Ahora debo retroceder un poco en mi narración, mi padre, porque es larga y serpentea muchas veces, como un río que se desliza entre las rocas. Quiero contarte qué suerte corrió Umslopogaas en poder de la leona, según él mismo me contó años más tarde.
Como recordarás, la fiera se perdió entre los arbustos con el muchacho desvanecido entre sus fauces. Cuando volvió en sí, trató de zafarse, pero el animal apretó más las mandíbulas, por lo que Umslopogaas decidió permanecer quieto, haciéndose el muerto. Todo lo que recordaba como entre sueños era el grito de Nada cuando dijo «¡Salvadle!».
Poco después volvió a perder el conocimiento, y al recobrarlo se encontró en el suelo. El muslo le dolía muchísimo. A pocos pasos de él se hallaba la leona, con las fauces abiertas, mostrando sus afilados colmillos, y con los músculos contraídos, prestos a lanzarse al ataque. Frente al enfurecido animal vio a un joven alto y delgado, de rostro adusto, y vestido con la piel completa de un lobo, dispuesto de manera tal sobre su cuerpo que la cabeza y la mandíbula superior de la fiera descansaban sobre sus cabellos.
Se había plantado con decisión frente a la leona, a la que azuzaba a gritos. En uno de los brazos sostenía un gran escudo de guerra, y en la otra mano apretaba una pesada maza de madera y hierro.
La leona ya se disponía a saltar, gruñendo con furia, pero el joven vestido con la piel del lobo no esperó que diese el salto. Corrió hacia ella y le descargó un feroz mazazo en la cabeza.
El golpe fue muy fuerte, pero no lo suficiente para matar a un animal tan resistente.
La fiera retrocedió a consecuencia del impacto; pero, reaccionando de inmediato, le tiró un terrible zarpazo.
El muchacho se protegió con su escudo, pero el impulso fue tal que cayó al suelo, quedando debajo del mismo. Entonces la leona se le echó encima para acabar con él. Por fortuna, el mismo escudo que le impedía levantarse le servía de protección contra los feroces zarpazos. Umslopogaas se dio cuenta del peligro que corría ese extraño, ya que el escudo acabaría por romperse entre las garras de la fiera.
Se dio cuenta de que la leona todavía conservaba hundida en el pecho la lanza quebrada que él le había clavado cuando le atacó. Entonces se dijo que debía enterrarla por completo en el cuerpo de la fiera o morir en la empresa, pues no existía otra solución.
El deseo de ayudar al desconocido le hizo olvidar su propio dolor, y con gran agilidad y premura se puso de pie, acercándose cautelosamente hacia la leona.
Como el animal no se dio cuenta de su presencia, ya que se hallaba enfurecido con su nueva víctima, Umslopogaas pudo apoderarse del mango roto y hundirlo más en la herida, al tiempo que lo removía hacia uno y otro lado.
La leona se volvió enfurecida hacia Umslopogaas, lacerándole el pecho y los brazos con sus garras.
En ese momento se oyó un prolongado coro de aullidos y Umslopogaas vio que gran número de lobos grises y negros caía sobre la leona, destrozándola a dentelladas.
Después se cerraron los ojos del muchacho y no pudo recordar nada más. Había perdido de nuevo el conocimiento.
Cuando lo recobró, paseó la vista a su alrededor, esperando ver al feroz carnicero. Pero no lo encontró, y él mismo se vio en una caverna desconocida, sobre un colchón de hierbas, junto a pieles de distintos animales, y con una vasija llena de agua a su lado. Por un instante pensó que todo había sido un sueño.
Tomó el recipiente con ambas manos y bebió con avidez. Entonces se dio cuenta de que uno de sus brazos le dolía mucho y que su pecho y hombros estaban cubiertos de cicatrices.
En ese momento alguien entraba en la caverna. Se trataba del mismo muchacho que lo había hecho frente a la leona. Traía un gamo pequeño entre los brazos. Puso el animal en el suelo y, acercándose a Umslopogaas, vio que el zulú había recobrado el conocimiento.
—¡Ou!— exclamó—. Tienes los ojos abiertos, extranjero. Quiere decir que vives.
—Vivo y estoy hambriento —contestó Umslopogaas.
—Me alegro. Desde que te traje, hace ya doce días, no has hecho más que estar sin sentido y beber agua. La leona te había causado tantas heridas que temí que no vivieras. Dos veces estuve a punto de poner fin a tus sufrimientos, pero me supe contener a tiempo. Ahora come para que te vuelvan las fuerzas. Después hablaremos.
Umslopogaas se restableció poco a poco. Cada día que pasaba se sentía más fuerte. De noche se sentaba junto al fuego y conversaba con su nuevo amigo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó en una ocasión.
—Me llamo Galazi, el lobo —contestó el aludido—. Soy de la raza zulú; sí, de la misma raza del rey Chaka, porque el padre de Senzangacona, padre de Chaka, era mi bisabuelo.
