Dingaan quiso marcharse de la aldea de Duguza y regresar a Zululand, donde hizo construir un gran poblado por los Mahlabatine, que llamó Umgugundhlovu, que significa: «El gruñido del elefante». También mandó buscar gran cantidad de doncellas jóvenes para tomarlas por esposas, y aunque le trajeron muchas, no se conformó, y pidió más. En esos momentos llegó a oídos del rey que en Swaziland, en la tribu de los Halakazi, vivía una muchacha de extraordinaria belleza, a quien llamaban Lirio, y cuya piel era más blanca que la de las mujeres de su raza. Por supuesto, Dingaan no tardó en querer tener a esa muchacha por esposa y para ese fin mandó una embajada al jefe de los Halakazi, exigiéndole que le enviara a la joven. Al mes regresaron los mensajeros, diciendo que habían sido muy mal recibidos en la aldea de los halakazi y peor tratados, ya que los habían expulsado en medio de burlas e insultos.
Además, el jefe de los halakazi le enviaba el siguiente mensaje: «Que la doncella llamada Lirio era, en verdad, maravillosa; que aún permanecía soltera porque no había encontrado un hombre que le gustara y que era tan querida por los suyos que nadie se atrevía a imponerle un marido. Por otra parte el jefe y su pueblo desafiaban a Dingaan y los zulúes, como sus antecesores habían desafiado a Chaka, afirmando que jamás entregarían a una de sus doncellas para que fuese la esposa de un perro zulú».
El jefe de los halakazi había mandado llamar a la doncella y la mostró a los mensajeros para que se cercioraran por sus propios ojos de lo hermosa que era, y éstos repitieron que se trataba de una muchacha esbelta como un junco y que sus movimientos tenían la gracia de esa planta al ser movida por la brisa. Además, su cabello ondulado caía sobre sus hombros, sus ojos eran grandes y oscuros, tiernos como los de un gamo, la piel de color crema, su sonrisa graciosa como la espuma que juguetea sobre las olas, y su voz, al hablar, sonaba más dulce que las notas de un instrumento musical. También agregaron que la muchacha parecía deseosa de hablar con ellos, pero que el jefe se lo había prohibido y le ordenó retirarse de inmediato.
Cuando Dingaan oyó este mensaje se enfureció como un león enjaulado, ya que deseaba convertir a la doncella en su esposa, y sin embargo le era imposible. Después de reflexionar, mandó reunir un fuerte regimiento y lo envió a luchar contra la tribu de los halakazis, con orden de matar a todos sus miembros y traer la muchacha a la aldea.
Pero cuando los indunas se reunieron para discutir este plan del soberano, el Amapakati o consejero principal no estuvo de acuerdo, ya que afirmó que los halakazi eran muy poderosos y que guerrear contra ellos significaba declarar la guerra a todos los swazis, sin contar con que habitaban en cavernas que serían muy difíciles de tomar. Por mi parte apoyé al jefe de los indunas asegurando que no valía la pena mandar un regimiento a la muerte para traer a una muchacha; añadí que los enemigos eran muy numerosos y que nuestro ejército estaba muy debilitado después de la desastrosa incursión en los pantanos del Limpopo. Se les debía dar tiempo suficiente para reponer fuerzas y el rey ya tenía demasiadas doncellas como para ambicionar otra más.
Repetí esas mismas palabras frente al rey, aunque jamás me hubiese atrevido a pronunciarlas ante Chaka. Mi ejemplo estimuló a los otros indunas y generales y me apoyaron sin vacilar, ya que todos estaban convencidos de que una guerra contra los swazis nos sería desastrosa.
Dingaan se mostró muy irritado por nuestra actitud, pero como no se sentía muy seguro en el trono, no se atrevió a contradecirnos abiertamente, en especial puesto que todavía quedaban muchos zulúes que añoraban a Chaka y sabían que Dingaan lo había eliminado, y también era el asesino de su otro hermano, Umhlangana.
Como sucede a menudo, una vez que Chaka murió, las gentes olvidaron lo cruel que había sido y sólo recordaron que se trataba de un guerrero formidable que organizó a los zulúes, dándoles la unidad e importancia que ahora gozaban. Además, aunque habían cambiado de soberano, no salieron ganando mucho con ello, ya que al quedar solo en el trono, Dingaan comenzó a oprimirlos tal como había hecho Chaka en años anteriores. Por todas estas razones Dingaan se sometió al consejo de sus indunasy no mandó el regimiento a guerrear contra los halakazi para que le trajesen a la doncella. Pero jamás la olvidó, y desde ese día sintió un odio profundo por mí, que me había atravesado en el camino de sus deseos, impidiéndole llevar a cabo el plan que había proyectado.
