Permanecimos despiertos durante el resto de la noche, pero no volvimos a oír ni ver a los lobos ni a sus misteriosos acompañantes. A la mañana siguiente envié un mensajero en dirección a la aldea de Bulalio, el Verdugo, jefe del Pueblo del Hacha, para avisarle que llegaba un enviado de Dingaan, el rey de los zulúes, y que deseaba hablar con él a la entrada de la aldea.
Le recomendé al mensajero que no le revelase mi nombre, y que si era interrogado, se limitase a llamarme «la boca de Dingaan». El resto de mis acompañantes y yo reanudamos la marcha muy lentamente, ya que deseábamos dar tiempo suficiente al mensajero para que regresara con la respuesta del Verdugo antes de entrar en la aldea de la que era jefe.
Seguimos la costa del río, rodeando la base de la Montaña de los Espíritus. No tropezamos con ningún habitante de esas regiones y sólo encontramos las ruinas de una antigua choza, en cuyas inmediaciones descubrimos gran cantidad de restos humanos y de lanzas y escudos rotos y ennegrecidos por el tiempo. Al examinar más de cerca esos escudos los reconocí: eran los mismos que usaban los soldados de Chaka que jamás regresaron con vida de su expedición en busca de Umslopogaas.
—Creo que estos escudos pertenecieron a los soldados del Elefante —dije a uno de mis compañeros.
—En efecto —asintió—; y ésos deben ser sus restos. Pero ningún hombre pudo destrozar sus huesos de esta manera, Mopo. ¡Wow!¡Esto es obra de los lobos! ¡Wow! ¡Esta tierra está hechizada!
Continuamos la marcha en silencio, y de tanto en tanto mirábamos con recelo el rostro inmutable de la Bruja de Piedra, que parecía seguir nuestros pasos desde lo alto de la montaña.
Una hora antes de la puesta del sol llegamos al llano, y desde allí se divisaba con claridad la aldea donde vivía el jefe del Pueblo del Hacha. Gran cantidad de ganado pacía por los alrededores, y a pesar de la distancia pudimos apreciar que las chozas estaban bien construidas y la aldea bastante fortificada.
Buscamos el vado más conveniente para atravesar el río, y una vez en la orilla opuesta nos sentamos para aguardar el regreso del mensajero. Poco tiempo después le vimos abandonar la aldea y encaminarse hacia nuestro campamento.
Una vez a mi lado, y después de los saludos de protocolo, le pregunté qué noticias me traía.
—He visto al que todos llaman Bulalio, Mopo —me contestó el aludido—; es un hombre muy fuerte, de rostro severo y que posee un hacha enorme, semejante a la que llevaba uno de los hombres que acompañaban a los lobos la noche anterior. Cuando me escoltaron hasta su presencia le saludé y le repetí el mensaje que me encomendaste. Me escuchó sin interrumpirme, y cuando terminé me contestó: «Dile al que te manda que el enviado de Dingaan será bienvenido y que escucharé lo que tenga que decirme; sólo lamento que se presente “la boca de Dingaan” en lugar de su cabeza, porque en ese caso saldaría una vieja deuda con su hermano Chaka, cuando mandó asesinar a su servidor Mopo. Pero como la boca no es la cabeza, puede venir a verme en paz».
No pude menos que dejar escapar una exclamación de asombro al oír que Bulalio había vuelto a mencionar el nombre de Mopo. ¿Quién podía ser el que quisiera tanto a Mopo, excepto a quien creía muerto muchos años atrás? Pero podía suceder que el jefe del Pueblo del Hacha hablase de un Mopo diferente, ya que yo no era el único que tenía ese nombre, y hasta recordé que en una ocasión, varios años atrás, Chaka había mandado matar a un viejo jefe llamado Mopo, diciéndome entre risas que un Mopo era suficiente para él. Sumido en estas reflexiones me encaminé, junto con mis compañeros, hacia la aldea.
Nadie nos esperaba a la entrada de la misma, pero observé que en las inmediaciones del mercado se levantaba una gran polvareda, como la que producirían soldados que corrieran a alinearse en posición de guerra. Algunos de mis compañeros se asustaron y habrían retrocedido de buena gana, pero pude contenerlos, aunque debo confesar que a mí también se me heló la sangre en las venas cuando, al llegar frente al edificio principal, nos enfrentamos con no menos de quinientos soldados formados en tres compañías alineadas a nuestros flancos.
—¡No temáis! —alenté a mis compañeros—; si Bulalio tuviese la intención de matarnos, no necesitaría reunir tantos soldados. Se trata de un hombre orgulloso que quiere impresionamos con su poderío, sin saber que el rey Dingaan puede centuplicar el número de sus guerreros. Continuemos nuestro camino con calma.
