Muchas lunas habían pasado desde que Umslopogaas se convirtió en rey de los lobos, y ya era un hombre fuerte, alto y de aspecto imponente. Sus pies siempre corrían como el viento, tenía un valor a toda prueba y sus ojos veían tan bien de noche como de día. Pero todavía no era dueño del hacha que tanto ambicionaba.
La idea de apoderarse de ese arma se estaba convirtiendo en una obsesión y había expulsado los demás pensamientos de su mente. De tanto en tanto se aproximaba a la aldea de Jikiza, el Inconquistable, y observaba desde lejos la disposición de la choza que ocupaba el jefe de los nativos. En cierta ocasión vio que un hombre corpulento salía de la misma, llevando sobre el hombro un hacha de dimensiones poco comunes, con el mango formado por el cuerno de un rinoceronte.
Después de contemplarla desde lejos, deseó poseerla más fervientemente que nunca, hasta tal punto que de noche apenas podía conciliar el sueño pensando en ella. Cuando hablaba con Galazi no tocaba otro tema que el del hacha y llegó a cansar a su compañero, que era taciturno y poco amigo de conversaciones prolongadas. Pero, a pesar de su ferviente deseo de ganarla, no podía idear un solo plan que le permitiera lograr su propósito.
Pero una tarde Umslopogaas se había escondido entre unos juncos, en las inmediaciones de la aldea de Jikiza, y vio a una doncella alta, delgada y muy hermosa, cuya piel de color bronce brillaba tanto bajo la caricia del sol como los collares y pulseras con que se adornaba. Caminaba lentamente hacia los juncos, donde se escondía Umslopogaas. Cuando se encontraba a poca distancia del muchacho, se sentó y de inmediato prorrumpió en un amargo llanto, y al mismo tiempo exclamaba en voz alta:
—¡Que los lobos caigan sobre él y sobre todo lo que le pertenece! —decía—. ¡Y sobre Masilo también! ¡Iría a buscarlos yo misma, aunque después me despedazaran entre sus colmillos, con tal de no ser vendida a ese cerdo de Masilo! ¡Ah, si insiste en casarse conmigo le clavaré mi puñal como regalo de bodas! ¡Ah, si pudiese contar con los lobos! ¡Les haría devorar a todos los que viven en la aldea de Jikiza antes de que apareciera la luna nueva!
Umslopogaas oyó esas palabras con toda claridad y se puso de pie de inmediato, plantándose frente a la joven, que dejó escapar un grito ahogado de sorpresa y de temor al ver que ese desconocido lucía sobre sus hombros una piel de lobo.
—Los lobos están muy cerca, muchacha —le dijo—. Siempre acuden a ayudar a quien los necesita.
La muchacha le contemplaba con las pupilas dilatadas por el asombro. Por fin pudo articular una pregunta:
—¿Quién eres? No te tengo miedo, desconocido.
—Pues deberías temerme, muchacha, porque todos los hombres me tienen terror. Soy miembro de la hermandad de los lobos; un mago de la Montaña de los Espíritus. No trates de llamar la atención de tu gente porque podría matarte en un segundo y ponerme a salvo gracias a la rapidez de mis pies.
—No tengo la menor intención de pedir auxilio a mi gente —aseguró la muchacha—, además estoy segura de que no me matarías, porque soy muy joven.
—Es verdad, muchacha —contestó Umslopogaas, admirando su juventud y belleza—. ¿Qué dijiste hace poco sobre Jikiza y un tal Masilo? ¡Eran palabras amenazadoras, como las que gustan a mi corazón!
—Creo que ya las oíste demasiado bien —contestó la joven—. Se trata de una historia muy común. Me llamo Zinita, y Jikiza, el Inconquistable, es mi padrastro. Se casó con mi madre cuando las dos llegamos a la aldea. Ella murió poco tiempo después, de manera que ya no existen lazos de parentesco entre los dos. Ahora quiere casarme con un hombre viejo llamado Masilo, porque le ofreció gran número de cabezas de ganado a cambio de mi mano.
—¿Hay algún otro con quien desearías casarte, muchacha —le preguntó Umslopogaas.
—No hay ningún otro —contestó Zinita, mirándole a los ojos.
—¿Y no existe ninguna manera de escapar de las garras de Masilo?
—Sólo existe una solución, hombre-lobo… la muerte. Si muero, estaré libre; si es Masilo el que muere, también me veré libre; pero por poco tiempo, porque seré destinada a otro. Si en cambio es Jikiza el que muere, todos mis pesares se habrán terminado. ¿No están hambrientos tus animales, hombre-lobo?
—No puedo traerlos hasta aquí —contestó Umslopogaas—. ¿No hay otro medio?
