Capítulo 21

LA MUERTE DE CHAKA

A la mañana siguiente, dos horas antes del mediodía, Chaka se marchó de la choza que hasta la noche antes había sido su vivienda y se instaló en una más pequeña, rodeada por un cerco bajo, como a cincuenta pasos de distancia de la anterior.

Yo mismo la había elegido, ya que formaba parte de mis obligaciones determinar el lugar donde el rey celebraría consejo diariamente con sus indunas.

Cuando nos quedamos solos, Chaka miró con disimulo a su alrededor para cerciorarse de que nadie nos podía oír y me preguntó en voz baja:

—¿Está todo preparado, Mopo?

—Sí, todo está listo, oh rey —le contesté—. El regimiento de los Verdugos llegará a Duguza al mediodía.

—¿Dónde están los príncipes, Mopo? —volvió a preguntarme el rey.

—Se encuentran en las casas de sus esposas, bebiendo cerveza —le respondí.

—¡Por última vez, Mopo! —murmuró Chaka con una sonrisa feroz en los labios.

—Sí, por última vez, rey —repetí.

Chaka se instaló junto al cerco que rodeaba la choza, sentándose sobre la cabeza de un buey que había sido forrada especialmente para que sirviera de asiento. Cerca de él se encontraba una jovencita que sostenía una calabaza de cerveza; también se hallaba presente el viejo jefe Inguazonca, hermano de Unandi, la Madre de los Cielos, y el jefe Umxamama, por el que Chaka sentía una profunda simpatía.

Poco después llegaron unos mensajeros que habían partido un mes antes en busca de plumas de grullas y que regresaban a Duguza. De inmediato fueron llevados ante el rey.

Chaka se impacientó con ellos porque habían tardado tanto tiempo. El jefe de los mensajeros era un viejo capitán que había acompañado a Chaka en numerosas guerras, en una de las cuales había perdido su mano derecha. Se trataba de un hombre honrado y muy valiente.

Chaka le preguntó por qué había tardado tanto en regresar con las plumas y él le contestó que las aves se habían marchado de la zona donde había ido a recogerlas, por lo que tuvo que esperar a que regresaran.

—¡Debiste seguir a las grullas, aunque fuese hasta el fin del mundo, en vez de desobedecerme, perro! —le gritó el rey—. ¡Que se lo lleven, junto con todos esos otros hombres inútiles!

Algunos de los mensajeros clamaron misericordia, pero el viejo capitán supo afrontar la muerte tan valerosamente como había vivido. Sin embargo, antes de morir, dijo a Chaka:

—Mi padre, me gustaría pedirte dos cosas. He luchado a tu lado muchas veces cuando los dos éramos jóvenes y jamás huí ante un enemigo superior. El golpe que cortó mi mano derecha estaba destinado a tu cabeza, oh, rey, y yo lo paré con mi brazo desnudo. Pero no me importó perderla, porque tú seguías viviendo. Por eso ahora no te pido clemencia, porque no soy nadie para protestar por la orden de un rey. Sin embargo quisiera pedirte, primero, que te quites el kaross para que pueda contemplar por última vez tu espléndido cuerpo, el mejor de todos cuantos conozco.

—¿Y qué más? —preguntó Chaka, impaciente.

—Que se me permita despedirme de mi hijo; es un niño pequeño, de esta altura, oh rey —y al decir estas palabras señaló con su única mano hasta la altura de las rodillas.

—Te concedo la primera petición —dijo el rey, despojándose de su manto—, y también la segunda, porque no me agrada separar a los hijos de los padres. Traed al niño. Podrás despedirte de él, y después lo matarás con tu propia mano antes de que mueras; será algo digno de verse.

El viejo capitán palideció y un temblor visible hizo presa en él. Pero rehaciéndose, merced a un esfuerzo sobrehumano, murmuró:

—La voluntad del rey es la de su servidor; que traigan al niño.

Observé que Chaka se había conmovido y comprendí que sólo había dicho esas palabras para probar la lealtad de su capitán.

