—Lo que me dio mucho que pensar —alegó Suances—. Estaba seguro de que habían dado con el aparato, pues era indudable que alguien estuvo allí, pero como no sabíamos quién, recogimos las provisiones y, de nuevo en el bote, en esta ocasión sin dejarlo, pues habíamos descubierto el brazo que une el Jamanari con esta laguna, nos volvimos a nuestro refugio, dispuestos a salir a la primera ocasión. Aquí estábamos a salvo de las fieras. Al rato fue cuando divisamos a un muchacho que mi amigo me dijo se llamaba Héctor. Lo demás ya lo sabéis. Hoy, al ver el helicóptero, hemos disparado las bengalas.

—Creo que ya hemos hablado bastante. Ahora, amigos, atención a los indígenas que se nos vienen encima.

Julio había hablado con tanta parsimonia, que hasta pronunciar las últimas palabras ninguno pensó en peligro inminente.

Varios indígenas, llevando una canoa sobre sus cabezas, se dirigían hacia el poblado lacustre.

—¡Al suelo! —ordenó Héctor.

No habían hecho más que arrojarse sobre el piso, protegiéndose tras las maderas, cuando las flechas atravesaron las paredes por varios sitios, pero no los maderos. Esto les reveló que, mientras siguieran tumbados, podían seguir a salvo.

Y mientras unos indígenas disparaban resguardados entre la vegetación, los de la canoa seguían adelante y la colocaban sobre el agua. Suances, Julio y Héctor prepararon las armas.

—No hay que dejarles llegar ni gastar munición a lo loco. Nos limitaremos a asustarles disparando ante la canoa —decidió Héctor.

Suances aprobó la estrategia.

Los indígenas no llegaron más que a dar unas remadas. Los disparos a ras de la canoa les causaron tal pavor que, velozmente, se hicieron atrás y salieron del agua, abandonando la canoa.

Un caimán, asustado, se batió en retirada.

—Estos bravos no derrochan el valor, por suerte para nosotros —comentó Sara.

—Es que no les das tiempo para volver. Lo intentarán —dijo Verónica, levantando apenas una cara tiznada.

Sin embargo, el tiempo transcurría y sus enemigos no daban señales de vida.

Los prismáticos iban de mano en mano.

—Creo que se mueven los arbustos frente a nosotros —expuso Raúl—. Indudablemente, se alejan.

Empezaron a pasar los minutos sin que los atacantes se dejaran ver. Julio, mirando por una rendija del suelo, descubrió la piragua abandonada por los indígenas.

—Deberíamos tratar de retenerla; es más segura que los botes. Claro que, de no darnos prisa, puede llegar un caimán y ponerse a jugar a la pelota con ella.

Raúl se ofreció para deslizarse por el ascensor y amarrar la canoa al pilote. Héctor quiso hacerlo él y los demás se distrajeron un poco, de modo que no entraron en la discusión. Por fin Raúl se encaramó en el madero y comenzó a soltar la cuerda que pasaba por la rudimentaria polea.

Sin el menor tropiezo pudo sujetar la piragua a uno de los pilotes, viendo de lejos el bulto amenazador que se dirigía hacia allí.

Por el mismo procedimiento se izaba en cuestión de segundos.

La verdad es que estaban al borde de sus fuerzas. Varios días de alimentación mínima, de peligros y sustos, mermaban la resistencia de todos.

—Tratemos de descansar —decidió Julio—. Estableceremos turnos de vigilancia.

—Muy acertado —aprobó Suances—. Me encargo del primer turno.

Le brillaban los ojos y tenía las mejillas rojas.

—Usted tiene fiebre y está enfermo. Procure dormir un rato, señor Suances. Julio y yo haremos la primera guardia. Elijo a Julio —se burló Héctor—, ya que esta mañana se hallaba muy combativo y dispuesto a zurrarme.

—Amén —zanjó el alto muchacho.

También las chicas y Oscar procuraban descansar, lo que no era fácil en medio de un calor tórrido que volvía irrespirable el ambiente.

—Me siento como en una cacerola de agua caliente —dijo Verónica, soplando en dirección a su nariz.

Se hizo el silencio. Los dos vigilantes se concentraban en la observación del terreno y los demás, con los ojos cerrados, trataban de ahorrar energías.

