Capítulo 20

MOPO SE PONE DE ACUERDO CON LOS PRÍNCIPES

Veintiocho días transcurrieron sin novedad, mi padre, y en el vigésimo noveno, después de que Chaka tuviera una terrible pesadilla durante la noche, mandó llamar alrededor de cien mujeres de la aldea.

Algunas de ellas eran sus esposas, a las que llamaba «hermanas», y otras doncellas que aún no se habían casado, pero todas jóvenes y hermosas. No sé qué pudo haber soñado Chaka, pero todas sus pesadillas conducían a un mismo resultado: la muerte de inocentes.

El rey se sentó a la puerta de su choza y yo me acomodé a su lado. Las muchachas desfilaron una a una frente a él, temblando de miedo. Chaka les hacía algunas preguntas en tono amable, y siempre terminaba interrogando:

—¿Tienes, hermana, algún gato en tu choza?

Algunas contestaron que sí y otras que no, y hubo quienes no pudieron articular palabra por el miedo que experimentaban. Pero cualquiera que fuese la respuesta, el final era el mismo, porque el rey decía:

«Adiós hermana, es una lástima que tengas un gato en tu choza», o: «que no tengas un gato en tu choza», o: «que no puedas contestar a mi pregunta».

Después, las desdichadas eran llevadas por los verdugos lejos de su presencia y de inmediato se ponía fin a sus vidas.

Las mismas escenas se repitieron a lo largo de ese día, en que murieron sesenta y dos mujeres y niñas. Pero por fin se presentó una joven astuta ante el rey, y cuando éste le formuló la pregunta consabida, la muchacha respondió que no sabía, «pero que siempre llevaba medio gato encima», y señaló la piel de ese animal que cubría su busto.

El rey se rió de buena gana, festejando esa ocurrencia, y manifestó que por fin su sueño se había cumplido. Desde ese momento en adelante suspendió las matanzas, que sólo se reanudaron en una ocasión, más adelante.

Esa noche me sentí muy apesadumbrado por el nuevo derramamiento de sangre inocente que me había tocado presenciar, y mi corazón impaciente se preguntaba: «¿Hasta cuándo?». No pudiendo conciliar el sueño, salí a caminar, alejándome de la aldea en dirección a una colina. Me senté en la roca más alta de su cima, de manera que podía contemplar la vasta llanura que se extendía ante mí, hasta perderse en el horizonte.

La noche estaba muy serena y calurosa, porque sin duda se preparaba una fuerte tormenta. El sol, al ponerse, había manchado de rojo intenso el horizonte; sí, de un color rojizo, igual al de la sangre de todas las pobres muchachas que fueron sacrificadas en esa jornada.

Las nubes se agruparon en el horizonte, y de vez en cuando el latigazo de un relámpago las cruzaba, iluminando fugazmente la escena. El silencio era profundo: ni una hoja se movía; era como si, en ese momento, en el mundo no quedara más ser viviente que yo.

De pronto una estrella se desprendió, cruzando rauda el espacio y perdiéndose detrás de las nubes oscuras que encerraban en su seno la tormenta. La tierra pareció estremecerse, sacudida por un trueno fortísimo. De pronto observé que una masa de fuego se desprendía de entre las nubes, aproximándose a mí. En el primer momento pensé que se trataría quizá de la estrella que había visto caer minutos antes; pero cuando ese resplandor vivo estuvo más próximo, comprobé, asombrado, que adquiría la forma de una mujer. ¡Inkosazana volvía a visitarme, tal como me había prometido! ¡Qué imponente! Sus ropas parecían entretejidas con relámpagos; sus ojos brillaban como luceros, y todo su cabello parecía tachonado de estrellas. En la mano sostenía una lanza de fuego que agitaba a medida que se acercaba a la colina.

