A la mañana siguiente los guerreros de Umslopogaas se despertaron en plena posesión de sus fuerzas, después del reparador descanso de la noche y del alimento que ingirieron. Pero cuando su jefe pasó revista a sus filas, pudo comprobar que más de la mitad de los soldados que partieron de la aldea no regresarían jamás a ella.
El Verdugo les agradeció sus esfuerzos y les felicitó por la victoria lograda, que les permitía apoderarse de gran número de cabezas de ganado. Los soldados se mostraban muy alegres y, olvidándose de tantos compañeros caídos, lanzaron vivas a sus dos jefes.
Cuando el entusiasmo del primer momento se apaciguó, Umslopogaas les dijo que si bien habían logrado gran cantidad de cabezas de ganado, les faltaba apoderarse de la doncella que habían venido a buscar para entregarla a Dingaan. Añadió que el día anterior, en medio de la batalla, había alcanzado a vislumbrarla, vestida con ropas de hombre, pero que después la había perdido de vista y sus esfuerzos por volver a encontrarla habían resultado inútiles. ¿Dónde estaba en esos momentos?
Todos los soldados contestaron que ignoraban su paradero. Entonces Galazi manifestó que cuando se hallaban luchando en interior de la caverna, la vio defendiéndose de un guerrero que pretendía apoderarse de ella. Trato de llamar la atención del soldado con un grito, pero éste estaba tan enceguecido por el entusiasmo de la lucha que no oyó sus palabras. Entonces Galazi no tuvo más remedio que matarle, aunque desgraciadamente creyó haber llegado tarde, pues la doncella no daba ya señales de vida.
—Has hecho bien en castigar a ese soldado —le dijo Umslopogaas, poniéndole una mano sobre el hombro—. ¡Vayamos a la caverna para tratar de recuperar el cadáver de esa desdichada muchacha! Si realmente se trata de Lirio, no sé qué podré decirle a Dingaan para que crea cuanto sucedió.
No tardaron en llegar a la caverna donde la madrugada anterior depositaron el cadáver de la joven que habían recogido con la ayuda de Nada. A sus pies se encontraba el cadáver del soldado del Pueblo del Hacha.
—Todo ha sucedido tal como nos lo ha contado nuestro hermano, el Lobo —dijo Umslopogaas a sus soldados, señalando a los dos caídos—. Sin duda esa doncella no es otra que el Lirio, a la que vinimos a rescatar, pero que fue muerta por un estúpido que no supo obedecer mis órdenes. Todo esto es muy penoso y no sé todavía cómo podré explicárselo a Dingaan. De cualquier manera lo hecho, hecho está, y nada puede alterarse. ¡Marchémonos!
A los pocos minutos, añadió:
—Envolved el cadáver de la joven en pieles de buey, cubridla con sal y traedla con nosotros.
Varios soldados fueron a cumplir las órdenes de su jefe. Uno de los capitanes murmuró:
—Dingaan se ha quedado sin novia, mi padre.
Todos comentaron la extraña muerte de Lirio: todos menos el soldado que la noche anterior hizo guardia en la boca de la caverna por la que huyó Nada.
En el camino de regreso Umslopogaas se vio obligado a reñir a ese hombre, porque trató de apoderarse de más cabezas de las que le correspondían; además le quitó la parte que por reparto del botín le había tocado y se la entregó a quien había sido víctima de su anterior despojo.
Desde ese momento el soldado abrigó en su pecho un sentimiento de rencor contra su jefe y no pudo olvidarse de la tercera persona que pasó por la boca de la caverna la noche anterior y que, si se pensaba dos veces, parecía tener un cuerpo demasiado espigado para un hombre.
