Capítulo 17

UMSLOPOGAAS SE CONVIERTE EN JEFE DE LA TRIBUDEL HACHA

Cuando Umslopogaas y Jikiza el Inconquistable llegaron al corral, ocuparon el centro del mismo, separados uno del otro por sólo diez pasos de distancia.

Jikiza tenía el hacha gigante y un escudo pequeño, mientras que Umslopogaas estaba armado con un escudo grande y el hacha minúscula, con la hoja ligeramente curva, que hacía la forma de una media luna.

Al comparar las armas de los dos rivales, los presentes descartaron toda posibilidad de triunfo a favor del forastero.

—Está muy mal armado —dijo un anciano—, tenía que haberse procurado armas distintas: escudo pequeño y hacha grande. Jikiza no tendrá ninguna dificultad en derrotarle, porque ese escudo tan grande le entorpecerá los movimientos.

Galazi, el Lobo, estaba al lado del anciano y oyó sus palabras, pensando que tenía razón, y se lamentó por la suerte que iba a correr su hermano de sangre.

Cuando se dio orden de comenzar la lucha, Jikiza se lanzó con furia sobre su adversario, dispuesto a terminar con él cuanto antes. Pero cuando ya parecía que iba a alcanzar a Umslopogaas, éste se hizo a un lado de un salto, y en el preciso instante en que su adversario pasó corriendo a su lado le dio un fuerte golpe en la nuca con el reverso de su hacha, ya que no deseaba matarle con ese arma. Los presentes estallaron en carcajadas, y Jikiza se enfureció aún más por haberse dejado sorprender por un muchacho. Una vez más se lanzó sobre Umslopogaas como un toro enfurecido. El joven esperó el asalto con el escudo en alto. Pero en un momento dado fingió miedo y, dejando escapar un grito de aparente terror, comenzó a correr alrededor del corral, seguido de cerca por Jikiza. Los presentes volvieron a estallar en carcajadas, esta vez a costa de Umslopogaas. Pero el muchacho se cuidaba de conservar una prudente distancia entre él y su perseguidor, y siempre corría de espaldas al sol para ver en el suelo la sombra de su adversario. También fingía cierto cansancio para enardecer a su enemigo, pero en realidad el astuto joven hacía correr a Jikiza cada vez más rápido, y de esta manera le fatigaba. Cuando se dio cuenta, por la respiración pesada del jefe de la aldea y por su paso vacilante, de que estaba muy cansado, fingió que se caía, pero en realidad dio un salto elástico hacia la derecha, apartándose a prudente distancia, mientras dejaba caer el pesado escudo cerca de los pies de su perseguidor.

Jikiza estaba tan agotado que ni siquiera se dio cuenta de lo sucedido. Sus pies tropezaron con el pesado escudo y se precipitó a tierra. Entonces Umslopogaas se echó sobre él como un águila sobre una paloma. Antes de que los presentes se dieran perfecta cuenta de lo sucedido, con un golpe certero de su pequeña arma había cortado la cinta que sujetaba la gran hacha al brazo de Jikiza y se puso de pie con tan codiciada arma en la mano, mientras abandonaba la suya en el suelo. Los espectadores se dieron cuenta de la inteligencia con que había procedido y los que odiaban a Jikiza prorrumpieron en gritos de alegría. Pero otros permanecieron silenciosos.

Jikiza se puso de pie con gran dificultad y su mano buscó en el suelo el arma. No encontró más que el pequeño instrumento que había abandonado Umslopogaas, y al contemplarlo no pudo contener su pesar y estalló en sollozos. Umslopogaas, por su parte, examinaba con entusiasmo la perfección del arma que acababa de caer en sus manos, la cual estaba espléndidamente terminada, y hasta el mango de cuerno de rinoceronte había sido parcialmente cubierto con un delgado hilo de cobre, que lo hacía doblemente flexible y resistente.

Entonces, delante de todos, besó la hoja reluciente de acero y gritó:

—¡Salud, mi Inkosikaas\ ¡Jamás te apartarás de mí, ya que te he ganado en el combate! ¡Moriremos juntos, porque estoy decidido a que nadie te posea después que yo abandone este mundo!

Luego se volvió hacia Jikiza, que seguía lamentando su pérdida con fuertes sollozos.

