Cuando a la mañana siguiente Umslopogaas se puso de pie por sus propios medios, se dio cuenta de que había recuperado casi por completo las fuerzas. Sin embargo, prefirió permanecer un día más en la caverna, mientras aguardaba la llegada de Galazi, que se había marchado de caza. Regresó al atardecer, trayendo un gamo sobre los hombros. Lo trocearon con rapidez y saborearon la tierna carne que asaron al calor de la hoguera. Cuando terminaron, Galazi reanudó la historia que había interrumpido el día anterior.
—¡Escúchame, Umslopogaas! Después de atravesar la selva llegué al pie de la montaña en cuya cima se encuentra sentada la Bruja de Piedra, que espera pacientemente el fin del mundo. El escenario era mucho más alegre en esa parte. Los lagartos corrían de roca en roca, los pájaros llenaban el aire con sus trinos y pasaban volando a ras del suelo, de manera que no me importó que el sol estuviera a punto de ocultarse, ya que había caminado durante todo el día.
»Escalé la empinada pared de roca asiéndome de las pocas matas de hierbas que crecen de trecho en trecho, hasta que después de muchos esfuerzos logré llegar a las rodillas de la bruja, que es la parte que corresponde a la explanada que se extiende delante de la caverna. Cuando paseé la vista a mi alrededor, la sangre se me heló en las venas, porque me encontré completamente rodeado de lobos, de tamaño poco común y de aspecto feroz. Algunos estaban durmiendo, otros devoraban restos de animales o roían huesos y por fin algunos se encontraban con la lengua colgando entre las mandíbulas, como los perros. Detrás de ellos se abría la entrada de la caverna, en cuyo interior debían hallarse los huesos del desgraciado muchacho que yo había venido a buscar.
»Por supuesto, al principio desistí de seguir avanzando, pues me di cuenta de que esos lobos eran los verdaderos espíritus malignos de la montaña, y mi primer impulso fue dar media vuelta y regresar por donde había venido. Pero cuando ya me disponía a descender, “la Guardiana de los Vados”, que llevaba colgando a la espalda, me dio un golpe, tal y como uno haría con un cobarde. No sé si ese golpe fue obra de la casualidad o si realmente la maza se avergonzaba de mi actitud poco valiente, pero lo cierto es que me arrepentí de mi cobardía. ¿Iba a regresar derrotado, para que todos los que me vieron partir tan confiado en mis propias fuerzas se burlaran de mí? Y aun cuando persistiera en mi propósito, ¿no me sorprenderían los espíritus malignos de la selva para sacrificarme durante la noche? No; era preferible morir entre las fauces de los lobos.
»Con un salto ágil me encaramé de nuevo a la explanada, y haciendo girar la maza sobre mi cabeza, me lancé sobre los lobos, acompañando mis movimientos con el grito de guerra de los halakazi. Los animales también se aprestaron al ataque, abriendo las fauces y aullando de tal forma que por un momento creí que el terror paralizaría mis movimientos. Sin embargo, parecieron asustados al darse cuenta de que su atacante era un hombre, porque se dispersaron sin intentar defenderse; de modo que en contados segundos me vi dueño del campo y con la entrada de la caverna expedita.
»Con el corazón henchido de alegría y orgullo por esa victoria tan fácil, miré hacia el interior de la cueva. Por fortuna, los últimos rayos del sol tenían una inclinación tal que iluminaban su interior perfectamente. Pero entonces, Umslo —pogaas, volví a experimentar un temor indescriptible cuando mi vista se posó en el fondo de la cueva.
»¡Mira, Umslopogaas! ¿Ves ese agujero que parece abierto a punta de lanza en la roca y que se encuentra a considerable altura del suelo? Es un agujero angosto y lo suficientemente alto y profundo como para que un hombre se siente en él, dejando colgar sus piernas en el vacío. Allí vi que se encontraba sentado el cadáver de un hombre, que estaba reducido a los huesos, unidos entre sí por la piel, tan negra y arrugada que le daba un aspecto repulsivo.
»En una de sus manos todavía sostenía su moocha, la cual estaba medio comida, como si el infortunado, antes de morir, hubiera aplacado su hambre con ella. Le faltaba uno de los pies, y en el suelo descubrí un trozo de lanza rota.
»Ahora quisiera que tú, Umslopogaas, pasaras la mano por la pared de roca, debajo del agujero donde encontré el cadáver. ¿Notas qué suave y pulida está? Sin duda te preguntarás por qué parece haber sido trabajada hasta que desaparecieron todas las asperezas. Te lo explicaré.
