VI. ENCONTRONAZO SORPRESA DE DOS CABEZAS

La oscuridad más absoluta había caído sobre el poblado en la noche del lunes al martes de la última semana de julio. Agotada por tantas emociones, Sara había acabado por dormirse, hecha un ovillo y con la cabeza sobre el brazo. De pronto, un espantoso rugido la despertó.

—¡Cielo santo! ¿Qué ha sido eso?

—¿Eh? ¡Oh!…, un perro, seguramente.

Un segundo rugido hizo innecesarias más preguntas por parte de la chica, que empezó a llorar en silencio, recordando a sus padres, su casa y todo lo que había dejado en España, al otro lado del inmenso mar.

—Qué manera más tonta de deshidratarse —le dijo Julio—. La verdad, me decepcionas.

—¿Y tú no me decepcionas a mí? ¿Has hecho algo útil hasta ahora?

Julio dio la callada por respuesta. Al rato, en medio de la oscuridad más impenetrable, Sara oyó a su lado ligeros golpecitos en el suelo.

—No es muy piadoso estar haciendo ruidos para que no vuelva a dormir. Despierta lo paso bastante peor.

—Pero puede ser práctico. Poco a poco, con el cortaplumas, voy ahondando con la sana intención de sacar las estacas que sostienen el entramado. Cuando tenga un agujero suficiente, podremos pasar al otro lado.

—¿Para caer en poder de los salvajes o que entre aquí la fiera que ruge por ahí? ¡Deja ya eso!

—No te pongas nerviosa. El puma no podrá entrar si yo no le franqueo la entrada.

—¿Y de la tierra que vas sacando, qué?

—En cuanto empiece a amanecer, tú la irás repartiendo todo alrededor y aplastándola con el pie, para que no se note.

Definitivamente, Sara ya no conseguía dormirse.

—Julio, esos salvajes mencionaron dos palabras que me dan mucho que pensar: Rey Tigre. ¿Se referirían a nuestro rugidor?

—No lo creo. Sospecho que se trata del jefe de la tribu. Debe ser un caníbal o algo así.

—Sin embargo, anoche nos dejaron una escudilla con comida.

Sí, una bazofia repugnante. Quizá no desean que adelgacemos; algo así como la bruja del cuento «La casita de chocolate».

Con la primera luz del día, Sara fue aplastando y repartiendo la tierra que su compañero había sacado del hoyo. Por la mañana, un salvaje introdujo su cabeza en la choza y estuvo mirando con curiosidad a los muchachos. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Sara le sonrió, porque Julio le había recibido con unas señales de afecto tan extremadas, que se le podía tomar por el rey de los protectores. Pero además, Julio, tan campechano, le golpeo el hombro, ante el asombro inamistoso del salvaje, y luego, señalándole el tórax y la musculatura de los brazos, le dio a entender con exagerados gestos lo mucho que admiraba su fortaleza.

El salvaje, a golpes de cabeza, aseguró que sí, que era muy fuerte.

—Rey Tigre más fuerte todavía… —dijo el salvaje.

Sara le preguntó si era el de los rugidos.

El salvaje, tras mirarla con extrañeza, se fue.

Luego Sara se plantó ante su compañero:

—¿Se puede saber qué hemos adelantado con esta pamema?

—¡Ah! Eso nunca se sabe. Una sonrisa es, por lo menos, más cómoda que un puñetazo.

A mediodía el calor de la choza resultaba inaguantable. Julio se atrevió a sacar la cabeza, llamando con los brazos a los salvajes de guardia. Dos de ellos acudieron inmediatamente, con las lanzas por delante.

Con gesto y palabras mitad en español, mitad en un mal latín, el muchacho les explicó que querían remojarse porque estaban achicharrados.

Uno de los salvajes, el de la musculatura, consultó con su compañero:

—Rey Tigre no hablar de mojar —dijo el otro.

—Lo aprobará… lo aprobará —dijo Julio.

El resultado fue que se lo llevaron, bien custodiado por lanzas, pero no permitieron que Sara abandonase la choza. Vestido y calzado, lo metieron en el pantano y él se dedicó a bucear y aparecer donde menos se le esperaba. Los guardianes reaccionaron con sustos y amenazas, pero él hizo como que no entendía, haciendo las delicias de dos mujeres y sus chiquillos.

