Estaba amaneciendo cuando allá en Santa Rita, Héctor abandonaba el lecho y, a través de un par de calles flanqueadas por casas de una planta, se dirigía hacia el embarcadero del Amazonas, donde el mecánico encargado del mantenimiento del hidroavión no tardaba en reunirse con él.
—Pronto tendremos aquí un helicóptero de salvamento. Acabo de comunicar telefónicamente con la base y me han asegurado que, como esto les cae de paso, se detendrán un momento. ¿No podías dormir? —preguntó, en un portugués salpicado de castellano, o viceversa.
—Me ha sido imposible —confesó el muchacho.
En medio de la neblina borrosa del amanecer, dos figuras se destacaron en la explanada, dirigiéndose hacia allí. Eran Verónica y tía Susy, sin duda tan inquietas como él. Petra, surgiendo tras ambas, se adelantó con saltos vivaces hasta encaramarse en el hombro del muchacho.
—¿Estás muy apenada, verdad? —le preguntó él, acariciándole el hocico—. Eres una gran chica.
La pesada figura de Raúl preguntó desde lejos:
—¿Se sabe algo?
—El helicóptero de salvamento viene hacia aquí —repuso Héctor.
Tía Susy, con gesto de pesar, murmuró:
—¡Y pensar que me hallaba tan ilusionada suponiendo que os estaba proporcionando unos días agradables! Y en lugar de eso lo pasáis de lo peor.
—Vamos, vamos… tu amigo Suances debe ser un gran piloto, todo el mundo lo asegura —dijo Héctor—. Seguro que lo ocurrido tiene su explicación y dentro de unas horas nos reiremos del mal rato.
—Tengo un arrepentimiento… —murmuró Verónica. Su carita compugida atrajo la atención de la señora.
—¿De qué, hija mía?
—De haber pensado mal de Julio; siempre tengo la propensión a pensar mal de él y también un poco de Sara… y ahora me muero de pena.
—Deja lo de morirte para después —le aconsejó Héctor—. Si no me equivoco, ya tenemos aquí al helicóptero.
Todos levantaron las cabezas, el corazón muy aligerado a la vista del moderno helicóptero capaz de realizar todos los hallazgos habidos y por haber.
Instantes después, una figura de largas piernas abandonaba el aparato y marchaba al encuentro del grupo.
—¿Le ha correspondido a usted la misión, señor Branco? —preguntó el mecánico—. Que haya suerte. Esta señora es pariente de los desaparecidos y los muchachos, sus amigos.
Se cambiaron unos breves saludos y el piloto hizo algunas preguntas sobre los tres muchachos pasajeros del hidroavión y sobre las posibles direcciones seguidas la víspera por éste.
Héctor, que había ido a la carrera hacia el helicóptero y regresado luego junto a su piloto, dijo, con aquella su grave autoridad que a veces le hacía aparecer de más edad:
—Señor Branco, observo que va solo y que su aparato es muy capaz para seis personas. Le suplico que me lleve; no me suponga arrogante, pero creo que podría serle de utilidad.
—¿Conoces la selva, acaso?
—No esta selva; pero conozco a mis amigos y sé bastante sobre sus reacciones en caso de peligro. Le aseguro qué puedo descubrir sobre ellos, por breves indicios, bastantes cosas, especialmente de sus intenciones en una determinada ocasión.
—He venido de reconocimiento y mis superiores esperan que, con acuerdo a lo que vea, actúe. Quiero decir, que puede ser peligroso llegar hasta el territorio de los indios «mayorunos»; quizá tenga que pedir refuerzos. Esta mañana no había en la base de Olivenza más piloto que yo ni otro aparato que éste y…
—Esas son razones excelentes para que acepte mi compañía —le cortó Héctor—. Y, por favor, no perdamos tiempo; mis compañeros y el señor Suances pueden estar en peligro. Tengo buena vista y algunas nociones de pilotaje, aunque por mi edad no se me ha permitido todavía conducir un aparato…
—Llévelo, Joao —dijo el mecánico—. Es un muchacho inteligente y sereno y, ¡quién sabe!
De pronto, tras haber permanecido a la expectativa, Raúl se lanzó:
—¡Oh, sí! Será de gran utilidad. El siempre actúa con oportunidad. Y yo, aunque no valgo tanto, estoy dispuesto a hacer lo que sea en favor de mis amigos, ¡lo que sea!