»Cuando asomé la cabeza por primera vez y miré hacia el interior de la caverna, contemplé el espectáculo que trataré de describirte:
»Sobre el suelo de la cueva se encontraba una loba, respirando muy agitada, como si hubiese corrido una gran distancia; se trataba de un animal grande y de aspecto feroz. Cerca de ella distinguí otro lobo, viejo y de pelaje oscuro, con los flancos matizados con pelos grises, y también de tamaño poco común; sin duda se trataba del padre de la manada. Mientras lo contemplaba, el animal tomó impulso y dio un salto formidable, tratando de alcanzar el pie del cadáver que colgaba en el vacío. Pero falló en sus propósitos, aunque por escasísima distancia. Su flanco golpeó contra la pared de piedra y cayó al suelo.
»Una y otra vez repitió la tentativa, con idéntico resultado. Entonces se incorporó la loba e imitó a su compañero, pero sin tener más suerte.
»Ahora ya sabes, Umslopogaas, por qué esa parte del paredón se encuentra tan pulido: mes tras mes y año tras año los lobos han tratado de apoderarse de los restos de ese desdichado dando saltos formidables y alisando la roca con el roce de sus propios cuerpos, sin que ninguno de ellos tuviera éxito. Sólo en una ocasión lograron apoderarse de uno de sus pies, pero jamás del otro o del resto de su cuerpo.
»Mientras yo seguía contemplándolos, fascinado por espectáculo tan macabro, la loba dio un salto más formidable que los demás, pero no lo suficientemente alto.
»Sin duda el esfuerzo realizado le destrozó alguna víscera porque cayó de espaldas, gruñendo, mientras una sangre negruzca comenzó a manar de su boca abierta.
»El lobo se acercó a su compañera, la olió y sin duda se dio cuenta de que estaba herida y decidió acabar con ella. Entonces le enterró los larguísimos colmillos en su garganta. Los gruñidos de la loba se hicieron más y más débiles, a medida que las fauces del padre de la manada se cerraban en su garganta.
»Me di cuenta de que era un momento inmejorable para acabar con el lobo, porque si esperaba a que terminara con su compañera después me atacaría a mí. Avancé cautelosamente con la maza lista, tratando de no hacer el menor ruido. Pero algo debió delatarme, quizá mi sombra, que se proyectaba agrandada sobre el piso de la caverna, porque el colosal lobo soltó a su compañera y se dio la vuelta para enfrentarme, con las fauces abiertas.
»Saltó sobre mí, pero antes de que alcanzara a tocarme descargué sobre él un fuerte mazazo, que le obligó a caer a tierra. Pero no se dio por vencido, sino que volvió a abalanzarse sobre mí. Esta vez me hice a un lado con un movimiento rápido y golpeé una de sus patas, rompiéndosela. Pero ni aun así conseguí derrotarle, porque se paró sobre las tres patas, reanudó su ataque y logró clavarme sus afilados dientes en la cintura. Por fortuna había enrollado la bolsa de cuero alrededor de ella, de manera que, si bien dejé escapar un grito de dolor al sentir mi carne atravesada por esos agudos estiletes, la herida que me ocasionó no fue de gravedad. Decidido a descargar un golpe definitivo, agarré la maza con las dos manos, y fue tan formidable la fuerza del nuevo impacto que destrocé la cabeza del animal. Luego pasé el mango de la maza por entre las mandíbulas de la fiera y así logré abrirlas y librar mi cuerpo del feroz mordisco.
»Miré mis heridas; no eran muy profundas, y la sangre dejó de manar de ellas al poco tiempo; sin embargo, hasta el día de hoy suelen dolerme, porque la saliva del lobo está envenenada.
»En ese momento levanté la vista y me di cuenta de que la loba se había levantado. Parecía que jamás hubiese estado herida, tal es la resistencia casi increíble de esos animales, Umslopogaas. Pero no me miraba a mí ni a su compañero muerto, sino que tenía la vista clavada en el cadáver que se encontraba en lo alto.
»Me acerqué con suma cautela y en el momento oportuno le descargué un fuerte golpe que le partió el cuello, cayendo muerta de inmediato.
»Entonces me permití un descanso. Me acerqué a la entrada de la caverna y miré hacia el exterior. El sol ya se había puesto y la selva estaba cubierta por un manto de sombras. Solamente el rostro de la Bruja de Piedra seguía iluminado. Decidí permanecer allí esa noche, porque, a pesar de que la luna prometía iluminar con claridad el paisaje, no me atrevía a caminar de noche en lugares frecuentados por lobos y fantasmas. ¡Y menos aún si llevaba conmigo los huesos que descansaban en la caverna!
