Capítulo 24

LA MATANZA DE LOS BÓERS

A la mañana siguiente llevé a Umslopogaas a un aparte y le hablé de la siguiente manera:

—Cuando ayer no conocías mi verdadera identidad y me creiste tan sólo un enviado de Dingaan, me confiaste un mensaje para él, que, de haber sido repetido en su presencia, habría significado la guerra a muerte para tu pueblo. El árbol que se levanta aislado en la llanura se cree el más alto del mundo porque no hay en los alrededores otro que le haga sombra, Umslopogaas, pero no por eso debe olvidar que existen otros más altos que él. Tú eres un árbol solitario, pero las ramas del árbol a quien sirvo son más resistentes que las tuyas. En estos momentos no puedes oponerte a Dingaan, aunque te creas muy poderoso al verte libre de rivales en una tierra lejana. Además, debes recordar esto: Dingaan ya te odia por la respuesta que hace años enviaste a Chaka, su hermano, y desea de todo corazón destruirte. Esta vez me ha mandado hasta tu pueblo con un solo propósito: el de deshacerse de mí temporalmente y, no importa cuáles sean las palabras que le lleve por respuesta, el resultado será el mismo: una noche te encontrarás con uno de sus ejércitos alrededor del cerco de tu aldea.

—Entonces me parece que no necesitamos discutir más este asunto, mi padre —me interrumpió Umslopogaas—. Lo que debe venir, vendrá. Esperaré la llegada del ejército de Dingaan y lucharé hasta la muerte.

—Pero hay mas medios para deshacerse de un hombre que atravesarle con la lanza, hijo mío —le dije—; y un palo torcido puede enderezarse al calor del agua hirviente. Por lo tanto desearía que, en lugar de brindar odio a Dingaan, le brindaras amor; en vez de muerte, ayuda, y de esa forma te harás fuerte a su sombra. ¡Escucha! Dingaan no es Chaka, aunque, como su hermano, se muestra cruel muy a menudo. Pero es un estúpido y puede suceder que un hombre que crezca a su sombra termine por sobrepasarle en gloria y poderío.

»Yo mismo podría poner en práctica este plan, pero no lo deseo porque ya soy viejo y he sufrido muchos pesares y desengaños a lo largo de mi existencia; en cambio tú eres joven, Umslopogaas, y no hay otro hombre como tú en esta tierra.

»Existe además otra razón, de la que no quiero hablar ahora, que terminaría por convencerte de que debes acatar mi plan.

Umslopogaas me miró con ojos brillantes, porque en esa época se mostraba muy ambicioso y quería ser el primero entre todos los que le rodeaban. En realidad, ¿cómo podía esperarse otra cosa de él, si era descendiente directo de Chaka?

—¿Cuál es ese plan tuyo, mi padre? —me preguntó—. Dime cómo podría ser más fuerte que Dingaan.

—De la siguiente manera, Umslopogaas: en la tribu de los halakazi, en Swaziland, vive una doncella llamada Lirio. Dicen que su belleza es extraordinaria, y Dingaan desea fervientemente hacerla su esposa. En una ocasión despachó un grupo de mensajeros hacia esas tierras pidiendo que le entregaran a la muchacha, pero los halakazis le contestaron que jamás permitirían que la doncella se convirtiera en la esposa de un perro zulú. Dingaan se enfureció hasta tal punto al oír la respuesta que quiso mandar su ejército para que luchara contra los halakazis y le trajera a la doncella por la fuerza, pero logré desbaratar su propósito diciendo ante los indunas que no era el momento apropiado para desatar una nueva lucha, y por eso ahora Dingaan me odia. ¿Me entiendes, Umslopogaas?

—Algo, pero me gustaría que me hablases de forma más clara.

—¡Wow!, ¡Umslopogaas! Medias palabras son mejores que frases enteras en esta aldea que gobiernas. ¡Escucha, entonces! Éste es mi plan: ataca a los halakazis por sorpresa, véncelos y preséntate ante Dingaan, ofreciéndole la doncella como prueba de amistad.

—Es una idea excelente, mi padre —me contestó—. Por lo menos, doncella o no doncella, habrá una guerra, y el botín consiguiente para repartírselo al terminarla.

—Primero conquista, después piensa en el botín, Umslopogaas.

El muchacho permaneció pensativo durante unos segundos, y luego me dijo:

—Me parece mejor que llamemos a Galazi, mi capitán; no tengas miedo, porque puedes confiar en él como en mí mismo.

