Capítulo 35

LA VENGANZA DE MOPO Y DE SU HIJO ADOPTIVO

Sucedió que el mismo día de la muerte de Nada, yo, Mopo, regresé a la aldea del Pueblo del Hacha. Regresaba contento porque había logrado éxito en mi empresa y los demás jefes aceptaban secundar a Umslopogaas para derrocar al rey de los zulúes.

¡Cuál no sería mi sorpresa cuando al llegar al poblado lo encontré desierto e incendiado!

—Esto es obra del implacable Dingaan —me dije para mis adentros.

Cuando tropecé con un grupo de gente, que se había refugiado en las inmediaciones hasta que los asesinos del rey se alejaron de la aldea, conseguí extraerles lo sucedido a grandes rasgos. Los escuché en silencio, con el corazón abatido, y cuando terminaron les pregunté dónde se encontraban los soldados del rey. Me dijeron que no lo sabían, pero que la última vez que los vieron marchaban en dirección a la Montaña de los Espíritus persiguiendo a Galazi, Umslopogaas y Nada.

—¡Escalemos la montaña! —propuse.

Al principio se resistieron, pero por fin accedieron a mi pedido y me siguieron. Marchamos a lo largo del sendero que todavía ostentaba las huellas de los pies de los soldados enemigos y así llegamos hasta las rodillas de la Bruja de Piedra, donde yacían los restos de nuestros adversarios, así como los de los lobos.

No quedaban más que huesos, excepto del cuerpo de Galazi, que era defendido de los buitres por el abnegado Garra Mortal, que aún conservaba un hálito de vida. Al acercarme al cadáver del muchacho, el lobo trató de levantarse y atacarme, pero rodó muerto.

Cuando busqué en vano el cadáver de Umslopogaas, una ligera esperanza comenzó a crecer en mi pecho. Al llegar junto a la caverna, en el fondo de la explanada, vi la forma inmóvil de un hombre. Corrí hacia ella… Se trataba de Umslopogaas, consumido por el hambre y con el cuerpo cubierto de heridas. En su mano apretaba otra mano que no tardé en reconocer por su color y tamaño: ¡era la de mi hija Nada!

Una sola mirada me bastó para comprender la tragedia; con ansiedad puse mi mano sobre el pecho del muchacho y, aunque muy débilmente, alcancé a percibir el latido de su corazón.

Pedí a los que me acompañaban que retirasen la piedra que obstruía la entrada de la caverna. Cuando la luz penetró por la abertura, vi el cuerpo exánime de mi hija, tendido sobre el piso de roca. Estaba delgada, pero era tan hermosa en la muerte como lo había sido en vida. Puse una mano sobre su corazón, mas todo su cuerpo ya estaba helado.

—La muerte a los muertos —murmuré con tristeza—. Atendamos a los vivos.

Hice traer caldo y lo eché entre los labios entreabiertos de Umslopogaas. Luego lavé cuidadosamente sus numerosas heridas y las vendé para que no perdiera más sangre y se debilitara.

Luchó tres días entre la vida y la muerte, pero por fin se impuso su maravillosa fortaleza física.

Mientras tanto hice cavar un nicho en el suelo de la caverna y en él enterramos el cuerpo de Nada, cubriéndolo con lirios para que no tuviese contacto directo con la tierra. No quise esperar a que Umslopogaas recobrase el conocimiento por temor a que su impresión al ver a Nada sin vida le provocase una recaída.

También enterramos a Galazi en la caverna, al lado del cuerpo de Nada, y pusimos a la Guardiana de los Vados en su mano. Contemplé con pena profunda esas dos tumbas porque, ¿cuándo volvería a encontrarse otra doncella hermosa como aquélla y otro joven valiente y abnegado como Galazi, el Lobo?

Al tercer día Umslopogaas recobró el conocimiento, y de inmediato preguntó por Nada. Sin decir palabra señalé hacia la tierra y el muchacho comprendió.

Poco a poco recobró sus fuerzas y el agujero de su sien izquierda comenzó a cicatrizarse. Pero su cabello se llenó de hilos de plata y nunca más volvió a sonreír; por el contrario, se tornó hosco y retraído.

No tardamos en saber la verdad acerca de Zinita por boca de las mujeres y los niños que regresaron a la derruida aldea. Sólo Zinita y los hijos de Umslopogaas jamás regresaron, y poco tiempo más tarde, un espía apostado en las inmediaciones de la aldea de los zulúes nos contó el fin que habían tenido por mandato de Dingaan. También nos informó sobre la huida del rey ante el avance de los bóers.

Cuando Umslopogaas se restableció por completo le pregunté qué se proponía hacer y si por mi parte debía o no seguir mis planes para hacerle monarca de los zulúes.

Pero Umslopogaas movió negativamente la cabeza, diciendo que mis planes ya no le interesaban. Se proponía derrotar al rey, era verdad, pero ya no sentía deseos de suplantarle; sólo buscaba satisfacer su sed de venganza. Le contesté que eso estaba bien, que yo también la buscaba y que los dos juntos podíamos conseguirla de forma más rápida.

Mi padre, queda mucho más por decir, pero creo que el tiempo que resta es breve. La nieve se ha derretido, tu ganado ya ha sido encontrado y deseas marcharte. Por mi parte, deberé emprender un largo viaje dentro de muy poco tiempo.

Escúchame, mi padre, seré breve. Mi nuevo plan era el siguiente: levantar a Panda en contra de Dingaan. Para esa hora de emergencia había reservado a Panda, y por eso le había salvado. Después de la batalla de Río de Sangre, el rey Dingaan ordenó a Panda que se presentase ante él. Fue entonces cuando viajé hasta la aldea de éste, en el bajo Tugela, en compañía de Umslopogaas. Le advertí a Panda que no debía presentarse ante Dingaan, porque en ello le iba la vida, y que en cambio debía huir con todos los suyos hacia Natal. Panda no desoyó mi consejo y más tarde me reuní con él y me puse al habla con los bóers, especialmente con uno de ellos llamado Ungalunkulu, o Brazo Fuerte.