—¿Dónde está tu orgullo, Inconquistable? —le preguntó—. ¡Sigue luchando! ¡Ahora estás armado con los mismos elementos que yo tenía hace un rato, y sin embargo no tuve miedo de enfrentarme contigo.

Jikiza le miró fijamente unos instantes, luego lanzó una maldición, arrojó la pequeña hacha al suelo y huyó a la carrera hacia uno de los portones de salida del corral.

Umslopogaas le siguió con la vista y los presentes creyeron que dejaba huir a su adversario, pero sus planes eran diferentes. Cuando Jikiza ya se disponía a trasponer el portón, Umslopogaas lanzó un grito de guerra y de un salto magnífico se interpuso en el camino de su adversario, cortándole la retirada. Tan rápido fue su movimiento que los curiosos apenas se dieron cuenta de lo sucedido. Luego vieron algo así como un relámpago, producido por la luz al herir la hoja de metal del hacha, que describió un círculo en el aire y cayó sobre la cabeza de Jikiza, dejándole tendido y sin vida en el suelo. Había muerto con la misma arma que sus antepasados poseyeron durante generaciones.

Un rugido brotó de las gargantas de todos los presentes cuando se dieron cuenta de que Jikiza, el Inconquistable, acababa de morir. Muchos vitorearon a Umslopogaas, llamándole señor del Hacha y Jefe del Pueblo del Hacha.

Pero los hijos de Jikiza, que eran diez hombres fuertes y decididos, se abalanzaron sobre Umslopogaas con intención de hacerle pagar cara su victoria. El muchacho retrocedió, levantando el hacha por encima de su cabeza, listo para defenderse de cuantos enemigos le atacaran, pero en ese momento los consejeros se presentaron en el corral, gritando:

—¡Alto! ¡Alto!

—¿No establece la ley que el que gana el arma en combate leal se convierte en jefe de este pueblo? —les preguntó Umslopogaas.

—Es verdad, forastero, eso dice nuestra ley. Pero también establece que deberás luchar contra todos los que te desafíen, uno por uno —le contestó el más anciano de los consejeros.

—No me opongo a respetar esa ley —dijo Umslopogaas—. ¿Quién quiere desafiarme a combatir por la posesión del hacha y la jefatura de este pueblo?

Los diez hijos de Jikiza aceptaron el desafío como un solo hombre, porque sus corazones rebosaban odio por la muerte de su padre y por haber perdido la posición de privilegio que les correspondía como hijos del jefe de la aldea. Pero ningún otro se atrevió a recoger el reto, porque todos temían enfrentarse a Umslopogaas y la formidable arma.

Umslopogaas los contó y dijo:

—¡Sois diez! ¡No terminaré a tiempo para decidir sobre el casamiento de Zinita y Masilo! ¿Qué os parece si llamo en mi ayuda a un compañero y entre los dos hacemos frente a todos? Creo que mi proposición no deja de ser ventajosa para vosotros: dos contra diez.

Los hijos de Jikiza hablaron entre ellos y llegaron a la conclusión de que la proposición de Umslopogaas les convenía.

—Muy bien —aceptaron, y los consejeros también dieron su conformidad.

Umslopogaas había hecho semejante propuesta porque en su carrera alrededor del corral había descubierto el rostro de su hermano de sangre, Galazi, y por su expresión comprendió que ansiaba luchar a su lado.

Entonces dijo en voz alta que aquél que escogiera para que luchara junto a él gobernaría después a su lado, si el triunfo estaba de parte de los dos. Comenzó a pasearse alrededor del corral y al llegar frente a Galazi, que estaba apoyado en su gran maza, dijo:

—Me parece que tú eres el elegido, muchacho. ¿Cómo te llamas?

—Me llaman Lobo —contestó Galazi.

—Dime, Lobo, ¿estás dispuesto a luchar a mi lado contra los diez rivales que me desafiaron? Si logramos triunfar, serás mi principal consejero.

—Me agradan más los bosques y las montañas que las aldeas, guerrero, pero como te he visto luchar con tanto valor, no puedo negarme a ayudarte a terminar con tus enemigos.

—¡Entonces te acepto, Lobo! —gritó Umslopogaas.