Galazi no tardó en acudir a la llamada de Umslopogaas. Entonces le expliqué que mi plan consistía en un ataque por sorpresa a los halakazis para arrebatarles la doncella que tanto ambicionaba Dingaan, y luego ofrecérsela al rey de los zulúes como prenda de amistad.

Galazi, el Lobo, me escuchó en silencio. Cuando terminé me contestó con voz reposada, si bien sus ojos brillaban de manera intensa:

—Soy jefe por derecho de la tribu de los halakazis, y por lo tanto los conozco muy bien. Son muy fuertes y pueden contar con dos regimientos completos de guerreros, mientras que Bulalio sólo puede contar con uno, y muy pequeño. Además tienen centinelas de día y de noche y espías dispersos por todo el territorio, de manera que resultará imposible caer sobre ellos por sorpresa. Por otra parte, habitan en cuevas, muy difíciles de tomar, y la fortaleza mayor con que cuentan es una gran caverna que se abre al cielo por su parte media y que sería imposible de descubrir para todo aquel que no hubiese vivido con ellos anteriormente. Muy pocos son los que conocen la posición exacta de esa caverna, que hasta ahora jamás ha podido ser conquistada por ningún enemigo. Sin embargo, yo soy una de esas personas, ya que mi padre me la enseñó cuando era un muchacho. Por eso te digo que la empresa que le aguarda a Bulalio no es sencilla. En cuanto a lo que a mí respecta, ya es otro asunto muy distinto. Hace muchos años le juré a mi padre moribundo que no descansaría hasta vengar su muerte destruyendo a los halakazis y haciendo esclavos a sus mujeres y niños. Días tras día, noche tras noche, he pasado años recordando esta promesa, en medio de la soledad de la Montaña de los Espíritus, mientras me preguntaba de qué manera podía cumplir ese juramento.

»Ahora tu plan me ofrece la solución tan ansiada. Por eso lo apruebo con gran alegría, aunque sin dejar de señalar que encierra muchos peligros, y quizá cuando se haya llevado a cabo no quede un solo miembro del Pueblo del Hacha que pueda repetir la aventura.

Así habló Galazi mientras contemplaba nuestros rostros para adivinar cómo interpretábamos sus palabras.

—Para mí también encierra una gran importancia este plan, Galazi —le dijo Umslopogaas—. Tú perdiste a tu padre por culpa de los perros halakazis, y, aunque no lo supe hasta anoche, ellos también fueron los culpables de la muerte de mi madre, Macropha, y de quien adoraba más que a mi vida: mi hermana Nada. Ambas están muertas y los halakazis fueron quienes las asesinaron. Este hombre que Dingaan nos envió —y me señaló con el índice—, dice que si logramos derrotar a los halakazis y apoderarnos de la doncella Lirio, ganaré la buena voluntad del rey de los zulúes. Por mi parte muy poco me importa ganar o no su buena voluntad; pero sí ardo en deseos de vengar las muertes de mi madre y de mi hermana Nada. Si tenemos suerte, oh «boca de Dingaan», me verás muy pronto en la aldea de Mahlabatine con la doncella Lirio y el ganado de los halakazi; o quizá no vuelvas a verme jamás, y entonces sabrás que he muerto y que los guerreros del Pueblo del Hacha ya no existen.

Umslopogaas me habló de esta manera delante de Galazi, pero cuando volvimos a quedar solos nos dimos un estrecho abrazo como despedida, ya que no sabíamos con certeza si volveríamos a vernos. Por mi parte no quería concebir demasiadas esperanzas, porque, como había señalado Galazi, la empresa encerraba un gran peligro. Poco después emprendía el camino de regreso a la aldea del rey de los zulúes. Mientras meditaba la mejor manera de decirle a Dingaan que Bulalio, el jefe del Pueblo del Hacha, había decidido hacer la guerra a los halakazis para tratar de apoderarse de la doncella y ofrecérsela a él como presente de paz y de amistad, Umslopogaas se quedaba en su aldea preparando las tropas para la batalla decisiva.

Cuando regresé a Umgugundhlovu después de una marcha rápida, el rey Dingaan me recibió con gran frialdad. Pero al saber que el jefe del Pueblo del Hacha se proponía entregarle a la doncella Lirio como prueba de amistad, cambió de inmediato. Me tomó de una mano y me dijo que había llevado muy bien todo el asunto y que se había comportado como un tonto al enojarse conmigo cuando le impedí que realizara el proyectado ataque contra los halakazis. Ahora que se daba cuenta de que gracias a mi consejo se ahorraban las vidas de muchos guerreros y que convertiría al Lirio en su esposa, no podía menos que mostrarse agradecido.

