IV. EL MISTERIO DE LA CARLINGA VACÍA

El espectáculo del aparato con su escala balanceándose en el aire y Héctor acortando distancias en dirección al suelo, por los peldaños de cable metálico, era impresionante. El peso que el muchacho llevaba a la espalda dificultaba sus movimientos, pero con sangre fría, sin perder la cabeza, dispuesto a todo, arriesgaba al máximo en ayuda de sus amigos. Algo suave, peludo, rozó su mano y supo que Petra, valiente y generosa, se disponía a acompañarle, dejándose deslizar por la escala.

Cuando Joao Branco lo consideró oportuno, detuvo casi la nave sobre el meandro en el que se hallaba incrustado el morro del hidroavión y Héctor saltó limpiamente. En el último instante, echando las manos por delante, evitó la caída de bruces y, tras un rebote, obtuvo estabilidad.

Branco, que había sacado una mano por la ventanilla, le hizo el signo de la victoria con los dedos y, desde abajo, Héctor le saludó de igual forma. Después el helicóptero describió un círculo, elevándose y pronto se perdía de vista al otro lado de un impresionante bosque.

Héctor, sin pérdida de tiempo, aunque resbalando, se aferró a la carlinga y, sujetándose por la parte alta con las manos, se dejó caer, adelantando los pies, en el interior.

Lo primero que descubrió fue a Petra, más ligera y ágil que él, expresándole su sorpresa por lo que sucedía allí. Mejor dicho, por lo que no sucedía, pues la carlinga se hallaba vacía.

Durante unos momentos, Héctor quedó como una estatua de piedra. Pero pronto empezó a coordinar, observar y deducir.

—Si hubieran resultado heridos, la carlinga acusaría los efectos; es indudable que todos se han ido por su pie, pero ¿a qué lugar? ¿Por qué razón no se han hecho visibles al paso del aparato?

Buscó en el suelo, donde halló restos de las galletas.

—Es buena señal —se dijo—. Han tenido humor para comer…

Una inspección más concienzuda le reveló una mancha oscura y seca sobre el cuadro de mandos. ¡Era sangre! ¿De quién? ¿Quién había resultado herido? A juzgar por el lugar, debía tratarse del piloto en el momento en que el avión había ido a chocar de morro contra la duna.

Haciendo equilibrios, salió de la carlinga para estudiar el fuselaje. El ala chamuscada le hizo pensar al pronto que el avión quizá se incendiase con el choque, pero no debía ser así, puesto que la carlinga no parecía afectada por el fuego. ¿Quizá una chispa eléctrica?

Una cuerda tosca pero segura, con infinidad de nudos, hecha con fibra vegetal, reclamaba la atención del muchacho. La cuerda se sumergía en el agua y Héctor empezó a tirar de ella con fuerza. Aunque la cuerda se resistía, se iba haciendo con ella. Al mismo tiempo pudo observar que un tronco carcomido navegaba hacia los restos del hidroavión, sujeto a la cuerda.

—Este tronco que ha servido de embarcación lleva la firma de Julio —se dijo, sonriendo por vez primera en bastantes horas—, pero puesto que la cuerda no procede del avión y sí de la selva, significa que Julio cruzó a nado hasta la orilla y fabricó esta especie de balsa, quizá para transportar a los demás. Puede que se encuentren de paseo o en plan de orientación y no tarden en regresar aquí.

Estuvo dudando. ¿Debía de quedarse encaramado en la carlinga para dejarse ver o buscar huellas por la orilla del río?

¿Y si sus amigos no regresaban?

Observó que en la carlinga no había quedado nada aprovechable: ni provisiones, ni armas y ni tan siquiera el botiquín.

—Eso significa que se han ido definitivamente —se dijo.

Creía recordar que el aparato llevaba un bote de goma, que tampoco encontró, aunque no se hallaba del todo seguro.

No podía alejarse porque el helicóptero, tras repostar, regresaría. O quizá, si había dado la situación del hidroavión, otro aparato emprendiera el vuelo hacia allí. En la duda, Héctor decidió realizar una breve búsqueda y regresar después al aparato, tanto si hallaba a sus amigos como si no.

Tuvo un momento de indecisión, pensando en la conveniencia o no de seguir con su mochila a la espalda o dejarla allí, puesto que necesariamente debía regresar. Por fin, retiró algunas cosas y conservó otras: provisiones, un cuchillo, una automática y munición.

Petra le veía hacer mostrando una actitud de impaciencia, como dándole a entender que los minutos eran preciosos.