—Quedas en libertad —le dijo—, tú y todos tus hombres.

Los mensajeros se alejaron muy contentos, dando vivas al soberano.

Te he contado este episodio, mi padre, aunque tiene poca relación con mi historia, porque ésa fue la única ocasión en que Chaka se mostró clemente.

Cuando el valiente capitán se alejó, un servidor dijo al oído de Chaka que un hombre solicitaba una audiencia con él. Cuando se la concedió, el interesado se dejó caer de rodillas ante el soberano.

No tardé en reconocerle: era Masilo, a quien Chaka había mandado de regreso a su aldea, con un mensaje para Bulalio, el Verdugo, el joven que los gobernaba.

Masilo estaba mucho más delgado, sin duda por las penurias soportadas durante los dos viajes, y en su espalda se veían con claridad las cicatrices todavía frescas de numerosos latigazos.

—¿Quién eres? —le preguntó Chaka.

—Soy Masilo, del Pueblo del Hacha, a quien enviaste con un mensaje para Bulalio, el Verdugo, con orden de regresar en treinta días. He cumplido, rey, pero traigo malas noticias.

—Ya me parecía-rió el rey al mirarlas cicatrices. —Sí, ya me acuerdo de ti. Habla, Masilo. ¿Qué contestó el Verdugo? ¿Va a venir con su pueblo para entregarme esa hacha famosa?

—No, no viene, oh rey. Me trató muy mal, arrojándome fuera de su aldea. Además, cuando ya me disponía a regresar, los sirvientes de una doncella llamada Zinita, a la que traté de hacer mi esposa y que ahora se ha casado con el Verdugo, me apresaron y me dieron una enorme cantidad de latigazos, en presencia de la propia Zinita, que se encargaba de contarlos.

—¡Ah! ¿Y qué contestó ese jovencito presuntuoso? —preguntó el rey.

—Éstas fueron sus palabras: «Me niego a pagar tributo a ese verdugo de la aldea Duguza, y si quiere poseer mi hacha, que venga a quitármela. Dile que ya llegará la hora en que me cobraré venganza por la sangre de uno de sus súbditos, llamado Mopo, a quien hizo asesinar».

Mientras Masilo hablaba, me di cuenta de que el regimiento de las Abejas había llegado ya al cerco de la aldea, obedeciendo las órdenes de Umhlangana.

El propio príncipe hizo una señal convenida, arrojando un palo por encima del cerco para avisarme de que estaba listo y que sólo esperaba mi orden para atacar.

Al oír esas palabras de Masilo, Chaka se puso de pie, furioso, porque jamás ningún jefe había osado responderle de manera tan atrevida.

Al principio su indignación fue tal que no pudo encontrar palabras adecuadas para expresarla. Por fin dijo:

—¡Perro! ¡Se atreve a hablarme de esa manera! ¡Escuchad todos! ¡Os ordeno eliminar a ese Verdugo, junto con todo su pueblo! —Luego se volvió hacia Masilo y continuó—: ¡Y tú te atreviste a traerme semejante respuesta! ¡Y tú, Mopo! ¡Tu nombre figura en ella! ¡Ya me ocuparé de ti en otro momento! ¡Umxamama, mi servidor! ¡Pronto! ¡Haz pedazos la cabeza de este perro! ¡Pronto!

Umxamama era un hombre muy viejo, y su mano temblaba a causa de su edad, de manera que al aproximarse a Masilo y tratar de cumplir la orden de Chaka, fue Masilo quien puso fin a la vida del anciano. Entonces Inguazonca, hermano de Unandi, la Madre de los Cielos, saltó sobre Masilo y le mató, pero sin poder evitar una herida de bastante consideración.

Observé que Chaka se había puesto de pie, apretando con furia la pequeña lanza en la mano, mientras me miraba de manera poco tranquilizadora. Mi cerebro funcionó deprisa, porque comprendí que había llegado la hora decisiva.