Dos hombres, que al parecer estaban encargados de las compañías, se adelantaron a recibirnos. Uno de ellos lucía un hacha enorme en una de sus manos y su compañero una maza de tamaño poco común. Cuando estuvieron más cerca no pude menos que reconocer al primero de los nombrados y mi corazón latió con alegría. ¡Era Umslopogaas, mi padre! Se había transformado en un hombre espléndido, sin rival en toda Zululand. Su aspecto imponía respeto y miedo a la vez; sus hombros eran muy anchos y su cuerpo musculoso y ágil, de andar elástico.
Sus ojos penetrantes como los de un águila nos miraron con curiosidad; mantenía la cabeza un poco hacia adelante, como un hombre que buscara continuamente a un enemigo oculto. Parecía caminar reposadamente y sin embargo se adelantó muy rápido, con movimientos graciosos como los de un felino. Durante todo el tiempo sus dedos no cesaron de apretar con fuerza el arma que llevaba en la mano.
Su compañero era más bajo, pero de contextura igualmente recia. Sus ojos pequeños brillaban como estrellas y su mirada era extraña, casi salvaje. De vez en cuando fruncía el ceño y mostraba unos dientes blanquísimos.
Cuando reconocí a Umslopogaas, mi padre, apenas pude refrenar mis deseos de correr hacia él y estrecharle entre mis brazos. Pero comprendí que tal actitud resultaría inconveniente y me arropé bien entre los pliegues de mi karoos para que el muchacho no me reconociera. En pocos segundos se paró delante de mí, mientras me escudriñaba con sus ojos penetrantes.
—¡Bienvenido, «Boca de Dingaan!» —me dijo en voz alta—. Eres un hombre muy pequeño para servir de boca a un personaje tan grande.
—La boca es una parte pequeña del cuerpo del gran rey, oh Bulalio, jefe del Pueblo del Hacha, mago de los lobos que pueblan la Montaña de los Espíritus, que hace años te llamabas Umslopogaas y eras hijo de Mopo y descendiente de Makedama.
Al oír estas palabras Umslopogaas dio muestras de viva sorpresa y me miró con mayor insistencia, mientras respondía:
—Sabes muchas cosas.
—Los oídos del rey son muy agudos, aunque su boca sea pequeña, Bulalio —le dije—. Yo, que no soy más que su boca, repito lo que hace tiempo oyeron sus oídos.
—¿Cómo sabes que yo habitaba en la Montaña de los Espíritus, junto a los lobos? —insistió.
—Los ojos del rey ven muy lejos, jefe Bulalio. Anoche mismo vio una gran cacería, en la que era perseguido un gran búfalo. Detrás de él corrían dos hombres vestidos con pieles de lobo y rodeados por gran número de esos animales. Creo que esos dos hombres erais tú, Bulalio, y tu compañero, el que sostiene una maza en la mano.
Umslopogaas levantó la diestra, que sostenía el hacha, como si fuese a partirme en dos de un solo golpe, pero pareció cambiar de idea, porque volvió a bajarla. Por su parte, Galazi, el Lobo, me miraba con el asombro reflejado en sus pupilas oscuras.
—¿Cómo sabes que en otra época me llamaba Umslopogaas? ¡Dímelo si no quieres que te mate!
—Mátame, si así lo prefieres, Umslopogaas —le respondí—, pero no olvides que cuando el cerebro se ha desparramado, la boca ya no puede hablar. El que destroza un cerebro pierde sabiduría.
—¡Contéstame! —insistió.
—No te contestaré. ¿Quién eres, después de todo, para que me vea obligado a responderte? Y ahora pasemos al asunto que me interesa.
Umslopogaas hizo rechinar los dientes con furia.
—No voy a permitir que me trates así en mi propia aldea —me dijo—. Sin embargo no quiero dejar de oír lo que tengas que decirme. ¡Habla!
—Cuando el Elefante vivía, tú le enviaste un mensaje con un hombre llamado Masilo. Era una respuesta que jamás había oído. Ahora Dingaan, el poderoso, que ocupa el lugar dejado por el Elefante, desea saber si es cierto que te niegas a pagarle tributo en ganado, doncellas y guerreros. ¡Contéstame! ¡Contéstame pronto y con pocas palabras!
Umslopogaas apenas pudo contener su enojo ante la altanería de mis palabras y me respondió:
—Es una suerte que te haya prometido paz, porque de lo contrario habrías corrido la misma suerte que un grupo de soldados que hace años llegó hasta esta región en busca de un joven llamado Umslopogaas. Pero, tal como me lo pides, te contestaré con pocas palabras y de inmediato: ¡mira esos soldados! Son sólo la cuarta parte de los que están a mis órdenes. Mira además esa montaña que se extiende ante tu vista, poblada de lobos y otros espíritus. ¡Allí tienes mi respuesta! Si os atrevéis a amenazarnos, las lanzas de mis soldados y los fantasmas de la montaña caerán sobre vosotros. ¡Que venga Dingaan en persona a buscar su tributo! ¡He hablado!
