—¿Cómo os llamáis? —preguntó Dingaan.
—Nos llaman Bulalio el Verdugo, y Galazi el Lobo, oh rey —contestó Umslo— pogaas.
—¿Fuiste tú el que envió un mensaje al Elefante antes de que muriera, Bulalio?
—Sí, rey, yo le envié un mensaje, pero según ha oído mi mensajero, Masilo no se limitó a repetir mis palabras, sino que apuñaló al rey. Masilo era un malvado.
Dingaan se limitó a hacer un movimiento de asentimiento con la cabeza ya que, a pesar de que yo, Mopo, y él éramos en realidad los culpables, no quería sacar a nadie del error. Como molesto por ese recuerdo, el rey cambió enseguida de tema, preguntando:
—¿Cómo te atreves a presentarte armado ante mí? ¿No sabes que existe una ley que condena a muerte a todo el que se atreva a presentarse armado delante del rey?
—Desconocíamos esa ley, soberano —contestó Umslopogaas—. Por otra parte, esta hacha es la que me da el poder para gobernar sobre mi pueblo, y, si me ven sin ella, creerán que ya no soy su jefe.
—¡Qué extraña costumbre! —exclamó Dingaan—. Pues bien, estás perdonado. Y tú, Lobo, ¿qué tienes que decir sobre esa maza?
—Gracias a ella conservo la vida, oh rey —explicó Galazi—. Cualquiera que me vea sin ella puede matarme, porque esta maza es mi guardiana y yo soy el guardián de ella.
—Pues nunca estuviste más próximo a perder tanto tu guardiana como tu vida —exclamó Dingaan con enojo.
—Puede ser, oh rey. Cuando me llegue el momento la guardiana dejará de proteger mi vida.
—Formáis una pareja muy extraña —murmuró Dingaan—. ¿Para qué habéis llegado hasta esta aldea?
—Hemos luchado en un territorio muy lejano, oh rey —explicó Umslopogaas—. Fuimos en busca de una flor que crecía en el jardín de la tribu de los halakazis, para obsequiártela. Al mismo tiempo pensamos traerte otros presentes —y señaló los cautivos y la gran cantidad de cabezas de ganado.
—¡Espléndido, Verdugo! Pero no veo esa flor. ¿Será acaso el Lirio? ¿Dónde está?
—¡Ella era, soberano; pero, desgraciadamente, la flor se ha marchitado! No queda más que su tallo, seco e inmóvil como los huesos humanos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Dingaan con ansiedad, poniéndose de pie de un salto.
—Ya te darás cuenta, oh rey —murmuró Umslopogaas, dando una orden a uno de sus capitanes. Al poco tiempo se adelantaron cuatro hombres que llevaban una litera sobre los hombros. Con gran cuidado la depositaron en el suelo, delante de Dingaan. Sobre la litera se encontraba un bulto, envuelto en pieles de buey cuidadosamente cosidas, y que parecía corresponder, por su forma, a un cuerpo humano.
—¡Abridlo! —ordenó el Verdugo.
Cuando sus hombres le obedecieron, quedó al descubierto el cuerpo de una doncella, cubierto de sal, que en vida debió ser joven y bonita.
—¡La flor yace a tus pies, oh rey! —exclamó Umslopogaas, señalando a la muerta.
Dingaan miró el cuerpo inmóvil con pena y rabia al mismo tiempo, ya que había deseado fervientemente convertir a la doncella en su esposa.
—¡Lleváosla y arrojadla a los perros! —dijo con furia—. ¡Y tú, Verdugo, dime por qué ha muerto esa joven! ¡Espero que tengas una buena respuesta, porque tu vida depende de ella!
Umslopogaas repitió al rey la explicación que ya tenía preparada. Galazi apoyó sus palabras diciendo que él, por su parte, había quitado la vida al soldado culpable de la muerte de la doncella.
También sostuvieron este argumento varios capitanes del Pueblo del Hacha que habían acompañado a Umslopogaas cuando éste descubrió el cadáver de la muchacha, a la mañana que siguió al combate.
Dingaan estaba furioso y sin embargo no podía hacer nada. La doncella estaba muerta y el culpable ya había expiado su falta.
—¡Marchaos, y toda vuestra gente! —dijo por fin a los dos jóvenes—. ¡Marchaos y agradeced que os he perdonado la vida! Podría mataros, primero por haber combatido contra otra tribu sin mi permiso, y segundo, por haberme traído tan sólo el cadáver de la doncella que tanto ambicionaba. Me quedaré con los cautivos y el ganado, y vosotros abandonaréis la aldea de inmediato.
Cuando Umslopogaas y Galazi se disponían a marcharse con sus hombres, un guerrero se adelantó hasta detenerse frente a Dingaan.