—¡Socorro! —grité con todas las fuerzas de mis pulmones—, ¡alguien está tratando de asesinar al rey!

Al oír mis gritos, los príncipes Umhlangana y Dingaan saltaron por encima del cerco.

—¡Aquí tenéis al rey! —les dije, mientras le señalaba con mi mano quemada.

Los dos hermanos cayeron sobre Chaka. Umhlangana le clavó la lanza por el costado izquierdo y Dingaan por el costado derecho. Chaka se irguió, a pesar de las heridas, y miró a su alrededor con tal autoridad que sus hermanos se sintieron atemorizados y retrocedieron.

Después de mirarlos largo rato, les dijo:

—¡Vosotros os atrevéis a asesinarme, perros que alimenté con mi propia mano! ¿Creéis que os vais a apoderar de mis tierras para gobernarlas a vuestro capricho? ¡Os equivocáis! Oigo el ruido de pisadas de miles de hombres blancos que se aproximan a estas tierras. ¡Ellos os destrozarán, hermanos míos! ¡Ellos gobernarán la tierra que yo conquisté y os convertirán en miserables esclavos!

Mientras tanto la sangre de Chaka manaba abundante de las dos heridas, pero en ningún momento abandonó su aire de superioridad. Umhlangana y Dingaan parecían gacelas asustadas frente a un león.

—¡Matadle de una vez! —les grité, pero no prestaron atención a mis palabras.

Entonces me decidí, y de un salto me apoderé de la pequeña lanza de madera real que Chaka sostenía en la mano hasta momentos antes, la misma con la que el rey había asesinado a Unandi, su madre, y a Moosa, mi hijo, y la apreté fuertemente con mi mano sana.

—¿De modo que tú también te propones matarme, Mopo? —me preguntó el rey.

—Para vengar la muerte de mi hermana Baleka, a la que juré que te castigaría, y para lavar la sangre de toda mi familia con la tuya —le dije con rabia, y le atravesé con el arma.

Chaka cayó sobre el asiento formado con la cabeza de buey.

Sólo pudo agregar estas palabras:

—¡Por qué no escuché a Nobela, que me previno contra ti, perro!

Un instante después estaba muerto. Me arrodillé a su lado y pronuncié junto a su oído los nombres de todos los míos que habían muerto víctimas de su crueldad insaciable: Makedama, mi padre, mi propia madre, Anadi, mi esposa, Moosa, mi hijo, y los de todos los demás miembros de mi antigua familia, sin olvidar el de Baleka, mi hermana.

Sus ojos estaban abiertos, mi padre, y creo que, aunque muerto, me oyó; creo también que el rozar su rostro con mi mano quemada por el fuego le causó más miedo que la muerte misma. Así fue como terminó Chaka, el sanguinario León de los Zulúes.

Así, mi padre, Chaka partió hacia esa región donde no existe el sueño, y que preside Inkosazana. Murió con violencia, como había vivido, porque el leñador termina por morir aplastado por un árbol y el nadador ahogado en la corriente. Siguió el mismo camino que recorrieron tantas víctimas inocentes por su culpa. Pero es una mentira decir, como afirmaron muchos, que murió como un cobarde, clamando misericordia. Chaka murió tal como había vivido: como un valiente. ¡Ou!, mi padre; yo sí que puedo afirmarlo, porque lo contemplé muy de cerca, hasta que exhaló el último suspiro.

En ese momento llegaron los soldados del regimiento de las Abejas y no pude menos que preguntarme cómo reaccionarían al ver a Chaka muerto, porque si bien Umhlangana era su jefe, todos los guerreros admiraban al rey por su bravura en la lucha y por su generosidad con el ejército.

Miré a mi alrededor: los dos príncipes estaban inmóviles, como atontados por lo sucedido; la muchacha con la calabaza de cerveza había huido; el cadáver del jefe Umxamama, muerto por obra de Masilo, yacía a poca distancia y el capitán Inguazonca nos miraba con asombro; no había nadie más en los alrededores.