»Me dirigí hacia la vertiente que brota entre las piedras, a pocos pasos hacia la derecha de la cueva, y lavé mis heridas de la mejor manera posible, saciando al mismo tiempo la sed. Después me senté a la entrada de la caverna, mirando las sombras de la noche que ganaban poco a poco todo el paisaje. A medida que se extinguía la luz del día, la selva parecía despertar. El viento sopló con más fuerza, sacudiendo con furia las ramas endebles hasta quebrarlas y haciendo oscilar los troncos jóvenes, que desde lejos semejaban un mar embravecido. Además, se oían numerosos aullidos de lobos y fantasmas, que eran contestados desde todos los rincones de la selva. ¡Aullidos como los que se escuchan en este momento, Umslopogaas!
»Por mi parte, estaba aterrorizado, ya que todavía ignoraba el secreto de la piedra corrediza para obstruir la entrada de la caverna. Además, aun en caso de haberla conocido, creo que no me hubiese atrevido a encerrarme en la caverna junto con los cadáveres de dos lobos y el de ese desdichado, con su único pie colgando desde lo alto.
»La luna iluminaba perfectamente el rostro de la Bruja de Piedra. Parecía que me observaba con el ceño fruncido. ¡Qué momentos terribles pasé esa noche! Comprendía que ese lugar estaba poblado de espíritus, sí, de los espíritus de los que habían muerto en él y que rondaban por los alrededores como los buitres junto a un cadáver.
»Comprendí que tenía que hacer algo, porque de lo contrario iba a volverme loco. Por eso regresé a la caverna, y no se me ocurrió nada mejor en qué pasar el tiempo que desollar el cuerpo sin vida del gran lobo, padre de la manada. Cantaba a medida que mi cuchillo separaba el cuero de la carne, no sólo para darme ánimos, sino para tratar de olvidarme del pobre hombre que parecía observarme desde su nicho de piedra. Pero la luna me jugaba malas pasadas, porque iluminaba cada vez más la cueva, haciendo resaltar las formas del desdichado. Me di cuenta, entre otras cosas, de que antes de morir se había atado sobre los ojos unas improvisadas tiras de cuero, sin duda hechas con trozos de su moocha. ¿Por qué lo había hecho? Quizá para no mirar las fauces dilatadas de los feroces lobos que saltaban uno tras otro tratando de alcanzarle.
»En ese momento sentí una sensación extraña sobre mi cuerpo; me di la vuelta y sorprendí a poca distancia de donde me encontraba un par de ojos que parecían despedir llamas. Tomé la maza y descargué un golpe en esa dirección. Oí de inmediato un aullido de dolor y un bulto grisáceo se alejó corriendo de la caverna.
»Una vez desollado el lobo, arrojé sus despojos fuera de la caverna. Poco después se oyeron unos gruñidos muy próximos a la entrada de la cueva y vi que gran cantidad de formas grisáceas caían sobre esos restos, luchando unos con otros para devorarlos. Cuando no dejaron más que huesos pelados, regresaron aullando a la selva.
»No podría decirte si dormí o si pasé toda la noche en vela, Umslopogaas. Tampoco podría decirte si la visión que tuve fue una pesadilla, pero sucedió que en un momento dado me pareció distinguir un resplandor rojizo en el agujero abierto en la pared de la cueva, y oí una voz cavernosa que me decía:
»—¡Salud, Galazi, hijo de Siguyana! ¡Salud, Galazi, el Lobo! ¿Qué haces aquí en la Montaña de los Espíritus, sobre la que se sienta la Bruja de Piedra, esperando el fin del mundo?
»Entonces le contesté, o por lo menos me pareció que mi voz contestaba:
»—¡Salud, tú que estás muerto! ¡Tú que te sientas como un buitre en lo alto de la roca! Estoy en la Montaña de los Espíritus porque he venido a buscar tus huesos para llevárselos a tu madre, que quiere darles sepultura.
»—He pasado muchos años sentado en este lugar, Galazi— me dijo la voz cavernosa. —Día tras día he visto los esfuerzos inútiles de los lobos por alcanzarme, hasta tal punto que desgastaron la roca, alisándola como una superficie bruñida.
»Antes de morir pasé siete días y siete noches de pesadilla, con los lobos rondando a mis pies. Luego, ya muerto, he pasado años viendo desfilar los días y las noches por esta caverna, en el corazón de la Bruja de Piedra y oyendo el aullido de los lobos que se desesperaban por alcanzarme.
