Capítulo 30

LA LLEGADA DE NADA

Una noche de luna llena me encontraba junto a Umslopogaas en su choza, discutiendo algunos planes. Cuando agotamos este tema, comenzamos a hablar de Nada.

—Ya no volveremos a contemplarla nunca más —me dijo Umslopogaas con tristeza—. Debe de estar muerta o haber caído prisionera, porque de lo contrario ya habría llegado a la aldea. He mandado a muchos mensajeros a que recorran los alrededores, pero no he recibido ninguna noticia alentadora.

—Lo que está oculto, no está perdido —le contesté, aunque en el fondo de mi corazón tenía muy pocas esperanzas de volver a ver a Nada con vida.

Quedamos en silencio, y entonces pudimos oír con toda claridad que un perro ladraba no lejos de la choza. Nos pusimos de pie y nos aproximamos a la puerta de la vivienda para tratar de descubrir por qué había ladrado el perro, aunque bien podía suceder que hubiese avistado a algún animal nocturno, o bien que se hubiese alarmado por el ruido producido por el viento al pasar entre las ramas de algún arbusto.

No tuvimos que esforzarnos mucho porque, a poca distancia de la choza, en actitud indecisa, se encontraba un joven guerrero, alto y delgado, que se cubría con un gran escudo.

No pudimos distinguir su rostro porque la luz de la luna caía sobre su espalda, que estaba cubierta por un largo manto. Como la sombra de la choza nos amparaba, el desconocido no había descubierto aún nuestra presencia. La indecisión del recién llegado, así como sus nervios, parecían aumentar a cada momento, hasta que acabó por hablarse a sí mismo y, cosa extraña, su voz sonó suave y musical:

—Aquí hay muchas chozas —dijo el desconocido—, ¿cómo puedo adivinar cuál es la casa de mi hermano? Si llamo, sin duda alguna se presentarán varios soldados y tendré que fingir de nuevo que soy un hombre, y ya estoy cansada de tanta farsa. Lo mejor será que descanse al lado de una de las chozas hasta que amanezca. Ya estoy acostumbrada a dormir en el suelo después de tan largo viaje y una noche más no me resultará demasiado penosa.

Y con un suspiro, la figura comenzó a buscar un lugar propicio donde tenderse.

En ese momento la luna iluminó su rostro. ¡Era Nada, a quien no veía desde hacía muchos años! ¡El pimpollo se había transformado en una flor de exquisita belleza! Su expresión denotaba gran cansancio, pero sin perder su hermosura.

Por supuesto, mi corazón me impulsaba a correr y estrechar a mi única hija entre mis brazos; sin embargo supe refrenar mi deseo y, haciendo un gesto a Umslopogaas para que permaneciera al amparo de la sombra de la vivienda, me adelanté, diciendo con voz severa:

—¿Quién eres, vagabundo, y qué es lo que buscas en esta aldea?

Nada se asustó mucho al oír mi voz, pero no tardó en serenarse y me dijo con acento ligeramente altanero, aunque sin afectación:

—¿Quién eres tú, que me haces esas preguntas?

—Uno que sabe usar bien el palo para castigar a los ladrones nocturnos, muchacho. Dime a qué has venido o márchate de inmediato. No eres de los nuestros, y esa moocha que luces parece ser de la tribu de los halakazis, y aquí odiamos a los halakazis.

—Si no fueses tan viejo te castigaría por tu insolencia —dijo Nada, tratando de dar a su voz una seguridad que estaba muy lejos de sentir—. Te advierto que no tengo más armas que una lanza, y tú, un viejo umfagozan no eres digno de ella.

¡Pensar que había vivido hasta el día en que mi propia hija me llamaba umfagozan!

Fingiendo montar en cólera, salté sobre ella con mi maza en alto, y Nada, olvidándose de su fingido valor, dio un grito y dejó caer la lanza.

La tomé por un brazo y descargué sobre su escudo un golpe tan leve que no habría matado una mosca. Sin embargo la muchacha tembló de forma visible, mirando azorada hacia todos lados.

—¿Dónde está tu valor, tú, que te atreviste a llamarme umfagozarü —le pregunté—. ¡Sólo atinas a gemir como una mujer, y como una mujer tiemblas!

La muchacha hizo un movimiento brusco para soltar su brazo prisionero y como consecuencia del mismo la capa cayó hacia atrás, dejando al descubierto las formas femeninas de su cuerpo.

La solté con una carcajada, exclamando:

—¡De modo que tú eres el guerrero que pretendía golpear a un viejo umfagozari ¡Bonitas formas para la guerra! ¿Qué tienes que decirme, hermosa doncella, para explicar por qué vagas de noche, vestida con ropas de hombre? ¡Habla rápido, porque de lo contrario te llevaré ante mi jefe! Dicen que el viejo busca una nueva esposa.

Cuando Nada se dio cuenta de que yo había descubierto su verdadera condición, dejó caer el escudo que ya de poco le servía. Pero cuando le dije que la llevaría ante mi jefe, se echó al suelo, abrazándose a mis rodillas, puesto que, como afirmé que se trataba de un viejo, pensó que no podía ser Umslopogaas.