Detrás de ella reinaba la calma, pero delante se había desatado furiosa la tormenta. El viento ululaba siniestro entre las piedras; los relámpagos y los truenos se sucedían sin interrupción, estremeciendo la tierra, y la lluvia caía a torrentes, formando una cortina tan espesa que apenas se podía ver nada. Cuardo la Reina de los Cielos pasó a mi lado, no me dijo nada, pero sus ojos brillaron con más fuerza y su lanza despidió vivísimos reflejos. Al mismo tiempo las liedras, los árboles, las nubes, todo lo que me rodeaba, parecían gritarme:

—¡Obra, Mopo!

No sé si esas palabras resonaron en mis oídos o en mi corazón, pero después de todo, ¿qué importaba? Volví la cabeza, y a pesar de que la tempestad seguía reinando más imperiosa que nunca, todavía alcancé a distinguir la forma blanca de la Reina de los Cielos que rápidamente se alejaba de mi lado.

Ya se encontraba en las inmediaciones de la aldea de Duguza y, realizando un movimiento secreto, su lanza de fuego despidió largas llamas que provocaron un incendio.

Después se alejó, sin duda con el propósito de regresar a su propio mundo. Así, mi padre, por tercera y última vez contemplé a la Reina de los Cielos, a Inkosaza—na-y-Zulu. Cuando la vuelva a ver ya no formaré parte de este mundo.

Permanecí de pie, en la cima de la colina, durante unos momentos. Después me atreví a desafiar la ira de la tempestad para regresar a la aldea. A medida que me acercaba, llegaron a mis oídos gritos de terror, entremezclados con el gemido del viento al rozar las ramas y los techos. Cuando tropecé con uno de los centinelas, le pregunté qué había sucedido, y me contestó que un rayo había incendiado el techo de la choza de Chaka, mientras éste se hallaba entregado al reposo, pero que por fin la lluvia había aplacado las llamas.

Con pasos rápidos me encaminé en esa dirección y no tardé en llegar junto a Chaka, que contemplaba desde el exterior el daño causado por el fuego a su vivienda, mientras temblaba de miedo y trataba de secar las gotas de lluvia que corrían a lo largo de su rostro, cegándole en parte.

Después de saludarle le pregunté qué había sucedido. Al darse cuenta de mi presencia, se asió a uno de mis brazos, como los niños pequeños se prenden a las faldas de su progenitora en momentos de miedo, y me llevó hasta una choza pequeña que se levantaba en las inmediaciones.

—¿Qué maldición ha caído sobre tu casa? —insistí, cuando nos encontramos en el interior de la pequeña vivienda.

—Jamás conocí el miedo, Mopo; sin embargo ahora estoy temblando —me contestó Chaka—: Sí, siento más miedo que cuando en medio de la noche la mano de Baleka se alza para perturbar mi sueño.

—¿Y qué puedes temer tú, oh rey, que eres el más poderoso de la tierra?

Chaka se inclinó junto a mí y susurró a mi oído:

—Escucha, Mopo; he tenido un sueño muy extraño. Cuando terminé de condenar a esas brujas me acosté, porque me sentía muy fatigado, a pesar de que todavía no se había puesto el sol. Después de muchos esfuerzos logré conciliar el sueño, durante el cual vi una vasta llanura, en medio de la cual reposaba mi cadáver, cubierto de heridas, mientras que a mi lado se encontraban mis hermanos Dingaan y Umhlangana, orgullosos como leones. Umhlangana lucía sobre los hombros mi kaross, que estaba manchado de sangre, y en la mano derecha Dingaan apretaba mi lanza hecha con madera de reyes, que también estaba cubierta de sangre. Luego apareciste tú, Mopo, en escena. Te acercaste a mis hermanos y los saludaste, llamándolos reyes, mientras que con el pie empujabas lejos mi cuerpo sin vida.

»Desperté sobresaltado, justo en el momento en que el techo de mi choza comenzaba a arder. Presa del terror, salí corriendo de mi choza. Y ahora te pregunto, Mopo: ¿Crees que sería prudente por mi parte hacerte matar, para que no puedas conspirar junto con mis hermanos contra mí, tu señor? —y al pronunciar estas últimas palabras me miró con una expresión terrible, mezcla de miedo y amenaza.