Además, añadió que si el jefe Bulalio le entregaba realmente a la doncella, no sólo le perdonaría por las palabras que tiempo atrás mandó como respuesta a su hermano, sino que le permitiría quedarse con todo el ganado que tomara como botín del pueblo halakazi, para que se convirtiera en un soberano poderoso.

Le dije que, fuera cual fuese el resultado final de la guerra, ésta le convenía desde todo punto de vista, ya que se debilitaría el ejército de un jefe rival y sería vencido un enemigo de los zulúes, el pueblo halakazi, sin que a Dingaan le costase el menor esfuerzo ni la pérdida de uno solo de sus guerreros. Además, era muy probable que dentro de poco tiempo tuviese al Lirio a su lado, como era su deseo.

Después de esta entrevista me retiré a mi choza, muy satisfecho de mí mismo, decidido a esperar lo que el destino tuviera señalado.

En este punto intervienen en mi historia los hombres blancos que nosotros llamamos Amaboona, pero que vosotros conocéis con el nombre de bóers, mi padre. ¡Ou! No siento el menor aprecio por esos Amaboona, a pesar de que fue con mi ayuda y la de Umslopogaas como consiguieron derrotar por completo a Dingaan.

Hasta esa época unos pocos hombres blancos habían llegado a las aldeas de Chaka y de Dingaan, pero todos ellos se presentaban con el único propósito de rezar, y no con afán de conquista. En cambio los bóers llegaron con ambos propósitos: el de rezar y conquistar, y en no pocas ocasiones nos robaron.

Pues bien, pocos días después de mi regreso de la Montaña de los Espíritus, llegaron a la aldea sesenta bóers mandados por un capitán llamado Retief, un hombre de extraordinaria corpulencia. Estaban armados con roers, unos rifles de caño muy largo que se usaban en esa época, y marchaban acompañados por sus servidores, con los que sumarían aproximadamente cien hombres.

Su propósito era el siguiente: conseguir una buena porción del territorio de Natal que se extiende entre los ríos Tugela y Umzimoubu. Por consejo mío y de los demás indunas, Dingaan les contestó que primero debían atacar a un jefe llamado Sigomyela, que había robado parte del ganado correspondiente al rey, y que vivía cerca de las Montañas Quathlamba. Los bóers se comprometieron y poco tiempo después regresaron con los animales de ese jefe, así como con las otras reses que habían sido robadas a Dingaan meses atrás.

El rostro de Dingaan resplandeció de alegría al contemplar tanto ganado junto, y esa misma noche reunió al consejo de Amapakati y nos preguntó cuál era nuestra opinión sobre la entrega de las tierras solicitadas por los bóers.

Cuando hablé, dije que me parecía que esa cesión era de poca importancia, puesto que el Elefante ya las había dado con anterioridad a los ingleses del pueblo de George, y el resultado sería que los Amaboona y los ingleses terminarían luchando por las mismas tierras.

Dingaan se mostró muy preocupado, porque sin duda resonaban en sus oídos las últimas palabras que pronunció Chaka antes de morir, pero se abstuvo de hacer ningún comentario, y después de escuchar las opiniones de la mayoría dio por terminada la reunión de indunas.

A la mañana siguiente Dingaan prometió firmar los papeles de cesión de tierras a favor de los bóers, y todo parecía tan apacible como la superficie de un lago.

Pero antes de firmarlos, el rey ordenó que se realizaran grandes festejos, que tuvieron una duración de tres días. Al cabo de los mismos despidió a sus soldados y sólo conservó a su lado una compañía formada por guerreros jóvenes. Durante todo este tiempo no podía menos que preguntarme qué se proponía hacer Dingaan y temía la reacción de los Amaboona. Hubo un momento en que me sentí inclinado a poner sobre aviso al capitán Retief, porque estaba casi seguro de que Dingaan pensaba traicionarlos, ya que no había revelado sus planes a nadie, ni siquiera a los más antiguos miembros de su consejo de indunas, y creo que sólo conversó con los capitanes de la compañía.

¡Ah, mi padre! ¡Si hubiese cedido a mi primer impulso y advertido al capitán Retief del peligro que les acechaba, cuántas vidas habría salvado! Pero ¿de qué me vale lamentarme ahora? De cualquier manera, la mayoría ya habrían muerto en luchas posteriores.

