X. ¡PELIGRO EN EL POBLADO LACUSTRE!

Materialmente, Julio saltó en el asiento. Luego, con una rodilla en él, quiso hacerse con los mandos y el helicóptero empezó a dar tumbos. Las chicas gritaron alarmadas y Raúl, con sus manos de coloso, intentó inmovilizarlo.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? —gritaba Julio—. No tenemos ninguna seguridad de que Oscar y Suances hayan muerto ni estén prisioneros. Ahora mismo vas a dirigirte al río. Quizá ellos buscaron algún refugio que nosotros no supimos ver.

—Pero Suances, con su pierna rota… —objetó Sara—. No es fácil colocarse sobre el tronco o el bote de goma.

En aquel momento fue Héctor quien se revolvió con presteza.

—¿Llevaba el hidroavión un bote? No estaba en él cuando lo registré.

—Entonces… quizá se alejaron en el bote, creyéndose poco seguros en la carlinga —resumió Julio—. Tiene que ser eso.

En aquel momento Héctor recordó un incidente olvidado:

—¡Dios mío! Se me olvidaba que León me salió al encuentro cuando empecé a reconocer el terreno…

—¡León se había quedado con Oscar! —gritó Sara.

—Pues lo curioso fue que León y Petra se pusieron muy tozudos respecto a la dirección a seguir: el mono quería llevarme por un lado; la ardilla por otro.

—Y tú te dejaste guiar de la ardilla —adivinó Julio—, cuando lo que León pretendía era llevarte al lado de mi hermano. ¡La has hecho buena!

—Bueno… según… —alegó tímidamente Verónica—. No sé dónde estaríamos ahora de no ser por nuestro jefe. Ni siquiera le hemos dado las gracias. Héctor, yo… no sé cómo decirte…

—¡Majaderías! —saltó Julio—. Héctor, ¿hacia dónde quería conducirte León?

—No sé, pero tengo la impresión de que hacia una especie de poblado lacustre. Las chozas se alzan sobre pilotes y yo estuve vigilando a conciencia aquel lugar desde un árbol y con los prismáticos. Obtuve la impresión de que se hallaba deshabitado.

—Dirígete ahora mismo hacia ese poblado.

—No sé si resulta oportuno ni prudente. Supongo que este aparato no lleva ya carburante como para estar dando vueltas sin seguridad. Insisto: lo cuerdo es solicitar auxilio y que rápidamente envíen refuerzos.

Las opiniones se dividieron. A veces Julio se aferraba a los mandos, tratando de evitar que Héctor se alejase de la zona, con la consecuencia de que la estabilidad de todos peligraba. Las chicas empezaron a chillar y Raúl, a espaldas de Julio, le sujetó con fuerza.

—Repórtate, por favor, no puedes comprometer la vida de las chicas. Podemos hacer algo mejor. Continuad vosotros y que Héctor me deje cerca de ese poblado. No es necesario que tome tierra, sino que puedo utilizar la escala. Llevaré armas y las provisiones, muchas o pocas, que tengamos. Continuad vosotros. Julio, te aseguro que, en lo que sea humano, haré lo posible por Oscar.

Tanta generosidad acabó por calmar a Julio.

—Gracias, Raúl, pero eso me corresponde a mí.

—En tal caso, nos quedaremos los dos y que Héctor continúe con las chicas.

—¡Basta ya, cretinos! —zanjó Héctor—. Dejadme utilizar la radio y consultar con Santa Rita y Olivenza. Debimos empezar por ahí. Puesto que deben andar buscándonos varios aparatos, todo se reduce a dar nuestra posición y explicar lo ocurrido. Quizá en unos minutos, las naves de salvamento estén aquí.

Aquello era razonable y Julio accedió. Las chicas no pudieron contener un suspiro de alivio.

Héctor había abierto la radio por la onda de Santa Rita. En cuanto sintió la respuesta, empezó:

—Aquí XY 04 llamando a…

Una voz en castellano cortó sus palabras:

—¡Ajá, Rey Tigre! Esperábamos tu llamada. En el lugar convenido del Ucayali, cerca de Iquitos, todo a punto para recibir el cargamento. ¿Alguna orden, Rey Tigre?

Héctor, que había palidecido, cortó bruscamente la comunicación.

—¿Qué sucede? —preguntaron varias voces a un tiempo.

—Han manipulado en la radio. Este aparato ha estado en poder del que en el poblado llaman Rey Tigre y el número de onda no coincide con el que yo conocía de Santa Rita.

