Debo retroceder de nuevo, como un río serpentea entre las piedras, para contar esta historia con todos sus detalles, mi padre. Retomaré el hilo de los sucesos que siguieron acaeciendo en la aldea de Chaka, en especial en la posesión del rey llamada Gibamaxegu, que vosotros, los blancos, conocéis con el nombre de Gibbeclack, y que fue escenario de muchos derramamientos de sangre, ya que el rey hacía asesinar en las inmediaciones a todos los ancianos que ya no podían resultarle de ninguna utilidad.
Después de recuperar el favor del rey, que me entregó nuevas mujeres, gran número de cabezas de ganado y una choza más grande y suntuosa que la anterior, Chaka mandó recoger los huesos de Unandi, la Madre de los Cielos, de entre las cenizas que quedaban de mi anterior vivienda, junto con los restos que se encontrasen de mis pobres mujeres.
La ceremonia del entierro de esos restos fue imponente. Se cavó una fosa muy honda; en ella se depositaron los restos de Unandi y de mis mujeres, y junto a ellos fueron enterradas vivas doce doncellas que habían estado al servicio personal de la Madre de los Cielos. Además, algunos de los hombres principales de la aldea recibieron orden de vivir durante un año en las inmediaciones de esa tumba, para vigilarla día y noche.
Chaka también ordenó que ese año no se sembrase y que la leche de las vacas fuera arrojada al río y que ningún niño naciera en el plazo de un año. Si alguna familia se atrevía a desobedecerle, tanto el recién nacido como el padre serían ahorcados en el acto. De esta manera todos los habitantes de la aldea sufrieron muchas privaciones y se vieron obligados a guardar un duelo absoluto, no atreviéndose ninguno a quebrantar las órdenes del tirano.
Siempre que Chaka se presentaba ante sus consejeros prorrumpía en llanto fingido, de tal suerte que todos los presentes tenían que imitarle, y la sesión se convertía en una mar de lágrimas.
Si bien Chaka no volvió a decirme nada, no quedó convencido de la muerte de Umslopogaas entre las fauces de un león y mandó a ciento cincuenta de sus soldados a que recorrieran las distintas zonas de su territorio y los alrededores en busca del muchacho. Ya te he contado, mi padre, cómo una de esas compañías encontró la muerte a manos de Umslopogaas, Galazi y su manada de lobos. Ninguno de ellos regresó jamás. Cuando Chaka se enteró de que esos hombres no se habían presentado dentro del plazo fijado, se limitó a reír, diciendo que el león que había devorado a Umslopogaas debía haber sido un animal muy feroz, porque había matado también a todos esos soldados.
Por fin llegó la noche de la luna nueva, noche terrible que debía ser seguida por un día más espantoso todavía.
Esa noche me encontraba en la choza de Chaka, que seguía lamentando la muerte de su madre, a la que había asesinado. Por mi parte, me uní a sus lamentaciones, pero como estaba oscuro no me preocupé por tratar de derramar lágrimas, ya que debía reservarlas para la ceremonia pública de la mañana siguiente.
Gran cantidad de gente acudió desde todos los rincones del territorio de Chaka y se situaba en las inmediaciones de la choza real, llenando el aire con sus lamentaciones. Nadie se atrevía a interrumpir el llanto ni para tomar siquiera un poco de agua.
Por fin amaneció y Chaka se puso de pie, diciéndome:
—Ven, Mopo. Contemplemos a los que se lamentan por la muerte de mi madre y de tus esposas.
No tardamos en aparecer en la puerta principal del palacio, seguidos por varios soldados armados con mazas.
Las personas reunidas frente a la choza real eran tan numerosas como las hojas de un árbol. Creo que sumarían varios miles, porque se extendían tan lejos como abarcaba nuestra vista. Cuando vieron aparecer al rey cesaron en sus lamentaciones y comenzaron a entonar un cántico de guerra. Chaka caminó entre ellos, lanzando al mismo tiempo profundos suspiros.
