Esa noche se cumplió la maldición de Baleka, porque Chaka no pudo descansar. Se sentía tan inquieto que me mandó llamar y pasamos largas horas caminando en dirección a la colina U’Donga-lu-ka-Tatiyana, en cuya sima yacían los cadáveres de todos los miembros de mi tribu y el de mi propia hermana Baleka.
Subimos a la cima de la colina y ocupamos el mismo lugar donde horas antes Chaka había presenciado la matanza de los langenis. Entonces había reinado el tumulto y un griterío de dolor; ahora el más profundo de los silencios pesaba sobre nosotros. La luna brillaba con gran intensidad y a su luz plateada distinguimos perfectamente los cadáveres de todos esos desdichados; sí, y hasta el rostro de la pobre Baleka, cuyo cuerpo había sido arrojado en medio de todos aquellos despojos humanos. Solamente los extremos más apartados de la fisura estaban envueltos en la sombra.
—Ya ves cómo perdiste la apuesta, Mopo, mi servidor —me dijo Chaka—. La fisura no se ha llenado hasta los bordes.
No le respondí, pero el sonido de su voz resonó lúgubre en el silencio de la noche, ahuyentando a los chacales que merodeaban por los alrededores.
Después de unos segundos volvió a hablar, riéndose a medida que pronunciaba las palabras.
—¡Esta noche debe descansar bien mi madre, porque he mandado a muchos al otro mundo para que le hagan compañía! ¡Ah, tribu de los langenis! ¡Vosotros os habíais olvidado, pero mi memoria es excelente. Sí, habíais olvidado que una mujer y un niño llegaron un día hasta vuestra aldea, pidiendo albergue y comida, y les fue negada hasta una miserable calabaza de leche! ¿Qué fue lo que os prometí en ese día, tribu de los langenis? ¿Acaso no os juré que por cada gota de agua que derramara de la calabaza mataría a uno de vosotros? ¿Creíais que no iba a cumplir mi promesa? Por eso yacen a mis pies más hombres, mujeres y niños que las gotas contenidas en esa calabaza. ¡Ah, pueblo de los langenis, por fin me tomé venganza por la humillación que sufrí cuando era niño! Ahora soy el más poderoso de estas tierras. ¿Acaso existe otro más grande que yo? El suelo se estremece bajo mi planta y a una señal mía mueren miles en pocas horas. ¡Soy poderoso y lo seguiré siendo! Toda la tierra que me rodea es mía, así como todos los que habitan en ella. Y todavía seré más grande y más poderoso, sí, mucho más.
»¿Es tu rostro, Baleka, el que me contempla desde las sombras? Tú me prometiste que jamás encontraría reposo. Pero no tengo miedo, Baleka, porque tú ya no podrás causarme daño. ¡Vamos, levántate de tu lecho de muerte, Baleka, y dime por qué he de tenerte miedo!
Mientras Chaka se dejaba llevar por los vuelos de su mente ambiciosa, pensé que podía poner fin a su vida miserable en ese mismo instante, mi padre. Mi corazón estaba sediento de justicia y clamaba venganza a gritos. Ya me había colocado detrás de él, con el arma firmemente apretada en la mano, cuando me detuve porque vi algo. Sí, mi padre, en medio de las penumbras vi un brazo que hacía seña de detenerme. Luego, con la misma rapidez con que se había levantado, volvió a reposar en medio de los restos de tantos desdichados: se trataba del brazo de Baleka, mi padre. Después de unos momentos pensé que quizá no se tratara del brazo de mi hermana, sino del de alguna pobre víctima que todavía estuviese agonizante; sea como fuere me impidió que matara a Chaka en ese mismo momento.