Me eché a reír, ya que quería seguir probando el valor de mi hijo de adopción, Umslopogaas.
—¡Tonto! —le dije—. ¡Tienes menos cerebro que un mono! ¡Por cada lanza con que tú cuentas, Dingaan puede reunir cien, y con ellas no tardará en barrer todos los espíritus que pueblan tu montaña! ¡Esto es lo que me importáis tú y tus lobos!
Y uniendo la acción a la palabra escupí con desprecio.
Umslopogaas se estremeció de furia y la hoja de su hacha brilló peligrosamente. Se dio la vuelta hacia el muchacho que se encontraba detrás de él y le preguntó:
—¿Matamos a este hombre y a todos los que le acompañan, Galazi?
—No; no los mates. Les has prometido la paz —le recordó Galazi, el Lobo—. Déjales que regresen junto al perro que tienen por rey para que se entere de nuestra respuesta. Si se deciden a atacarnos será una lucha hermosa.
—¡Vete, «boca del rey»! —me gritó entonces Umslopogaas—, ¡vete enseguida, antes de que me arrepienta por haberte perdonado la vida! Al otro lado del cerco de la aldea encontraréis alimentos con que saciar el hambre. ¡Comedlo y marchaos de inmediato! ¡Si mañana al mediodía os encuentro cerca de la aldea, os aseguro que no regresaréis con vida a vuestra tierra!
Hice ademán de marcharme, pero me volví a dar la vuelta y dije:
—Cuando enviaste tu mensaje al Elefante, dijiste que vengarías la muerte de cierto hombre… un tal Mopo.
Umslopogaas volvió a sorprenderse y me contestó:
—¿Qué tienes tú que decir sobre Mopo? ¡El está muerto ahora; era mi padre!
—Sí, recuerdo que el Elefante mandó matar a un jefe con ese nombre; pero, dime, Bulalio, ¿cómo es que eres hijo de Mopo…?
—Mopo murió a manos asesinas, junto con la mayoría de los miembros de su familia, y el Elefante mandó quemar también su choza. Por eso odio a Dingaan, su hermano, y no descansaré hasta haberle eliminado, igual que los de su familia mataron a Mopo, mi padre.
Todo este tiempo había estado hablando a Umslopogaas con voz forzada, pero ahora le dirigí la palabra en el tono habitual, diciéndole:
—¡Ahora sí que hablas con el corazón, joven! ¿Es por ese Mopo que desafías al rey?
Umslopogaas me miró con gran curiosidad al notar el cambio que se había operado en mi voz. Sin prestar atención a su actitud de sorpresa, continué:
—¿No tienes alguna choza cerca de aquí, donde podamos hablar en privado? Me gustaría que me repitieses el mensaje que debo llevar al rey Dingaan. ¡No temas hablar a solas conmigo, Verdugo! No tengo armas y además soy ya muy viejo. Por otra parte, con el arma que llevas en la mano eres prácticamente invencible.
Umslopogaas me respondió:
—Sígueme. Tú, Galazi, quédate a vigilar a estos hombres.
Pronto llegamos a una choza grande. Me señaló la entrada y me introduje por ella sin vacilar, seguido por Umslopogaas. La oscuridad que reinaba en el interior de la vivienda era casi absoluta, de manera que esperé unos instantes antes de despojarme del karoos que me envolvía casi por completo entre sus amplios pliegues. Una vez que dejé mi rostro al descubierto, dije a Umslopogaas:
—Mírame ahora, jefe Bulalio. Mírame bien y dime quién soy, Umslopogaas.
—Eres Mopo, mi padre, a quien creía muerto, o el fantasma de Mopo —me contestó Umslopogaas en voz baja.
—En efecto, soy Mopo, tu padre, Umslopogaas —le dije—. Tardaste mucho en darte cuenta de quién era; yo en cambio te reconocí de inmediato.
Umslopogaas dejó escapar una exclamación ahogada, dejó el hacha en el suelo y me abrazó de alegría. Yo también me sentía muy emocionado.
—¡Ah, mi padre! —me dijo—. Te creí muerto junto a todos los tuyos, y ahora regresas vivo a mi lado. ¡Y pensar que estuve a punto de matarte con el hacha! Me alegro de no haber muerto entre las fauces de la leona, porque puedo volver a contemplar tu rostro, que muestra señales del paso de los años y de muchas penas sufridas en silencio.