Esas pobres personas sufrieron lo indecible a medida que transcurrían las horas, porque estaban apretados como animales dentro de un corral pequeño y no podían saciar ni su hambre ni su sed. Algunos cayeron al suelo, sin sentido, y fueron pisoteados por los demás. Los que ya habían agotado sus lágrimas hacían esfuerzos inauditos para continuar con esa farsa, ya que de lo contrario podrían perder la vida.
—Ahora sabremos quiénes fueron los hechiceros que nos causaron tantas desgracias —me dijo Chaka—, y quiénes son sinceros.
En esos momentos llegamos junto a uno de los hombres principales de la aldea. Se llamaba Zwaumbana, era jefe de los Amabovus, y estaba acompañado por todas sus esposas e hijos. El pobre hombre ya había llegado al límite de sus fuerzas y apenas podía tenerse en pie. El rey le miró fijamente y me dijo:
—¡Mira, Mopo, mira a ese bruto que no tiene lágrimas para llorar a mi madre! ¡Monstruo sin corazón! ¿Vamos a permitir que un hombre semejante siga viviendo, mientras que todos nosotros estamos rendidos por el dolor? ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Llevaos a esas gentes sin corazón, que no saben llorar por la muerte de mi madre, víctima de la hechicería!
Chaka reanudó su camino, siempre sollozando, y yo le seguí a pocos pasos, imitando su ejemplo. El jefe Zwaumbana y todos los suyos fueron asesinados en pocos minutos y hasta los verdugos debían sollozar en el momento de la ejecución. Luego llegamos junto a un hombre que al observar que el rey se aproximaba olió tabaco en polvo para provocarse lágrimas. Pero al rey no se le escapaba nada y el ademán rápido de su súbdito no le pasó desapercibido.
—¡Mírale, Mopo! —me dijo—. Mira a ese malvado que no puede llorar a pesar de que mi madre murió por culpa de los hechiceros. Tiene que oler tabaco en polvo para que broten lágrimas falsas en sus ojos. ¡Llevaos a este bruto sin corazón! ¡Lleváoslo!
De esta manera se sumó otra víctima a las anteriores, que fueron las primeras de varios miles, porque Chaka pareció enceguecerse con la furia que desbordaba de su corazón malvado y a la vista de tanta sangre inocente que se derramaba por su capricho.
Caminó incansablemente entre las apretadas filas, y de tanto en tanto regresaba a la choza para beber cerveza, pero en ningún momento dejaba de lamentarse amargamente. Cada vez que señalaba a una nueva víctima exclamaba:
—¡Llevaos a esos brutos desalmados que no lloran porque mi madre ha muerto!
La matanza llegó a tal punto que ya los verdugos no pudieron continuarla, porque se habían quedado sin fuerzas. Entonces el rey ordenó que otros continuaran la tarea y mandó matar a los anteriores por haber fallado en el total cumplimiento de sus obligaciones.
Algunos hombres enloquecían de temor y desesperación y terminaban por matarse los unos a los otros. En todas partes creían descubrir enemigos personales y se apresuraban a eliminarlos.
Muy pocos fueron los que se salvaron, y a medida que transcurrían las horas el suelo iba quedando cubierto por una alfombra de cadáveres. En ese día murieron no menos de siete mil hombres, mi padre, y sin embargo Chaka no se sentía satisfecho. Seguía condenando a muerte a todos aquellos que odiaba por una razón o por otra, o simplemente porque su crueldad le reclamaba más víctimas.
Por fin el sol se ocultó, iluminando con los últimos rayos una tierra cubierta de sangre y cadáveres. Entonces cesó la matanza, ya que nadie tenía fuerzas suficientes para continuarla. Los sobrevivientes se dejaron caer a tierra, agotados, formando montones informes con los muertos. Comprendí que, a menos que se les permitiera comer y beber, la mayoría no iba a vivir hasta el día siguiente, y entonces me decidí a hablar con Chaka, a pesar de que el hacerlo podía costarme la vida.