Sin embargo los brazaletes que lucía eran los mismos que había visto horas antes en las muñecas de Baleka, y aunque su rostro seguía inmóvil como una piedra, con gran sorpresa de mi parte, el brazo volvió a levantarse. Sí, mi padre, por tres veces contemplé cómo ese brazo se elevaba de entre tantos despojos humanos, como si quisiera trasmitirme un mensaje del más allá. Después cayó con un movimiento pesado, y hasta pude oír con claridad el ruido de los brazaletes de metal al chocar contra las rocas o contra algún cuerpo sin vida.
Pero después llenaron el aire las notas dulces de un canto, tan bello como jamás había escuchado. Desgraciadamente no recuerdo las palabras de esa canción, mi padre, sólo sé que se refería a la Creación del mundo y al principio y fin de la Humanidad. También predecía que los negros serían vencidos por los blancos y hablaba sobre el Bien y el Mal, el Hombre y la Mujer, y sobre los motivos de la guerra que acabaría con los zulúes a manos de los blancos. Comentaba sobre la Vida y la Muerte, la Alegría y la Pena, sobre el tiempo y la región donde el tiempo carece de importancia. Muchos nombres figuraban en esa canción, pero sólo recuerdo algunos, el mío, el de Umslopogaas, Baleka, y Chaka, el León. La voz cantó unos pocos instantes, y sin embargo habló sobre muchas cosas, que ahora ya he olvidado. Chaka también la oyó, y su cuerpo fue presa de un extraño temblor, aunque no creo que alcanzara a entender el verdadero significado que se encerraba en las palabras del canto.
La voz se acercó más y más y en medio de la oscuridad reinante me pareció distinguir un destello de luz. Cuando estuvo más próximo me di cuenta de que esa luminosidad adquiría la forma del cuerpo de una mujer. ¡Cuando estuvo muy cerca la reconocí, mi padre! ¡Era la propia Inkosazana-y-Zulu, la Reina de los Cielos!
Caminó lentamente hacia la cima de la colina, pasando por encima de los cadáveres que rellenaban la fosa. Al pasar sobre ellos parecía que sus espíritus se levantaban para seguirla, formando detrás de ella una caravana de fantasmas. ¡Qué bello era el rostro de la Reina de los Cielos, mi padre! La piel de su cara y brazos era blanca como la nieve, y sus cabellos dorados resplandecían como el oro.
Cuando estuvo muy cerca, Chaka se arrojó al suelo, temblando de temor, y escondió el rostro entre las manos para no contemplar la llegada de la Reina de los Cielos. Pero yo no tenía temor, mi padre, porque sólo los malvados se atemorizan ante su presencia. Por el contrario, erguí más la cabeza y la contemplé bien de frente, admirando su belleza exquisita. En la mano derecha sostenía una pequeña lanza, fabricada con la madera real; era idéntica a la que Chaka llevaba siempre consigo y con la que había asesinado a su propia madre, y con la que más tarde sería él mismo asesinado.
Cuando la Reina de los Cielos estuvo a nuestro lado, cesó el cántico, y el resplandor que de ella emanaba nos iluminó con toda claridad. Con la pequeña lanza tocó la frente de Chaka, quien, a pesar de sentir ese roce, no se enteró de las palabras que después pronunció la Reina de los Cielos, y que estaban destinadas sólo a mis oídos. Dijo así:
—Mopo, hijo de Makedama, reprime la natural impaciencia de tu brazo, porque todavía no ha llegado la última hora para Chaka. Cuando me veas por tercera vez, ¡entonces obra, Mopo, hijo mío!
En ese momento una nube ocultó momentáneamente la luna, y cuando volvió a brillar la Reina de los Cielos había desaparecido. Una vez más me encontré solo, junto a Chaka.
El rey se animó a levantar el rostro de entre las manos. Sus rasgos reflejaban un terror tal que desfiguraba sus facciones.
—¿Quién fue la que se presentó ante nosotros, Mopo? —me preguntó.
—Fue la Inkosazana de los Cielos, la que vigila a todos los hombres de nuestra raza, rey, y que de tanto en tanto visita a quienes les esperan grandes acontecimientos.