Los dos jóvenes caminaron juntos hasta el centro del corral y los presentes pudieron advertir que formaban una pareja formidable. Tampoco faltaban quienes pensaban que alguno de esos jóvenes podía ser uno de los misteriosos miembros de la hermandad de los lobos que asolaban las inmediaciones.

—Ahora que poseemos las mejores armas de los alrededores, seremos invencibles —susurró Umslopogaas al oído de Galazi.

—Por lo menos la perspectiva de este combate es buena, y poco me interesa cuál pueda ser el resultado —murmuró Galazi.

—Sí, la victoria es dulce, pero la muerte es la única que proporciona descanso absoluto —reflexionó Umslopogaas.

Luego se pusieron de acuerdo sobre la manera en que iban a combatir. Después se pararon espalda contra espalda en el centro del corral, y los presentes se asombraron al observar que Umslopogaas tomaba el hacha de manera contraria, es decir, con el filo dirigido hacia su propio pecho, y el agudo pico en que terminaba la parte posterior hacia afuera.

Por su parte, los diez desafiantes dispusieron sus lanzas, y cinco de ellos se colocaron frente a Umslopogaas y el resto frente a Galazi. Todos eran hombres altos, fornidos, a quienes la furia centuplicaba las fuerzas.

—Nada, como no sea la hechicería, puede salvar a esos dos —dijo un consejero a sus compañeros.

—Sin embargo el hacha es prodigiosa —contestó otro—, y la maza del otro muchacho es también un arma formidable; creo que se llama «Guardiana de los Vados» y posee poderes sobrenaturales. Muchas veces, cuando niño, la oí nombrar con admiración. Y esos dos muchachos, aunque muy jóvenes, deben haber bebido en su infancia leche de loba.

Mientras tanto un anciano se había aproximado a los combatientes para dar la orden de iniciar la lucha. La señal convenida era arrojar una lanza al aire, de manera que cuando la punta de ésta tocara la tierra el combate podía iniciarse.

Pero la mano del viejo temblaba tanto que la arrojó de muy mala manera, y el arma fue a caer en medio de los hijos de Jikiza, que se abrieron para evitar que los hiriese. De esta manera se distrajeron, pero Umslopogaas no quitó los ojos de la lanza, y cuando la punta rozó la tierra, dejó escapar un grito y los dos jóvenes se precipitaron sobre sus adversarios, provocando la desorganización en sus filas, ya que éstos no pensaban que los jóvenes se atreviesen a atacarlos, sino que se limitarían a mantenerse a la defensiva.

Umslopogaas bajó una y otra vez el reverso del hacha sobre sus enemigos con gran rapidez, y a cada golpe dejaba tendido y sin vida a un adversario. Por su parte, Galazi también peleaba con bravura y decisión, y en pocos segundos, cuando los dos jóvenes volvieron a colocarse espalda contra espalda, cuatro rivales yacían inmóviles sobre el suelo.

El ataque y la retirada posterior había sido tan rápido que los espectadores ni siquiera habían caído en la cuenta de lo sucedido, y hasta los hijos de Jikiza que quedaban en pie se miraban unos a otros asombrados.

Dejando escapar exclamaciones de furor se lanzaron sobre Umslopogaas y Galazi, pero siempre uno de ellos era más rápido que los demás y se enfrentaba el primero a los jóvenes. El que se colocó frente a Umslopogaas trató de atravesarle con la lanza, pero el joven se agachó con rapidez y el arma sólo le produjo un tajo insignificante en la espalda, pero por su parte clavó el hacha en el cuerpo de su adversario, hiriéndole de muerte.

—El forastero sabe manejar el arma a la perfección —comentó uno de los consejeros que seguía de cerca las alternativas del combate.

—Es un verdadero verdugo —contestó otro.

Desde ese momento la gente comenzó a designar a Umslopogaas con el nombre de Verdugo, o Carpintero, por la rapidez con que golpeaba las cabezas de sus adversarios con el reverso del hacha, tal como el pájaro carpintero golpea en la madera de los árboles con su afilado pico.