—Ha sido un gran funeral, rey —le dije—; nuestros corazones pueden sentirse satisfechos. Me parece que la Madre del Cielo y mis esposas ya han sido vengadas con creces.
—Todavía no, Mopo —me contestó Chaka—; esto no es más que el comienzo. Continuaremos mañana.
—Pero mañana muy pocos quedarán con vida para seguir llorando por las muertas, rey.
—Sin embargo, muy pocos murieron de entre todos los miles que se congregaron en este lugar. Cuenta a los sobrevivientes y verás que tengo razón.
—Es cierto que no han sido muchos los que murieron a manos de los verdugos, pero el hambre y la sed terminará con ellos. Esta gente no ha comido ni bebido desde el día anterior, y no ha hecho otra cosa que lamentarse. Mira cómo se han dejado caer, agotados, sobre los muertos. Mañana a la mañana ellos también habrán fallecido.
Chaka reflexionó unos instantes y comprendió que tenía razón. Además, pensó que le quedaría muy poca gente sobre la cual poder gobernar.
—Es una pena que nosotros dos debamos lamentarnos solos, mientras todos estos cerdos se divierten, Mopo —me contestó—. Sin embargo, y por la bondad de tu corazón, me mostraré clemente con ellos. Diles, hijo de Makedama, que si así lo desean, pueden beber y comer, que el duelo ha terminado. Mucho me temo que el espíritu de mi pobre madre no descanse en paz viendo que tan poca sangre se ha derramado para vengar su muerte, pero me siento inclinado, como tú, a la misericordia, y por eso declaro el duelo finalizado. Que mis súbditos beban y coman, si así lo desean.
—¡Felices los que son gobernados por un rey tan clemente! —dije por toda respuesta.
Después repetí con premura la orden del rey a sus capitanes, para que éstos a su vez la transmitieran a los sobrevivientes.
Éstos sacaron fuerza de flaqueza y corrieron hacia los bebederos como animales enloquecidos por la sed, y allí bebieron agua hasta saciarse. Algunos hasta murieron por beber demasiada cantidad de líquido.
Más tarde traté de descansar, pero me fue muy difícil conciliar el sueño porque sabía que Chaka aún no se sentía satisfecho, a pesar del enorme derramamiento de sangre.
Al día siguiente muchas personas regresaron a sus hogares después de solicitar el permiso correspondiente del rey; otras se dedicaron a recoger los restos de sus familiares para darles sepultura, mientras que los soldados de Chaka recibían orden de recorrer los alrededores y matar a todos aquellos que se hubieran negado a asistir al duelo.
Al mediodía Chaka manifestó deseos de caminar y salió acompañado por mí, sus indunas y algunos otros servidores.
El rey caminaba en silencio, apoyado en un palo a manera de bastón y con la otra mano sobre mi hombro. Poco después me dijo:
—¿Qué les ha pasado a los miembros de la tribu langeni? No vi a ninguno de ellos en el duelo.
Le contesté que quizá los mensajeros no hubiesen llegado a tiempo, porque el camino era muy largo, o, en todo caso, tal vez no pudieron ponerse en marcha de inmediato para llegar el día fijado al lugar de la cita.
—Los perros deben acudir a la carrera cada vez que el amo les llama —replicó Chaka, mientras sus ojos brillaban con una luz siniestra.
El corazón se me encogió de pena, mi padre, porque si bien no quería mucho a mi tribu, no podía menos que sentir lástima por ellos al pensar en la suerte que correrían.
En ese momento llegamos junto a una mole de piedra oscura, conocida con el nombre de U’Donga-lu-ka-Tatiyana, que se encuentra en la parte superior de una colina y desde la que se domina todo el valle.
Chaka se sentó en una de las piedras, pensativo. Cuando levantó de nuevo la cabeza alcanzó a distinguir una caravana interminable de hombres, mujeres y niños que avanzaban por el llano, en dirección al Gibamaxegu.