—Ya había oído hablar de esta Reina —me contestó Chaka—. ¿De dónde vino? ¿Cuál era la canción que entonaba? ¿Por qué me tocó la frente con su lanza?
—Vino porque Baleka la llamó, oh rey. El canto hablaba de cosas muy superiores para que yo pudiera entenderlas, y tampoco me explicó por qué te rozó la frente con su lanza. Quizá habrá sido para coronarte soberano de un gran reino.
—Sí, quizá para hacerme soberano del reino de la muerte.
—Ya lo eres, oh rey —repliqué, contemplando con tristeza la innumerable cantidad de cadáveres que yacían al pie de la colina.
Chaka volvió a estremecerse.
—Regresemos a la aldea, Mopo —me dijo—; ahora sé lo que es tener miedo.
—Tarde o temprano, el miedo es un licor que todos saboreamos —le contesté, y regresamos a la choza real en silencio.
A partir de esa noche Chaka aseguró que la choza de Gibamaxegu y toda la aldea estaba embrujada, pues ya no podía reposar en paz, sino que por las noches se despertaba gritando, y siempre pronunciaba el nombre de Baleka en sus sueños. Por eso decidió cambiar de región y mandó construir la gran aldea de Duguza, en Natal.
¡Mira, mi padre! Más allá, en esta llanura, se levanta una aldea, que los blancos conocen con el nombre de Stanger. En ese mismo sitio se levantó Duguza.
Donde se abrió el portón de acceso a la aldea, ahora se levanta una casa, en la que vive el blanco encargado de administrar la justicia. Más atrás se levanta otra construcción, donde habita el que reza para que el Señor perdone los muchos pecados de los hombres. En ese mismo lugar contemplé a muchos desdichados que pedían de rodillas misericordia al rey, sin que jamás fuesen atendidas sus peticiones de clemencia. ¡Ou! Las palabras de Chaka se convirtieron en realidad, mi padre. Ya te las contaré más adelante.
Aflora los hijos del hombre blanco corren felices y juegan en las mismas tierras que fueron regadas por la sangre de miles de víctimas inocentes; se bañan en las aguas del Imbozamo, donde en cierta época los cocodrilos se alimentaban con despojos humanos, y sus jóvenes cortejan a las muchachas en los mismos lugares donde, en vez de reinar el amor, imperaba la muerte. Todo ha cambiado; c e Chaka sólo queda una tumba olvidada y un nombre que será temido a trasés de las generaciones.
Cuando Chaka se instaló en Duguza, durante un tiempo permaneció tranquilo, pero muy pronto se cansó de tanta paz y reunió su ejército para guerrear contra los pondos, a quienes aniquilaron y robaron gran cantidad de cabezas de ganado. Pero Chaka todavía se sentía sediento de sangre y comenzó una lucha sin cuartel contra Sotyangana, jefe de las tribus que vivían al norte del Limpopo.
Los soldados se marcharon cantando, pues el rey les alentó, diciéndoles que debían regresar victoriosos. Eran tan numerosos que desfilaron desde el amanecer hasta que el sol estuvo bien alto en el firmamento. Marchaban erguidos, convencidos de que obtendrían más triunfos. Lejos estaban de sospechar que la suerte les iba a ser adversa, que iban a morir a miles en los pantanos de Limpopo, consumidos por el hambre y la fiebre, y que los que consiguieron regresar lo hicieron desnutridos y sin ropas, porque hasta eso tuvieron que comerse para aplacar el hambre devoradora.
Pero, después de todo, ¿qué eran? ¡Nada! Uno de los regimientos se llamaba Polvo, y en realidad eso era… polvo para ser barrido por el aliento de Chaka, el León de los Zulúes.