El hijo de Jikiza que se lanzó sobre Galazi mantenía la lanza a poca distancia de su cuerpo, pero el hombre-lobo era muy astuto en la guerra, de manera que se adelantó a su encuentro y le descargó un feroz golpe con la maza sobre el cráneo, estirando para ello sus brazos cuan largos eran; de esta manera puso fuera de combate a ese adversario antes de que hubiese podido rozarle siquiera, ya que, si bien el hijo de Jikiza trató de parar el golpe con el escudo, se partió como una débil rama seca al recibir impacto tan formidable.

Los cuatro que quedaban se alejaron a prudente distancia, fuera del alcance de las armas de sus enemigos. Uno de ellos arrojó con fuerza la lanza, y si bien Umslopogaas la partió en el aire con un golpe de su hacha, no pudo evitar que la punta hiriera a Galazi en uno de los muslos. Al ver que esta última tentativa también había fracasado, el que quedaba desarmado se alejó a la carrera hacia el portón del corral, y sus otros tres hermanos no tardaron en imitar su ejemplo, ya que el valor se había esfumado de sus corazones como una voluta de humo se dispersa en el aire.

Así terminó el combate, que en total no alcanzó a durar más que unos pocos minutos.

—Creo que ya no nos queda nadie más para mandar al otro mundo —dijo Umslopogaas a Galazi—. ¡Ah, fue un combate muy bueno! ¡Y ahora escuchad! ¡No huyáis, hijos de Jikiza, os perdono la vida! Podréis vivir a mi lado y encargaros de mantener mi choza limpia y de llevar mi ganado a pastar y encerrarlo de noche en los corrales.

Luego se dirigió hacia los consejeros y agregó:

—Ahora que el combate ha terminado, marchemos hacia la choza del jefe de la aldea, donde nos espera Masilo.

Umslopogaas y Galazi encabezaron la marcha y los consejeros les siguieron en respetuoso silencio.

Cuando llegaron a la choza, Umslopogaas ocupó el asiento que hasta momentos antes había pertenecido a Jikiza, y de inmediato se le aproximó la doncella Zinita con un paño húmedo, que colocó sobre la herida de la espalda para calmar el dolor.

Umslopogaas se lo agradeció, y Zinita ya se disponía a hacer lo propio con Galazi cuando éste le dijo con rudeza que él mismo podía lavarse la herida y que no iba a permitir que ninguna mujer le pusiera una mano encima. El joven no podía desprenderse del odio instintivo que profesaba hacia las mujeres, y desde ese momento en adelante sintió una aversión muy marcada hacia Zinita.

Entonces Umslopogaas se encaró con Masilo, que se había sentado frente a él con una expresión de temor reflejada en su desagradable semblante.

—Sé que tu deseo es casarte con la doncella Zinita, Masilo, a pesar de que sabes que procedes contra su voluntad. Mi primer pensamiento fue matarte para ofrecerle tu cabeza, pero ya se ha derramado demasiada sangre por hoy. Sin embargo, te ordeno que entregues a esta muchacha un regalo de casamiento: cien cabezas de ganado. Después te marcharás de inmediato de esta aldea, a menos que prefieras renunciar a la existencia.

Cuando Masilo se puso de pie, su rostro estaba verde de miedo. Luego entregó las cien cabezas de ganado y huyó enseguida en dirección a los dominios de Chaka. Zinita le vio marchar con una sonrisa de satisfacción, porque comprendía que el nuevo jefe de la aldea la tomaría por esposa.

—Me alegro de haberme salvado de Masilo —dijo en voz alta, junto a Galazi—, pero más me habría gustado que le hubierais condenado a muerte.

«El corazón de esta mujer es duro como una roca, y le traerá muchas desgracias a Umslopogaas», pensó Galazi.

Después de este incidente todos los consejeros y hombres principales de la aldea desfilaron ante Umslopogaas, rindiéndole homenaje.

De esta manera el muchacho se convirtió en Jefe del Pueblo del Hacha, y con el correr de los años llegó a poseer muchas mujeres y gran número de cabezas de ganado. De tanto en tanto algún hombre se atrevía a desafiarle, pero nadie puedo vencerle y poco a poco su soberanía se consolidó.

Galazi también ocupó un lugar preponderante, pero vivía poco tiempo en la aldea, ya que prefería vagar por los bosques y las montañas, seguido por la manada de lobos. Umslopogaas lo acompañaba sólo en raras ocasiones, porque prefería acompañar a Zinita, que con el correr del tiempo le dio varios hijos.