Ese mismo día Umslopogaas inició la marcha hacia la aldea de Umgugundhlovu, donde Dingaan había establecido su morada permanente. Pero antes de abandonar el territorio de los halakazis le preguntó a Galazi si deseaba continuar a su lado o si prefería quedarse en esas tierras, haciéndose cargo de su gobierno, tal como, por derecho de nacimiento, le correspondía. Galazi le contestó que había regresado para vengarse y no para ocupar el lugar de jefe de ese pueblo; además recordó que habían quedado muy pocos halakazis sobre los cuales reinar y que, por tanto, no deseaba permanecer en esas tierras. Por otra parte, dijo, los dos hermanos de sangre no debían separarse nunca, porque eran como dos árboles que tuviesen una misma raíz y que, si uno era trasplantado lejos del otro, no tardaría en secarse de pena y de soledad.
Umslopogaas se alegró ante esta decisión de Galazi y se decidió a emprender la marcha. Ordenó que separaran gran cantidad de cabezas de ganado y un buen número de cautivos, entre niños y mujeres, que pensaba entregar a Dingaan para congraciarse con él y hacerse perdonar por no llevarle la doncella a quien tanto ansiaba por esposa.
Sin embargo, como confiaba muy poco en la generosidad de los reyes, mandó la mejor parte de ganado y cautivos a la aldea del Pueblo del Hacha. El centinela no pasó por alto esta maniobra, que parecía concretar sus sospechas.
Cierta mañana yo, Mopo, me encontraba en compañía de Dingaan en su choza real de Umgugundhlovu. A pesar de que mis palabras habían sido demasiado fuertes cuando perpetró la matanza de los bóers, Dingaan pareció descartarlas por el momento y me permitió seguir a su servicio. En la misma mañana de la matanza de los Amaboona, Umslopogaas llegó a la aldea de Dingaan.
El rey se encontraba tan preocupado que, para distraerse, mandó buscar al predicador blanco que había llegado tiempo atrás a la aldea con el propósito de enseñarnos a adorar a un Dios distinto, desconocido; un Dios que era más poderoso que todos los reyes de la tierra y que sin embargo amaba la paz y condenaba la guerra.
El hombre blanco estaba muy pálido, sin duda por el horror que la matanza despiadada de los bóers le había producido. El rey le pidió que tomara asiento y le habló de la siguiente manera:
—El otro día me hablaste de un lugar lleno de fuego donde van después de muertos los que han sido malvados en vida. Dime ahora, si es que eres lo suficientemente sabio, si mis padres yacen en ese lugar.
—¿Cómo puedo saberlo, oh rey, si no soy nadie para juzgar los actos de los hombres en la tierra? —le respondió el predicador—. Sólo puedo afirmar una cosa: que los que roban, matan y oprimen a los indefensos irán después de muertos a ese lugar lleno de llamas.
—Pues mis padres han hecho en vida todo lo que tú dijiste, por tanto deben encontrarse en ese sitio. Es indudable que yo correré la misma suerte que ellos. ¿No habrá alguna manera de poder escapar de ese lugar?
—¿De qué manera, rey?
En el mismo sitio donde cayeron la mayor parte de los bóers, Dingaan mandó levantar una gran pila de troncos secos, que sumarían no menos de sesenta. Se trataba de una trampa que preparaba para el predicador blanco.
Con una sonrisa en los labios, le contestó:
—Tú mismo verás cómo.
Entonces hizo que prendieran fuego a la imponente pila de troncos y ordenó que se presentaran ante él todos los jóvenes que componían el regimiento que había tenido a su cargo la matanza de los bóers. Los guerreros sumaban no menos de mil quinientos.
El fuego chisporroteaba cada vez con más fuerza mientras el regimiento se alineaba al lado de la imponente pira en llamas. A pesar de que nosotros nos encontrábamos sentados como a cien pasos de la misma, el calor era casi insoportable.
—Dime ahora, doctor de las plegarias, ¿es este lugar tan abrasador como el que me prometiste para después de muerto? —preguntó Dingaan al predicador.
El blanco le contestó que no lo sabía, pero que ese lugar era demasiado abrasador.
—Entonces te demostraré cómo voy a escaparme de él si me toca enfrentarlo después de muerto; sí, me escaparé aunque sea diez veces más grande y terrible.