Pocos hombres quedaron en la aldea de Duguza, ya que todos los jóvenes en edad de luchar se habían unido al ejército y sólo permanecieron en sus hogares los ancianos, las mujeres y los niños. Los hermanos del rey, Dingaan y Umhlangana, también se quedaron en Duguza, ya que Chaka no les permitía marcharse por temor a que conspiraran contra él. Ambos vivían en constante zozobra, porque sabían que Chaka podía hacerlos ejecutar cuando se le antojara. Por mi parte, trataba de ganarme su confianza, porque sabía que necesitaba de su ayuda para derrotar al León de los Zulúes. Pero antes de contarte estos planes, debo narrarte la llegada de Masilo, el que pretendía casarse con Zinita, a la aldea de Duguza, después de haber sido desterrado por orden de Umslopogaas, nuevo jefe del Pueblo del Hacha.
Al día siguiente a la partida del ejército de Chaka, Masilo llegó a Duguza, pidiendo hablar con el rey. Chaka estaba sentado delante de su choza, acompañado por sus hermanos Dingaan y Umhlangana. También yo me encontraba junto a él, con algunos de los indunas o consejeros reales.
Chaka estaba cansado, porque la noche anterior había dormido mal. Por eso, cuando le dijeron que un vagabundo llamado Masilo quería hablar con él, en lugar de mandarle matar, como hubiera hecho semanas atrás, permitió que lo trajeran a su presencia.
Poco después se presentaba un hombre obeso, con las ropas sucias y rotas por el largo camino, que se arrojó a los pies de Chaka, alabándole con los títulos de costumbre.
Chaka le interrumpió con un gesto de impaciencia y le ordenó que explicase para qué había acudido a él. Entonces Masilo le contó cómo un joven alto y fuerte había vencido a Jikiza, ganado el hacha que le convertía en Jefe del Pueblo del Hacha, y cómo le había obligado a él, Masilo, a entregarle cien cabezas de ganado y huir de la aldea, bajo pena de muerte si se quedaba en ella.
Chaka no conocía la existencia de esa tribu, porque en esa época había innumerables pueblos diseminados por todas partes. Por eso hizo numerosas preguntas a Masilo, especialmente sobre el número de guerreros con que contaban, la cantidad de cabezas de ganado que poseían, el nombre del joven que ahora les gobernaba y el tributo que pagaban al rey.
Masilo contestó que el número de guerreros sumaba medio regimiento, que el ganado era muy numeroso, que no pagaban tributo y que el nombre del nuevo jefe era Bulalio, el Verdugo.
El rey se impacientó ante esta respuesta y dijo:
—Regresa a tu aldea, Masilo, y dile a todos los tuyos, y especialmente al que ahora les gobierna, que existe un Verdugo más poderoso que él que les ordena que se presenten a rendirle tributo en el menor tiempo posible, trayendo todas sus cabezas de ganado. En cuanto a tu jefe, deberá entregarme esa hacha tan famosa, a menos que prefiera estar sentado por última vez.[10]
Masilo prometió hacerlo, aunque se quejó porque el camino era largo y porque temía presentarse ante el joven que llamaban Verdugo, que le inspiraba gran terror.
—¡Vete ahora! —le ordenó Chaka—. Te doy treinta días para que regreses con la respuesta de ese muchacho del hacha. Si no te has presentado en el plazo fijado, mandaré a mis soldados para que te busquen a ti y a tu jefe.
Masilo se marchó enseguida para cumplir la orden del rey y Chaka no volvió a hablar sobre ese asunto. Pero, para mis adentros, me quedé pensando en quién podía ser ese joven del cual había hablado Masilo, porque parecía ser tan valeroso como Umslopogaas hubiese sido en caso de salvarse de las fauces de la leona. Por mi parte, tampoco hice ningún otro comentario al respecto.
Ese mismo día recibí noticias desalentadoras, según las cuales mi esposa Macropha y mi hija Nada habían muerto en Swaziland. Decían que los guerreros de la tribu de los Halakazi habían caído sobre ellos, matando a todos los de la aldea, y entre ellos a mi esposa y a mi hija.
Sentí una pena profunda, pero no lloré, mi padre, porque había sufrido tanto que ya ni esas noticias podían conmoverme.