»Mi madre era joven y bonita cuando la abandoné para internarme en la selva encantada. ¿Cómo está ahora, Galazi?
»—Tiene los cabellos blancos y el rostro surcado de arrugas— le contesté. —Los demás la llaman loca porque trata de recuperar tus huesos. Me ha ofrecido “la Guardiana de los Vados” como recompensa si le llevo tus restos.
»—Y será tuya, porque eres el único que se ha atrevido a cruzar la selva para venir a rescatarme y procurarme sepultura lejos de estos fantasmas. Porque los que tú has visto no son lobos, y los que has matado tampoco; son fantasmas con forma de fieras. ¿Sabes cómo viven, Galazi? ¿Y de qué se alimentan? Cuando amanezca, súbete hasta la altura del pecho de la Bruja de Piedra y mira entonces a tu alrededor. Así veras de qué se alimentan. Desde tiempo atrás cayó sobre ellos esta maldición; debían vagar hambrientos y sin descanso, bajo forma de lobos, poblando la Montaña de los Espíritus, hasta que la mano del hombre los destruyera. Debido a su apetito voraz han pasado año tras año saltando sin descanso, tratando de apoderarse de mis huesos. El que tú mataste era el rey de la manada, y la loba la reina.
»Ahora escucha lo que voy a decirte, Galazi: con la ayuda de un león, tú podrás convertirte en rey de los lobos. Ponte el cuero del lobo muerto sobre los hombros, y los demás, que suman trescientos sesenta y tres, te seguirán. Así podrás contar con todos ellos hasta que desaparezcan gradualmente.
»En cuanto a la recompensa que te ofreció mi madre, “la Guardiana de los Vados”, debo advertirte que si bien es un arma magnífica, poseerla significa la muerte, porque todos sus dueños anteriores murieron en el campo de batalla.
»Mañana por la mañana llévame hasta la choza de mi madre, para que yo pueda descansar en paz, lejos de estos endemoniados lobos. He hablado, Galazi.
»La voz se hacía más débil y cavernosa a medida que pronunciaba estas últimas palabras, hasta tal punto que apenas pude oírlas. Sin embargo, le pregunté:
»—¿Cómo se llama ese león que me ayudará a convertirme en rey de los lobos?
»La voz del muerto era apenas audible, pero a nuestro alrededor reinaba un silencio tan absoluto que las entendí perfectamente:
»—Se llama Umslopogaas, hijo de Chaka, León de los zulúes.
Al oír esta respuesta, Umslopogaas se puso de pie, movido por el asombro.
—Yo me llamo Umslopogaas —interrumpió—, pero soy hijo de Mopo y no de Chaka, el León de los zulúes. Tú debes haber soñado todo, Galazi, o de lo contrario el muerto te engañó.
—Quizá sea como tú dices, Umslopogaas —le contestó Galazi, el lobo—. A lo mejor soñé, o a lo mejor el muerto me mintió. Pero si bien pudo haber mentido en este sentido, en cuanto a lo demás dijo la verdad, como ya verás.
»Después de tan extraña conversación me dormí profundamente. Cuando desperté, toda la selva estaba envuelta en una especie de neblina, y el rostro de la Bruja de Piedra parecía bañado en una luz de reflejos verdosos. Decidido a averiguar si esa visión había sido imaginada por mi mente sobreexcitada por los últimos acontecimientos, comencé a trepar por la pared de roca hasta la altura que correspondía al pecho de la Bruja de Piedra. En ese momento salió el sol, bañando el rostro de la bruja con suave claridad. Pero a medida que me acercaba a la meta, se borraba ese parecido extraordinario con los rasgos de una anciana, para convertirse sólo en montones y más montones de roca irregular. Esto es lo que hacen todas las brujas, Umslopogaas, ya sean de carne o de piedra: cuando uno se acerca cambian rápidamente de forma.
»Ya me encontraba en la parte deseada y traté de avanzar entre las agudas rocas. Llegué hasta una especie de explanada, en medio de la cual descubrí una profunda fisura, cubierta con heléchos y otras plantas rastreras. Pero nada más. Decepcionado, pensé que había sido engañado por mi propia imaginación, y ya me disponía a regresar a la caverna cuando algo más poderoso que mi deseo me llevó a remover los heléchos que, al parecer, cubrían esa fisura. Al quitarlos comencé a descubrir cosas insospechadas: primero extraje algo redondeado y amarillento, que no tardé en identificar como el cráneo de un niño; luego fueron surgiendo más y más huesos humanos, algunos más ennegrecidos que otros por la acción del tiempo y la humedad, pero todos ellos con algo en común: las marcas de los afilados dientes de los lobos; había descubierto, pues, tal como lo dijera el muerto, de qué se alimentaban.