Héctor la calmó con una caricia, se la puso en el hombro y luego sonrió ante la idea de que iba a utilizar el sistema de transporte fluvial inventado por Julio. Saltando sobre el tronco, empezó a recoger cuerda, disminuyendo poco a poco su distancia hasta la orilla.

Pero algo está ocurriendo en aquella parte del horas antes tranquilo Jamanari: seres procedentes de otros lugares y brazos del río concurrían hacia allí, detectando la presencia insólita del hombre.

Fue la ardilla la primera en rebullir como si la hubieran pinchado; Héctor descubrió al caimán en el último instante, cuando abría sus enormes fauces en dirección a su pierna derecha. Rápido de reflejos, con sangre fría asombrosa, llevó su mano a la funda, extrajo el arma, la amartilló en un tiempo récord e, introduciéndola casi entre aquellas mortíferas fauces, para no fallar apretó el gatillo.

La bestia, tras una voltereta sobre sí misma, fue a hundirse en las aguas, tiñéndolas de sangre.

—¡Cielos! —exclamó el muchacho, respirando hondo

¡De buena se había librado! Pensó que aquella sangre no dejaría de atraer a los compañeros de su víctima y, tirando con todas sus fuerzas de la cuerda vegetal, acabó bruscamente en la orilla, entre los «guamalotes». Desconfiaba de aquellos tallos altos y espesos y se dio buena prisa en ganar tierra firme.

Petra, amedrentada, escondía la cara, protegiéndose con la cola.

Apenas habría dado unos pasos, cuando descubrió un gigante milenario descollando del resto de los árboles. Inmediatamente corría hacia él y comenzaba a escalarlo. La ardilla, comprendiendo sus intenciones, se le adelantó, ganando ventaja.

No era fácil trepar por el tronco resbaladizo, pero lo conseguía por sus excepcionales condiciones de atleta. Cuando iba hacia la mitad, algo rozó su cuello. Observó que Petra estaba ya en la copa y volvió la cabeza. Asomando el hocico, junto a su cara, bien aposentado sobre la mochila estaba…

—¡León! —exclamó.

Era el mono de Oscar, sí, despojado de su habitual ropa de abrigo, que en medio del intenso calor de aquella jungla no necesitaba para nada.

—León… —repitió, mientras el corazón le saltaba de alegría—. ¿Ellos están aquí? ¿Sabrías llevarme con ellos?

El mono había saltado ante él, sin ningún esfuerzo para sujetarse al tronco, para eso era quien era y le miraba y miraba… ¿Qué quería decirle?

—Bueno, ya que estoy aquí, echaré un vistazo; luego, tú me guiarás.

Antes de alcanzar la cima, Héctor olía el humo. Por segunda vez en escasos minutos le invadía una sensación de alegría:

—Los míos deben estar cerca, sin duda preparándose la comida —se dijo.

Encontró a Petra muy inquieta y, en cuanto encontró apoyo para sus pies, se volvió en la dirección del humo. ¡No se trataba del humo de ninguna hoguera, sino de una verdadera humareda que se aferraba a la garganta.

—¡Cielos! ¡Es el helicóptero! ¡Está ardiendo!

Con más rapidez de la que había empleado para subir, Héctor realizaba el descenso, seguido de Petra y León, que iban muy juntos, increíblemente amigos y de acuerdo, como si se protegieran mutuamente.

Con el arma en la mano, el muchacho corrió hacia el lugar donde el helicóptero ardía, sin más pensamiento que el de llegar a tiempo para salvar al piloto.

Pronto descubrió que la puerta de la cabina se hallaba abierta y el cristal con un sospechoso orificio.

—¡Señor Branco! ¿Está ahí? ¿Me oye?

No recibió respuesta. Petra, al mismo tiempo, saltaba a sus piernas; volvía a saltar… Héctor entendió que deseaba mostrarle algo y siguió con la mirada la dirección en que ella corría. Sobre el suelo pantanoso acababa de descubrir un objeto familiar. ¡El casco del piloto!

—¡Menos mal! ¡Gracias, Señor! Esto significa que Branco se ha salvado.

Era fácil seguir las huellas en aquel suelo blando y Héctor descubrió, con sorpresa mayúscula, junto a las de los zapatos del piloto, las de varios pies descalzos.

Paralizado por la sorpresa, se detuvo. ¡Había visto una flecha en el suelo y levantó la vista hacia el aparato lamido por las llamas, unas llamas que perdían fuerza, respetando la estructura metálica de la nave. Ya con más elementos de juicio, comprendió que el agujero descubierto en la puerta de la cabina era de bala.

