I. UN VUELO QUE ACABA DESASTROSAMENTE

Bajo el vientre del hidroavión, el río Jamanari brillaba con destellos de cobre fundido dibujando cegadores meandros entre las orillas cubiertas de bosques espesos cruzados por canales, como muescas siniestras, repletas de caimanes y boas.

Los tres pasajeros del hidroavión lanzaban exclamaciones de asombro y maravilla, casi incesantes. Se trataba de los hermanos Medina y de Sara, la pelirroja de «Los Jaguares». El piloto, con muchos años de profesión, sonreía ante el admirativo asombro de los muchachos.

—Señor Suances, ¿está habitada esta parte de la jungla? No veo poblados ni nada similar —dijo Oscar.

—Creo que existen algunas tribus diseminadas y en estado salvaje. Por tal razón, pocos exploradores se han atrevido a internarse en esta región amazónica. En cuanto a que no veas vestigios del hombre… los gigantes vegetales que se extienden a nuestros pies lo impiden —explicó el piloto.

—A mí me hubiera gustado amerizar y ver de cerca esas plantas salvajes y las temibles fieras —suspiró Sara— pero si los nativos son tan poco amistosos…

Por encima del hombro, Suances miró brevemente a Sara, respondiendo:

—Pero, además, cuando salimos de Santa Rita, acordamos que se trataría de un paseo aéreo y nada más. Y en este mismo momento vamos a emprender el regreso, porque el viento ha cambiado y aquellos nubarrones negros que se nos acercan por el noroeste no me gustan nada. Aquí las tormentas son muy imprevistas.

Aquel vuelo había surgido del modo más inesperado. El grupo de jóvenes amigos había pasado unos días en Perú invitados por tía Susy, la simpática señora que no era tía más que de Oscar y Julio, pero a la que todos daban este cariñoso apelativo y la señora, antes de que ellos regresaran a España, quiso que conocieran parte de la fabulosa y selvática región de las fuentes del Amazonas. Al llegar al poblado de Santa Rita de Weil, ya en el Brasil, tía Susy, que tenía amigos en todos los rincones del mundo, había encontrado a Suances, un antiguo pretendiente que realizaba vuelos comerciales con su viejo hidroavión y…

Bueno, el que de los seis «jaguares» no volaran en aquel momento más que tres tenía su historia. Para empezar, el hidroavión no admitía más que tres pasajeros. Así que decidieron realizar la mitad de ellos el vuelo aquel día y los tres restantes al día siguiente.

Echaron a suertes para ver quiénes formarían parte del primera vuelo y… Héctor, Verónica y Raúl tuvieron que quedarse y aparecían con caras de pocos amigos en el momento de la marcha de los primeros, pues nadie les quitaba de la cabeza que en el factor suerte había intervenido una mano intencionada. De Oscar, quizá por que no tenía más que diez años, los tres restantes «casi» se fiaban; en Sara (quizá fueran mal pensados) ya no fiaban tanto; y de Julio no se fiaban ni un poco. Antes de salir elegido por aquel papelito conteniendo su nombre, ya demostraba total seguridad como participante del vuelo.

El hidroavión era un bimotor de modelo muy antiguo y que, a juzgar por su carlinga abollada y descascarillada por algunos lugares, debía haber corrido no pocas aventuras. Pero el aparato reaccionaba admirablemente a los mandos y el piloto parecía encontrarse allí como pez en el agua.

Sus tres pasajeros confiaban plenamente en él y no habían sentido el menor temor, a pesar de las señales de vejez del aparato y sólo un cuarto pasajero, del que no hemos hablado, había estado todo el tiempo cogiéndose la cabeza con las manos y gimiendo ahogadamente, como si esperase el batacazo de un momento a otro. Se trataba de León, el monito de Oscar.

Cuando del modo más repentino la tormenta se abalanzó sobre la nave, los chillidos de León se hicieron amenazadores. El viejo hidroavión daba tumbos, unas veces succionado por vacíos de aire para luego saltar de repente como si se disparase hacia el cielo, cada vez más negro.

—¿No estaréis asustados? —preguntó el señor Suances—. No es la primera vez que me apresa una tormenta, pero os aseguro que siempre he salido con bien de ella. Me desviaré ligeramente para eludirla.

En pocos minutos, no obstante, la situación se había vuelto amenazadora: pavorosos zigzag cargados de electricidad, cegadores y ruidosos, cercaban el aparato. De pronto, con un horrísono estampido, toda la estructura se conmocionó y los pasajeros creyeron llegado su último momento.

