IX. LA ACCIÓN MAS AUDAZ DE «LOS JAGUARES»

Héctor se veía precisado, al igual que la ardilla, a permanecer escondido entre los arbustos, temiendo que un animal cualquiera viniera a delatarle.

Rey Tigre continuaba en su hamaca y Pancho se había tumbado en otra. Pronto llegaron dos nativos con una bandeja en la que llevaban bebidas y frutas y ambos hombres se dedicaron a comer y beber.

Cuando los indígenas se retiraron, el hombre blanco rezongó disgustado:

—La fiesta de mañana me fastidia. No soporto las danzas de estos salvajes y, una vez más, tendremos que soportarlas. El resto de la fiesta no durará mucho.

—Sí, será de corta duración, pero emocionante. Los salvajes nunca han disfrutado de festín semejante.

Cayó la noche y los dos hombres entraron en la casa. Héctor observó que llegaban indígenas pintarrajeados y que al rato se marchaban. Las luces se fueron apagando y pensó que quizá pudiera llegarse hasta la choza que servía de prisión a Julio. Pero entonces sintió rugir al puma, cada vez más cerca y, aterrado, sabiendo que un disparo sería su perdición, porque le delataría, no se le ocurrió más solución que encerrarse en el helicóptero, que sus enemigos no utilizarían de noche.

Petra, más asustada de lo que nunca se había sentido, se aferraba a su camisa.

—Tendremos que estar alerta y no descuidarnos ni un momento… —le dijo.

Diez minutos después, con todas las puertas de la casa bien cerradas, el puma aparecía por allí y daba vueltas en torno al helicóptero.

—Me ha olfateado. Con tal de que no me descubra…

Ante el morro del aparato, el terrible carnicero lanzó un rugido largo, impresionante.

Desde debajo de uno de los asientos, Héctor observó que dentro de la casa se encendía una luz y que luego una potente linterna iluminaba el terreno desde la parte alta.

—Tranquilo, Tigre —dijo la voz de Pancho—. Como siempre, el maldito puma no nos deja dormir. Si no fuera por lo útil que resulta…

Enmudeció la voz y se hizo la oscuridad. Héctor suspiró aliviado. Todavía el animal estuvo dando vueltas en torno al helicóptero hasta que, sin duda cansado de la inutilidad de la guardia, la fiera se alejó con pasos cautelosos, pero no por ello el muchacho pensó en abandonar su refugio.

Por cuanto había podido observar, comprendió que intentar liberar a sus amigos en la oscuridad de la noche era imposible: tendría que disparar sobre el guardián de temibles fauces y entonces estaría perdido y no podría hacer nada por sus amigos. Pero aquella fiesta de la que los malvados individuos hablaron, le estaba pareciendo macabra. Poco a poco, un audaz plan se abría paso en su mente. ¿Pero podría ponerlo en práctica? ¿Resultaría?

A tientas, por miedo a que una luz, por insignificante que fuera, le delatase, estuvo reconociendo el material contenido en el aparato.

Pasaban las horas y resistir el sueño le resultaba un auténtico suplicio.

—Petra, no permitas que me duerma… no lo permitas…

El pobre animal debía de comprender perfectamente aquella llamada de auxilio, porque en cuanto se quedaba inmóvil, le daba brochazos en la cara con su bonita y poblada cola.

Cuando una luz rosada y tenue hizo visibles los contornos, Héctor se enderezó dispuesto a entrar en acción. Estuvo considerando la conveniencia de continuar en el aparato y se procuró un escondrijo en la parte trasera, donde iba la camilla, pero sin utilizarlo, para poder ejercer vigilancia a través del cristal. Había comido unas galletas y tomado un trago de licor que, aunque le desagradaba, le hizo mucho bien. Con la luz del día puso a mano todo lo que iba a necesitar, rogando al cielo que nadie tuviera la mala ocurrencia de subir o registrar el aparato.

Con sus prismáticos estuvo contemplando todos los preparativos de los indígenas para la fiesta. El puma ya no circulaba por allí e imaginó que se encontraba en el interior de su empalizada, tan grande como las destinadas a los caballos.

Sus estupendos prismáticos le revelaban la escena con lujo de detalles: divisó a los salvajes, con sus pinturas y adornos de guerra disponerse en círculo y a los ancianos, mujeres y niños acomodarse para presenciar el espectáculo. Inmediatamente, nuevos personajes entraron en su círculo visual y a punto estuvo de quedarse sin aliento.