—¡Despertad, reyes! —grité a los dos hermanos de Chaka—; ¡el regimiento avanza ya hacia aquí! ¡Pronto! Matad a ese hombre y dejad lo demás a mi cargo.

Dingaan saltó sobre Inguazonca, el hermano de Unandi, y lo atravesó con su lanza. El anciano cayó muerto sin exhalar un solo quejido. Una vez más el príncipe permaneció inmóvil, desconcertado, y sin saber qué actitud adoptar.

—Éste ya no podrá decir nada contra nosotros —le dije, señalando al que acababa de morir.

Los gritos habían atraído a gran cantidad de mujeres, que se agolpaban a nuestro alrededor, dejando abandonadas sus chozas.

Por mi parte, me adelanté hacia los capitanes del regimiento, llevando en la mano la pequeña lanza del rey, cubierta de la sangre de su dueño, y les dije:

—¡Lamentaos, capitanes! ¡Llorad, soldados! ¡Nuestro jefe ha muerto! ¡El rey ya no existe! ¡Los cielos y la tierra se lamentan porque el rey Chaka ya no vive!

—¿Cómo es posible, Mopo? —preguntó el cabecilla del regimiento de las Abejas—. ¿Cómo murió nuestro padre?

—Murió a manos de un vagabundo malvado, llamado Masilo, que le arrebató esta lanza de su diestra y le atravesó con ella. Antes de que los príncipes y yo pudiéramos intervenir, mató también a los capitanes Umxamama e Inguazonca. Acercaos y contemplad al que fue nuestro rey; así lo ordenan los nuevos reyes, Dingaan y Umhlangana. ¡Que todo el territorio sepa cómo murió a manos de Masilo!

—Tú sirves más para ayudar a nuevos reyes que para salvar a tu antiguo soberano, Mopo —me dijo el cabecilla del regimiento, mirándome con expresión de sospecha.

Pero nadie prestó atención a sus palabras porque la mayoría de los capitanes se habían acercado al cuerpo sin vida del soberano y algunos, acompañados por un grupo de soldados, se alejaron a la carrera, gritando a pleno pulmón que la raza humana no tardaría en extinguirse porque Chaka, el rey, había muerto.

¿Cómo podré contarte todo cuanto sucedió después de la muerte de Chaka, mi padre? Necesitaría mucho tiempo y mis días están contados. Mis palabras podrían llenar varios libros. Por eso fui breve en la descripción de los principales acontecimientos que sucedieron durante el reinado de Chaka, ya que mi historia no se refiere a ese personaje en especial, sino a un grupo que vivió varios años en su aldea y de los que sólo quedan vivos Umslopogaas y yo.

Por lo tanto pasaré por alto cuanto aconteció desde la muerte de Chaka hasta que Dingaan me envió con una orden de sumisión a su mandato para Bulalio, el Verdugo, el jefe que gobernaba al Pueblo del Hacha.

¡Ah!, si yo hubiera sabido cuál era la verdadera personalidad de ese jefe, con seguridad que Dingaan hubiese seguido el mismo camino de Chaka, que más adelante siguió su hermano Umhlangana, y Umslopogaas habría gobernado como único soberano sobre todos los zulúes; pero lejos estaba de sospechar de quién se trataba. No pensé que ese mismo joven había amenazado a Chaka porque creía que el León de los Zulúes me había asesinado; creí en cambio que se refería a otro Mopo. Así es como el destino se burla de nosotros, mi padre. Nos consideramos con fuerza e inteligencia suficiente para trazar nuestros propios caminos, sin darnos cuenta de que éstos ya nos están señalados desde mucho tiempo antes y que nada ni nadie puede cambiarlos, excepto la mano del gran Umkulunkulu, o Aquél que está por encima del Dios y que todo lo sabe y todo lo ve. ¿Cómo podemos confiar en nuestra inteligencia, si en realidad no sabemos nada, mi padre? ¿Cómo podemos construir, si no somos más que guijarros en medio de una enorme pared? ¿Cómo podemos dar la vida, si somos juguetes entre los dedos del destino? ¿Y cómo podemos matar, si no somos más que lanzas en las manos del verdugo?