Luego Dingaan se puso de pie, y dirigiéndose a los soldados, les dijo:
—¡Hijos míos! Delante de vosotros arde un gran fuego. ¡Corred rápidamente y apagadlo con los pies! ¡Que donde ardía el fuego no queden más que cenizas y carbones apagados!
El predicador blanco suplicó a Dingaan que no diese orden semejante, que causaría la muerte de muchos de sus soldados, pero el rey se mostró sordo a sus ruegos. Entonces dirigió la mirada hacia el cielo, para suplicar a su Dios.
Durante unos segundos los soldados se contemplaron indecisos unos a otros, ya que el fuego ardía con toda su furia, lanzando lenguas de luz y color en todas direcciones. Pero su capitán les animó, diciéndoles:
—¡El rey es grande! ¡Escuchad la voz del rey, que siempre nos honra! Hace unas horas matamos a muchos Amaboonas, pero no eran enemigos dignos de nuestro valor. Ahora nos espera un oponente de más jerarquía. ¡Vamos, hijos míos! ¡Vamos a lavarnos en fuego, que es un adversario digno de nuestro valor! ¡El rey es grande y siempre nos honra!
Después de pronunciar estas palabras se abalanzó sobre las llamas con un salto felino; la mayor parte de sus soldados no vaciló en imitar su ejemplo. Se trataba de hombres valientes que sabían que esa muerte era más digna que ser sacrificados más tarde por no haber tenido el coraje suficiente para obedecer al rey y arrojarse a las llamas. Por eso se lanzaron sobre ellas con decisión, como si fuesen a entablar combate con seres de carne y hueso, y al mismo tiempo entonaron el Ingomo, o cántico de guerra de los zulúes.
Poco después vi que el capitán del regimiento alzaba su escudo para protegerse el rostro de las llamas, pero no tardaron en rodearle por completo y ya no volvimos a verle con vida. Pero no por ello se desanimaron los guerreros que le seguían. Con movimiento rápidos trataban de apagar las ramas ardientes, con los pies descalzos y con sus escudos, al tiempo que con las lanzas procuraban desparramar los troncos y deshacer la pila que ardía sin cesar.
Pero ninguno de esos hombres que formaban la primera de las compañías del regimiento se salvó, mi padre, y perecieron como mariposas consumidas por la llama de una vela. Pero a estos hombres siguieron los componentes de otra compañía, y de otra, y otra más. Los últimos fueron los más favorecidos, porque ya el fuego comenzaba a extinguirse.
Un humo negro y espeso se elevó del lugar en que se levantaba la pira y las llamas comenzaron a decrecer en altura y luminosidad. De vez en cuando veíamos a los hombres con los cabellos y la piel completamente quemados, saltando entre los restos de la hoguera, apagando los focos de llamas que aún persistían. De vez en cuando algunos caían, sofocados por el humo o agotados por el dolor de sus quemaduras.
Por fin, después de una lucha inaudita y del sacrificio estéril de gran cantidad de vidas, el fuego fue vencido. De todo el regimiento sólo quedaban los componentes de las siete últimas compañías. ¿Cuántos murieron? No lo sé a ciencia cierta, porque jamás los contamos; pero entre muertos y heridos sólo quedó en pie la mitad del regimiento.
—Ya ves, doctor de las plegarias —dijo Dingaan cuando se puso fin al terrible espectáculo—, de esta manera escaparé a las llamas; mis soldados apagarán el fuego para que no me hiera.
El pobre predicador se retiró a su choza, demasiado horrorizado para contestar, y afirmando que jamás volvería a predicar en tierra de zulúes, abandonó la aldea al poco tiempo.