—¡Puedes hacer lo que quieras, oh rey! —le contesté con voz serena—. Sin duda tu sueño te anuncia un mal fin, pero más debe preocuparte el fuego que incendió el techo de tu choza y que no te presagia nada bueno. Y sin embargo…

—Continúa, Mopo, mi fiel servidor; no te detengas.

—Y sin embargo, mi humilde cerebro me indica que más deberías preocuparte por aplastar la cabeza de la serpiente y no la cola, porque la serpiente puede seguir viviendo sin cola, en cambio la cola sin cabeza perece.

—¿Quieres decir que si los príncipes, mis hermanos, mueren, ya no tendré que temer que nadie pueda derrocarme? ¿Interpreté bien tus palabras, Mopo?

—¿Quién soy yo para aconsejarte que derrames la sangre de tus hermanos, los príncipes? —le contesté—. ¡Sólo tú debes decidir!

Chaka meditó unos instantes, y después me palmeó amistosamente el hombro, preguntándome:

—Dime, Mopo, ¿podría hacerse esta misma noche?

—Quedan muy pocos hombres en la aldea, rey. Todos los demás marcharon a la guerra; y la mayoría de los que han quedado son servidores de los príncipes, que tal vez se decidan a tomar el desquite, devolviendo golpe por golpe.

—¿Qué podemos hacer entonces, Mopo?

—No lo sé, rey; sin embargo, en la aldea del otro lado del río se encuentra ese regimiento apodado los Verdugos. Podrían llegar a Duguza mañana al mediodía, y…

—Eres muy sabio, Mopo, hijo mío; lo dejaremos para mañana. Ve a llamar a ese regimiento y toma las precauciones necesarias para no fracasar.

—Si llego a fracasar, mi vida se extinguirá con la tuya, porque nuestras existencias corren por el mismo camino, oh rey.

—Si todo cuanto me dijiste es mentira, por lo menos acabas de pronunciar una gran verdad, Mopo —me dijo Chaka—; pero no olvides que, si llegas a traicionarme, tu muerte no será de las más felices. Y ahora, ¡vete!

Después de saludarle, me alejé de su lado.

Sabía muy bien, mi padre, que Chaka me haría matar después de que le ayudara a deshacerse de sus hermanos, los príncipes. Pero no tenía miedo, porque estaba seguro de que había sonado la última hora para Chaka.

Esperé largo rato en las proximidades de mi choza, hasta que todos los hombres de la aldea se retiraron a descansar. Entonces me arrastré como una serpiente, procurando no hacer el menor ruido, hasta la choza del príncipe Dingaan, que me esperaba esa misma noche. Al llegar junto a la puerta, llamé muy suavemente. Cuando la abrieron, me deslicé hacia el interior, silencioso como una sombra. No había mucha luz en la choza, pero sí la suficiente para que reconociera los rostros de los dos príncipes, que se habían envuelto en amplios mantos a fin de no ser fácilmente reconocidos.

—¿Quién eres? —me preguntó el príncipe Dingaan.

Me levanté el embozo para que pudiera ver mis rasgos, y entonces ellos también se quitaron los mantos. Les dije:

—¡Salud, príncipes, que mañana no seréis más que cenizas! ¡Salud, hijos de Senzangacona, que mañana no seréis más que espíritus!

Los príncipes se estremecieron al oír mis palabras, y Dingaan me interrogó:

—¿Cómo te atreves a presagiarnos tan cruel destino, perro?

—¿Por qué tu mano de brujo nos señala un camino tan siniestro? —preguntó a continuación Umhlangana.

—¿No os dije miles de veces que debéis atacar primero o morir, oh príncipes? ¡Escuchad! Chaka ha tenido otra pesadilla, y ya ha decidido eliminaros mañana, hijos de Senzangacona.

—¡Aunque los verdugos del rey estén en nuestra puerta, te aseguro que de cualquier manera tú morirás primero por habernos traicionado! —gritó el príncipe Dingaan, extrayendo un arma de entre sus ropas.