—Señor Suances —dijo Julio—, el rayo se nos ha llevado casi toda el ala derecha…

A duras penas, el piloto dominaba su inquietud… y la nave: uno de los motores se había parado y con el otro, haciendo prodigios de habilidad, trataba de describir círculos, mientras perdía altura. ¡Tenía que tratar de posarse sobre el Jamanari o estaban perdidos! Pero era difícil, ya que la densa oscuridad, rota intermitentemente por las descargas eléctricas, impedía toda visibilidad.

—Encárgate de la radio, Julio —pidió Suances—. En cuanto establezcas contacto con la base te daré nuestra situación.

Los acontecimientos se precipitaron y, antes de que el muchacho lograse el ansiado contacto, rebotaban por las orillas del río, antes de posarse en el agua, para terminar por último chocando con un meandro.

Suances, que había cerrado el contacto del segundo motor justo en el mismo instante del choque, no pudo evitar un grito de dolor. Los tres muchachos experimentaron el tremendo impacto de un choque brutal. Julio preguntó:

—¿Están todos bien?

—Yo… ¡oh!… ya me he encontrado la cabeza —dijo Oscar con voz irreconocible.

La respuesta de Sara no fue tampoco muy inteligible Se había mordido la lengua y hablaba como si escupiera. En cuanto a León, chillaba tanto que, a no dudar, se hallaba lleno de vida.

El piloto se había limitado a decir:

—¡Rápido! ¡Abandonen el aparato!

No fue difícil, ya que la compuerta había saltado con el choque. Julio saltó el primero sobre el meandro cubierto de espuma y luego se volvió para tender sus brazos a los de dentro. Resultó prodigiosa la ligereza con que Oscar y Sara abandonaron la carlinga, aunque precedidos por León, que había saltado sobre la cabeza de Julio.

El meandro formaba un pequeño islote con no más de dos metros de diámetros y Julio se tiró al agua para ganar la orilla, asegurándose de que los otros dos se aferraban a él. Aunque la corriente era impetuosa, la escasa profundidad del lecho del río, desde el meandro a la orilla, facilitó la travesía.

Cuando trepaban resbalando por la tierra firme, el mayor de los dos hermanos comprendió que el piloto no les había seguido.

—¡Señor Suances! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¿Qué le ocurre?

—Ya… ya voy… —replicó el hombre, desde el interior de la carlinga.

Por lo menos, así creyó escuchar Julio, ya que la tempestad rugía con fuerza y la manga de agua añadía su clamoreo.

Junto con sus dos compañeros, se había arrojado de bruces contra el suelo, poniéndose las manos sobre la cabeza. León, sabiamente, se había deslizado bajo su cuerpo.

Pasaron los segundos, pero la temida explosión no se producía y al fin, poco a poco, fue levantando la cabeza y Sara con él.

—¡Señor Suances! —volvió a gritar con toda la fuerza de sus pulmones—. ¿Dónde está?

¿Le habría oído? A Julio no le gustaba jugar al héroe, ni mucho menos, pero puesto que era allí el único capacitado para prestar auxilio al piloto, caso de que éste lo necesitara…

—Voy a regresar al aparato; vosotros continuad aquí —dijo a los otros.

Se había hecho casi de noche por la fuerza de la tormenta y cuando se lanzaba a la corriente pudo divisar de un modo vago que Suances salía de la carlinga. Aguardó un poco, aferrado a una roca, porque la corriente era cada vez más fuerte bajo las cataratas que caían del cielo. Indudablemente, el piloto se movía con dificultad. Julio temió que estuviera herido.

Y tuvo que seguir jugando al héroe, maldiciendo para sus adentros de la peregrina idea que le había llevado a escribir su nombre en tres de los seis papelitos del famoso sorteo de la igualdad de oportunidades. ¡Qué bien le estaba por tramposo!

Poniéndose de imbécil hasta el agobio, tuvo que cruzar la corriente, medio cegado por la espuma, hasta trepar al meandro, tras unos cuantos resbalones.

Suances debía haber seguido sus movimientos, porque dijo:

—Creo que el peligro de explosión ha pasado; de todas formas, si puedes ayudarme…

Seguía existiendo una posibilidad y Julio echó mano de todas sus fuerzas físicas, conocidas e ignoradas, para regresar a la orilla con el piloto aferrado a su cinturón. Una vez allí observó que le manaba sangre de la frente y reptaba con una pierna inerte.