Le dije que Dingaan era un malvado, pero que en cambio podía confiar en Panda. Gracias a mis palabras, los bóers se aliaron con Panda y declararon la guerra a Dingaan.

¿Me preguntas si participamos en esa gran batalla de Magongo? Sí, mi padre; tomamos parte en ella. Cuando todo parecía perdido y el empuje de los soldados de Dingaan se hacía irresistible, convencí al jefe bóer Nongalaza para que retirase a sus hombres y nos dejara a los negros terminar la lucha. Umslopogaas se comportó como un héroe, sembrando la muerte en las filas enemigas, y cuando los Amaboona atacaron a los soldados del rey por uno de sus flancos, pusimos fin al poderío y al reinado del miserable Dingaan.

Pero todavía estaba vivo, y mientras respirase, nuestra venganza no estaba consumada. Por eso nos presentamos ante el capitán de los bóers y ante Panda y les dijimos:

—Les hemos servido muy bien; hemos peleado a vuestro lado y hemos volcado la victoria hacia vuestras filas. Nada nos causaría mayor placer que el saber que Dingaan está muerto.

Comprendiendo nuestro propósito, los bóers asintieron a nuestro pedido, y nos dieron unos cuantos hombres para lanzarnos a la persecución del miserable.

La caza del rey de los zulúes nos llevó varias semanas. Le perseguimos a través de las selvas del Umfolozi hasta un lugar llamado Kwa Myawo. Allí le preparamos una trampa. Por fin se nos presentaba una oportunidad inmejorable.

Dingaan se acercaba al lugar donde estábamos escondidos, acompañado nada más que por dos hombres. Con rápidos movimientos matamos a sus acompañantes y nos apoderamos de él.

Dingaan nos reconoció de inmediato y comenzó a temblar, aterrorizado. Yo fui el primero en hablar.

—¿No recuerdas el mensaje que te envié, Dingaan? —le pregunté—. Que no debías interponerte en mi camino. ¿No te dije que de la misma manera que yo te había dado el trono también podía quitártelo?

Como el miserable no me contestó, proseguí:

—Yo, Mopo, hijo de Makedama, te puse en el trono, Dingaan, y también te derribo de él. Pero mi mensaje no terminaba allí. Te advertí que la próxima vez que nos encontrásemos frente a frente sería el día de tu muerte.

Como tampoco esta vez obtuve respuesta, Umslopogaas habló:

—Soy el Verdugo, Dingaan, contra quien mandaste un regimiento para que me asesinaran junto con los míos cuando me hallaba entregado al reposo. ¿Dónde está ese regimiento, Dingaan? Antes de que todo haya terminado, volverás a verlos.

—Mátame de una vez —pidió Dingaan.

—Todavía no, hijo de Senzangacona —contestó Umslopogaas—, y tampoco en este lugar. Una vez vivió una doncella que se llamaba Nada, el Lirio. Era mi esposa, y Mopo, aquí presente, era su padre. ¡Murió de forma terrible, con una agonía que duró tres días y tres noches! Verás el lugar donde sufrió tanto, Dingaan. Sin duda encogerá de pena tu corazón, porque siempre fue tierno y sensible. También vivían otros niños, cuya madre se llamaba Zinita. Eran míos, y ahora no queda de ellos más que unos cuantos huesos. Un malvado llamado Dingaan los mandó asesinar. ¡También te acordarás de ellos, Dingaan! Y ahora, ¡marchemos sin pérdida de tiempo, que el camino es largo!

Regresamos a la Montaña de los Espíritus, mi padre, aunque tuvimos que pasar muchas dificultades para subir a Dingaan, que era muy pesado. Cuando pasábamos junto a los huesos desnudos de sus soldados, se los señalábamos, repitiéndole la historia del terrible combate.

Por fin llegamos a la caverna. Entonces despedimos a todos los que nos habían acompañado, porque deseábamos quedarnos a solas con Dingaan. El malvado se sentó sobre el piso de roca, y entonces le dije que debajo de él yacían los restos de Nada y de Galazi, el Lobo.

Después le abandonamos en la caverna; obstruimos la entrada con la piedra y nos alejamos para que quedara a solas con los espíritus de Nada y de Galazi.

Al amanecer del tercer día retiramos la piedra. Dingaan todavía estaba con vida.

—¡Matadme! —pidió—. ¡Los espíritus me atormentan!

—¡Ya no eres grande! ¡Eres una sombra que una vez fue rey! —le dije—. ¡Tiemblas ante dos espíritus sin pensar que tú quitaste la vida a muchos cientos más! ¿Cómo te sentirás entonces, cuando todos ellos se te presenten y te pidan cuentas?

Dingaan suplicó clemencia.

—¡Clemencia! ¡Y a ti, hiena! —le contesté—. ¿Acaso escuchaste las súplicas que te formularon tus víctimas inocentes? ¡Devuélveme a mi hija! ¡Devuelve a este hombre su esposa y sus hijos y entonces seremos misericordiosos contigo! ¡Ven, cobarde, y muere la muerte de los que se arrastran a los pies de sus enemigos!

Le arrastramos hasta el borde del precipicio que se abría a poca distancia del pecho de la Bruja de Piedra y, después de gritarle el nombre de sus víctimas al oído, le arrojamos al vacío.

Éste fue el fin de Dingaan, mi padre. Dingaan, que había sido malvado como Chaka, pero sin la grandeza de est eúltimo.