—Es necesario que primero escuchéis el sueño del rey, oh príncipes —interrumpí—. Luego, si así lo preferís, podéis matarme. Chaka soñó que se hallaba muerto en medio de una llanura y que uno de vosotros lucía sobre los hombros el kaross real.

—¿Quién de nosotros? —preguntó ansioso Dingaan. Los dos estaban pendientes de mis palabras.

—El príncipe Umhlangana; pero tú, Dingaan, tenías en la diestra la lanza del rey-respondí, mientras observaba el efecto que mis manifestaciones producían en los dos hermanos.

Los príncipes permanecieron callados, demasiado preocupados para responderme; entonces aproveché su silencio para continuar:

—El rey también soñó que tanto el manto real como la lanza estaban manchados de sangre, y que su cuerpo sin vida estaba cubierto de heridas. Más tarde yo me aproximé a vosotros y os saludé con el Bayéte.

—¿A quién saludaste con el Bayéte, Mopo? —me preguntaron los dos príncipes.

—A los dos.

Los hermanos de Chaka permanecieron silenciosos. Por mi parte, no pude menos que advertir que se odiaban mutuamente, si bien en esos momentos se mostraban unidos para tratar de salvar sus existencias.

—¿De qué nos sirve seguir discutiendo el sueño de Chaka —continué—, puesto que mañana los buitres volarán por encima de vuestros despojos? Chaka sufre a menudo estas pesadillas, y para disiparlas suele emplear procedimientos muy enérgicos.

Los príncipes se mostraron más nerviosos que nunca, porque comprendieron claramente que su suerte estaba echada.

—Sí, a pesar de que estamos rodeados de muchos hombres que nos quieren, no tardaremos en morir —proseguí, implacable—; al otro lado del río se encuentra un regimiento que sólo tardará unas horas en entrar en Duguza, y después… ¡adiós! ¿No tenéis ningún mensaje que dejar a los que todavía habitan en este mundo? Puede que se me conceda la gracia de vivir unos días más que vosotros, y entonces podré cumplir gustoso con vuestros encargos.

—¿No podríamos levantarnos ahora y caer por sorpresa sobre Chaka? —sugirió Dingaan.

—No es posible —le contesté—; el rey está bien protegido.

—¿No puedes sugerirnos algún plan, Mopo? —gruñó Umhlangana—. Quizá tú encuentres una solución para salvarnos.

—Y si así lo hiciera, príncipes, ¿cuál sería mi recompensa? Debe ser grande, porque estoy cansado de la vida y no quiero usar mi inteligencia por cualquier cosa.

Los dos príncipes me ofrecieron toda clase de concesiones, cada uno tratando de sobrepasar en generosidad al otro, como si se tratara de dos jóvenes que aspirasen a casarse con la misma doncella y trataran de convencer al padre de la joven.

Los escuché un buen rato, diciendo a cada momento que no era suficiente, hasta que por fin me juraron, por los huesos de Senzangacona, su padre, que después de ellos yo sería el más poderoso de esas tierras y que tendría bajo mis órdenes todo un regimiento, siempre que los ayudara con éxito a derrocar a Chaka. Cuando acabaron con todas sus promesas y juramentos, les dije, midiendo con cuidado mis palabras:

—En la aldea del otro lado del río no se encuentra un solo regimiento, sino dos, oh príncipes. Uno se llama los Verdugos y es partidario del rey, que les ha regalado a menudo tierras y ganado. Pero el otro se llama Abejas y está ansioso por recibir una parte del ganado real, y, lo que es más, el jefe de ese regimiento eres tú, príncipe Umhlangana, y te obedecerán ciegamente. Mi plan es el siguiente: llamar al regimiento de las Abejas en nombre de Umhlangana y no al de los Verdugos en nombre de Chaka. Acercaos más, príncipes, para que pueda hablaros al oído.

Les hablé en voz muy baja durante largo rato, y de tanto en tanto los príncipes aprobaban con movimientos de cabeza. Cuando nos pusimos de acuerdo, me deslicé fuera de la choza tan silenciosamente como había entrado, llamé a varios mensajeros de confianza y les mandé a cumplir su misión, corriendo a través de las sombras de la noche.