A pesar de su fatiga, la incómoda posición en que se encontraba y las rugosidades de la corteza del árbol, le impidieron conciliar el sueño hasta ya casi entrada la mañana. Entonces se durmió como un tronco y lo primero de que tuvo noción su cerebro fue de unos ruidos acompasados que sonaban cerca.
Su movimiento instintivo al desperezarse le hubiera arrojado desde lo alto de no haber tenido la precaución de atarse. Petra, con gesto alarmado, parecía darle a entender que no debía moverse.
Héctor comprendió inmediatamente la razón. Bajo él, a todo lo largo del bosque, indios pintarrajeados sujetaban recipientes al árbol del caucho y retiraban los llenos, vertiendo su contenido en bidones.
A pesar de sus pinturas y su aspecto, el muchacho pensó que, siendo tan civilizados, por lo menos en cuanto a trabajo recompensado se refería, podía bajar y solicitar su ayuda.
Gracias a su mente reflexiva, aguardó un poco para observarles más detenidamente.
—¡Cielos! ¡Van armados hasta los dientes! Arcos y flechas, lanzas, cuchillos…
Luego, más calmado, pensó que resultaba natural el que fueran armados. En la oscuridad estuvo escuchando el rugido de varios animales carniceros y ya conocía a los habitantes de los ríos.
De nuevo dudaba. Entonces llegó a sus oídos un rumor lejano y permaneció con todos sus sentidos alerta, hasta convencerse de que se trataba del motor de un avión. Poco después, de pie sobre las ramas, descubría al aparato, evidentemente en misión de reconocimiento. ¡Les buscaba a ellos!
Héctor fue a descender, cuando observó que los salvajes se daban buena prisa a tumbarse al pie de los árboles, ovillándose para no ser vistos desde el aire.
—¡Mala señal! —se dijo Héctor—. El que se oculta es porque no tiene tranquila la conciencia.
Así que decidió continuar donde estaba, sin dejarse ver de los de tierra. Precipitadamente se quitó la camisa, la ató al cañón del rifle y estuvo moviéndola sobre su cabeza, en un intento desesperado de ser visto desde el hidroavión.
Totalmente desanimado, observó que se alejaba. ¡No le habían visto!
Los indios, precavidos, no volvieron al trabajo hasta transcurrido cierto tiempo. Un par de horas después, Héctor pudo comprobar que cargaban con los recipientes hasta las piraguas inmovilizadas en uno de los innumerables brazos del río y que luego se alejaban remando.
Tras asegurarse de que no quedaba ninguno por allí, se dispuso a descender, verdaderamente necesitado de movimiento. Petra, realmente consciente de aquella situación, se portaba con comedimiento poco usual en ella.
Antes de nada, Héctor se llevó los prismáticos a la cara, estudiando el panorama: «cochas» y selva se sucedían, aunque algunas zonas quedaban ocultas por los altos árboles.
Pero no disponía de ninguna piragua y se dispuso a contornear la laguna, dando un largo rodeo. Aparte de que llevaba algunas provisiones en la mochila, la cuestión alimentos no le inquietaba. Los plataneros eran abundantes, sin contar con los cocos y piñas que hallaba de vez en cuando, algunos al alcance de su mano.
En un par de ocasiones divisó de lejos a «mayorunos» armados hasta los dientes, que parecían vigilar el territorio y tuvo tiempo de esconderse entre las altas hierbas en una ocasión, aplastando sin ruido una boa pequeña y trepar en otra a un cocotero.
Petra, tozuda, señalaba siempre en una dirección. Por tres veces en aquel día escuchó el rugir de las fieras, pero tuvo suerte, quedándose quieto y teniendo a la ardilla, que presentía el peligro o poseía un oído más fino que el de su compañero.
También descubrió al famoso lagarto carente de patas traseras. Bajo el terrible calor, en los lugares secos, se escondía bajo las piedras.
Por la tarde, al borde de sus fuerzas a causa de aquel espantoso calor húmedo que le hacía sentirse como en una olla de agua caliente, creyó sentir el motor de un avión, pero sin llegar a divisarlo.
Cerca ya del anochecer, trepó a un coloso milenario y, con sus prismáticos, divisó un poblado de chozas, con una gran construcción al fondo de las mismas. Los dos o tres salvajes que parecían ejercer de guardianes llevaban las mismas pinturas que los que trabajaban los árboles del caucho.
