II. SARA Y JULIO EN PODER DE LOS SALVAJES

—Esto de pasarse la tarde pescando resulta monótono —dijo Verónica, sentada a la orilla del Amazonas, con la caña entre las manos.

—Anda, no te quejes —repuso Raúl, que había bajado por un pequeño talud y con las puntas de los pies desnudos sacudía el agua.

—¡Ea! Esto es bárbaro. Cuando regresemos a casa podremos decir que hemos pescado en el mayor río del mundo, que no es cosa de todos los días. Por cierto Raúl, aleja tus pies del agua, no vaya a ser que una piraña te pesque a ti —se burló Héctor.

El coloso de «Los Jaguares», que no había pensado en tal posibilidad, se apresuró a sacar los pies del agua mientras Verónica se reía de su miedo.

En cuanto a Petra, la ardilla de Sara, iba de uno a otro, intentando apoderarse de las cañas. O quería pescar, o tenía miedo y trataba de ahuyentar las posibles presas; pasaban las horas y no tenían ni un mal pez en el cesto para muestra.

—Esto de que Sara se haya marchado tranquilamente dejándonos a su hermosa Petra es una tabarra —argumentó Verónica, que hubiera preferido sobrevolar la selva. —Y encima me ha picado un bicho. Espero que no sea venenoso.

—Creo que estás de mal humor —le dijo Héctor— y hasta imagino la razón.

—¡Figúrate! No es seguro que el piloto pueda llevarnos mañana a nosotros, pero los «elegidos de los dioses» ya están por ahí… —con la barbilla señaló hacia el cielo—. Y eso, suponiendo que realmente les hayan elegido los dioses, porque ¡vete a saber!

—¡Oh, la suerte es así! —exclamó Raúl, que nunca pensaba mal de nadie—. Y después de todo, no podemos quejarnos; gracias a los Medina y su tía Susy estamos aquí.

—Eso es cierto —convino Héctor—. Nos han proporcionado un viaje realmente fascinante.

A media tarde, ganados por la impaciencia, abandonaron la pesca y se situaron cerca del desembarcadero que servía de paso a los viajeros del hidroavión.

Petra parecía impaciente, o se aburría y no dejaba de chillar y enarbolar la cola, para hacerse notar.

—A nuestra ardilla le ha sentado peor que a mí quedarse en tierra —hizo notar Verónica—. Y si al menos León se hubiera quedado también, ahora no sentiría tanta envidia.

Al anochecer, empezaron a inquietarse. Hasta tía Susy salió del bungalow destinado a los pocos viajeros de Santa Rita, preguntando por los de la expedición.

Y el mecánico encargado del mantenimiento del aparato aparecía, asimismo, consultando su reloj.

—Ya deberían estar aquí —dijo.

—¿Usted no mantiene contacto por radio con el piloto? —indagó Héctor.

—Sí, desde luego. Me ha indicado la ruta cada media hora… Bueno, regreso a la base porque la llamada está al caer.

El hombre entró en la casita sombreada por altos árboles, que servía de oficina, puesto de enlace y de contratación del avión. Los tres muchachos fueron tras él, pero como Petra les había seguido y no cesaba de enredar con los aparatos, tuvieron que marcharse como único modo de quitarla de en medio.

Media hora después, Héctor, inquieto, entraba nuevamente en la casita.

—¿Ha tenido noticias del hidroavión?

—No y se está haciendo de noche. La «meteo» señala tormenta en la ruta y quizá haya alguna interferencia. Ya no pueden tardar. Necesitan la luz del día para amerizar.

Oscureció por completo, sin que tuvieran noticias. El mecánico comunicó con la base de Sao Paulo de Olivenza para dar cuenta de la situación y desde allí quedaron en mantener contacto con él y enviar un helicóptero de salvamento con las primeras luces del día siguiente.

Aquella noche, tía Susy ponía en conmoción Santa Rita, pero sin resultado. Al amanecer, estaba junto al desembarcadero, en unión de los tres muchachos. Mientras tanto, había solicitado, costase lo que costase, el mejor piloto y el mejor aparato para iniciar la búsqueda.