Al principio todas las bocas repitieron que Masilo, el vagabundo, había matado al rey, pero poco a poco se corrió la voz de que yo, Mopo, lo había asesinado, con la ayuda de los dos hermanos de Chaka, Dingaan y Umhlangana, que también le habían atravesado son sus lanzas. Pero de todas maneras ya estaba muerto, y no había llegado el fin para la raza de los zulúes, de modo que, ¿qué importaba? Además los dos nuevos reyes prometieron tratar a la gente con misericordia, aliviarles del pago de tantos tributos como les había impuesto Chaka y no obligarles a guerrear constantemente. De esta manera los dos reyes no contaron con más enemigos que ellos mismos, y Engwade, hijo de Unandi y hermanastro de Chaka.

Pero yo, que había conquistado una posición de privilegio, siendo el más importante después de los reyes, y habiendo adquirido el rango de general, me puse a la cabeza de un fuerte regimiento y marché contra los guerreros de Engwade.

La lucha fue muy sangrienta, pero al final salimos vencedores. Engwade mató a ocho guerreros antes de sucumbir a mis manos, pero por fin él y todos sus partidarios fueron exterminados. Así pude regresar victorioso a la aldea, acompañado por los pocos soldados que me quedaban.

Los dos reyes disputaban entre sí continuamente y yo trataba de reconciliarlos, porque no podía decidir cuál de los dos era el mejor, o cuál me tenía mayor estima. Por fin descubrí que ambos me temían, pero que Umhlangana me habría hecho matar, de ser posible, mientras que Dingaan no compartía esa opinión.

Por lo tanto apoyé a este último en contra de Umhlangana, que no tardó en correr la misma suerte que Chaka, quedando el gobierno en manos de un único rey: Dingaan. Tales eran los destinos de los príncipes en aquellas épocas, mi padre, y yo, aunque humilde y miserable ahora, provoqué en ese entonces la caída de dos reyes.

Catorce días después de la muerte del rey Umhlangana, regresó lo que quedaba del ejército que meses antes había partido hacia los pantanos del Limpopo; la gran mayoría de los soldados habían sido diezmados por las fiebres tropicales o por el valor del enemigo, de manera que muy pocos fueron los sobrevivientes. Fue una suerte para ellos que Chaka hubiese muerto, porque de lo contrario les esperaba como recompensa la muerte por haberse dejado derrotar y atreverse a regresar con vida a la aldea. Por supuesto, se mostraron más que contentos al encontrar un rey nuevo en el gobierno de la aldea, puesto que el flamante soberano se mostró clemente y les perdonó la derrota sufrida. Desde ese día nadie puso objeciones al reinado de Dingaan.

Dingaan era de la misma sangre de Chaka y, por lo tanto, tan cruel como su hermano; pero no poseía el coraje suficiente para saber afrontar las luchas tremendas que había desatado Chaka. Además, era muy afecto a las mujeres y pasaba mucho tiempo entre ellas, desatendiendo los asuntos de estado. El único miembro de su familia que quedaba con vida era Panda, su hermanastro, que también pertenecía a la casa de Senzangacona. En una ocasión Dingaan quiso condenarle a muerte con un pretexto inventado por él mismo, ya que era sumamente mentiroso y traicionero. Pero yo estimaba a Panda y, con la ayuda del jefe Mapita, logré convencer al rey de que era innecesario derramar más sangre, ya que no tenía nada que temer por parte de Panda.

—Está bien, perdonaré a ese perro porque tú me lo pides —acabó por decirme Dingaan, accediendo a mi petición—, pero creo que un día me arrepentiré de este acto de misericordia.

Poco después Panda era nombrado gobernador del ganado del rey. Pero al final los temores de Dingaan se confirmaron, ya que fue Panda quien le derrocó, instigado por mí.