Entonces… ¿habían derribado a intento el aparato? Branco se había alejado por su pie, indudablemente, pero ¿en libertad o prisionero?

Pensó en aquellos indios «mayorunos» de los que se decía que estaban en pie de guerra, aunque sin gran seguridad, porque nadie les conocía demasiado.

Nuevas perspectivas se ofrecían ante él. ¿Tuvo tiempo Joao Branco de dar su posición a la base y de explicar lo que ocurría? Y de no ser así, ¿cuánto tardarían en llegar nuevos auxilios y ser hallados?

—Indudablemente —se dijo—, desde el momento en que Branco me dejó en el islote y el de su caída en este lugar no debieron transcurrir más que unos minutos. Y sin duda, a causa del rumoreo del río no escuché la detonación.

Completamente irresoluto sobre sus próximas acciones, se detuvo un instante, contemplado por la ardilla y el mono con cara de circunstancias.

—León, si pudieras decirme dónde están ellos…

La respuesta del monito fue tan poco explicativa…

«Chiiii… chaaaa…».

Estuvo siguiendo las huellas por el pantano, hasta llegar a la parte en que se convertía en laguna. Rodeó ésta y buscó otro árbol alto que ofreciera un buen punto de exploración. Se orientaría antes de lanzarse a lo loco de un lado para otro.

Fue León el primero en trepar a uno de los árboles gigantescos que se alzaban en la parte de tierra firme y le siguió con Petra saltando también sobre su cabeza.

Desde la cima podía descubrir una extensión más que regular: una serie de «cochas» o lagunas se sucedían sin interrupción, alimentadas por un brazo del río. Sobre una de las lagunas, encaramadas en altos pilotes, descubrió varias chozas de palma, algunas de ellas en ruinas. León no cesaba de gritar en aquella dirección y por ello Héctor concentró allí sus miradas. Ni un movimiento, ni una señal de que las pobres chozas estuvieran habitadas. Parecía un poblado vacío. Más allá, otro brazo del río y selva; el árbol del caucho por todas partes. Los árboles, hacia el Norte, no dejaban ver el resto. Petra, tirándole de la camisa, le obligaba a mirar hacia el Oeste. En uno más de los innumerables brazos del río, descubrió varias piraguas.

—Guapa chica —le dijo—. Ahora sabemos que estos lugares no están tan desiertos como parecen, pero ignoramos si sus habitantes son amistosos con los extraños, o feroces. No podemos dar un paso en falso.

Héctor había tomado su decisión: perdería una preciosa media hora, quizá más, regresando a los restos del hidroavión para recoger el resto de las armas. No podía dejarlas abandonadas y que cayeran en poder de cualquier merodeador de mala voluntad. Y tenía la sospecha de que iban a hacerle falta.

A toda la velocidad de sus piernas, emprendió el regreso hacia el cauce del Jamanari. No había tenido la precaución de sujetar la cuerda vegetal que arrastraba la rudimentaria embarcación inventada por Julio y el tronco flotaba en el centro del río. Pero era fácil hallarlo sin más que tirar del cable. Poco después, con el arma entre las manos, saltaba sobre él. Se había previsto de una larga pértiga y pudo llegar sin dificultad hasta los restos del hidroavión.

Saltó a la carlinga y algo viscoso se enrolló en su cuerpo. Héctor no había visto nunca una serpiente de agua, pero imaginó que aquel animal lo era. Por suerte, llevaba el cuchillo en el cinturón y, conservando la calma, le atravesó la cabeza.

Con un suspiro de alivio vio caer a la boa. Sólo entonces echó en falta a la ardilla y el mono, que se habían quedado en la orilla. ¿Es que presentían aquello?

Sus sorpresas no terminaron ahí. Ni el resto de las provisiones, ni el material de cura, ni las armas se hallaban en la carlinga. Habían sido retiradas harto limpiamente para que pudiera pensar en un animal cualquiera. ¡Aquello era obra de un ser superior! ¡Obra del hombre!

Héctor regresó al tronco. Iba con todos sus sentidos alerta y sorprendió aquellas dos masas a flor de agua, acortando distancias hacia su madero. Pero Héctor no quería atraer la atención, si en las proximidades existían seres hostiles, y hundió la pértiga en la garganta del primer caimán, obligándole a retroceder.

Cuando el segundo alcanzaba el tronco, saltó a tierra y dejó de temerle. La bestia, arrastrándose sobre el vientre con ayuda de sus cortas patas, no era enemigo y pronto le dejó atrás.

Petra y León, aterrados, se unieron a él.