—¡Sara y Julio! ¿Y Oscar? ¿Dónde estará Oscar? ¿Y Suances?

Pero su asombro subió de punto al reconocer una cabeza primorosa de brillante pelo rubio.

—¡Cielos! ¡Es Verónica! ¡Y Raúl! ¿Cómo diablos han venido a parar a este fregado?

En aquel momento, Rey Tigre salía de la casa. Varios nativos habían llegado con unas andas adornadas con guirnaldas y el hombre se cubrió la cabeza con la enorme máscara de tigre que llevaba en la mano. Sin duda conseguía con tal disfraz impresionar a los salvajes. Pancho empezó a caminar junto a las andas y todos juntos llegaron hasta la laguna y comenzaron las danzas.

Héctor se preguntaba si había llegado el momento de intervenir. Con vagas sospechas sobre lo que iba a ser la segunda parte del festejo, seguía con todos los nervios en tensión.

Cuando Rey Tigre dio la señal que había de inmovilizar a los bailarines, fue a sentarse en el lugar del piloto, con los prismáticos a mano. Un grito de horror se le escapó en el momento en que arrojaban a sus amigos al interior de la empalizada. Debido a su agitación, no acertó a la primera con los mandos.

Debía de ocurrir algo terrible a juzgar por el griterío y Petra, consciente de ello, le golpeaba el brazo con impaciencia.

No había conseguido elevarse cuando un alarido estremecedor hería sus oídos. ¿Llegaría tarde?

Maldijo su cautela y tiró de la palanca que ponía en acción el rotor. Poco después se balanceaba en el aire, siempre con el griterío ensordecedor de la muchedumbre,

y tomó la dirección de la empalizada, situándose sobre el recinto. No se había dado cuenta de que, en el momento de elevarse, Petra había saltado del aparato y se lanzaba a la carrera.

Así llegó junto a la aturdida y horrorizada Sara, que cayó al suelo, incapaz de resistir tantas emociones.

En el mismo momento, Héctor había disparado botes de humo y tendido la escala, gritando por la abierta puerta de la cabina:

—¡Arriba! ¡Todos arriba!

A favor de la sorpresa y del griterío, que apagó el ruido del helicóptero, había podido presentarse sin que ninguno de los asistentes al bárbaro acto mirase hacia arriba.

Pero sus amigos reaccionaron con la presteza que el provisional piloto aguardaba y Julio, tirando de Sara, se aferró a la escala. Pegando sus talones, con Verónica sobre la espalda, aferrada a su cuello con peligro de ahogarle, Raúl tenía sus manos en la escala y, aunque con los pies pataleando en el aire, no estaba dispuesta a soltarla, costase lo que costase. La ardilla, ágil como ninguno, les había tomado la delantera y estaba ya en la cabina.

Sin soltar los mandos, Héctor seguía enviando humo y más humo. Bajo ellos, el espacio era una nebulosa de un gris casi negro, traspasada por algunas flechas. Pero eran flechas lanzadas al azar y sólo una acertó a rozar la pierna de Raúl.

El helicóptero se disparaba hacia las nubes. Sonaron varios disparos de arma de fuego, pero demasiado tarde.

—¡Bravo, Jaguares! —gritó Héctor, saltando en su asiento.

Sin embargo, todavía no había pasado el peligro. Cuatro muchachos iban por el aire, aferrados al cable de la escala y podían caer en cualquier momento.

—Serenidad… serenidad… —recomendaba Julio.

Pero resultó que Sara se hallaba más serena que él y, con unos reflejos de los que no la había creído capaz, pasó sobre su cabeza y fue la primera en poner sus manos en el suelo del helicóptero. Héctor alargó una de las suyas y, a partir de entonces, la situación empezó a aclararse, pues formaron una cadena hasta que Raúl, siguiendo a Julio, pudo introducir a Verónica en el aparato.

—¡Viva Héctor! —gritó Sara.

Sin embargo, no descuidaban lo que sucedía abajo.

El humo se iba aclarando y aunque las flechas quedaban muy por debajo del aparato, las ráfagas de fuego disparadas por armas automáticas surgían por todas partes, constituyendo una verdadera amenaza.

—¡Sube más! ¡Sube más! —gritaba Raúl.

La advertencia era inútil, pues Héctor le sacaba a la nave todo el provecho posible, al menos, todo y hasta más de lo que podía esperarse de su inexperiencia.

Cinco minutos después, los disparos eran ya inofensivos y Verónica, en un estallido de risa nerviosa, mencionaba a San Héctor, bajado del cielo con sus maravillosas alas.