A la mañana del cuarto día, muy temprano, Dingaan envió un mensajero a los bóers, invitándoles a reunirse con él en el mercado a fin de entregarles los papeles firmados.

Los bóers no tardaron en acudir a la llamada, dejando las armas en el portón de entrada de la aldea, ya que el hombre que penetrase armado en una aldea zulú era castigado con la pena de muerte.

La aldea Umgugundhlovu había sido construida de forma circular, por ser asiento del rey. Estaba rodeada por una alta empalizada que encerraba miles de chozas, que a su vez se distribuían alrededor de un espacio abierto o mercado. Éste era tan amplio que en él podían caber cinco regimientos con holgura. Muy próxima al mercado se levantaba la Emposemi o morada de las esposas del rey, la choza de la guardia real, el laberinto y el Intunkuluo palacio real.

Dingaan se había sentado en medio del mercado. A su lado estaba un servidor de pie, que sostenía sobre la cabeza del rey un gran escudo a manera de sombrilla. También nos encontrábamos presentes los miembros del Amapakatiy el regimiento de guerreros jóvenes, armados solamente con unas mazas cortas. El capitán de esos soldados se encontraba de pie, a la derecha del rey.

Cuando los bóers se hicieron presentes, Dingaan los recibió dando muestras de cordialidad y estrechó la mano de Retief, su capitán. Éste sacó de su bolsillo los papeles que el rey debía firmar y los leyó en voz alta, traduciendo cada uno de los párrafos.

Dingaan se manifestó conforme y estampó su marca al pie de los documentos. Retief y los otros bóers dieron muestras de gran satisfacción. Quisieron despedirse de inmediato, pero Dingaan no se lo permitió, diciéndoles que debían comer y admirar las danzas de sus jóvenes guerreros antes de abandonar la aldea. Enseguida ordenó que trajesen carne hervida, calabazas llenas de leche y otros alimentos que ya estaban preparados.

Los bóers contestaron que ya habían desayunado, pero aceptaron las calabazas llenas de leche, que se pasaron de mano en mano después de beber parte de su contenido.

El regimiento comenzó a danzar y cantar el Ingomo, que es el cántico de guerra de los zulúes. Los bóers despejaron el centro del mercado para que los bailarines tuvieran mayor libertad de movimientos. En un momento dado sorprendí a Dingaan enviando un mensajero al Doctor Blanco de las Plegarias, diciéndole que no se asustase, y no pude menos que preguntarme de nuevo qué era lo que se proponía hacer, ya que de lo contrario, ¿por qué había de asustarse por contemplar de lejos una danza guerrera como tantas otras?

Más tarde Dingaan se puso de pie y, seguido por unos cuantos servidores, se aproximó hacia el lugar donde se encontraba el capitán Retiefy le estrechó la mano, despidiéndole con la clásica fórmula de hambla gachle, o «márchate en paz». Después se encaminó hacia la puerta de la choza real, donde le esperaba el capitán del regimiento, en la actitud propia de quien espera una orden para cumplirla de inmediato.

De pronto Dingaan dejó escapar el grito de:

¡BulalaniAbatakati!(matad a los brujos).

Después se cubrió el rostro con su manto y penetró rápidamente en la choza.

Todos los que oímos sus palabras y no estábamos al tanto de su plan, nos quedamos petrificados de asombro; y antes de que pudiéramos reaccionar, el capitán del regimiento repitió:

¡BulalaniAbatakati! —y todos sus soldados se lanzaron sobre los desprevenidos bóers.

Los pobres Amaboona apenas pudieron defenderse, y en pocos instantes fueron masacrados por los soldados de Dingaan, que festejaron su triunfo con un griterío impresionante.

Todos los consejeros caminamos silenciosos en dirección al palacio del rey y penetramos en él sin vacilar. Le encontramos de pie en medio de la estancia y le saludamos con las manos, pero sin dirigirle la palabra. Fue el propio Dingaan quien rompió el silencio, riendo de forma nerviosa, propia de quien no tiene la conciencia tranquila. Luego nos dijo:

—¡Ah, mis consejeros! Cuando esta mañana los buitres volaron alrededor de mi aldea, no se imaginaron que iba a brindarles un banquete como pocas veces han visto. Vosotros tampoco sospechasteis que el cielo les hubiera deparado un rey tan previsor e inteligente. Ahora la tierra se verá libre de esos blancos y no se podrá cumplir la profecía del Elefante. ¡Mensajeros! —exclamó, volviéndose hacia unos cuantos soldados que aparecieron en la puerta de la choza—, ¡partid de inmediato hacia los regimientos que se encuentran en los límites de mi territorio! ¡Decidles que ésta es la orden del rey: «Marchar hasta Natal y asesinar a todos los bóers que encuentren en ella, ya sean hombres, mujeres o niños!». ¡En marcha!

