Introducción

Hace algunos años, durante el invierno que precedió a la guerra de los zulúes, un hombre blanco viajaba a través de Natal. Su nombre no interesa, ya que no interviene en esta historia. Llevaba consigo dos carretas cargadas con mercancías varias que llevaba con destino a Pretoria. El viaje se hacía cada vez más difícil, pues el intenso frío reinante había helado las hierbas más tiernas, dejando sin alimento a los bueyes que tiraban de las carretas. Pero se había aventurado a emprenderlo porque las altas tarifas que se pagaban en aquella época del año le compensarían con creces de la posible pérdida de sus animales. Todo marchó bien hasta que atravesó la aldea de Stanger, otrora residencia de Chaka, el primer rey de los zulúes y tío de Cetewayo, a su vez el último.

La noche que siguió a su partida de Stanger fue extremadamente fría; el aire cortaba el rostro y el cielo se presentaba cubierto de nubes plomizas que ocultaban el resplandor de las estrellas.

—Si no me encontrase en Natal diría que se avecina una fuerte nevada —dijo el blanco para sus adentros—. Sólo una vez vi un cielo semejante, y fue en Escocia, antes de una terrible tormenta de nieve.

Pero enseguida pensó que no había caído nieve en Natal desde hacía muchos años, y ya más tranquilo se dispuso a descansar en su camastro, tendido dentro de su tienda de campaña.

Durante la noche despertó con una sensación de frío tal que endurecía todos los músculos de su cuerpo. Al mismo tiempo oyó el mugido lastimero de los bueyes y, asomando la cabeza por entre las lonas de su tienda, vio con asombro que todo el suelo estaba cubierto por una capa blanca y que soplaba un viento helado que arrastraba la nieve en su camino.

Se vistió apresuradamente, y cuando estuvo listo llamó a los kafires que dormían debajo de las carretas. Los nativos se mostraron asombrados, tan asombrados como él ante lo desacostumbrado de esa nevada y se envolvieron de pies a cabeza en gruesas frazadas.

—¡Rápido —urgió el hombre blanco a sus servidores—, rápido, si no queréis que se nos mueran los animales de frío! Desatad a los bueyes y ponedlos todos juntos en el espacio que queda entre las dos carretas, a resguardo del viento.

Luego, encendiendo la linterna, vigiló el trabajo de sus nativos.

Los kafires, después de muchos esfuerzos, lograron desatar los tientos congelados y arrearon los treinta y seis bueyes al espacio libre que quedaba entre las dos carretas. Después aseguraron los tientos entre las ruedas, formando una especie de corral improvisado.

Luego el hombre blanco regresó al refugio de su tienda de campaña, temblando de frío, y los ateridos negros se acomodaron de la mejor manera posible en el interior de una de las carretas.

Todo quedó en silencio, interrumpido sólo de tanto en tanto por el mugido de algún buey inquieto.

—Si continúa la nevada perderé todos mis animales —se dijo el hombre para sus adentros—; ninguno será capaz de resistir una temperatura tan baja.

Apenas acababa de hacerse esa reflexión cuando se sacudió su tienda de campaña, al tiempo que se oía un ruido de tientos rotos y de gran cantidad de patas de animales que corrían despavoridos. Una vez más asomó su cabeza al exterior. Los bueyes se alejaban a la carrera, tratando de buscar un refugio más abrigado en otra parte; un minuto más tarde todos se habían perdido de vista. Ya no se podía hacer nada, excepto aguardar la luz del nuevo día.

Por fin amaneció y los rayos del sol revelaron un paisaje desolador. La búsqueda resultó inútil, porque las huellas de los animales habían sido cubiertas por la nieve que había caído durante toda la noche.

El blanco decidió cambiar impresiones con sus servidores kafires.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó.

Uno expresó su opinión, otro una diferente; pero todos estuvieron de acuerdo en una sola cosa: debían aguardar hasta que se derritiera la nieve.

—¡O hasta que el frío nos mate a todos, estúpido! —exclamó enfadado el hombre blanco, pues no podía resignarse tan fácilmente a la pérdida de animales que valían unas cuatrocientas libras esterlinas.

Entonces habló un zulú que hasta ese momento había permanecido silencioso. Se trataba del conductor de la primera carreta.