—En cuanto se haga de noche, entraremos en ese poblado. Petra, tendremos que ir con todos los sentidos alerta, pues si nuestros amigos viven, han tenido que ser llevados ahí.
Estuvo escondido hasta que la oscuridad fue total. Petra había comenzado a dar señales de inquietud y quizá por ello, a Héctor no le pilló del todo desprevenido la sorpresa que se le avecinaba. Se apresuró a trepar a un árbol y, a pesar de la oscuridad, vio brillar los ojos del puma con fosforescencias aterradoras.
Uno arriba y otro abajo, ambos estuvieron observándose hasta que por fin el animal, sin duda cansado de su inútil guardia y sus fracasos para ascender por el largo tronco vertical, sin la menor inclinación, se alejó en medio de amenazadores rugidos.
Héctor comprendía que estaba prisionero en su copa enramada, pues aunque llevaba un arma, no le convenía alertar a los salvajes con la detonación.
—Caso de que mis «Jaguares» se hallen en ese poblado, aunque su prisión carezca de puerta no escaparán de noche, con ese merodeador en las proximidades —se dijo.
Con la primera luz del día, luego de otra incómoda noche, Héctor estuvo observando el poblado con sus prismáticos. Podía divisar desde allí el cercado que por el día era la guarida del puma y ver la forma que los indígenas tenían de atraerlo, arrojando en el cercado varios animales. En cuanto la fiera hubo entrado en él, con largas pértigas, desde el exterior, cerraron la parte que servía de puerta.
—Ya puedo seguir, aunque extremando las precauciones. Petra, atiéndeme bien: tienes que vigilar, observar y, a la menor señal de alarma, a la primera sospecha, avisarme.
Los redondos ojillos de la ardilla no se apartaban de su cara. Quizá Petra comprendía a la perfección, dado que su hábitat estaba entre los seres humanos. Aparte la habilidad de Sara para enseñarle, ella no faltaba jamás a las reuniones de «Los Jaguares», que debían constituir el mayor placer de su vida. Lógicamente, conocería bastante de su forma de actuar.
—En cuanto veas un indio o una fiera, avisa, Petra; por lo que más quieras, házmelo saber. Estamos buscando a Sara, ya sabes, a Sara…
Petra afirmó, arrugando el hocico y mostrando una triste expresión.
Seguro de que no había nadie por los alrededores, Héctor descendió ágilmente por el tronco, con su mochila en la espalda, el arma a punto y, con una carrera, fue a buscar el refugio de los «guamalotes» que bordeaban las «cochas».
—Petra, podemos tropezamos con cualquier reptil poco amistoso y tú tienes buen olfato; no te descuides ni un segundo.
Aquel día pudo haber llegado al poblado, pero observó que los nativos con sus pinturas de guerra lo guardaban y hasta creyó ver que dos de las chozas eran vigiladas muy especialmente.
Escondido entre los arbustos, dirigió sus ojos hacia allí, precisamente cuando Julio, vigilado por dos guerreros, se llegaba hasta la laguna, donde se zambulló con estrépito.
Una alegría loca puso en rápida marcha el corazón de Héctor. Si Julio estaba en libertad, no todo se había perdido.
—Ahora sé que cuento en esta inmensidad con un colaborador de primera fila —se dijo, y luego, dirigiéndose a la ardilla, añadió—: Esa exhibición de nuestro astuto amigo no es gratuita.
Tuvo que contener a la ardilla, que quería escaparse.
—Petra, no vayas, por favor, quédate conmigo. Ellos, nuestros enemigos, tendrían curiosidad por saber cómo has llegado hasta aquí y nos perderías a todos.
A regañadientes, el animalito accedió. Héctor estaba seguro de que su amigo era un prisionero, especialmente al descubrir cómo se le devolvía a la choza.
¿Estarían Sara, Oscar y el piloto con él?
Héctor siguió avanzando, bastante intrigado por la enorme construcción rodeada de una empalizada, separada por un gran trecho del resto del poblado. Por una de las «cochas» vio pasar varias piraguas y retuvo a Petra, escondiéndose entre las hierbas. Posiblemente ejercían vigilancia. Los salvajes parecían todos muy fuertes, hombres elegidos, e iban armados hasta los dientes.
Estuvo dudando sobre la forma de acercarse a la choza de Julio, pero por el momento desistió de su idea. El mayor de los Medina no era persona necesitada de ánimos y sabría arreglárselas solo. Un sexto sentido le indicaba la conveniencia de llevar su exploración por el lado de la gran construcción de barro y palma, no exenta de cierto lujo exterior, que quizá fuera la morada del jefe de la tribu.
