Las horas pasaban lentas en Santa Rita. La inquietud y el calor las convertían en eternas. Verónica y Raúl, junto al mecánico, no se separaban del puesto de radio. Joao Branco había estado comunicando regularmente también a partir de la última salida.
Por la tarde, después de horas consumidas en ingrata espera, comunicaron de Olivenza que enviaban otro helicóptero para unirse a la búsqueda, aunque por aquel día las horas de luz eran ya escasas.
—¡Menos mal! —exclamó Verónica—. La pobre tía Susy está medio enferma y yo no tardaré en seguirla si esto sigue así.
Raúl, mecánicamente, repitió una vez más:
—Pronto sabremos algo.
«¡Piii!»
—¡Ahí está la llamada! —gritaron ambos a un tiempo, pegando las cabezas a la del mecánico.
—XY 02 llamando a Santa Rita.
—Santa Rita a la escucha —dijo el piloto—. ¿Alguna novedad, Branco?
—Avistado el hidroavión. Doy la situación: lati…
La voz enmudeció de pronto, en medio de un extraño sonido. El mecánico empezó a insistir:
—XY 02, ¿me oye? ¡Branco… responda!
¡Todo inútil!
El mecánico llamaba algún tiempo después a Olivenza, desde donde le confirmaron que el helicóptero XY 04 había salido ya para su misión. Pero ante la alarma detectada acordaron solicitar el auxilio de la base de Iquitos, en Perú, junto al río Ucayali, otro de los afluentes del Amazonas. Iquitos prometía enviar un hidroavión de reconocimiento, con un piloto muy conocedor de aquella parte del territorio.
Llegó la noche y el XY 04 anunció que regresaba a la base, por falta de visibilidad, sin haber detectado ni al hidroavión de Suances ni al helicóptero de Branco.
Al día siguiente, sobre las siete de la mañana, el XY 04 se detuvo un momento en Santa Rita, que quedaba bajo su radio de acción. El piloto, un mulato joven y agradable llamado Luis Enriquex, sorprendido por la presencia junto al embarcadero de la bonita Verónica, no supo resistir sus súplicas y accedió a llevarla, así como a Raúl.
—Esto no lo olvidaré nunca —le dijo ella, mientras tomaba asiento a su lado, ante el tablero de mandos—. Esperar sin hacer nada es lo peor que puede pasar. De tres de nuestros compañeros no sabemos nada desde anteayer y Héctor, que es el mayor del grupo, fue el que ayer no regresó, juntamente con el piloto.
—Realmente, éste resulta un caso extraño. Lo cierto es que estos territorios están muy deshabitados y no contamos con muchos medios.
—¿Usted conocerá muy bien la selva, verdad? —preguntó Verónica.
—No demasiado. En realidad no llevo más que quince días destinado en Olivenza; pero eso no debe preocuparte, porque desde ahora tienes mi palabra de que tomo la búsqueda de tus amigos como una cuestión de honor.
—Eso es maravilloso. A pesar de todos los males que se nos han venido encima, es una suerte que le hayan enviado a usted y no a un señor mayor cansado de todo.
El joven piloto, satisfecho de la alabanza, dijo que se llamaba Luis, que debían tutearle y escuchó la historia de «Los Jaguares» muy complacido, para exponer después que no deseaba sino hallar a los muchachos y merecer el honor de ser nombrado «Jaguar Honorario».
Y Raúl, que escuchaba sin intervenir, empezó a preguntarse si el inflamable brasileño no sería un charlatán poco juicioso alentado por una cara bonita.
En fin, él a lo suyo que era mirar bajo la panza de la nave y detectar a los dos aparatos perdidos. Después de todo, si aquellos dos seguían charlando por los codos, falta hacía que él estuviera atento.
Cerca del mediodía regresaron a Santa Rita para repostar, sufriendo por el calor húmedo y el aspecto poco positivo del reconocimiento efectuado. Tras una breve comida, se elevaron de nuevo, dejando a tía Susy poniéndoles velas a los santos de la capillita del lugar.
El hidroavión salido de Iquitos, con más radio de acción, se mantenía en contacto constante con ellos, de modo que cada uno estaba al tanto de la zona reconocida por el otro.
Raúl, que estaba atento a la radio y al parloteo incesante de sus compañeros, no por ello apartaba los prismáticos de sus ojos. Inesperadamente, sobre el río que brillaba allá abajo, descubrió un objeto plateado. ¿Otro meandro?