—Esto es lo que yo pienso, padre mío —dijo al blanco—: Los bueyes se han perdido en medio de la nieve; nadie sabe dónde se los podrá encontrar, ni siquiera si están vivos. Pero a poca distancia de aquí se levanta una choza donde vive un hechicero llamado Zweete —y señaló con el índice a un grupo de viviendas que se divisaban como a dos millas del sitio donde se encontraban—. Es muy, muy viejo, pero está lleno de sabiduría, y es el único que nos podrá decir dónde están los bueyes perdidos.

—¡Tonterías! —contestó el blanco—. Pero como esa choza debe ser más abrigada que las carretas, me parece conveniente que vayamos a ver a Zweete. Tráeme una botella de aguardiente, así se la podemos ofrecer como regalo.

Una hora más tarde se encontraba en la choza de Zweete. El dueño de la casa era un nativo muy anciano y delgado, que más parecía una bolsa de huesos que un ser humano. Era ciego y tenía la mano izquierda blanca y completamente arrugada.

—¿Qué quieres que te diga Zweete, padre blanco? —le preguntó el anciano con voz temblorosa—. Tú no crees en mí ni en mi sabiduría. ¿Por qué habría de ayudarte? Sin embargo, lo haré, para que veas que los doctores zulúes decimos la verdad. Yo sé qué es lo que deseas, padre blanco. Quieres saber dónde se encuentran los bueyes que anoche huyeron de tu campamento a causa del frío. ¿No es verdad?

—Es verdad, doctor —contestó el hombre blanco—; tienes oídos muy aguzados.

—Sí, padre blanco, tengo oídos muy finos, a pesar de que dicen que me estoy volviendo sordo. También tengo ojos muy agudos, a pesar de que no puedo contemplar tu rostro. ¡Dejadme escuchar! ¡Dejadme ver!

Durante unos minutos permaneció silencioso, meciéndose en un suave vaivén, pero por fin se oyó otra vez su voz temblorosa que decía:

—¿Verdad que tienes una granja cerca de Pine Town, hombre blanco? ¡Ah, ya me parecía! Y como a media hora de camino de tu granja vive un bóer que sólo tiene cuatro dedos en su mano derecha. En uno de los canteros del jardín de la propiedad del bóer crecen varios arbustos de mimosas. Allí, junto a esos arbustos, encontrarás a tus bueyes, ¡sí a cinco días de viaje de este lugar! Dije que encontrarás a tus animales, hombre blanco, pero no a todos. Notarás que faltan tres: el gran buey negro africano, el buey zulú pequeño, de pelo rojizo y que tenía un solo cuerno y el buey manchado. Estos tres han muerto entre la nieve, pero recuperarás todos los restantes. ¡Mándalos buscar y te darás cuenta de que te digo la verdad! ¡No, no quiero nada en pago! No trabajo para recibir ninguna clase de recompensa. ¿Para qué, si soy un hombre rico?

El hombre blanco no estaba convencido, pero era tal la fuerza de persuasión que emanaba de las palabras del hechicero que envió a varios de sus servidores al lugar que éste le había indicado.

Creo conveniente añadir que once días después regresaron los nativos trayendo con ellos a todos los animales, excepto los tres bueyes que había nombrado Zweete.

Después de esa prueba el blanco ya no dudó. Durante los once días de la espera vivió en la choza del nativo, y todas las tardes se sentaba a conversar con él hasta muy entrada la noche.

Al tercer día le preguntó por qué su mano izquierda estaba tan blanca y tan arrugada, y quiénes eran Umslopogaas y Nada, a los que el anciano había mencionado.

Fue entonces cuando el viejo hechicero le narró la historia que aparece en las páginas siguientes. Día tras día fue relatándole una parte de la misma, hasta finalizarla.

No figura aquí íntegramente, porque se han olvidado varias partes de la misma; tampoco le ha sido posible al autor reproducirla en toda su belleza, por carecer de equivalentes exactos del vocabulario, rico en vigor, de la lengua zulú. Además, el narrador, más que contarlos, vivió los episodios que aquí aparecen. Ese anciano enjuto y arrugado pareció revivir al recordar el pasado y al volver a deleitarse con hazañas que llevó a cabo en otros tiempos.

Por lo tanto, el hombre blanco ha reproducido de la mejor manera posible la narración que le hizo Zweete. Y como la historia de Nada «El Lirio» y de los otros personajes estrechamente vinculados a ella le conmovieron profundamente, ha decidido hacerla imprimir, para que otros tengan oportunidad de juzgarla.

Y ahora su misión ha terminado. Que Zweete, cuyo verdadero nombre era otro, retome el hilo de la narración.