»Con el corazón encogido de piedad hacia todas esas desdichadas víctimas, regresé a la caverna, sin volver una sola vez la cabeza.
»En cuanto estuve en el interior de la cueva desollé también a la loba. Cuando terminé ya el sol estaba alto; era hora de ponerse en marcha. Pero no podía regresar solo; el que se sentaba en lo alto de la pared de roca debía acompañarme.
»Sentí miedo ante la idea de que debía tocar a ese cadáver que me había hablado en sueños; sin embargo, no existía otra solución.
»Comencé a apilar piedras, formando una especie de escalera rústica, hasta una altura considerable. Después me encaramé sobre ellas y no tuve ninguna dificultad en levantarlo, pues era sumamente liviano, ya que no quedaba de él más que piel y huesos.
»Luego me envolví con la piel del lobo, y dejando abandonada la bolsa de cuero, pues no podía meterlo en ella, me lo coloqué a la espalda y lo sostuve agarrándolo del único pie que le quedaba.
»Descendí a buen paso hasta la selva y me interné en ella con decisión porque ya conocía el camino. Por otra parte ya había perdido el temor y no tuve grandes inconvenientes. En una sola ocasión un águila enorme descendió hacia mí, pero la vi a tiempo y lancé varios gritos, que la espantaron.
»De vez en cuando debía agacharme, pues las ramas de algunos árboles crecían tan bajas que temí que la cabeza del muerto se destrozara al chocar contra ellas.
»Seguí la marcha sin detenerme ni un momento hasta que llegué al corazón mismo de la selva. En ese momento oí el aullido de un lobo a mi derecha, al cual contestaron otros a mi izquierda y a mi espalda. No me atreví a detenerme, sino que apreté el paso, guiándome por el sol que vislumbraba de tanto en tanto por los pocos claros abiertos en la tupida vegetación.
»Pero me daba cuenta de que las formas grises y oscuras me seguían de cerca, y al llegar a un claro más grande que los demás me detuve, con el corazón paralizado al ver allí congregados a un gran número de lobos.
»Las piernas me temblaron de tal forma que temí que no me sostuvieran. Los animales me rodeaban por todos lados; no había escapatoria posible.
»Permanecí inmóvil, con la maza en alto, contemplando cómo se cerraba a mi alrededor el círculo mortal. Pero ninguno saltó, sino que se limitaron a acercarse más y más.
»De pronto, uno de ellos se abalanzó en mi dirección, aunque no con el propósito de atacarme a mí sino al cadáver que llevaba sobre los hombros.
»Me hice a un lado con rapidez, de manera que el lobo cayó al suelo a consecuencia del fuerte impulso, pero no tardó en levantarse, aullando de rabia y de dolor.
»En esos momentos tan angustiosos recordé el consejo que la noche anterior me había dado el muerto durante la visión. Nada podía asegurar que tendría éxito, pero pensé que bien valía la pena hacer la prueba. De inmediato dejé escapar un penetrante aullido, imitando el de los lobos.
»Todos se acercaron todavía más, como si se dispusieran a devorarme, pero ninguno me causó el menor daño; por el contrario, me lamieron las piernas con sus largas lenguas rojas, y hasta se empujaban unos a otros para llegar a mi lado y frotar su piel contra mi cuerpo, como lo haría un gato mimoso.
»Solamente uno dio un mordisco al cadáver, pero le golpeé el lomo con la maza y se alejó de inmediato, con la cola entre las patas, y hasta los demás le mordieron por haberse atrevido a tanto.
»Entonces me di cuenta de que ya nada tenía que temer, porque los lobos me respetaban como a su verdadero rey. Reanudé mi camino, seguido por toda la manada.
»Así continuamos por el sendero que ya me era familiar, hasta llegar a los límites de la selva.
»En ese momento pensé que nadie debía verme seguido por esos animales, pues podían pensar que yo era un brujo y matarme. Por eso hice alto y mediante señas traté de alejar a los lobos de mi lado. Comenzaron a aullar lastimeramente, como si temieran que los abandonase; pero les dije que no tardaría en volver a su lado, y pareció que, a pesar de su condición de irracionales, me hubieran comprendido, porque se mostraron conformes y me obedecieron, alejándose lentamente de regreso al corazón de la selva.
»Así volví a encontrarme solo. Creo, Umslopogaas, que es hora de dormir. Mañana terminaré mi historia.