—¿Eso significa que no podemos pedir ayuda? —interrogó Verónica, con voz temblorosa.

—Intentaremos comunicar con cualquier otra estación —replicó Héctor.

Empezaron a pasar los minutos, minutos preciosos, mientras Héctor intentaba establecer comunicación con cualquier lugar civilizado que no fuera aquel de Iquitos. Pero no lo lograba y Julio, en tanto, seguía presionando para no abandonar la zona, de modo que daban vueltas y más vueltas sobre el Jamanari y sus brazos y lagunas.

En realidad, lo que hacían era volar al azar. Era la primera vez que Héctor conducía un helicóptero y Raúl no sabía nada de su manejo; Julio tampoco, de modo que la situación de todos no podía ser más peligrosa.

Todos los intentos de establecer comunicación estaban siendo vanos.

—Han dejado la radio de modo que va a ser difícil comunicar más que con ese horrendo compinche de Tigre —tuvo que aceptar Héctor—. Sin duda son técnicos en más aspectos de los que yo había sospechado.

—Sigue intentándolo —suplicó Sara.

—¡Mira! ¡Sobrevolamos un poblado lacustre! ¿No será hacia ahí donde León quería conducirte?

—Sí, creo que sí —replicó Héctor.

En el mismo instante, unas bengalas cruzaron el aire.

—¡Dios mío! ¡Ya tenemos ahí a los salvajes! —chillaba Verónica.

Todos se precipitaron a mirar por las escotillas, sin divisar a sus enemigos.

—O mucho me equivoco, o se trata de bengalas de llamada. ¡Tienen que ser de Suances y os aseguro que no nos iremos de aquí sin ellos! —sentó Julio.

Se había aferrado a los prismáticos y de pronto lanzó un grito incontenible:

—¡Nos están haciendo señales desde una de las chozas situadas sobre los pilotes! ¿No veis un trapo blanco?

—¡Sí, sí! —gritó a su vez Raúl.

—¡Vamos, Héctor! Busca un lugar próximo donde puedas aterrizar —exigió Julio.

En esta ocasión, Héctor no dudó. Quería poner a las chicas en seguridad, pero tampoco a costa de la vida de Suances y el menor de los Medina. Por momentos iba perfeccionándose en el manejo del helicóptero y, aunque había realizado movimientos en falso, sus mismos errores le enseñaban.

—A tu derecha, Héctor; veo una pequeña explanada y es posible que puedas eludir los árboles —dijo Raúl.

Héctor, prometiendo intentarlo, se lanzó a la empresa, mientras las chicas se dejaban los ojos tratando de descubrir la llegada de indígenas bajo la espesa vegetación de aquellos contornos.

—¡Dios mío! Por una de las lagunas veo piraguas —dijo Sara, al cabo de sus fuerzas.

Todos a la vez daban órdenes al circunstancial piloto para que actuase con rapidez. Este, al segundo intento, conseguía descolgarse en el hueco dejado por las ramas y, aunque con violencia que hizo saltar a todos, acababa posándose (es un decir), después de dos rebotes nada suaves.

Julio saltó el primero, empujado por Raúl y las chicas, medrosas, se apretaron una contra otra para permitirles el paso.

—¡Oscaaaar! ¡Suanceees…!

Julio y Raúl se adentraron en la laguna mientras Héctor, con un arma entre las manos, vigilante y precavido, aguardaba junto al helicóptero. De la única choza que conservaba el techo, algo se puso en movimiento: una especie de ascensor, sujeto con lianas, consistente en un gran trozo de madera. Dos figuras se hallaban en él y no tardaron en tocar el agua. En una de ellas reconocieron al piloto Suances. A pesar de su pierna entablillada, se las arreglaba para poner en el agua el bote de goma. León, en el hombro de Oscar, lanzaba estridentes chillidos.

En cuanto el madero tocó el agua, Suances puso en ella el bote, que se hinchó rápidamente. Luego, con una vara aplastada en la punta, empezó a remar hacia los muchachos. Apenas había realizado un par de remadas, cuando con rostro descompuesto, gritó:

—¡Cuidado!

Raúl se revolvió al instante, justo a tiempo de divisar al caimán que se acercaba velozmente por su espalda. Y entonces Héctor, que se había separado un poco del aparato, corrió hacia allí con el arma en las manos, pero sin atreverse a disparar. Raúl, viéndose perdido, se jugaba el todo por el todo y había saltado sobre el caimán. Este, a su vez, molesto por el inquilino que se le había venido encima, se dio la vuelta sobre sí mismo, arrojando al muchacho. Julio se encontró ante las fauces de aquella bestia y se hundió con una voltereta, burlándole, para reaparecer tras su cola.