Instantes después, decía triunfalmente:
—¡Mirad! ¡A nuestra izquierda! ¡Mirad allá abajo!
Le pasó los prismáticos a Enriquex y éste, tras unos instantes de observación, a Verónica.
—¡No hay duda! ¡Es el hidroavión de Suances!
—Por favor, Luis, por favor… aterricemos —suplicó Verónica.
—No puedo hacerlo sin el permiso de Olivenza —repuso él—, pero voy a comunicar con la base.
Mientras describía vueltas en círculo perdiendo altura, sobre aquel punto del Jamanari que atrajo la atención de Raúl en primer lugar, estuvo en contacto con la base de Olivenza y pudo dar sus coordenadas. Luego solicitó permiso para aterrizar.
De Olivenza contestaron:
—Sólo puede aterrizar si encuentra una extensión adecuada y luego de cerciorarse que no está habitada por tribu alguna. ¿Entendido, XY 04? Haga un reconocimiento rápido y comunique de nuevo. Corto.
Enriquex perdió unos minutos pasando en vuelo bajo sobre los altos árboles, para hallar el lugar que se le había indicado. La parte pantanosa no ofrecía seguridades y se desvió un tanto hacia el Norte.
—¡Mira! Ese lugar es bueno —dijo Raúl.
—Bien, tomaremos tierra.
El piloto comunicó de nuevo con Olivenza. Desde allí le ordenaron no abandonar el aparato, aunque si había seguridad sus compañeros podían reconocer el lugar, siempre que no les perdiera de vista. Dada la hora, no deberían detenerse más de una y emprender el vuelo a la menor señal de alarma.
En el momento de posarse en la selva, Raúl dijo a Verónica:
—Quédate con Enriquex; estarás más segura.
—¡Pero si esto es un desierto! Salvo que haya fieras, no se ve a nadie. Me gustaría estirar las piernas un rato.
—Toma, llévate un rifle —dijo el piloto a Raúl—. Y tú otro.
Puso las armas en manos de los muchachos, pero Verónica se negó a aceptarlo. Ni sabía utilizarlo ni, aunque supiera, haría uso de él. Alegó que el de Raúl era suficiente, caso del ataque de una fiera.
Los muchachos saltaron al suelo con alegría, aunque también con temor. Raúl no pensaba obedecer ciegamente las órdenes de Olivenza, pues en realidad, lo que urgía era llegar al río e inspeccionar en la carlinga del hidroavión.
Por última vez insistió para que Verónica se quedara junto al helicóptero.
Ya en el suelo, ella repuso:
—Pero voy contigo y llevas un arma…
Estaba mirando con mucho recelo los arbustos que crecían unos metros más allá, cuando ya Raúl, lleno de decisión, se ponía en marcha, con el arma entre las manos, orientándose hacia el río.
A ella le pareció que los arbustos se movían, pero debía de ser a efectos de la brisa ecuatoriana o producto de su miedo. De pronto, los arbustos acortaron distancias hacia el aparato.
—¡Cuidado, Raúl! —gritó fuera de sí.
En el mismo instante, los arbustos crecieron. Formaban gigantescos plumeros sobre las cabezas de unos hombres con pinturas en los rostros y el cuerpo, en las que predominaba el color rojo.
Aquellos monstruos se abalanzaron hacia ellos y el muchacho sólo tuvo tiempo para tumbar a dos de sus enemigos, de dos impresionantes culatazos, antes de encontrarse inmovilizado por la fuerza de un grupo de tres de ellos.
Verónica no pensó en resistirse. Uno de los monstruos le apuntaba con su lanza a media docena de pasos.
Un gigantesco individuo, cubierta la cabeza por la máscara de un tigre, subía tranquilamente al aparato y tomaba asiento junto a Enriquex. Verónica, a pesar de su terror, pudo descifrar todas sus palabras, mitad en portugués, mitad en español.
—Comunica con la base. Rectifica la posición que hayas dado y no se te ocurra resistirte. Dirás después que acabas de encontrar a los dos desaparecidos.
Enriquex, el mismo que había jurado y perjurado no cesar en la búsqueda hasta salir victorioso, afirmaba a todo.
Verónica, envuelta en sudor frío, oyó a su piloto cumplir las órdenes, asegurando a Olivenza que ya se había reunido con los desaparecidos y emprendía el vuelo de regreso a Santa Rita.