—¡Mi padre! —me suplicó—. ¡Mi padre, apiádate de mí! ¡Sí, soy una doncella! ¡No estoy casada, y tú, que debes ser padre de otras doncellas como yo, debes apiadarte de mí! He viajado desde muy lejos y soportado muchas penurias, y ahora me doy cuenta de que he equivocado mi camino. Perdóname por haberte hablado con insolencia, mi padre, pero sabrás comprenderme si piensas por todo lo que tiene que pasar una muchacha sola que tropieza en su camino con hombres desconocidos.

No pude contestarle, porque cuando me llamó padre y se abrazó a mis rodillas, a pesar de no haberme reconocido, la emoción hizo presa de mí, ya que era la única hija que me quedaba. Pero la muchacha pensó que no le contestaba porque seguía enojado con ella, y redobló sus súplicas.

—¡Mi padre! ¡No me causes este daño! ¡Déjame ir, te lo suplico! Sabes que soy demasiado joven para entregarme a tu jefe. ¡Escucha! Todos los míos murieron; soy la única que queda de toda mi familia. ¡Si me traicionas, mi maldición caerá sobre tus hijas! ¡Que ellas también conozcan la esclavitud!

Entonces volví la cabeza y hablé en dirección a la choza:

—Jefe —dije—; tu Ehlosé ha sido bondadoso contigo esta noche, porque te ha mandado una hermosa doncella; Lirio, de la tribu de los halakazis. ¡Ven y mírala!

Mientras tanto, Nada buscaba la lanza que momentos antes había dejado caer al suelo, no sé si con el propósito de matar a ese jefe a quien yo había llamado, o para quitarse la vida.

Con gran precaución, para que no se diese cuenta, me retiré a prudente distancia, cediendo mi lugar a Umslopogaas, de manera que cuando alzó la vista, encontró delante de ella a un hombre joven, alto y fuerte, apoyado en un hacha.

Nada lo miró con ojos desorbitados, no queriendo dar crédito a la imagen que reflejaba su retina.

—Debo estar soñando —se dijo—. Hace poco hablaba con un viejo y ahora, en su lugar, se alza ante mí la única persona en el mundo a quien desearía encontrar.

—Me pareció, muchacha, que me llamabas —dijo Umslopogaas, mientras acercaba su rostro al de ella.

—¿Dónde está el viejo que me trató tan mal? ¿Qué es lo que sucede? ¡Tú eres Umslopogaas, mi hermano! No podría equivocarme, y menos aún respecto a esa hacha que hace tiempo estuvo a punto de poner fin a mi vida.

Mientras hablaba no cesaba de contemplar a Umslopogaas para asegurarse de que sus ojos no la engañaban. Luego, ya convencida, se alzó sobre las puntas de los pies y le besó.

—Espero que Zinita tenga un sueño profundo —murmuró Umslopogaas, que se acordó de pronto de que Nada no era hermana suya, como había creído durante tanto tiempo. No obstante, la tomó de la mano y le dijo—: Entra, hermana. Eres la mejor recibida de todas las muchachas del mundo, porque ya te creía muerta.

Cuando entraron en la choza, ya me había instalado frente al fuego.

—Ahí está el viejo umfagozan —dijo Nada, señalándome con el índice—. El fue quien me trató tan mal y casi me mata con su maza. Además, juró que me llevaría ante un jefe viejo que buscaba una nueva esposa. ¿Le dejarás sin su castigo, hermano mío?

Umslopogaas sonrió y yo dije:

—¿Cómo me llamaste, Nada, cuando hace unos instantes me suplicabas que te dejase marchar? ¿No me llamabas padre? —y volví mi rostro para que la luz del fuego lo iluminara perfectamente.

—Sí, te llamé padre, anciano, porque no es difícil que una pobre vagabunda sin hogar ansíe encontrar un padre que la proteja en todas las aldeas por donde pasa. ¡Sin embargo! Pero no, no puede ser… ¡Has cambiado mucho! Y esa mano quemada… ¿Quién eres tú? Una vez conocí a un hombre llamado Mopo que tenía una hija pequeña, Nada, y… ¡eres tú, padre! ¡Ah, padre, ahora sí te reconozco!

—Yo te conocí desde el primer momento, Nada, a pesar de tu disfraz de hombre.

La muchacha se arrodilló a mi lado y apoyó su cabeza en mi pecho, llorando de alegría. Por mi parte tampoco pude reprimir lágrimas de felicidad.

Mientras tanto, Umslopogaas le trajo alimentos para que repusiera fuerzas. La muchacha sólo quiso beber leche, diciendo que estaba demasiado cansada para ingerir otro alimento.

Después nos contó la historia de sus peripecias, desde la huida de la aldea de los halakazis. Sólo te contaré los detalles más importantes, mi padre, porque es tan larga que de por sí constituiría tema suficiente para llenar un libro.