—Sí, lo hay, siempre que se encuentre al hombre dispuesto a probar —dijo Zinita, y volvió a mirar a Umslopogaas a los ojos, de tal manera que éste sintió que la sangre corría más rápido que nunca por sus venas—. ¡Escucha! ¿No sabes cómo se gobiernan los hombres de esta aldea? Los manda el que logra ser dueño del hacha. El que consiga ganar en el combate ese hacha de manos de su dueño actual pasa a ser el jefe de la aldea. Así ha sucedido desde cuatro generaciones atrás, ya que el dueño del arma es inconquistable. También he oído que el bisabuelo de Jikiza aprovechó la ocasión para atravesar a su adversario con su lanza, por la espalda, y de esta manera ganó la codiciada arma. Por eso, y para evitar que a él le suceda algo parecido, Jikiza corta la cabeza de todos los adversarios a quienes vence.
—¿Ha matado a muchos? —preguntó Umslopogaas.
—Muy pocos en los últimos años, porque ninguno se atreve a desafiarle. Saben que mientras el hacha esté en su poder es invencible, y que luchar en esas condiciones equivale a un suicidio. En total suman cincuenta y uno los que le desafiaron, y delante de su choza se pueden ver cincuenta y una calaveras blanquecinas. Sé también que el hacha debe ser ganada en un combate, porque si es robada o encontrada pierde todo su poder. Por el contrario, trae la desgracia y hasta la muerte a su nuevo dueño. Ésta es la leyenda, y creo que hasta ahora se ha cumplido en todos los casos.
—¿Y cómo es posible desafiar a Jikiza? —preguntó de nuevo Umslopogaas.
—De la siguiente manera: una vez al año, en el primer día de luna nueva, Jikiza celebra un gran consejo. En esa ocasión desafía a los que hayan llegado con ese propósito a que luchen con él por la posesión del arma que significa al mismo tiempo la jefatura de la tribu. El combate se realiza en el corral más próximo, y cuando Jikiza vuelve con la cabeza de su adversario, el consejo se reanuda como de costumbre. Cualquiera puede tomar parte en ese consejo, y Jikiza está obligado a luchar con todos los que le desafíen.
—Quizás yo forme parte de ese consejo —dijo Umslopogaas.
—Después de ese consejo seré entregada como esposa a Masilo —murmuró la joven—. Pero si otro derrota a Jikiza y se convierte en jefe de la aldea, entonces él podrá entregarme por esposa a quien lo desee.
Umslopogaas comprendió el significado oculto en esas palabras y se dio cuenta de que había sido bien recibido por la joven.
—Si por casualidad me encuentro en ese consejo y la suerte me favorece en la lucha contra Jikiza, desde ese momento no vivirás lejos de mí, Zinita —le dijo.
—Pero no olvides que es muy difícil salir vencedor —le recordó la muchacha—. Muchos han probado, y todos sin éxito.
—Sí, pero al fin habrá uno que le venza. Y ahora, ¡adiós! —se despidió Umslopogaas.
Zinita le siguió con la vista hasta que desapareció entre los juncos, y al mismo tiempo sintió que su corazón deseaba que ese desconocido resultase vencedor.
Pero mientras se encaminaba de regreso a la Montaña de los Espíritus, Umslopogaas pensaba más en el combate que en la muchacha, porque en el fondo de su corazón le interesaba más la guerra que las mujeres, aunque fue su destino que éstas le acarrearan siempre desgracias, mi padre.
Quince días quedaban para que se celebrase el consejo en la aldea de Jikiza, y durante todo el tiempo transcurrido Umslopogaas pensó mucho y habló poco. Sin embargo le contó a su amigo Galazi que tenía el propósito de desafiar a Jikiza para tratar de derrotarlo y conquistar así el arma tan ambicionada. Galazi le contestó que estaba mejor entre los lobos que arriesgándose en la posesión del hacha; pero Umslopogaas no hizo caso a esas palabras tan prudentes. También le dijo que si salía vencedor tendría que hacerse cargo de la joven. Galazi sentía una gran aversión hacia las mujeres, porque no podía olvidar que una había sido la causa principal de la muerte de su padre, a quien envenenó una de sus propias esposas. Umslopogaas no le contestó nada, porque su corazón ambicionaba las dos cosas, aunque quizá deseaba el hacha con más intensidad.
El tiempo pasó lentamente y por fin llegó el día de la luna nueva. Al amanecer de esa jornada, Umslopogaas se vistió con su moocha de cuero y escondió la piel de la loba debajo de ella. Se armó con un resistente escudo de guerra, forrado de cuero de búfalo, y el hacha con que había vencido al capitán de Chaka y que había vuelto a afilar.
—Es un arma muy pobre para pretender derrotar a Jikiza, el Inconquistable —le dijo Galazi.
—Servirá para mis propósitos —le contestó Umslopogaas.