—¿Insinúas que quieres venir también? —repuso Joao Branco. —Esto va a parecer una excursión colectiva—. No tengo orden de llevar o no llevar a nadie y… poneos de acuerdo, pero no vendréis más que uno. Habrá que regresar con los demás y seríamos muchos.
Raúl se replegó sobre sí mismo. En su humildad, no creía llegarle a Héctor ni a la suela de los zapatos. Señaló hacia su compañero, con el temor de que le creyeran cobarde, cuando en realidad hubiera estado dispuesto al máximo de sacrificios por el resto de «Los Jaguares» y hasta por cualquier desconocido.
—Si estáis de acuerdo, vamos —zanjó el piloto, dirigiéndose hacia el aparato.
—Las horas se me harán siglos hasta que regresen —dijo tía Susy—. Señor Branco, encuentre a los muchachos y yo me encargaré de que no pierda su día.
—Señora, éste es mi oficio y lo desempeñaré de cualquier forma —repuso el brasileño.
El mecánico se comprometió a estar pendiente de la radio y tanto Verónica y Raúl como tía Susy decidieron permanecer cerca del puesto para estar al tanto de la búsqueda.
—Parece un buen aparato —comentó Héctor, mientras se colocaba el casco que le señaló Branco.
—Lo es —replicó con orgullo el brasileño. Luego le fue explicando el funcionamiento de los mandos, al mismo tiempo que ponía en marcha la nave y algunos detalles técnicos que Héctor asimiló a la primera, ya que se perecía por la mecánica y poseía extensos conocimientos de ella.
—¿Cuál es la autonomía de vuelo del aparato? —preguntó Héctor.
—Te la diré en tiempo, ya que en vuelo de reconocimiento es muy desigual: podemos estar en el aire tres horas. Espero que tengamos suerte en esta primera salida; volveremos a repostar cuantas veces sea necesario, reconociendo la zona en abanico, para que nada escape a la búsqueda. Si las cosas se pusieran mal, vendrían otros aviones de reconocimiento.
—En tierra, ha dicho usted, que puede ser peligroso llegar hasta las posesiones de los «mayorunos»; no he querido preguntarle entonces por no asustar a las mujeres. ¿Qué hay exactamente de ello?
—Con certeza no puedo decírtelo. Sabemos que últimamente, todos los exploradores que han llegado a esta parte del territorio han desaparecido. Los «mayorunos» se extienden por una zona intransitable para los blancos: una verdadera red de canales, pantanos y bosques que forman auténticos laberintos, algunos de los cuales no son visibles desde el aire. Muchas de sus partes no han sido pisadas por los blancos, aunque es una región rica en el árbol del caucho y ha habido hombres audaces que han intentado aposentarse en ella. Por otro lado, el territorio está infestado de caimanes y boas de agua, aparte otras fieras. No es apto para los blancos, te lo aseguro. Los nativos saben defenderse, y ello por medios primitivos, de los pobladores de estas selvas amazónicas.
Héctor supo que el helicóptero iba equipado con un par de camillas, abundante material de curas, provisiones y armas.
—Esperemos que no tengamos que utilizar todo eso…
Durante el vuelo, Héctor actuó de radio, permaneciendo en contacto con las bases de Santa Rita y Sao Paulo de Olivenza.
—En mi opinión, el bueno de Suances no debería utilizar ya su viejo hidroavión. Es un modelo tan anticuado que no sé cómo encuentra piezas de recambio. Pero los turistas se sienten fascinados por ese trasto y los raids sobre la jungla. En fin, por esta vez, lo hecho, hecho está. Creo que Suances ama a su aparato como un padre a su hijo.
En las zonas de espeso boscaje, el aparato describía frecuentes círculos mientras Héctor por un lado, con un par de potentes prismáticos y en ocasiones por el otro el piloto, intentaban penetrar en aquel mar de verdor, de frecuentes brazos de río, de pantanos confusos. Pero en parte alguna se divisaban restos del aparato.
A veces descendían sobre los ríos y Héctor tuvo ocasión de ver grupos de caimanes perezosamente tumbados en la orilla, ponerse en movimiento al sentir el zumbido del helicóptero.
Para no dejarse amilanar, Héctor ni quería pensar en la suerte corrida por sus compañeros y se mentalizaba para convertirse en ojos: ojos para ver y descubrir y nada más.