—¿De dónde vienes, Galazi?
—Vengo de Swaziland, de la tribu de Halakazi, a la que yo debía gobernar. Mi historia es la siguiente: Siguyana, mi abuelo, era hermano menor de Senzangacona, el padre de Chaka. Pero ambos riñeron y mi padre se apoderó de la tribu. Después se unió a cierta gente de los Umtetwa y marchó con ellos hasta Swaziland, donde vivió en las grandes cuevas que ocupaban los Halakazi.
»Un tiempo después murió el rey de la tribu y él ocupó su lugar. Pero había un partido que odiaba a mi padre porque pertenecía a la raza zulú, y querían que reinara en su lugar un hombre de sangre Swazi. Mi padre se mostró firme y no pudieron destronarlo. Yo era el único hijo de su primera esposa y, por lo tanto, heredero del trono. Por eso los Swazis que estaban en contra de mi padre me odiaban a mí también.
»Así siguieron las cosas hasta que el año pasado, en el invierno, mi padre descubrió una conspiración contra él y quiso matar a veinte hombres con sus respectivas esposas e hijos. Pero los Swazis principales se enteraron y sobornaron a una de las esposas de mi padre para que le envenenara.
»La mujer cumplió con la orden recibida y una mañana me dijeron que mi padre estaba enfermo y que me reclamaba a su lado. Lo encontré en su choza, agobiado por el dolor.
»—¿Qué ha sucedido, padre? ¿Quién te ha causado este daño?— le pregunté.
»—Me han envenenado, hijo mío, y creo que la autora no anda lejos de aquí— susurró a mi oído.
»Luego señaló a una de sus mujeres, que se mantenía junto a la puerta de la choza, temblando de temor porque se sabía descubierta.
»El furor me cegó, y, apoderándome de una lanza, me abalancé sobre ella y la maté, a pesar de sus gritos de misericordia y de que se trataba de una joven muy bonita.
»—¡Bien, Galazi!— aprobó mi padre. —Cuando yo haya muerto cúidate mucho, porque estos perros swazis querrán quitarte lo que te pertenece. Quiero que me jures una cosa: si puedes escapar de sus garras con vida, ¡no dejes de vengar mi muerte!
»—¡Te lo juro, padre!— le prometí. —¡Juro que mataré a todos los miembros de la tribu Halakazi, excepto a los de mi propia sangre, y que pondré en cautividad a sus hijos y mujeres!
»—¡Palabras muy grandes para ser dichas por boca tan pequeña!— reflexionó mi padre en voz alta. —Sin embargo creo que serás capaz de cumplir tu propósito. En la hora de mi muerte conozco el destino que te aguarda: vagarás por varios años en tierra extrañas, hasta que encuentres una muerte gloriosa, muy diferente de la que me tocó a mí.
»Después de pronunciar estas palabras, alzó la cabeza, me miró y exhaló su último suspiro.
»Como enloquecido, me alejé de la choza, arrastrando el cadáver de la muchacha culpable detrás de mí. Muchos de los hombres principales de la aldea se habían congregado frente al palacio, aguardando la muerte de mi padre, y me di cuenta de que en sus miradas había un brillo siniestro.
»—¡Mi padre, el rey, ha muerto!— anuncié en voz alta. —Yo, Galazi, el nuevo rey, he matado a la culpable de su muerte.
»Y di la vuelta al cadáver de la joven para que todos pudiesen contemplarla.
»Entre los presentes se encontraba el padre de la muchacha, uno de los que la había persuadido a envenenar a mi padre, y por supuesto se mostró muy impresionado al ver a su hija muerta.
»—¿Vamos a permitir a este perro zulú que asesine a una de nuestras mujeres?— gritó con el propósito de excitar los ánimos de los presentes. —¡Nunca! ¡El viejo león ha muerto, liquidemos ahora a su cachorro!
»Y corrió hacia mí con su lanza preparada.
»—¡Nunca!— gritaron los demás, y ellos también se me acercaron amenazadores.
»Les esperé con tranquilidad porque mi padre me había dicho que no moriría todavía. Aguardé hasta que el padre de la culpable estuviera muy cerca; cuando saltó sobre mí me hice a un lado con un movimiento rápido y le hundí mi arma en el pecho, de tal manera que el cadáver del padre cayó sobre el de la hija.
»Luego lancé un grito de victoria y acometí a mis atacantes. Ninguno pudo causarme el menor daño, porque nadie alcanzó a tocarme: no hay hombre que pueda igualarme en velocidad en una carrera.
—Quizá algún día te desafíe a correr —le interrumpió Umslopogaas con una sonrisa, pues era el más rápido de los jóvenes zulúes.
—Primero deberás restablecerte, y después probar —le contestó Galazi.
—Prosigue con la historia, que me interesa mucho —pidió Umslopogaas.