El juego se prolongó por algún tiempo. Al regresar a la choza, chorreante, se llevaron a Sara y la lanzaron al pantano. Estaba inquieta, pero el remojón le hizo mucho bien. También tuvo la presencia de ánimo suficiente para sonreír a dos de las mujeres, explicándoles por medio de gestos lo guapas que estaban con sus anillos colgando de la nariz.

Ellas, halagadas, contestaron con una mímica muy expresiva que estaban dispuesta a taladrar la nariz de la prisionera y colgarle otro anillo.

Espantada, tomando al pasar una palma que empezó a usar como abanico, regresó a la choza.

En cuanto se quedaron solos, Julio susurró:

—Vigila por si se acerca alguien. Tengo un trabajito que hacer.

Ella observó que, de los bolsillos, extraía varias puntas de flecha.

—¿De dónde has sacado eso?

—Las fabrican a orillas del lago, con sílex. No se han dado cuenta de mi recolección.

—Mira, yo me he traído un par de piedras. No sé si servirán para algo. Las he escondido bajo la palma.

—No está de más —replicó Julio sin entusiasmo.

—Bueno, tus puntas de flecha no sirven para mucho, pero tampoco estarán de más.

Aquel día les dieron otra bazofia que tuvieron que consumir con asco y hambre a partes iguales. Julio, mientras Sara vigilaba, estuvo efectuando un concienzudo trabajo para confeccionar un arma realmente singular: una especie de rastrillo, utilizando una de las estacas de la parte superior de la choza, que había retirado con peligro de que el techo se les viniera encima. Con ayuda del cortaplumas, fue hincando las flechas en el palo por la parte roma, dejando fuera las puntas.

—No me gustaría que nadie me pegara con eso —dijo Sara, abandonando un momento la vigilancia—. ¡Vienen! —añadió con pánico.

Como era tan alto, Julio alargó el brazo y puso la estaca con sus temibles púas entre las palmas del techo.

El salvaje musculoso llegaba para comunicarles que, pasadas dos lunas, celebrarían la gran fiesta del sacrificio por orden de Rey Tigre.

—¿Del sacrificio de quién? —preguntó Julio.

El salvaje, con la sonrisa más feliz del mundo (así parecía), les señaló a los dos y añadió algo terrible, algo que dejó petrificados a los muchachos.

—Y también sacrificio de otros.

—¿Sacrificio de quiénes? —indagó Julio, con una espantosa sospecha.

El indio levantó el índice por dos veces. Cuando se fue, Sara articuló con esfuerzo:

—No sé si he comprendido bien, pero parece que además de nosotros piensan sacrificar a otros dos.

Julio afirmó con la cabeza. Después estuvieron algún tiempo callados, rumiando sus tristes pensamientos. Los otros dos no podían ser más que Oscar y el piloto herido. Debió de resultarles sencillo apoderarse de un niño y un hombre que no podía valerse.

¡Había sido un desgraciado día el lunes de la última semana de julio!

¿Cómo escapar de un lugar en plena selva, con parajes intransitables a causa de los elementos y las fieras? De día, guardados por los salvajes; de noche, por un puma sanguinario.

¡Y llevaban ya dos días prisioneros!

—Tenemos que cambiar de táctica —dijo Julio aquella noche.

—¿Es que van a permitirlo?

—Hay que tratar de salir de aquí, con la excusa del calor, con la que sea, y observar los medios de que podríamos valernos para escapar antes de la fiestecita famosa. Si realmente piensan sacrificar a dos más, esto es, a Oscar y Suances, eso significa que ellos están cerca de aquí. Tenemos que comunicarnos y levantar la moral de esos dos, que los pobres deben tener por los suelos…

—Si en lugar de llevar en el hidroavión al mentecato de León hubiéramos tenido a Petra… Seguro que ella sí nos ayudaría.

—Petra es muy afortunada. Sigue tan ricamente en Santa Rita —le recordó Julio.

No podía dejar de darle vueltas a la cabeza. ¿Cuál era el primer peligro a eliminar? Y se contestó que el puma, cosa difícil, sin armas. ¡Y hasta con ellas!

Y llegó el jueves. Siguiendo las instrucciones de su compañero, Sara salió de la choza sin prisa, sonriente y aparentemente muy complacida ante el par de salvajillos desnudos que se revolcaban en la tierra. Inmediatamente aparecieron dos de aquellos pintarrajeados guerreros dispuestos a impedir el paseo de la prisionera. Ella se sentó en el suelo, como la cosa más natural, aunque estaba como un flan, y la madre de los chiquillos acudió a su lado. Mitad con palabras y el resto por gestos, Sara le hizo saber lo mucho que admiraba a los pequeños y lo preciosos que le parecían.