• • • • •

Después de una paciente labor a base de cortar y anudar, ayudado por Sara, Julio había conseguido construir la más tosca de las embarcaciones con aquel tronco desigual. Uno de los cabos trenzado con lianas sujetaba el tronco a la orilla, con cabo suficiente como para permitir su alejamiento hasta el pequeño islote, junto al que se encontraba el avión. Por la proa llevaba otro cabo y, con él atado a la cintura, Julio se internó en el agua. A costa de no pocas ataduras, le habían provisto de una especie de timón que manejó el señor Suances, mientras Oscar y Sara, con largas ramas utilizadas como pértigas, ayudaban a mantener la dirección.

—La carlinga es pequeña, pero nos va a resultar un buen refugio nocturno —dijo Julio.

Atrancaron la entrada con parte de la compuerta y sobre ella afianzaron uno de los asientos. Les resultó un consuelo la lata de galletas que llevaba el avión y el barrilito de licor; éste sirvió al piloto de gran alivio. Con el contenido del botiquín, Julio procedió a desinfectar y vendar la herida de la cabeza del piloto.

—Os desenvolvéis muy bien en las emergencias —dijo éste con sonrisa simpática.

—De lo contrario estaríamos perdidos —alegó Oscar, que apenas si hizo algo—. Nos pasa cada cosa…

Aunque no quería alarmar a sus compañeros, Julio preguntó al piloto si llevaba algún arma.

—Sí, en el hidroavión llevo siempre un rifle, aunque nunca he tenido ocasión de utilizarlo —replicó él.

Iba provisto asimismo de un pequeño bote hinchable, que con las prisas por escapar, temiendo la explosión, no habían utilizado.

—Nos servirá mejor que el viejo tronco —decidió Julio.

—¡Gafe! —le increpó la chica—. ¿Cuánto crees que vamos a estar aquí?

Algunos ratos pudieron conciliar el sueño, especialmente Oscar y desde luego León que, hecho un ovillo, no se movió en toda la noche. Julio había hecho guardia junto al parapeto formado por la compuerta durante la primera mitad y antes de que despuntara el día, el piloto le relevó.

Era impresionante la noche en medio del rumor del río y cuando despertaban, siempre sobresaltados, creían haber sentido el rugir de las fieras en la orilla.

Con la primera claridad del alba, el señor Suances, al que su pierna rota hacía sufrir, sin sitio apenas para extenderla dentro de la carlinga, ya había preparado unas bengalas para lanzarlas en cuanto oyese el roncar de un motor.

—¿Podrá amerizar aquí un hidroavión? —le preguntó Sara, con un susurro de voz.

—No enviarán un avión, sino un helicóptero del servicio de salvamento. No debes preocuparte, porque ellos buscarán algún lugar adecuado, cerca de aquí, para posarse. Dentro de unas horas estaremos en Santa Rita.

—Dios le oiga… —murmuró ella.

Julio, tan larguirucho, tenía calambres en las piernas, hambre no calmada por las galletas y cierta sorda inquietud.

—Señor Suances, suponga que tardan unas cuantas horas en encontrarnos —dijo—; este lugar no sé si será muy visible desde el aire y debemos pensar en comer algo positivo. Quizá sea posible hallar cosa alimenticia en la jungla que se extiende más allá de los «guamalotes». He pensado que podría realizar una pequeña exploración, sin alejarme mucho.

—¿Qué quieres que te diga? No me agrada la idea de que paséis hambre y tampoco la de que te alejes. En fin, si me prometes estar pronto de regreso… ¿Sabes utilizar el rifle?

—¡Desde luego!

—Bien, entonces llévalo.

—Jul, no te vayas —le suplicó su hermano.

—Cobardica; ni a mí va a pasarme nada ni a ti tampoco; te quedas acompañado y desde aquí podéis divisar el río y los islotes. Esto es una especie de puesto de vigía.

—Si no vas muy lejos yo… iría contigo —apuntó Sara—. Caso de encontrar frutos tropicales o algo así, podría ayudarte al regreso.

En realidad, había estado considerando que, en la selva con un arma y allí sin ella, en un lado y otro estaría al cincuenta por ciento en cuanto a seguridad y quizá le fuera de ayuda al muchacho.

—Va a ser preferible utilizar el tronco y dejar aquí el bote de goma. De todas formas, sabemos nadar y el frío tampoco nos lo impide.

Muy pronto los dos muchachos saltaban al tronco y, ayudándose con pértigas, ganaban la orilla.

—Lo primero es buscar algún claro de suelo firme suficiente para que pueda posarse el helicóptero —dijo Julio—, aunque quizá no sea necesario que nosotros les indiquemos nada, porque desde el aire ellos lo verán mejor.