Cuando llegó el momento de regresar a Santa Rita, ni habían visto ser humano en el extenso territorio ni, esto era peor, rastro del hidroavión de Suances.
El mecánico repasó rápidamente la nave y se llenó de carburante el depósito mientras el piloto y Héctor hacían una breve comida, antes de reemprender el vuelo.
Raúl, pegado a ellos, daba a entender de mil formas lo mucho que le hubiera agradado ser de la partida.
Una sorda inquietud había hecho presa en todos. Tanto Branco como el mecánico intentaban animar a los turistas relatando historias de hidroaviones perdidos que, por avería en la radio, no pudieron notificar su situación y luego fueron hallados sin daño.
Desde Sao Paulo de Olivenza prometieron enviar una avioneta de reconocimiento para cooperar en la búsqueda.
—Entre los dos aparatos podremos recorrer el terreno palmo a palmo y hoy completaremos la búsqueda —dijo Branco al grupo que le escuchaba con avidez—. Sabemos que el radio de acción del hidroavión de Suances es mínimo, de modo que la zona a investigar, realmente, no es nada extensa.
El piloto y Héctor volvieron al helicóptero, dejando bastante apurados a tía Susy, Raúl y Verónica.
Todavía no llevaban ni diez minutos en el aire, cuando una patita arañó el hombro de Héctor: la de Petra.
—¿Así que has decidido venir? Te soportaré, ¡qué remedio!
Siempre hacia el Norte, iban ensanchando la zona de reconocimiento. La búsqueda se hacía larga, exhaustiva, intranquilizante. Lo peor era que no les quedaba la seguridad de que el hidroavión no hubiera ido a caer en la zona de espesa selva, que no podía avistarse desde el aire.
Por segunda vez se posaron en el suelo de Santa Rita, para repostar. De Sao Paulo habían comunicado que el avión de reconocimiento había tenido que salir hacia un bosque en llamas y tardarían un par de horas en disponer de él.
Raúl, suponiendo que su compañero estuviera cansado, le propuso el cambio.
—No estoy cansado —le respondió Héctor—. Lo siento, pero me hallo demasiado inquieto para quedarme.
Se elevaron por tercera vez en aquel día y, pacientemente, prosiguieron el rastreo. Dos horas habían pasado tomando altura, descendiendo, volviendo a empezar, y seguían el curso del Jamanari cuando Héctor lanzó un grito:
—¡Señor Branco! ¡Mire a la derecha! Entre los islotes del recodo! Si no me equivoco, ahí están los restos del hidroavión. ¿No podría descender un poco?
Branco obedeció y Héctor, con un suspiro de alivio, comprobó que la carlinga estaba entera y que el fuselaje no había sufrido mucho, a excepción del ala derecha.
—¿No podríamos tomar tierra en algún sitio? Quizá sobre uno de los meandros.
—Eso es imposible: la superficie es muy desigual. Tendríamos que hacerlo por la orilla, pero los «guamalotes» lo impiden y el resto no ocupado por pantano se halla cubierto de vegetación muy espesa.
—Pero ahora que sé que están ahí…
Branco describió un par de curvas ensanchando el diámetro, sin que su intento de descubrir tierra utilizable para su objetivo tuviera éxito.
—Es raro que no se vea a nadie. Conozco a Julio y sé que, de estar abajo, intentaría algo para llamar nuestra atención.
Petra saltaba inquieta, fuera de sí. Héctor se revolvió de pronto, con la decisión que le caracterizaba en los grandes momentos.
—Señor Branco, este helicóptero lleva una escala; pase despacio sobre la carlinga y yo me deslizaré por ella. Si en el interior queda alguien, sabré dónde debo buscar a los restantes.
—Muchacho, hemos dado más vueltas de las debidas y debo regresar a Santa Rita para repostar. Por lo menos, sabemos dónde está el aparato.
—Está bien, vaya a Santa Rita y a su regreso, con tiempo y carburante, busque el lugar adecuado para posarse; pero permita que yo descienda hasta los islotes para prestar auxilio sin pérdida de tiempo a todos mis amigos.
—¿Estás seguro de que podrás?
—Completamente si usted comanda adecuadamente el aparato.
—Está bien. Haz un paquete con armas, municiones, provisiones y material de curas y colócatelo a la espalda. En el armario que está sobre la camilla encontrarás de todo. Procuraré estar de regreso antes de que se haga de noche e inmediatamente daré nuestra posición a Santa Rita y Olivenza.