Sara fue hacia ellos sin levantarse del suelo, para enterarse de lo ocurrido.

—No es nada, chicos; he tenido un poco menos suerte que vosotros, pero podía haber sido peor.

Con la misma celeridad con que se había presentado, la tormenta se alejaba con su corte de ruidos y juegos de luz.

Del susto, Oscar había perdido el habla y León su capacidad de chillar.

Pasados unos minutos, se sentaron sobre la hierba encharcada para sopesar los resultados de la catástrofe.

—Esto no es nada —dijo el piloto—. No tardarán en venir a buscarnos.

—¡Qué delicia! —se le escapó a Sara, sin dudar de la afirmación.

Por el contrario, Julio ni la había tomado en consideración. Disimulando su inquietud, se inclinó sobre el piloto para apreciar la contusión de la cabeza.

—No dispongo más que de un pañuelo chorreante —dijo—, pero se lo apretaré sobre la herida.

—Me molesta más la pierna; creo que la tengo rota, pero es cosa que se arregla fácilmente. Cuando estés mejor, si encuentras un palo adecuado, podrías entablillármela de modo provisional.

—Eso está hecho —repuso el muchacho, empezando a buscar una rama, cosa muy sencilla, en medio de aquella lujuriante vegetación.

El bolsillo de Oscar proporcionó un cortaplumas y con él como única herramienta, Julio rasgó el faldón de la camisa de Suances y le entablilló la pierna, antes de hacer tiras una manga para vendarle la cabeza.

—Me siento muy bien —dijo entonces Suances, tratando de animar al trío juvenil.

—¿Es que no llevamos material de cura en el avión? Creí que… —empezó a decir Sara.

—Desde luego, llevo un botiquín, pero la corriente es muy poderosa. Más tarde, cuando decrezca el nivel de las aguas, Julio podrá ir a buscarlo.

—De momento, lo importante sería encontrar un lugar seco y despejado donde poder estar con mayor comodidad —apuntó Julio—. Es preciso que nos vean desde el aire cuando vengan a buscarnos.

—Eso de seco y despejado no va a ser fácil —objetó el señor Suances—, este lugar, por lo que observo, está cruzado por una red de canales y pantanos. En las partes de tierra firme la vegetación forma una bóveda impenetrable.

El cielo se había ido aclarando, iluminado por el resplandor rojizo del ocaso. No tardaría en empezar a anochecer.

Julio se apresuró a reconocer el terreno, temiendo que quizá tuvieran que estar allí más tiempo del deseado. Por la parte más alta, el bosque caía a pico sobre el río, bordeado por una franja moviente de «guamalotes», plantas acuáticas cuyas hojas, montadas sobre altos tallos, se parecían bastante, por sus formas, a las del nenúfar.

—¿Cree posible que nos busquen hoy? —preguntó Julio.

—Es posible, muchacho. No se inquietarán por nosotros hasta que la noche esté encima y entonces sería una temeridad, y por completo inútil, salir en nuestra búsqueda. Lo harán con las primeras luces de mañana.

—¿Quiere decir que hemos de acampar aquí? —se alarmó Sara.

Y, por su parte, Oscar la miraba con los ojos muy abiertos y luego los clavó con angustia en el piloto.

—Sí, tendremos que pasar la noche aquí. Bueno, no pongáis esas caras. Una noche se pasa pronto.

Oscar recobró la voz para preguntar:

—¿Y las fieras? ¿Y los indios hostiles?

Julio pensaba que hombres y fieras podrían estar al acecho entre los «guamalotes», aunque no lo dijo para no asustar a los suyos. Un vistazo le había convencido de que el único sitio seguro para pasar la noche era la carlinga del avión.

—Deberíamos volver allí. Podríamos ver de asegurar la puerta y estaríamos tranquilos hasta por la mañana. ¿Cree usted que podrá trasladarse hasta allí? La corriente sigue siendo impetuosa; de todas formas, si encontrara el medio de ir y venir sin gran esfuerzo…

Un tronco derribado, de madera añosa, quizá arrancado de cuajo durante otra tormenta, le dio la idea.

—Escuche, señor Suances, mientras tenga luz voy a procurar formar una fuerte cuerda con lianas, que ataré a ese tronco. Ustedes pueden ir de pasajeros y yo me las arreglaré para tirar de él y que puedan llegar al islote con relativa facilidad.

El cortaplumas de Oscar no era un arma muy buena, pero no contaban con nada más.