¡Y no avistaron en todo el día ni un mal avión de reconocimiento!

Aquella tarde, un sospechoso ruidillo procedente del lado opuesto de la laguna por el que habían llegado hasta allí, atrajo la atención de Héctor. Varias piraguas cargadas de indígenas iban a tomar al ataque la choza.

—¡A la defensa! —gritó.

Inmediatamente se parapetaron tras los maderos. En esta ocasión, además de flechas, ráfagas de fuego cruzaban el aire y la paja empezó a arder. Suances, con una mochila, apagó el incendio en sus comienzos, golpeando la palma seca.

Los maderos resistían bien las armas de fuego y de nuevo Suances, Julio y Héctor, con puntería extraordinaria, colocaban sus respectivas balas ante los cascos de las piraguas y los indígenes, asustados, se apresuraron a retroceder.

—¡Hemos ganado! —gritó Sara.

—De momento, sí —repuso Héctor.

—Acabarán cazándonos de modo implacable —alegó Julio.

Sara le llamó odioso, aunque en el fondo comprendía que su pesimismo no era injustificado.

—O se nos ocurre algo contundente o… —añadió, a pesar de los insultos de la pelirroja de la pandilla.

—Y pensar que en el depósito del hidroavión queda combustible… —murmuró Suances.

Seis caras jóvenes se volvieron hacia él, animadas de una extraordinaria decisión. Suances no conocía bien a «Los Jaguares» y de ahí que no previese lo que iba a suceder.

—Trasladaremos ese carburante hasta el helicóptero —dijo Julio.

—¿En el cuenco de las manos? Inventa algo más fácil —porfió Sara.

—Lo trasladaremos del modo más adecuado: en bidones —expuso Héctor con tal seguridad que las miradas se volvieron hacia él.

—Concretemos. Los bidones están en tu imaginación, ¿o…?

Héctor, riendo alegremente, cortó a Verónica.

—Los bidones están cerca de aquí, en la explotación de caucho. Iremos a recogerlos y después, con ellos, al hidroavión. Del hidroavión, al helicóptero.

—Visto así parece sencillo —apuntó Verónica, aunque tomaba la operación por una fantasía.

—¿Cómo podemos extraer el carburante del depósito del hidroavión? —preguntó Julio al piloto.

—Lo primero, haciéndote con la llave inglesa que va en la caja de herramientas. Con ella podrás soltar la tuerca a la que se ajusta la manguera. La tuerca la encontrarás junto al ala derecha, por la parte delantera. Mi aparato es un trasto antiguo. Entre las herramientas hay una goma: la conectas al depósito, sitúas los bidones en un plano inferior…

Hasta León y Petra parecían prestar oído.

—Es un plan perfecto, salvo el impedimento de los indígenas, los caimanes, las boas, pumas y todo eso —recordó Sara al grupo.

—Lo haremos esta noche —decidió Héctor.

Sin embargo, todavía la tarde les reservaba algunas sorpresas. Un blanco, en el que el jefe de «Los Jaguares» reconoció a Pancho, el lugarteniente de Tigre, llegó al claro y estuvo reconociendo el aparato. Con los prismáticos podían seguir todos sus movimientos.

—Quiere saber si el helicóptero está averiado —dijo Julio—. Con tal de que no se nos adelanten…

Le vieron descender del aparato y dar unas órdenes a los nativos que le acompañaban. Luego se alejó y, cuando ya oscurecía, tres de los indígenas pintarrajeados comenzaron a levantar un parapeto con piedras.

—¿Qué hacen esos monos? —preguntó Verónica.

—Una trinchera junto a la orilla de la laguna para atacarnos sin peligro para ellos.

Al caer la noche, los indígenas no habían adelantado mucho en el trabajo. Les vieron en cuclillas machacando algo, sin duda su alimento, y luego tumbarse a dormir, tras las piedras.

Completamente a oscuras, «Los Jaguares» se dispusieron a entrar en acción.

—En estos lugares amanece muy pronto, de modo que no disponemos de mucho tiempo —empezó Julio.

—Exacto. Tenemos que coordinar nuestros movimientos —convino Héctor— y no fallar, porque estaríamos perdidos.

En medio de una densa oscuridad, iniciaron los preparativos.