—¿Me es permitido decir una verdad y gozar después de tu protección? —le preguntó.
Este hombre era el mismo centinela que montó guardia la noche en que Nada huyó de la aldea de los halakazis, y a quien Umslopogaas había castigado por intentar apoderarse de mayor cantidad de cabezas de ganado de las que le correspondían.
—¡Habla! ¡Te concedo mi protección! —le dijo Dingaan, intrigado.
—Tus oídos no han recogido más que mentiras, oh rey —afirmó el soldado—. ¡Escúchame! Yo estaba de guardia la noche que siguió a nuestro triunfo sobre los halakazis. Tres figuras se acercaron a la boca de la caverna que custodiaba: Bulalio, Galazi y otra, alta y delgada, que se cubría el rostro con un gran escudo.
»Cuando pasó por mi lado, se descorrió una punta de su manto. Así pude darme cuenta de que su piel era casi blanca; además, sus formas no correspondían a las de un hombre y sus ojos brillaban como estrellas. Repito que tres figuras salieron al exterior por la boca de la caverna, pero que sólo dos regresaron.
»Me asomé por curiosidad y me pareció ver que la tercera se alejaba a la carrera; sus movimientos eran graciosos, como los de una doncella. Por otra parte, Bulalio me dijo con tono severo que solamente dos personas habían abandonado la caverna; que no lo olvidara.
»Además, cuando al día siguiente nos mostraron el cuerpo sin vida de una joven con el cadáver del presunto culpable a sus pies, me di cuenta de que ese hombre no había muerto a manos de Galazi, sino que la maza de un enemigo le destrozó el cráneo, porque con mis propios ojos le vi caer durante la lucha.
»Sólo me resta añadir que los mejores cautivos, así como la mayor parte del ganado, fue enviado por Bulalio hacia la aldea del Pueblo del Hacha.
»Te he dicho todo esto, oh rey, porque en mi corazón no se alberga el engaño. Ahora te recuerdo que me prometiste protección contra mi jefe, que es muy cruel.
Mientras el traidor le vendía, Umslopogaas se fue acercando a él pulgada a pulgada, hasta que estuvo tan cerca que podría haberlo tocado sólo con estirar una mano. Nadie se dio cuenta de esto, a excepción de mí, Mopo, y quizá Galazi. Los demás contemplaban el rostro de Dingaan como quienes observan el proceso de formación de una tormenta.
—No temas, soldado —contestó el rey de los zulúes con furia mal contenida—; la garra del León te protege, mi servidor.
Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando el Verdugo dio un salto y cayó sobre el traidor. Sus dedos de acero se cerraron sobre su cuello, que no tardó en quebrarse. Luego, rápido como un relámpago, alzó al miserable por encima de su cabeza y lo arrojó con desprecio a los pies de Dingaan, mientras exclamaba:
—¡Toma a tu sirviente, oh rey! ¡Que goce de tu protección ahora!
Un silencio profundo reinó entre los presentes, que parecían muy impresionados, ya que nadie se había atrevido a obrar de esa manera ante un rey zulú desde los tiempos de Senzangacona.
De pronto Dingaan dejó oír su voz, entrecortada por el furor:
—¡Matadle! —exclamó—. ¡Matad a este perro y a cuantos le acompañan!
—Me invitas a participar en un juego de mi agrado —murmuró Umslopogaas—. ¡Pueblo del Hacha! ¿Permitiréis que estas ratas quemadas nos aniquilen? —y señaló con el índice a los guerreros de Dingaan, que mostraban en sus cuerpos las señales recientes dejadas por el fuego.
Por respuesta se oyó un clamor estridente, una sonora carcajada que brotaba de gran cantidad de gargantas.
—¡No, Verdugo! ¡No lo permitiremos!
Umslopogaas dio un salto para colocarse a la cabeza de sus guerreros. Por su parte, los soldados de Dingaan se aproximaron a ellos con gesto de amenaza, dispuestos a cumplir la orden de su rey. Galazi también dio un salto formidable y se plantó con la maza en alto delante de Dingaan, al tiempo que gritaba:
—¡Deteneos!
Los soldados de Dingaan se detuvieron de inmediato, porque se dieron cuenta del peligro que amenazaba a su rey.
—¡Es una lástima que mueran tantos hombres cuando una palabra tuya podría evitarlo! —le dijo Galazi con voz de amenaza—. ¡Una palabra, rey!
Dingaan miró atemorizado al joven que tenía delante, con el arma lista para descargarle un golpe mortal. Con voz temblorosa, pero ahora a consecuencia del miedo, dijo:
—¡Retiraos en paz!