—Yo también te creí muerto, Umslopogaas, hijo mío, aunque ya me parecía extraño que otro hombre que no fueses tú pudiera realizar las hazañas de Bulalio, el jefe del Pueblo del Hacha. Ni tú ni yo estamos muertos; fue otro jefe llamado Mopo el que murió por orden de Chaka. Yo mismo maté a ese malvado más tarde.
—¿Y qué sabes de Nada, mi hermana? —me preguntó de repente, interrumpiéndome.
—Tanto Macropha, tu madre, como Nada, tu hermana, han muerto, Umslopogaas. Murieron durante un ataque de los halakazi que viven en Swaziland.
—He oído nombrar a esa tribu —me dijo Umslopogaas—. Galazi, el Lobo, los odia porque asesinaron a su padre. Ahora yo también los odio porque mataron a mi madre y a mi hermana. ¡Pobre Nada! ¡Pobre hermana mía!
En ese momento pensé decirle que Nada no era hermana suya, pues su verdadero padre era Chaka. Me contuve sin embargo, aunque más tarde me arrepentí por no haber cedido a mi primer impulso, ya que el orgullo y el valor de Umslopogaas eran tan grandes que no hubiese vacilado en reclamar el trono que por derecho le pertenecía. Pero, según mi opinión, todavía no había llegado el momento oportuno de rebelarse contra Dingaan. Si yo hubiese sabido un año antes que Umslopogaas vivía, él habría ocupado en esos momentos el trono que ahora era de Dingaan; pero no lo sabía y la oportunidad había pasado.
Ahora Dingaan era rey y dueño de muchos regimientos, porque hacía tiempo que no se le permitía guerrear, como cuando le impedí que atacase a los swazis. La oportunidad se había perdido, pero podía presentarse otra vez, y por lo tanto no debía decir todavía la verdad a Umslopogaas.
Pensé que lo mejor era tratar de acercar al muchacho al rey Dingaan para que las gentes que los comparasen se dieran cuenta de lo buen guerrero que era Umslopogaas. Después conseguiría que le nombraran induna del rey y más tarde general de uno de sus regimientos, cargo que de por sí equivalía a una posición privilegiada.
Por eso preferí no decirle nada al respecto, si bien continuamos conversando durante varias horas, contándonos los principales acontecimientos acaecidos desde el día en que la leona se lo llevó entre sus fauces.
Le conté cómo todas mis esposas e hijos habían sido asesinados por orden de Chalca y le mostré la mano quemada por el fuego del tormento.
También le conté cómo había muerto Baleka, mi hermana, aunque me cuidé muy bien de mencionar que era su verdadera madre.
Cuando terminé mi narración, Umslopogaas me dijo que Galazi le había salvado de los colmillos de la leona; después me refirió cómo se había convertido en un hombre-lobo; cómo había vencido a Jikizay sus hijos y ganado el hacha que le hacía jefe del pueblo que ahora gobernaba, y por fin cómo se había casado con Zinita y transformado en uno de los hombres más poderosos de esa zona.
Le pregunté por qué seguía cazando de noche con los lobos, y me contestó que a veces se cansaba de su forzada inactividad y que sólo conseguía desprenderse de ese tedio acompañando a Galazi en las cacerías con los feroces animales.
Le dije que ya le enseñaría presas mejores para cazar, y también quise saber si quería a su esposa Zinita. Umslopogaas me contestó que la querría más si no fuese tan celosa, ya que a menudo le amargaba con sus sospechas infundadas.
Más tarde dio órdenes para que prepararan el mejor de los banquetes, y durante el transcurso del mismo tuve oportunidad de conversar con Zinita y con Galazi, el Lobo. El muchacho me agradó de inmediato; sin duda se portaría como un valiente en todos los combates y prestaría el apoyo de su brazo de forma incondicional para ayudar a su amigo Umslopogaas. Lamentablemente, Zinita me produjo una impresión contraria. Mi corazón me decía que era imposible confiar demasiado en ella. Era joven y hermosa, pero sus ojos astutos no se apartaban un solo instante de la figura gallarda de Umslopogaas y noté que el muchacho, que no tenía miedo a nada, parecía en cambio temerle a su esposa. Cuando la joven se dio cuenta del profundo cariño que Umslopogaas sentía por mí, se mostró celosa de inmediato y creo que empezó a odiarme desde aquel mismo instante. También estaba celosa de Galazi, por la confianza que Umslopogaas depositaba en él. Pero debo decirte, mi padre, que si bien mi corazón me predispuso en contra de Zinita, jamás llegué a sospechar en aquellos instantes todo el mal que era capaz de realizar.