Aunque en ese entonces no lo sabía, la doncella que llamaban Lirio no era otra que mi propia hija Nada. Poco a poco me puse a pensar que solamente ella podía ser tan hermosa, pero no podía olvidar que me habían asegurado que tanto Nada como su madre Macropha habían sido asesinadas durante una de tantas guerras.
Más tarde supe que si bien Macropha pereció en esa ocasión, Nada se salvó milagrosamente. Esa vez, como sucedió en años posteriores, la causa de la guerra no fue otra que la extraordinaria belleza de Nada, ya que el que ahora reinaba entre los swazis se había enterado de que habitaba en la aldea de los halakazi una joven de belleza poco común y quiso que se la entregaran para que viviese en su palacio; pero éstos se negaron y el rey de los swazis les atacó y les venció. Empero, Nada se negó a casarse con él o con ningún otro de sus guerreros, porque afirmó que «no sería la esposa de ningún hombre», y su sola palabra había bastado para convencer a los vencedores, que optaron por dejarla en paz. Además, la mayoría pensaba que su belleza era una alegría de la que debían disfrutar todos, y no debía ser encerrada en la choza de algún rey o induna poderoso.
Sin embargo, la belleza de Nada fue algo terrible, mi padre, como ya te contaré. A causa de su hermosura tuvo un fin triste, causando la desolación de Umslopogaas, el hijo de Chaka. Siempre sucede lo mismo entre los hombres, ya sean blancos o negros, mi padre. Buscan afanosos la belleza, pero cuando por fin la encuentran, ésta se les escurre rápidamente de entre los dedos, convirtiéndose en cenizas. Como la alegría y la belleza marchan por lo general unidas por la misma senda, es natural que duren muy poco sobre la tierra. Bajan como águilas del cielo, y no tardan en retornar a él.
Por eso yo, pensando que mi hija Nada había muerto, estuve lejos de sospechar que era la misma doncella que habitaba entre los halakazi y que el rey Dingaan quería por esposa.
Después del episodio que ya te he contado, mi padre, Dingaan me cobró un odio profundo. Como yo había sido quien le ayudó a escalar el trono y secundó sus planes al eliminar a Chaka primero y a Umhlangana después, me odiaba con esa intensidad propia de los corazones mezquinos y cobardes que saben que dependen de la habilidad del que odian. Sin embargo no se atrevió a eliminarme porque mi voz era respetada en todo el territorio. Por eso trazó un plan para deshacerse temporalmente de mí, hasta que reuniera valor suficiente para eliminarme.
—Mopo —me dijo en una ocasión en que estaban todos los indunas reunidos en consejo—, ¿recuerdas las últimas palabras del Elefante, antes de expirar?
Por supuesto, se refería a su hermano Chaka, al que no quería mencionar porque su nombre era hlonipatn el país, siguiendo la costumbre zulú según la cual estaba estrictamente prohibido repetir los nombres de los reyes muertos.
—Sí, recuerdo esas palabras, oh rey —le contesté—. Dijo que tú y los tuyos no reinaríais durante mucho tiempo porque seríais vencidos por los hombres blancos, que te despojarán de tus territorios y te convertirán en esclavo.
Dingaan tembló visiblemente porque esas últimas palabras de Chaka resonaban noche y día en su oídos. Con un movimiento nervioso se puso de pie y me gritó:
—¡No seas tonto, Mopo! ¿No puedes escuchar el graznido de un cuervo sin necesidad de decirle a los que viven en la choza donde se posó que el pájaro les comerá los ojos? No me gusta estar rodeado por esa clase de agoreros, Mopo. Además, no me refería a esas palabras que se deslizaron por casualidad de los labios de mi hermano moribundo, sino a las que dijo con respecto a Bulalio, el Verdugo, ese jefe del Pueblo del Hacha que vive cerca de la Montaña de los Espíritus. ¿No recuerdas lo que dijo momentos antes de que el traidor y vagabundo Masilo pusiera fin a su vida?
—¡Sí, recuerdo esas palabras, oh rey! —afirmé—. El rey quería que se reuniese un ejército para acabar con ese jefe.
—Pues bien, no puedo desoír el último deseo del Elefante —me dijo Dingaan, mientras me miraba con cierto recelo—. Por lo tanto quiero que tú, Mopo, elijas unos pocos hombres y te dirijas a la aldea de Bulalio, al que dirás con mucha firmeza que el trono que dejó vacante el gran Elefante ha sido ocupado por otro jefe tan poderoso y valiente como él, que vive en la aldea de Umgugundhlovu, y que le exige tributo.
Comprendí que a Dingaan le importaba muy poco que un jefe de una pequeña aldea distante le pagase o no tributo, y que su verdadero interés radicaba en alejarme el tiempo suficiente para preparar mi caída.