Después de alimentarse los dos jóvenes descendieron de la montaña utilizando un atajo, porque Umslopogaas deseaba conservar sus fuerzas. Se separaron al otro lado del río, pues el rostro de Galazi era demasiado bien conocido para que los sorprendieran juntos. Umslopogaas dejó con pena a su hermano de sangre, pues no sabía si volvería a verle. Después se encaminó a buen paso a la aldea de Jikiza. Cuando llegó al portón de acceso a la misma se mezcló con los numerosos forasteros que habían acudido, la mayoría atraídos por la curiosidad. Así llegó hasta el gran espacio abierto que se extendía delante de la morada de Jikiza y donde ya se encontraban los consejeros principales de éste. En el centro del grupo, sentado ante el montón de calaveras de sus vencidos, se encontraba el propio Jikiza, que era un hombre muy corpulento, de ojos dominadores. Atada a su brazo por medio de una tira de cuero reposaba el hacha. Cada uno de los que pasaban delante de ella la saludaban con respeto, llamándola Inkosikaas, que quiere decir «jefa», pero en cambio no miraban a Jikiza.
Umslopogaas se sentó entre los forasteros, frente al lugar ocupado por los consejeros, y pasó inadvertido para la mayoría, excepto para Zinita, que caminaba de un lado a otro, repartiendo calabazas de cerveza.
A la diestra de Jikiza, y muy próximo a él, se encontraba un hombre obeso, con ojos pequeños, que no dejaba de mirar a Zinita.
«Ese hombre debe ser Masilo —pensó Umslopogaas—. ¡Ya llegará su hora!».
Poco después se oyó la voz de Jikiza, que decía mientras paseaba la vista por sus consejeros:
—Os he reunido para deciros que he decidido entregar mi hijastra Zinita a Masilo, en calidad de esposa. Pero todavía no nos hemos puesto de acuerdo en cuanto al regalo de bodas. Exijo cien cabezas de ganado, porque la doncella es joven, bonita e hijastra mía. Pero Masilo me ofrece cincuenta solamente, y por eso os he reunido, para que decidáis al respecto.
—Te escuchamos, señor del Hacha —contestó uno de los consejeros—. Pero primero, y de acuerdo con la costumbre de este pueblo, debes aceptar el desafío de cualquier hombre que desee adueñarse del hacha, la cual le convertiría en Jefe del Pueblo del Hacha.
—Esta costumbre es aburrida —se quejó Jikiza—; ¿acaso no la he cumplido siempre? En mi juventud maté a cincuenta y tres hombres, sin recibir un rasguño siquiera, y desde hace ya muchos años desafío a los presentes, sin que ninguno acepte luchar conmigo.
»¡Escuchad todos! ¿Hay alguno que desee luchar conmigo, Jikiza, el Inconquistable, por la posesión del hacha y por ocupar mi lugar como jefe de esta aldea?
Habló con mucha rapidez, como si cumpliese un requisito sin importancia. Luego retomó la discusión del casamiento de Zinita y Masilo, pero fue interrumpido por Umslopogaas, que se puso de pie de un salto y gritó:
—Aquí hay alguien que está dispuesto a luchar contigo por la posesión del arma y ocupar el lugar de jefe de esta aldea.
Todos se echaron a reír al oír estas palabras, y Jikiza le miró largo rato con atención.
—¡Adelántate! —le dijo por fin—. ¡Adelántate y dime tu nombre y tu linaje, ya que quieres luchar con el Inconquistable.
Umslopogaas se adelantó, y su aspecto era tan feroz, a pesar de su juventud, que la gente dejó de reírse.
—¿De manera que deseas conocer mi nombre y mi linaje, Jikiza? —repitió—. Por mi parte no deseo más que luchar contigo cuanto antes para apoderarme de tu puesto y de tu arma y decidir sobre el asunto del cerdo Masilo. Una vez que te haya matado, tomaré un nombre que todos vosotros conoceréis muy bien.
Una vez más los presentes estallaron en carcajadas, pero Jikiza se enfadó y se puso de pie con un ademán de furia.
—¡Cómo te atreves a hablarme de esa manera! —le gritó—. ¡A mí, al Inconquistable, el dueño del hacha que otorga todo poder! Jamás creí que un jovenzuelo como tú se atrevería a pronunciar tales palabras. ¡Vamos de inmediato al corral, que ardo en deseos de separar esa cabeza insolente de tu cuerpo! De modo que quieres ocupar mi lugar, ¿eh? ¡El lugar que ha sido mío y de mis antepasados durante cuatro generaciones!
Luego se volvió hacia sus consejeros y agregó:
—Cuando haya acabado con él regresaré para que continuemos discutiendo la proposición de Masilo.
—No hagas planes por anticipado —dijo Umslopogaas—, puesto que ni siquiera sabes si volverás a contemplar la luz del sol.
Jikiza se enfureció tanto que no podía articular palabra.
Mientras tanto los presentes se encaminaron hacia el corral, porque no deseaban perderse un espectáculo semejante.
Galazi, que había seguido de lejos los acontecimientos, ya no pudo mantenerse tan apartado y se mezcló con los demás forasteros.