Los mensajeros lanzaron al aire el Bayéte acostumbrado y se marcharon al instante. Pero todos nosotros permanecimos silenciosos.

Entonces Dingaan volvió a hablar, esta vez dirigiéndose a mí:

—¿Estás tranquilo ahora, Mopo, hijo de Makedama? Desde hace tiempo vienes susurrando en mis oídos que los blancos terminarían por derrotarme, y ahora, ¡mira!, a una orden mía no queda uno solo con vida. Si quedara algún Amaboona vivo me gustaría hablar con él.

—Están todos muertos y tú lo sabes —le respondí con frialdad—, pero permite que te diga que tú también estás muerto.

—¡Cómo te atreves, perro!

—¡Perdón! No quisiera que interpretases mal mis palabras. Lo que quise decir es lo siguiente: no puedes deshacerte de los blancos por la simple razón de que no pertenecen a una sola raza, sino a muchas; el mar es su hogar, surgen de las aguas a miles y cientos de miles. Si matas a los que ahora tienes a tu alcance, no tardarán en llegar muchos más que tratarán de vengar a los caídos. Tú has logrado derrotarlos por el momento, ¡pero ya llegará la hora del triunfo para ellos también! Hoy has derramado su sangre frente a tu palacio, pero el día de mañana puede que ellos derramen la tuya. Lo que has hecho es obra de locos, y creo que pagarás muy caro por esta locura de un momento. He hablado yo, que no soy más que un servidor del rey, ¡que se cumpla la voluntad del soberano!

Esperé temeroso la orden de Dingaan de hacerme matar, ya que me había dejado arrastrar imprudentemente por mi justo enojo, y ahora debía sufrir las consecuencias. Dingaan me contempló con ojos desorbitados por la cólera que mis palabras poco respetuosas le habían producido, pero no pude menos que notar que en su brillo se entremezclaba el miedo y la superstición. Cuando por fin se decidió a hablar, no pronunció las palabras que tanto temía, sino que se limitó a ordenarme:

—¡Vete!

Me apresuré a abandonar el palacio, y tras de mí se marcharon los demás consejeros, dejando solo al rey.

Mi corazón estaba muy apesadumbrado, mi padre, porque de todas las traiciones que había presenciado en mi larga vida, ésa había sido la peor. No podía consolarme al pensar que tantos Amaboonas habían caído víctimas de la maldad de Dingaan, y que todavía morirían muchos más inocentes en la masacre que los regimientos zulúes se proponían realizar en el territorio de Natal.

Desgraciadamente nada pude hacer para detenerlos, y tiempo después me enteré de que no menos de seiscientas personas habían sido asesinadas en Weenen.

Dime, mi padre, ¿por qué el Umkulunkulu que habita en lo alto del cielo permite que ocurran estas cosas en la tierra? He oído en varias ocasiones las prédicas de los hombres blancos, que dicen saber todo lo referente a Él, y que sus nombres son Poder, Misericordia y Amor. ¿Por qué, pues, permite Él estas cosas? ¿Por qué permite que existan hombres como Chaka y Dingaan, a quienes no reserva sino una sola muerte, a cambio de las miles que ellos causaron en vida? Dices que por la maldad de la gente; no, no puede ser, porque, ¿acaso no sufren de igual manera el inocente y el culpable? Quizá todo lo que me preocupa no sea sino una minúscula parte de un engranaje enorme, que Su sabiduría hace funcionar. ¡Wow! Ni yo, un salvaje, puedo comprenderlo, ni he logrado hallar más luz para este problema en los corazones de vosotros, los blancos civilizados. Vosotros sabéis muchas cosas, pero ignoráis ésta. No podéis decirnos con certeza qué erais una hora antes de nacer, ni lo que seréis una hora después de morir; ni por qué se nace o por qué se muere. No podéis hacer otra cosa que creer y esperar. Es probable, mi padre, que antes de que transcurran muchos otros días, yo ya sepa la respuesta de todo este enigma que ahora me intriga, porque soy muy viejo y el fuego de la vida se está apagando rápidamente dentro de mi ser. Todavía resplandece, pero muy pronto se extinguirá por completo, y puede que entonces llegue a comprender.