Una vez que el predicador se hubo retirado, Dingaan mandó limpiar el mercado de los restos carbonizados de sus soldados y de cenizas; mientras tanto, los heridos eran objeto de especial atención, si sus heridas eran leves, o bien eran sacrificados si no existía esperanza de curación completa. Los que resultaron ilesos o ligeramente heridos se presentaron ante Dingaan, que les dijo:
—Debemos buscar nuevos escudos y tocados de plumas para vosotros, hijos míos ¡Wow! Debe ser muy sencillo afeitarse en esa tierra de fuego eterno de la que hablaba el doctor de las plegarias.
Luego ordenó que se les sirviera abundante cerveza, porque el calor les había dado sed.
Aunque no lo hayas adivinado, te he descrito este episodio porque tiene mucho que ver con la historia que te estoy contando, mi padre. No había acabado Dingaan de dar la última orden, cuando se presentó ante él un mensajero diciendo que se aproximaban a la aldea el jefe Bulalio con sus guerreros, después de guerrear contra la tribu de los halakazis.
Por supuesto, al oír esta noticia mi corazón latió con júbilo, ya que todos esos días me preguntaba una y otra vez si mi hijo adoptivo sería capaz de derrotar a enemigos más poderosos que él. Dingaan también dio grandes muestras de regocijo, y poniéndose en pie, comenzó a dar saltos por la estancia, como si se tratara de un chiquillo al que han satisfecho un capricho.
—¡Que Bulalio y los suyos vengan de inmediato a mi presencia! —ordenó—. ¡Por fin podré estrechar entre mis brazos a Lirio!
Poco tiempo después se oyó el clamor de un cántico guerrero entonado por muchas gargantas, y casi de inmediato dos hombres muy fornidos se hicieron presentes en la calle principal de la aldea. Los dos lucían plumas negras en el tocado, y escudos del mismo color en el brazo izquierdo; pero mientras uno de ellos apretaba un hacha de colosal tamaño en la mano derecha, el otro estaba armado con una maza no menos formidable. Sobre sus hombros descansaban las pieles de dos lobos.
—¡Cómo se atreven a presentarse armados ante mí! —exclamó Dingaan encolerizado—. ¡No saben que eso equivale a la muerte! ¿Quién es ese hombre grande, de expresión severa, que está armado con un hacha? De no saber que el Elefante está bien muerto, juraría que era ese guerrero. Sí, es idéntico a mi hermano, en los días en que se preparaba a conquistar Zwide.
—Ése es Bulalio, el Verdugo, el jefe del Pueblo del Hacha, oh rey —le contesté.
—¿Y quién es ése que le acompaña? ¡Jamás vi una pareja semejante!
—Creo que se llama Galazi, el Lobo, y es hermano por la sangre de Bulalio, y uno de sus generales.
Detrás de los aludidos penetraron en la aldea los soldados del Pueblo del Hacha, armados solamente con mazas cortas. Se alineaban en filas de a cuatro; marchaban con las cabezas muy erguidas y todos llevaban en el brazo izquierdo escudos de color negro. Más atrás aparecieron los cautivos halakazis, mujeres, muchachos y niños, que se apretujaban unos contra otros como animales asustados.
—¡Un desfile imponente! —comentó Dingaan, mientras observaba las filas de bien disciplinados guerreros—. ¡Jamás habría creído que existiesen soldados mejores que los de mis regimientos!
De pronto Umslopogaas se adelantó a la carrera, con el hacha en alto. Detrás de él comenzaron a correr todos sus guerreros. Cuando estuvo a diez pasos del rey detuvo su carrera y a una señal suya todos sus soldados quedaron como clavados en su sitio. Así permanecieron durante más de un minuto, hasta que Umslopogaas agitó el hacha en el aire y, como obedeciendo a esa señal, de todas las gargantas de los recién llegados brotó el grito de ¡Bayéte!, que servía de saludo real.
—¡En verdad que este espectáculo es maravilloso! —repitió Dingaan, como si hablase consigo mismo—. ¡Y ese Verdugo es un excelente guerrero! ¡Adelantaos, vosotros dos!
Los dos hermanos de sangre se adelantaron unos pasos hasta colocarse delante de Dingaan, al que miraron con fijeza.