—Creo que, por el color de los escudos, esos deben ser los miembros de la tribu langeni, Mopo —me dijo el rey—. Sí, son los tuyos.
—Es verdad, rey, son los hombres de mi tribu.
Chaka despachó varios mensajeros para que interceptaran el paso de la caravana, pidiéndoles que se desviaran para presentarse de inmediato en el sitio donde ahora se encontraba. También mandó otros mensajeros en dirección a la aldea, pero les dio instrucciones al oído, de manera que no pude enterarme de cuáles eran sus planes.
Chaka siguió con la vista la marcha de la caravana y observó también cómo se desviaba en dirección a la colina después que los mensajeros transmitieron las órdenes del soberano.
—¿Cuántos suman los componentes de tu tribu, Mopo? —me preguntó el rey.
—No lo sé, porque no los veo desde hace muchos años, ¡oh, Elefante! —le contesté—. Quizá alcancen a tres regimientos.
—No, deben ser más numerosos —opinó el soberano—. ¿Crees, Mopo, que todos juntos rellenarían esa fisura que se abre al pie de esta colina?
Adiviné el propósito de Chaka y comencé a temblar, mi padre. No podía responderle porque mi lengua parecía clavada al paladar.
—Sí, son muy numerosos —prosiguió Chaka—; sin embargo, te apuesto cincuenta cabezas de ganado a que no rellenan esa fisura.
—Es evidente que hoy sientes deseos de bromear —pude por fin articular.
—Sí, siento deseos de bromear. Sin embargo, Mopo, te pido que aceptes la apuesta para continuar con la broma.
—Como tú quieras, rey —respondí con un hilo de voz, ya que no podía negarme.
Los miembros de mi tribu ya estaban muy próximos. A la cabeza de la caravana marchaba un hombre anciano, a juzgar por los cabellos blancos que coronaban su cabeza. No tardé en reconocerle: era Makedama, mi padre. Cuando estuvo al pie de la colina, saludó a Chaka con las palabras destinadas al soberano, al tiempo que se arrodillaba en señal de sumisión. Todos los demás componentes de la caravana imitaron su ejemplo, y los gritos con que saludaron al rey retumbaron en el valle con la fuerza de un trueno.
Chaka, con una sonrisa cruel en los labios, invitó a mi padre a que se pusiera de pie, diciéndole:
—¡Levántate, Makedama, hijo mío, padre de los langenis! Dime, ¿por qué has llegado tarde al duelo?
—El camino es muy largo, oh rey —contestó Makedama, que no me había reconocido—, y el tiempo de que disponíamos muy breve. Además, las mujeres y los niños no pueden caminar muy deprisa sin fatigarse, y tuvimos que hacer muchos altos en el camino.
—Comprendo, Makedama, hijo mío. Pero muy pronto podréis descansar largo tiempo de tantas fatigas. Dime, ¿están contigo todos los miembros de tu tribu?
—¡Todos, Elefante! ¡Ninguno quedó en la aldea! Las chozas están ahora desiertas, los animales vagan por los alrededores sin que nadie los cuide, y en los campos las espigas maduras están esperando nuestro regreso para ser cosechadas.
—¡Me alegro, Makedama! Siempre fuiste un súbdito fiel. Ahora, ¡escucha! Dile a los tuyos que se distribuyan a mi derecha e izquierda, al borde mismo de la fisura que se abre al pie de esta colina.
Makedama, mi padre, sin sospechar que el rey había forjado un plan siniestro en su mente diabólica, cumplió con el mandato. Los indunas nos acompañaban tampoco sospecharon lo más mínimo; sólo yo, que conocía a fondo toda la maldad que se encerraba en el pecho de Chaka, había adivinado su intención.
Cuando su orden fue cumplida al pie de la letra, Chaka le dijo a Makedama que uniera su voz a la de él para entonar un cántico de duelo.