Y mientras tanto, Suances se acercaba con el bote. Cuando el animal atacaba de nuevo, las temibles fauces abiertas, con un impulso impresionante, el hombre logró golpearle en la boca con la pértiga.

Héctor, con el arma en las manos, se hallaba irresoluto. En aquella dramática zarabanda, disparar podía resultar un error y no hacerlo… ¡también!

Jugándose el todo por el todo, trató de afinar la puntería… apretó el gatillo y un grito siguió al tremendo ruido del proyectil. ¡Le había dado en la cabeza, pero sin acabar con su vida!

Tanto los del agua, como los del bote, hicieron un esfuerzo por zafarse de la bárbara acometida del furioso animal y Héctor aprovechó el blanco que ofrecía la bestia al sacar la cabeza del agua, para acertarle en la garganta. Entonces se hundió definitivamente, con un coletazo que arrojó a Raúl unos metros más allá.

Julio, con una poderosa brazada, había alcanzado el bote y lo empujaba hacia la orilla. Raúl, reaccionando como un coloso, les seguía.

—¡Rápido! ¡Rápido! ¡Dirigios al aparato! —apremiaba Héctor.

Una vez el bote junto a los «guamalotes» que guardaban las orillas, Julio se precipitó en ayuda de Suances y, cuando cargaba dificultosamente con él, Raúl acudió en su ayuda.

Oscar, con una celeridad realmente prodigiosa, había saltado a tierra y corría como un gamo hacia el helicóptero.

Petra, sin duda aterrada por el dramatismo en que estuvieron inmersos, empezó a chillar de alegría y saltó hacia la cara de Oscar, dándole la más calurosa bienvenida.

—¡Todos arriba! —ordenó Oscar, echando asimismo una mano a los que portaban al piloto del hidroavión, para subirle a la cabina.

El monito, comprendiendo que el momento era feliz, demostraba su alegría al acomodarse a su vez en el aparato.

—¡Vivan «Los Jaguares»! —gritó Sara.

En aquel momento, un codazo de Verónica le amargó su felicidad. Por uno de los brazos del Jamanari se aproximaban tres canoas repletas de indígenas. No estaban muy cerca, pero hasta de lejos se les antojaban amenazadores.

Verónica había perdido el habla y Sara gritó por las dos:

—¡Arriba! ¡Arriba! ¡Los salvajes están ahí!

Había cerrado la escotilla y Héctor saltó ante los mandos. El rotor se puso en marcha, roncando de un modo raro, pero ninguno se daba cuenta; por segunda vez se repitió el ciclo… Héctor, con manos nerviosas, empujaba las palancas. Oscar, hambriento, había empezado a pedir un bocadillo de lo que fuera.

Suances, inclinándose por encima de la cabeza de Héctor, lanzó la fatal sentencia:

—¡Es inútil, muchacho! ¡Se ha acabado el carburante!

«Los Jaguares», tan ruidosos siempre, no hallaron palabras en aquella ocasión. Mudos, expectantes, paralizados, no podían asimilar aquella nueva tragedia.

Héctor insistía ante los mandos.

—¡Déjalo! —dijo Suances—. Tenemos que refugiarnos en lugar seguro.

—Pee-ro muy rápidamente —recomendó Verónica.

Por suerte, los muchachos no perdieron la cabeza.

—¡A la choza de nuevo! —ordenó Suances.

Héctor, Raúl y Julio recogieron en una ráfaga de tiempo cuanto podía serles útil: algunas latas de conservas, las armas, bengalas y los botes plegables.

Como locos, abrieron la cabina y saltaron a tierra, sin descuidar la ayuda a Suances, que no podía valerse por sí mismo.

—¿Y los caimanes? —preguntó Verónica, en plena carrera hacia la laguna.

Nadie le respondió. Aunque se había detenido aterrada, acabó por correr con toda la potencia de que era capaz, hasta unirse a sus compañeros.

Esta vez, utilizando los dos botes, manejados por brazos poderosos con mucho apremio, ganaron el pilote provisto de rudimentario ascensor y, primero Verónica en unión de Suances, que sabía cómo utilizar las cuerdas vegetales que lo izaban, luego Oscar y Sara y Héctor con Raúl en último lugar, todos se trasladaron a la vivienda de la laguna.

¿Habrían acertado al dirigirse a ella? ¿Les quedaba otra alternativa?