Tuvo que dar tantos rodeos y pasar tanto tiempo escondido, a lo largo de varias ocasiones, que la tarde había ido pasando. Por la parte de atrás de la construcción, fue reptando entre los cañaverales, hasta pasar al otro lado, dentro del conjunto que contenía la casa.
Casi se quedó sin respiración al observar en el recinto un moderno helicóptero.
—¡Es el de Branco! —exclamó a su pesar.
Pero no podía ser. Lo había visto averiado, con los efectos devastadores de las llamas en su estructura y aquél brillaba como recién estrenado o pintado.
Reptando hasta verle de lado, Héctor comprendió que, efectivamente, no era el de Branco.
—XY 04… —murmuró Héctor—. Es un gemelo del XY 02.
De no haber ocurrido lo que había ocurrido, Héctor se hubiera presentado en la casa solicitando ayuda, pero debía ser cauto y continuó a la espera, escondido entre los cañaverales.
Al atardecer, cuando ya el calor decrecía ligeramente, vio a un blanco saliendo de la casa y casi se precipitó hacia él, pidiendo auxilio. Petra le tiraba del pantalón y, nuevamente precavido, procuró no dejarse ver.
El hombre era muy alto, muy fuerte, algo grueso, de facciones toscas, casi bestiales y fumaba un habano. Fue a tenderse en una hamaca, a escasa distancia de donde él se encontraba y, al poco rato, un indio, vestido con un pantalón blanco y descalzo, se le acercó.
—Las gentes están felices, Rey Tigre. El espectáculo de mañana es su favorito. Todos te son fieles.
Hablaban el castellano propio de Centroamérica y Héctor no perdía una sola de sus palabras.
—Lo sé, Pancho. Estos bobalicones necesitan de muy poco para estar contentos y se perecen por ver correr la sangre.
—Los has manejado muy bien, Rey Tigre; ellos están en pie de guerra y no permiten el paso de viajeros por sus territorios, con lo cual te has hecho el dueño de extensas plantaciones de caucho que, de otro modo, te serían arrebatadas.
—Es cierto, les arrojo una limosna, un hueso, como a los perros y se convierten en mis esclavos.
—La fiesta de mañana aumentará el fervor que sienten por ti. Pero reconoce que no hubieras logrado todo esto sin mi cooperación.
—Pancho, no te pases. Tu cooperación está muy bien pagada. Y dentro de dos años, fabulosamente ricos, los dos podremos abandonar definitivamente estas malditas regiones para ir a disfrutar de nuestro dinero.
—Me compraré una de las mejores casas de Lima —dijo el tal Pancho, soñador—. Por cierto, Rey Tigre, ¿para qué quieres dos pilotos?
—Puede fallarme uno. Estábamos necesitando un helicóptero y éste ha venido a remediar nuestras necesidades. En el caso de que el gobierno enviase tropas a investigar, tú y yo pondríamos tierra por medio. El mundo civilizado no conoce el verdadero nombre del Rey Tigre, ni sus actividades ni… el de Pancho, su colaborador.
—Pero no todo marcha sobre ruedas, Tigre. Tres aparatos desaparecidos estos días en el territorio, son demasiados —objetó Pancho.
—¿Tres? —se dijo Héctor—. El hidroavión de Suances, el helicóptero de Branco y… ¿quizá éste? ¿Quién llegó con él?
—Es muy de tu agrado exagerar los peligros. ¿Lo haces para tratar de que aumente tu parte en el negocio? Ya es bastante buena, Pancho.
—Yo diría que bastante mala para arriesgar el pellejo. Ayer y hoy han pasado aviones de reconocimiento, no lo olvides, Tigre.
—Han pasado de largo. Obligué al piloto a dar otra posición a Santa Rita y te aseguro que no sospechan siquiera que es aquí donde se hallan los desaparecidos.
Héctor se acarició el cuello, sujetando a Petra con una mano, tratando de indicarle la conveniencia de no llamar la atención. Lo que había escuchado a aquel rufián y su compinche le hizo alegrarse de no haber seguido su primera idea de solicitar ayuda.
Del modo más inesperado había descubierto todo el montaje de los indios en pie de guerra, cuyo objetivo no era otro que explotar fraudulentamente extensas plantaciones de caucho.