El anciano asintió con la cabeza. De inmediato su voz nos llegó débil y temblorosa. Pero no tardaron en unirse a ella las de todos los miembros de su tribu, que repetían después de él:
—¡Lamentaos, hijos de Makedama!
Los miles de voces de hombres, mujeres y niños contestaron:
—¡Lamentémonos, hijos de Makedama!
El anciano continuó:
—¡Lamentémonos, gentes de Langeni, lamentaos con todo el mundo!
Todos contestaron:
—¡Lamentémonos, gentes de Langeni, lamentémonos con todo el mundo!
Se volvió a oír la voz del anciano que decía:
—¡Lamentaos, hijos de Makedama, lamentaos gentes de Langeni, lamentaos con todo el mundo!
—¡Lamentaos, guerreros; llorad, mujeres; golpead vuestros pechos, doncellas; gritad niños!
—¡Bebed lágrimas, cubrios con el polvo de la aflicción!
—¡Lamentaos, tribu de los Langeni, porque la Madre de los Cielos ya no existe!
—¡Lamentaos, hijos de Makedama, porque el Espíritu de la Fertilidad ya no vive!
—¡Lamentaos, porque el León de los Zulúes está desolado!
—¡Que vuestras lágrimas caigan copiosas como gotas de lluvia, que vuestros gritos atruenen el espacio!
-Porque el dolor ha caído sobre todos nosotros.
-Y la oscuridad y la sombra de la muerte.
-El León de los Zulúes vaga desolado porque ya no existe la Madre de los Cielos.
—¿Quién le consolará? Quizá los lamentos de sus hijos.
—¡Lamentaos, pueblo de Langeni, que nuestros lamentos sacudan los cielos!
—¡Ou-ai! ¡Ou-ai! ¡Ou-ai!
Éste fue el cántico que entonó mi padre Makedama. Los miles de súbditos que componían la caravana lo repitieron palabra por palabra. Cuando todavía estaban cantando, comenzó a llover, como si el cielo quisiera asociarse al dolor de tanta gente.
Gruesas lágrimas surcaron las mejillas de Chaka, que parecía muy emocionado.
La lluvia caía cada vez con más fuerza y de tanto en tanto el ruido de los truenos estremecía el espacio. De pronto se oyó un tumulto que sobrepasaba el fragor de la tempestad. Miré hacia la izquierda y vi gran número de guerreros ataviados con los tocados de guerra y con las lanzas relucientes en las manos.
Volví la vista al frente y hacia mi derecha: por todos lados se acercaban los soldados de Chaka, a la carrera, profiriendo gritos de guerra.
Los langeni se dieron cuenta del peligro que les acechaba y dejaron escapar exclamaciones de terror.
—¡Ah! ¡Ahora se lamentan como es debido, Mopo! —me dijo Chaka al oído—. ¡Ahora se lamentan de corazón y no solamente de los labios para afuera!
En ese momento los guerreros llegaron junto a los desdichados langenis, que se vieron atrapados entre dos fuegos: frente a ellos las lanzas enemigas y a sus espaldas la honda fisura cuyo fondo estaba tapizado de agudas aristas y rocas.
Luego, atravesados por las armas de los soldados de Chaka, o empujados por sus compañeros, los desdichados se precipitaron al fondo de la grieta.
Perdona estas lágrimas que brotan de mis ojos sin luz, mi padre; soy tan viejo que me parezco a un niño, y los niños lloran. No puedo describir este penoso episodio con más detalles. Sólo te diré que cuando esa maldad quedó consumada, reinó en el lugar el más absoluto y desesperante de los silencios.
Así murió Makedama, mi padre, sepultado debajo de los cuerpos de sus súbditos. Así dejó de existir la tribu de los langeni; el sueño de mi madre se había convertido en realidad; y así se vengó Chaka por ese vaso de leche que le fuera negado cuando niño.