Observó que su estrategia daba resultado y que la mujer perdía un poco de su recelo. Luego se dedicó a divertir a los niños haciéndoles juegos con los dedos.

Los salvajillos acabaron por dejarla hacer, aunque permaneciendo a su lado. Cuando al rato entró en la choza, dijo a su compañero:

—No sé si servirá de algo, pero lo he hecho y me lo han permitido. Poco a poco, quizá pueda ampliar mi radio de acción.

—Ahora me toca a mí.

Los salvajes, indudablemente, recelaban de él bastante, quizá porque en la tribu las mujeres apenas contaban. Julio indicó que quería remojarse y uno de los salvajes se negó en redondo. Su compañero, el de la estupenda musculatura, le dijo, sobre poco más o menos:

—Que se remoje. Así estar más fuerte para fiesta de mañana. La lucha ser más gorda, más larga.

—No larga —alegó el otro, señalando con la cabeza hacia la alta empalizada tras la que rugía el puma—. Con él siempre corta.

Julio apenas pudo contener un respingo. Pero se le permitió zambullirse en la laguna y nadar a placer, buceando y reapareciendo de pronto como un pez, para admiración de los salvajes. Era realmente un nadador excepcional y pudo asegurarse de que los terribles moradores de las aguas de aquella región no merodeaban por allí. Quizá los «mayorunos» se habían reservado la laguna, protegiéndola del paso de intrusos.

Al mismo tiempo, observaba las costumbres de aquella gente y supo que eran perezosos y que especialmente en las horas diurnas de mayor calor solían balancearse en sus hamacas de palma, espantándose las moscas e insectos con ramas de los árboles.

Sobre las tres de la tarde, con una temperatura capaz para asar a cualquiera en el sentido más estricto de la palabra, Julio dijo a Sara:

—Sal fuera y trata de atraer la atención de nuestros vigilantes y alarga la representación todo lo que puedas. Mi puerta falsa está lista y tengo que investigar los alrededores.

Ella obedeció, aunque se limitó a hacer lo que veía, abanicándose con un manojo de grandes hojas.

Mientras tanto, Julio se apresuró a quitar la estaca, pegarse a tierra y reptar hacia el otro lado, hasta ganar el refugio de los próximos arbustos.

Había estado de suerte en el momento de atravesar el espacio pelado, pero ya había contado con que, a aquella hora, menos los vigilantes que guardaban la entrada de la choza, todos solían dormitar.

De todas formas, no levantaba la cabeza ni un centímetro del suelo. Quizá por ello no vio el obstáculo. Su cabeza fue a chocar con algo terrible, demoledor; por un instante, se sintió aturdido.

—¡Julio! ¿Es que no te han matado?

—¡Cuernos! ¡Oh!… ¡Eh!… No puede ser… no puedes ser Raúl…

—¡Claro que sí!

—¿Qué haces aquí?

—Nosotros vinimos en el helicóptero de reconocimiento y nos hicieron prisioneros cuando tomamos tierra no lejos de este poblado.

En honor a la verdad, hay que decir que Julio se sentía muy agradablemente sorprendido, aunque poco caritativo con sus amigos, que hubieran estado mejor lejos.

—¿Así que Héctor también…?

—No, no, Verónica. Verás, nos tienen prisioneros en una choza y yo he salido a investigar, pero no por la entrada de la choza, claro.

—Pues ¿qué has hecho?

Raúl, con el ademán, daba a entender que había cargado con la choza.

—He conseguido levantar la estructura al completo para deslizarme al otro lado. Regresaré del mismo modo, si es que de momento no veo el medio de rescatar a Verónica. No tenemos armas ni nada con qué defendernos. Oye, ¿cómo está Oscar?

—Lo ignoro y eso hace más dura mi situación. Sara y yo nos habíamos alejado, dejando en la carlinga del hidroavión al piloto, que resultó herido, y a mi hermano, cuando estos salvajes nos atraparon.

—Lo nuestro sucedió ayer —explicó Raúl—. Vinimos buscando a Héctor, que vino a buscaros a vosotros y…

Con un respingo de sorpresa, Julio levantó la cabeza, pues hasta entonces los dos muchachos se mantuvieron pegados al suelo.

—Héctor desapareció con su piloto el martes. Precisamente cuando el piloto acababa de comunicar a Santa Rita que había avistado el hidroavión y se disponía a dar la situación, la comunicación se interrumpió.