Primero fue capturada por unos ladrones que la tomaron por un muchacho. Cuando se dieron cuenta de su verdadero sexo, pensaron que lo mejor sería entregarla como esposa a su jefe, pero Nada les convenció para que le mataran y la eligieran a ella como jefe. La obedecieron sin vacilar porque la muchacha ejerció sobre ellos el mismo hechizo que la había librado de desposarse con algún pretendiente halakazi. Después, como todos los ladrones la querían para sí, les respondió que se casaría con el más fuerte. Mientras los bandidos se mataban entre ellos, haciendo alarde de su fuerza, la muchacha se alejó de ese lugar, consiguiendo escapar sin ser descubierta.

Después corrió otras muchas aventuras, hasta que tropezó con una anciana que prometió guiarla hasta la Montaña de los Espíritus. Nadie pudo descubrir la identidad de esa misteriosa vieja, aunque Galazi se inclinaba a pensar que se trataba de la propia Bruja de Piedra, que había cobrado vida y guió a Nada hasta la aldea de Umslopogaas. Por mi parte no sé qué pensar, mi padre, aunque me parece muy poco probable que la Bruja de Piedra dejase su refugio para ocuparse de un asunto de tan escasa importancia para ella.

Cuando Nada concluyó su historia, Umslopogaas le puso al tanto de cuanto había sucedido desde que se separaron, y de su entrevista con Dingaan.

Lo único que la muchacha agregó al final del relato de Umslopogaas fue que parecía que una maldición la perseguía y que lamentaba sinceramente que por su culpa el Pueblo del Hacha se hubiera ganado un enemigo tan poderoso como el rey de los zulúes.

—¡Ah, hermano! ¡Habría sido mejor para ti que me hubieses matado en la cueva de la aldea halakazi! —exclamó, y se echó en sus brazos, llorando.

—No ganamos nada con lamentarnos ahora, porque ya el odio que Dingaan nos profesa no se extinguirá sino con sangre —le dijo Umslopogaas—. Además quiero que sepas otra cosa, Nada: yo no soy tu hermano.

Cuando la muchacha oyó esas palabras, un estremecimiento recorrió su cuerpo y buscó refugio en mi pecho.

—¿Qué es esto, padre? —me preguntó—. Mi hermano mellizo, que me ha protegido y amado tantos años, me dice que he sido víctima de un engaño durante mucho tiempo, que él no es mi hermano. ¿Quién es, entonces, mi padre?

—Es tu primo, Nada.

—¡Ah! —exclamó—. Me alegro, ya que me hubiese causado mucha pena que después de todo resultásemos dos seres completamente extraños el uno al otro.

Y sonrió de forma encantadora.

Luego le conté el secreto del verdadero origen de Umslopogaas, ya que confiaba en ella como en mí mismo.

—Provienes de una familia cruel, aunque noble —le dijo a Umslopogaas después de escucharme atentamente—. Pero ahora deberé quererte menos, porque eres hijo de ese hombre-hiena.

—Lo lamento mucho, Nada, pues hubiese querido que ahora me amaras más que nunca —le dijo el muchacho—, porque deseaba que fueras mi esposa.

El rostro de Nada adquirió una expresión de gravedad poco frecuente en ella.

—¿Acaso no me hablaste, esa noche en que nos encontramos en la caverna de los halakazis, de una esposa tuya llamada Zinita?

La frente de Umslopogaas se cubrió de arrugas.

—Es cierto que Zinita es mi primera esposa, ¿pero acaso no está permitido tomar más de una? —le preguntó.

—Pero lo cierto, Umslopogaas, es que aunque tuvieras veinte esposas, siempre una seguiría siendo la principal. Por mi parte estoy acostumbrada a ser la primera en todo, y quizá desee seguir gozando de esa posición de privilegio. ¿Qué harías entonces, Umslopogaas?

—Deja que la fruta madure antes de arrancarla, Nada —le dijo el muchacho—. Si me quieres y estás dispuesta a casarte conmigo, nada más debe importarte.

—Escúchame, Umslopogaas: quiero que le preguntes a mi padre cuáles fueron las palabras que le dije muchos años atrás, cuando no era más que una niña, mientras abandonaba la aldea con mi madre Macropha. Fue después de que la leona te arrebatase de nuestro lado, Umslopogaas. Le dije que no me casaría con ningún hombre porque tú, a quien quería tanto, habías muerto. Mi padre me hizo severos reproches, recordándome que tú eras mi hermano, pero ya ves cómo el corazón no me engañaba, porque no somos hermanos. ¿Cuántos hombres han pretendido casarse conmigo desde aquel día? Tantos como las hojas que cubren un árbol. Sin embargo rechacé a todos, y ésta es mi mayor recompensa: haberte encontrado de nuevo con vida, tanto es lo que te quiero. Pero mi deber es prevenirte contra futuros peligros. Recuerda, Umslopogaas, que siempre he traído mala suerte a los que me han amado.

—Estoy dispuesto a correr ese riesgo, Nada —dijo el Verdugo, atrayéndola hacia su pecho y besándola con ternura.

Después la muchacha se soltó del abrazo y se marchó conmigo, ya que estaba agotada por las penurias del viaje y debía descansar.