—No ganaste la apuesta, Mopo —me dijo el rey—. Sólo queda un pequeño espacio, como para dar cabida a una sola persona. ¿Estás seguro de que murieron todos los miembros de la tribu, Mopo?
—¡Queda uno, oh rey! —le contesté—. ¡Yo soy de la tribu Langeni, y mi cadáver puede rellenar ese espacio!
—No, Mopo, no. ¿Quién me pagará entonces la apuesta? Además, no puedo matarte, porque faltaría a mi juramento. Por otra parte, ¿acaso no lloramos juntos en este duelo?
—Entonces no queda nadie más, rey. Han muerto todos.
—Te equivocas, Mopo, queda todavía un miembro de la tribu —me contestó Chaka—. ¡Tu hermana, Mopo! ¡Ah, allí viene!
Levanté la vista, mi padre, y vi que, en efecto, Baleka, mi hermana, avanzaba hacia nosotros. Llevaba sobre los hombros un manto de piel blanca y detrás de ella marchaban dos soldados. Baleka caminaba con aire orgulloso, como una verdadera reina, y con la cabeza bien alta. Se daba perfecta cuenta de que iba a morir. Por un momento su paso pareció vacilar, pero luego reanudó el camino con un esfuerzo y ya no se detuvo hasta encontrarse frente a Chaka.
—¿Qué quieres hacer conmigo, oh rey? —le preguntó.
—Has llegado a tiempo, hermana —le dijo Chaka—. Mopo, mi servidor, tu hermano, hizo una apuesta conmigo sobre si tu gente, los langenis, llenarían con sus cuerpos la fisura que se encuentra al pie de esta colina, U’Donga-lu-ka-Tati —yana.
»Cuando los langenis se enteraron de la apuesta, se arrojaron sin vacilar a la hondonada para que saliéramos de dudas. Parece, pues, que tu hermano Mopo perdió, ya que sólo queda espacio para una persona más. Entonces él mismo me recordó que todavía quedaba alguien de la tribu Langeni que bien podía ocupar ese sitio, y por eso te mandé llamar. Ahora te pido que decidas lo que debes hacer hablando con tu hermano, ¡como ya hablaste con él el día en que nació tu hijo!
Baleka no prestó atención a las palabras acusadoras que Chaka me había dirigido, pero comprendía perfectamente que su fin estaba muy próximo. Por eso se limitó a mirarme con dulzura y a decir:
—Desde este momento descansaré eternamente, Chaka. Pero recuerda que tú, en cambio, no tendrás una sola noche de sosiego.
Chaka oyó las palabras de Baleka y por un instante sintió temor; luego desvió la cabeza hacia otro lado, evitando mirarla.
—Mopo, hermano mío —dijo entonces Baleka, dirigiéndose a mí—, hablemos solos por última vez. Es una orden del rey.
Me alejé unos pasos con ella, mientras apretaba con fuerza la lanza en mi mano. Cuando estuvimos a distancia prudencial, Baleka me habló muy rápidamente y en voz baja:
—¿No te había predicho que todo esto sucedería, Mopo? Ha llegado el momento. ¡Júrame que seguirás viviendo para vengarme con tu propia mano!
—¡Te lo juro, hermana!
—¡Y júrame también que cuando me hayas vengado tratarás de encontrar a mi hijo Umslopogaas, si es que vive todavía, y que le bendecirás en mi nombre!
—¡Te lo juro, hermana!
—¡Adiós, Mopo! Siempre nos quisimos mucho, y ahora que debemos separarnos me parece que volvemos a ser niños y que nos encontramos de nuevo jugando en la choza de nuestro padre, en Langeni. ¡Que volvamos a encontrarnos en otras tierras, Mopo! Estoy muy cansada, hermano mío. Voy a reunirme con los espíritus de los nuestros. Siento que me están llamando. ¡Todo se ha acabado!
En cuanto al resto, mi padre, perdóname que no te lo cuente.