Empezaron a hablar todos a un tiempo y Sara preguntó:

—¿Volvemos a Santa Rita?

—¿Pero crees de veras que sé llegar a Santa Rita? —replicó el piloto con presteza—. No pretendo más que alejarme y ya aterrizaré donde vea un poblado o ciudad o…

Un grito furioso de Julio le redujo al silencio.

—¡No te alejarás de aquí! ¡Malditos egoístas! Pon rumbo hacia el hidroavión, que cayó en el Jamanari. Allí se quedaron Oscar y Suances y vamos a recogerlos. Creo que sabré guiarte.

Héctor se volvió a medias hacia él.

—Oscar y Suances no están en el hidroavión. Cuando yo vine en un helicóptero que no era éste, acompañando al piloto, divisamos la carlinga y yo bajé por escala. ¡Estaba vacía!

—¿Vacía?

Julio, tambaleándose, fue a ocupar el asiento delantero, junto a Héctor.

—¿Cómo? —intervino Sara—. Julio y yo fuimos en busca de algo de comer y dejamos a Suances herido, con una brecha en la cabeza y la pierna rota. No estaba en condiciones de moverse. Nos hicieron prisioneros y ya no hemos sabido más de ellos.

Héctor levantó una mano, para hacerse oír.

—Pues ya veis que sí salieron del avión.

—¿Caerían también prisioneros de los salvajes? —aventuró Raúl.

—En tal caso —sentó Julio—, ¿por qué no los han llevado a esa carnicería de hoy?

—Hay más, Julio —añadió Héctor—. En la carlinga del hidroavión dejé parte de las provisiones y las armas que saqué del XY 02, en el que yo vine, al objeto de moverme más libremente durante la búsqueda. Cuando regresé a la carlinga a recogerlas, habían desaparecido. Esto siempre me ha intrigado. Alguien se encontraba cerca. Si eran Suances y Oscar, ¿por qué no me llamaron?

—¡Menudo lío! —exclamó Sara.

Raúl empezó a contar que ellos habían salido precisamente en aquel helicóptero, que también habían divisado en el río los restos del aparato de Suances.

—En cuanto aterrizamos, lo más cerca posible del río, fuimos hechos prisioneros. Los salvajes se llevaron a Enriquex.

—O sea, que nos vamos dejando a mi hermano y tres hombres en poder de esos bárbaros —exclamó Julio, fuera de sí.

—¿Crees que no lo lamento? ¿Crees que soy de piedra? —se defendió Héctor—. El hombre que me trajo, Joao Branco, era un hombre honrado y generoso, llevando a cabo una misión arriesgada. Pensando en él siento vergüenza, especialmente porque al intentar aterrizar le atacaron y quizá hirieron. Es lo que pude deducir cuando vi los restos del XY 02.

—¡Da la vuelta! —gritó Julio, con aspecto de loco—. ¡No nos marcharemos sin llevarnos a mi hermano! ¡Aterriza ahora mismo!

Una gran tensión se hizo en el grupo. Raúl temía que los dos jaguares llegasen a las manos. Y estaban en el aire, a gran altura, con un piloto de ocasión y el peligro de estrellarse en cualquier momento.

—¡Aterriza ahora mismo! —exigía Julio.

—Por favor, por favor… —suplicaba Verónica.

—No podemos hacer nada. Ni siquiera sé si acertaría a tomar tierra como es debido. Y además…

Héctor calló.

—Además… ¿qué? —le lanzó Julio, zarandeándole por un hombro.

—Sosiégate, por favor… Lo más cuerdo es tratar de comunicar con Santa Rita y que envíen fuerzas suficientes para entendérselas con los salvajes. Lo siento, lo siento, de verdad… pero… ni siquiera sabemos que Oscar y Suances estén con vida.

—Mientras no lo vea con mis propios ojos, lo están para mí —porfió el mayor de los Medina.

—Es que… el río estaba infestado de caimanes cuando regresé al hidroavión. También encontré una boa de agua dentro de la carlinga.

Un silencio penoso, roto por el estruendo del rotor, cayó sobre el grupo. Raúl fue el primero en reaccionar, aunque tenía los ojos cubiertos de lágrimas.

—Héctor… si… de… ocurrir lo peor, hubiera habido algún rastro. ¿Hallaste sangre en la carlinga o en los alrededores o algo que…?

—No. Es decir, apenas un poco de sangre seca en una de las palancas de mando.