—Bien —dijo entonces el hombre con cabeza de tigre, luego de cerrar la radio—. Ahora me llevarás donde yo diga.
El hombre que amenazaba a Verónica, en un dialecto extraño, preguntó algo al desconocido llamándole Rey Tigre.
—Guardad a éstos —dijo Rey Tigre en su lengua mixta—. Ayer me dejasteis sin un aparato como éste, trayéndome un piloto que para nada me sirve. Ahora tengo aparato y piloto.
El XY se elevó con estruendo, dejando en poder de aquellos monstruos a sus jóvenes pasajeros.
Empujados sin consideración alguna con la parte roma de las lanzas, Raúl y Verónica tuvieron que caminar en la dirección exigida por los salvajes pintarrajeados, sintiéndose amedrentados, defraudados, furiosos y casi, casi, sin esperanzas de salvación.
Caminaron en tales condiciones durante una hora, bordeando canales y pantanos o bien bosques de árboles cuyas incisiones demostraban que se les extraía el látex. Raúl, de modo inconsciente, porque no estaba para minucias, reconoció el árbol del caucho.
Llegaron por fin a un poblado formado por chozas de palma apuntaladas con estacas. En una de ellas arrojaron a sus prisioneros.
Aquel día, un miércoles de la última semana de julio, no podrían olvidarlo nunca, caso de que vivieran. Al menos, así pensaba Raúl y Verónica.
• • • • •
Aquel miércoles no constituía la única fecha memorable en la vida de «Los Jaguares». Así, tanto Julio como Sara aborrecían aquel mismo lunes, porque habían caído prisioneros en poder de los salvajes.
Sara, anonadada, había estado más de una hora sin reaccionar, enloquecida por el terror.
Julio se había limitado a sentarse sobre la tierra, con la espalda en la pared de palma, perdido en sus reflexiones.
—Camarada —dijo de pronto—, si no recobras la presencia de ánimo no me vas a servir de nada.
Sara levantó la cabeza con el rostro congestionado.
—¿Y si reflexiono comprenderé mejor lo que nos aguarda? ¡Pues reflexiona tú, que yo no estoy por ello!
—Esto de que saques el genio ya está mejor. Para empezar, podrías tender el oído, tratar de atisbar a través de esta maldita pared y ambientarte.
—¿Pero es que curiosear a los salvajes me servirá de algo?
—Eso todavía no lo sabemos, pero indudablemente no deja de ser práctico.
—¡Vete a paseo!
—No pienso en otra cosa. Por lo menos, en regresar cuanto antes al hidroavión. No olvides que allí se ha quedado mi hermano con un hombre herido.
—Me cambiaría ahora mismo por tu hermano y el hombre herido —contestó ella, fuera de sí.
—Domina el genio, cabeza roja. Después de todo, no estamos tan mal provistos de armas defensivas.
—¡Ja…! ¿Cuáles?
—El cortaplumas de Oscar.
En aquel momento, por efectos de la tensión y cuando parecía recuperarse, Sara cayó en un ataque de nervios. Julio permitió que chillara y se revolviera durante… segundo y medio. Hasta que, con un soberano bofetón, la dejó tiesa.
Dolorida, pero consciente, Sara se acariciaba la mejilla con los ojos muy abiertos, muy fijos en su compañero.
—¡Salvaje! —articuló por fin, con los dientes apretados—. Estamos en poder de… antropófagos y tú te entretienes aporreándome en la cara.
—No nos consta que sean antropófagos.
—A lo mejor nos resultan angelitos.
—Tampoco. Son hombres a los que debemos intentar burlar.
—¿Con el cortaplumas de Oscar?
—Para empezar, con el cortaplumas de Oscar haremos un par de agujeros en la pared. Tú por un lado y yo por el otro vamos a estudiar el escenario de nuestra prisión con vistas a la escapatoria.
Sara, más calmada, contuvo un suspiro, dispuesta ya a la sumisión. En realidad, otra bofetada no tenía ya demasiada importancia.
Se hicieron los agujeros. Desde su lado, Julio preguntó:
—¿Qué ves?
—Cuatro salvajes. Parecen de piedra. Están sentados a lo moro y no apartan la vista de aquí. ¿Qué ves tú?
Julio tardó un poco en responder. Al fin, con desgana, murmuró:
—Una empalizada alta…
Pero sin completar la explicación. Porque, tras la empalizada, un puma nervioso paseaba su impaciencia.