—¡Muy bien, rey! —aprobó Galazi, que regresó junto a sus compañeros—. ¡Viva el rey que nos ordena que nos retiremos en paz!
Cuando Dingaan vio que el peligro inmediato había pasado, estuvo tentado de ordenar a sus soldados que se abalanzaran sobre esos osados, pero yo le hice desistir de su propósito, diciéndole:
—El peligro te acecha, oh rey. El Verdugo es capaz de abrirse camino hasta llegar a tu lado y tu vida volvería a pender de un hilo.
Dingaan comprendió que tenía razón y no dio ninguna nueva orden; además no contaba con más hombres que los que el fuego había respetado. Los demás guerreros se habían marchado a exterminar a los bóers de Natal. Pero como su corazón miserable clamaba sangre, se volvió hacia mí, diciendo:
—¡Eres un traidor, Mopo! ¡Y te pagaré con la misma moneda con que ese perro pagó a su soldado!
Y se abalanzó hacia mí con el arma en la mano. Pero cuando ya parecía que la hoja de acero me atravesaba el cuerpo, di un salto en el aire y logré ponerme fuera de su alcance. Luego me lancé a la carrera en dirección al regimiento de soldados del Pueblo del Hacha.
Por otra parte, Umslopogaas se había dado cuenta del peligro que me acechaba y corrió hacia mi encuentro.
—Ya no puedo quedarme junto al rey, hijo mío —le dije, jadeante.
—No te preocupes, te llevaré a otro sitio —me contestó.
Entonces me di la vuelta para encararme con algunos de los guerreros de Dingaan que me perseguían y les dije:
—Llevadle este mensaje de mi parte al rey: «que ha hecho mal en alejarme de su lado, porque yo le puse sobre el trono y sólo yo puedo mantenerle en ese sitio de privilegio. Decidle también que hará mal en perseguirme, porque el día que volvamos a encontrarnos cara a cara será el de su muerte. Así lo afirma Mopo, el inyanga, el doctor, que jamás ha profetizado lo que no sucedió».
Después abandonamos la aldea de Umgugundhlovu sin que nadie nos molestara. Al poco tiempo de marcha, Umslopogaas se colocó a mi lado y me dijo:
—Me propongo regresar a este lugar y matar a ese miserable de Dingaan, porque, de lo contrario, él me eliminará a mí.
—Pero no es bueno dejar al león asustado en su guarida, porque en tales condiciones es más peligro, hijo mío —le respondí—. No tengas la menor duda de que en este momento todos los hombres de Umgugundhlovu se han armado para la defensa de la aldea, ya que Dingaan no reparará en ningún sacrificio con tal de proteger su vida. Cuando pudiste, no le mataste; ahora deberás esperar otra oportunidad propicia.
—¡Sabio consejo! —aprobó Galazi—. Me arrepiento de no haber dejado que la Guardiana le destrozara el cráneo.
—¿Y qué me aconsejas ahora, padre? —me preguntó Umslopogaas.
—Que vosotros dos os alejéis de la Montaña de los Espíritus y que junto con los componentes del Pueblo del Hacha os marcháis al norte, a las tierras de Mosilikate, el León, que fue enemigo de Chaka. Allí podréis gobernar cada uno por vuestro lado y olvidaros de que Dingaan existe.
—No lo haré, padre —me contestó Umslopogaas—. Viviré cerca de la Montaña de los Espíritus todo el tiempo que pueda.
—Yo también —afirmó Galazi—. ¿Cómo es posible que piense siquiera en abandonar a mis lobos? ¿Permitiré que aúllen por mí en vano?
—Vosotros sois jóvenes y no queréis escuchar consejos; más tarde sufriréis las consecuencias.
Dije estas palabras con tono severo, porque no conocía el motivo por el cual Umslopogaas se negaba a abandonar su aldea. Pero más tarde lo averigüé: era porque Nada le había prometido refugiarse en ella.
Cuando se reunieron, podrían haberse marchado, pero ya el peligro se había desvanecido momentáneamente.
¡Ah, si Umslopogaas me hubiese hecho caso! Ahora reinaría como soberano en lugar de vagar de un lado para otro, sin hogar; Nada estaría viva todavía y el Pueblo del Hacha seguiría existiendo sobre la tierra.
En cuanto a Dingaan, debo agregar que sintió miedo al enterarse de mi mensaje, porque sabía que no había mentido. Por eso se abstuvo de atacar de inmediato a Umslopogaas, y antes de que se recobrara de su temor, se encontró inmerso en la guerra contra los Amaboona, ya que debía mandar a todos sus soldados a luchar contra los blancos.
Pero su furia era muy grande y, como de costumbre, costó la vida a muchos inocentes.