Aquella forma de expresarse de Julio, que no parecía sino que estuviera todo resuelto, animaba mucho a su compañera, que empezó a tararear una cancioncilla.

Sara no reparó en que Julio hacía rato que no abría los labios ni hacía el menor comentario; cierto que tampoco había visto pisadas en el suelo húmedo y blando, medio encharcado por el agua de un canal que más adelante terminaba en el río.

—Escucha, vamos a regresar al hidroavión —dijo el muchacho en voz baja.

—¡Qué tontería! Eres más cobardica que tu hermano. Vamos a reconocer un poco estos lugares y luego…

Sara no pudo terminar de exponer su idea. Una flecha pasó silbando junto a su cabeza, dejándola temblorosa y espantada.

—¿Qué ha sido eso? —pudo tartamudear.

—¡Corre! —repuso su compañero, con el rifle ante la cara y el dedo en el gatillo.

Emprendieron una carrera loca, cortada de inmediato: ante ellos surgían varios indios con sus pinturas de guerra, escudos redondos de metal y temibles lanzas. Algunos llevaban arcos.

Ambos muchachos se dieron la vuelta, todavía en un intento de huida. ¡Imposible! Los indios les cercaban por todas partes y su actitud no podía ser más inamistosa. De pronto habían empezado a lanzar gritos y Julio levantó el cañón del arma y disparó al aire. Suances no dejaría de escuchar la detonación y se pondría en guardia.

Inmediatamente bajó el arma, dando a entender a los nativos que no pensaba cargar contra ellos. Al mismo tiempo les sonreía y dirigía amistosos gestos. Pero, o no le entendían, o no deseaban entenderle. Paso a paso, aquellos salvajes estrechaban el cerco. Sara recobró la voz para murmurar:

—Haz algo… haz algo…

—No puedo —repuso él por un lado de la boca—. Disparar sería contraproducente y tampoco sabemos si van a tratarnos como enemigos.

¿Qué lengua hablarían? Julio se lanzó a gesticular en dirección a los indios pintarrajeados, diciendo:

—Amigos… amigos… nosotros amigos…

Los rostros que tenía ante sí parecían de piedra. No oían, no querían oir o no entendían. El muchacho redobló los gestos, pero se encontró con varias manos en sus brazos, al igual que su compañera. Le habían arrebatado el arma y a ambos les obligaban a caminar bajo la bóveda de brillantes hojas que apenas dejaban pasar los rayos del sol.

¿Dónde les llevarían?

Julio repetía sin cesar la palabra amigos. Por un sendero completamente seco caminaron durante media hora, la media hora más larga de sus vidas, porque les alejaba del hidroavión y de toda probabilidad de rescate. En un par de ocasiones el muchacho se detuvo, sonriente (¡qué mueca la suya!) y repitiendo «amigos», al mismo tiempo que, de mil formas distintas, decía adiós, como si pretendieran separarse de sus aprehensores.

Todo inútil. El sendero se había ido ensanchando en los últimos metros y pudo descubrir que el árbol del caucho cubría por aquella parte todo el terreno. Más allá, una nueva rama del río y en él, bastantes piraguas. ¿Se trataba, entonces, de una tribu numerosa?

Por fin, al llegar al brazo del río torcieron por otro sendero del bosque, con señales evidentes de estar habitado.

Varias hamacas de palma se hallaban tendidas de árbol a árbol. Había señales de hogueras y algunos toscos cacharros de barro. Una choza de paja, bastante grande y bien construida, con su empalizada en torno, les sorprendió.

Bordearon la gran casa, que sin duda debía de constituir allí una especie de palacio y llegaron a una choza pequeña, formada por estacas y techumbre de paja, donde les obligaron a entrar.

No entraron con ellos, eso no, pero cruzaron la entrada con aquellas largas lanzas. Pálida, más muerta que viva, Sara susurró:

—¿Qué nos harán? ¿No-os…?

—Tranquilízate; tienen facha de vivillos y quizá podamos pactar.

—¿Pactar, qué? No veo más que pintura roja y blanca.

—Eso nunca se sabe…

De pronto, Julio tendió el oído: unas palabras pronunciadas fuera de la choza en un idioma que conocía bien, su propio idioma, llamaron su atención:

—Rey Tigre… Rey Tigre…

El que las pronunciaba parecía alejarse. Los gritos habían cesado y el silencio rodeaba a los prisioneros.