Sin embargo no quise rehusar, pues ardía en deseos de conocer a ese Bulalio que una vez mandó que dijeran a Chaka que se disponía a vengar la muerte de Mopo, y cuyas hazañas eran similares a las que hubiera ejecutado Umslopogaas de no haber perdido la vida entre las fauces de la leona. Por eso me puse de pie y contesté:
—La orden del rey será cumplida, aunque ha elegido a un hombre muy grande para una misión muy pequeña.
—No lo creas, Mopo —me interrumpió el rey—. El corazón me dice que ese Verdugo nos dará mucho que hacer y que tú, Mopo, con tu habilidad, eres el único que logrará convencerle.
—Tus órdenes serán cumplidas —repetí.
A la mañana siguiente, después de haber elegido diez hombres valientes, me puse en camino hacia la Montaña de los Espíritus, y a medida que marchaba, no podía menos que recordar episodios del pasado. En aquellos días felices Macropha, mi esposa, Nada, mi hija, Umslopogaas, el hijo de Chaka, estaban a mi lado. Ahora creía que todos estaban muertos y me sentía muy solo, pensando que yo menos que ninguno de ellos merecía seguir con vida. Había vivido lo suficiente como para vengarme de Chaka, y ya nada más me importaba.
Una noche llegamos al lugar donde años antes la leona se llevó a Umslopogaas entre sus fauces y recorrí una vez más la cueva donde habitaban los cachorros y contemplé la cara horrible de la Bruja de Piedra, claramente recortada sobre el fondo oscuro del firmamento.
No pude conciliar el sueño porque me sentía invadido por demasiados recuerdos y me limité a pasar las horas sentado, contemplando la gran mole rocosa, mientras me preguntaba si los huesos de Umslopogaas no descansarían en la selva que se extendía a sus pies.
Recordé muchos cuentos que me habían narrado sobre esa montaña que, según las creencias de los nativos, estaba embrujada, y en la que vivían hombres con forma de lobo, o Esemkofu, es decir, seres que después de muertos habían sido devueltos a la vida por obra de magia. Los Esemkofus no pueden hablar y sólo saben lanzar un gemido: «¡Ai-ah!, ¡ai-ah!», que resuena lúgubre por las noches.
Te ríes al escuchar mi relato, mi padre, pero yo no me reía en aquellos momentos, ya que, si los hombres tienen espíritus, ¿dónde van cuando el cuerpo muere? Deben ir a algún lado, y no sería extraño que regresaran para contemplar las tierras donde antes vivieron.
Para decirte la verdad, mi padre, me había preocupado tanto por los vivos que había tenido muy poco tiempo para pensar en espíritus; además, siempre me dije que ya sabría la verdad el día en que me llegara la hora de abandonar este mundo.
Mientras me hallaba sumido en esas profundas reflexiones, oí un grito que parecía provenir del corazón mismo de la selva que se extendía al pie de la mole rocosa. Al principio era débil y distante, como el de un niño que sollozara en el interior de una choza; luego aumentó en intensidad, sin que todavía pudiera precisar quién lo emitía, pero cuando ya lo oí más próximo no tardé en identificarlo: se trataba de los aullidos de bestias salvajes al perseguir a alguien. La manada debía ser muy grande para producir tal tumulto, y cuando se hizo más intenso, llegó a despertar a mis compañeros.
De pronto vimos surgir de entre las sombras la silueta de un enorme búfalo que no tardó en pasar raudo a cierta distancia de donde habíamos acampado. También descubrimos una enorme cantidad de formas grises que corrían veloces detrás de él. Con ellas avanzaban las siluetas de dos hombres que parecían luces por la velocidad que desarrollaban y la agilidad con que sorteaban toda clase de obstáculos que se interponían en su camino.
Era de la garganta de los lobos de donde brotaban esos aullidos tan terribles. ¿Quiénes podían ser esos dos hombres altos y fuertes, a juzgar por sus contornos, que corrían a la par de las bestias feroces? Cuando estuvieron más próximos pude observar que lucían pieles de lobo sobre el cuerpo, mientras que las cabezas de esos animales, con la dentadura blanca y brillante en la oscuridad de la noche, se destacaban entre sus cabellos. Uno de ellos sostenía un hacha de gran tamaño cuya hoja despedía destellos al ser herida por los rayos de la luna; su compañero estaba armado con una maza igualmente poderosa. Corrían a la par y a una velocidad que jamás habría creído que pudiera desarrollar un ser humano. Los lobos les acompañaban muy de cerca, mientras que cuatro de ellos señalaban el camino. En contados segundos pasaron muy próximos a nuestro campamento y se perdieron entre las sombras de la noche.
—¿Qué es lo que acabamos de ver, compañeros? —pregunté a mis soldados.
Uno de ellos me contestó:
—Hemos visto los fantasmas que habitan en el regazo de la Bruja de Piedra y que son hermanos de los lobos. Sí, esos magos son los reyes de todos los fantasmas.