—Huí del país de los halakazi y no me detuve en territorio swazi, sino que me interné en las tierras de los zulúes. Mi propósito era presentarme ante Chaka y contarle cuanto había hecho, pidiéndole ayuda para terminar con los halakazi. Pero durante el viaje pasé una noche en la choza de un anciano que conocía a Chaka y que también había conocido a Siguyana, mi abuelo. Como tuve que quedarme dos días enteros en ese sitio, le conté lo que me proponía hacer y le pedí consejo. El anciano me hizo desistir, asegurándome que Chaka mataba a todos los jóvenes de sangre real que se ponían a su alcance. No sólo me aconsejó, sino que me ofreció refugio permanente en su choza. Comprendí que tenía razón, porque la mayoría de las veces los que se presentan ante un rey a reclamar justicia no encuentran más recompensa que la muerte.
»Sin embargo no quise quedarme en la choza del anciano, porque sus hijos no me miraban con buenos ojos y deseaba trazar nuevos planes para reconquistar lo que era mío. Por eso abandoné una noche aquel albergue, sin saber a ciencia cierta hacia dónde encaminar mis pasos.
»Al atardecer del tercer día de marcha llegué a una pequeña choza que se encuentra en el extremo más alejado del río, al pie de la montaña. Erente a esa choza se hallaba una anciana, aprovechando los últimos rayos del sol.
»Al verme llegar, después de contemplarme un momento, me dijo:
»—Eres alto, fuerte y ágil, muchacho. ¿Quieres ganarte un arma famosa, una maza que destruye todo cuanto toca?
»Le contesté que, en efecto, me gustaría poseerla, preguntándole qué tenía que hacer para ganarla.
»—Mañana por la mañana— prosiguió la anciana, —con el primer rayo del sol, escalarás aquella montaña —y señaló con el índice la montaña en que ahora nos encontramos, la que tiene una bruja de piedra en la cima—. A las dos terceras partes del camino encontrarás un sendero muy difícil de escalar. Una vez que lo atravieses te rodeará una selva oscura. Tratarás de caminar por ella, buscando a tientas el sendero, hasta que llegues a un claro, con un paredón de piedra en la parte posterior. En ese paredón existe una caverna, y dentro de ella encontrarás los huesos de un hombre. Si me traes esos huesos en una bolsa te entregaré la maza.
»Mientras me hacía esta proposición salieron varias personas de la choza y escucharon sus palabras en silencio.
»—No le prestes atención, muchacho— me dijeron, —a menos que estés cansado de la vida. Esta anciana está loca; la montaña está hechizada, llena de fantasmas. ¡Mira la bruja de piedra que se sienta en su cima! Además, la selva que debes atravesar está habitada por espíritus malignos y nadie se ha atrevido a pasar por ella en los últimos años. El hijo de esta anciana fue un tonto: vagó por la selva, diciendo que no creía en fantasmas, y el Amatongo le mató. Esto sucedió hace muchos años, y nadie se ha atrevido a ir a buscar sus huesos. Desde entonces la anciana se sienta a la puerta de la choza y le pide a toda persona que pasa que vaya a rescatarlos, ofreciendo una maza como recompensa. ¡Pero nadie acepta, porque en ello le va la vida!
»—¡Mienten!— gritó la anciana. —¡No hay fantasmas en la selva! Los fantasmas habitan tan sólo en los corazones cobardes; el único peligro son los lobos. Sé que los huesos de mi hijo se encuentran en esa cueva porque los he visto en mis sueños, pero desgraciadamente mis piernas son demasiado débiles y no podrán escalar la montaña, ¡y todos los que me rodean no son sino un puñado de cobardes! ¡No hay ningún valiente por los alrededores desde que los zulúes mataron a mi esposo!
»Medité la proposición durante unos segundos, pero antes de decidirme quise ver la maza que la anciana ofrecía como recompensa al que se atreviera a desafiar al Amatongo y a los demás espíritus de la selva.
»La anciana se puso de pie con mucha dificultad y se perdió dentro de la choza. Al poco tiempo salió de nuevo, arrastrando el arma tras ella.
»—¡Mírala, extranjero, mírala! ¿Has visto otra maza igual?
Y Galazi alzó la maza para que Umslopogaas la admirara.
Puedo asegurarte, mi padre, que esa maza era magnífica, porque tuve ocasión de verla tiempo más tarde. Se trataba de un trabajo hecho en madera durísima, cubierta con planchuelas de metal, ablandado al fuego y pulido de tal forma que parecía la superficie bruñida de un espejo.
—En cuanto la vi quise poseerla —siguió narrando Galazi—. ¿Cómo se llama esa maza? —pregunté a la anciana.
»—Se llama “Guardiana de los Vados”— me contestó. —Tres hombres la han usado antes que tú, y con ella mataron a ciento veintitrés enemigos. El último que la tuvo mató a veinte antes de caer asesinado, y por eso la tradición dice que todo el que la posea morirá con ella en la mano, y de una manera heroica. No hay más que otra arma que se pueda comparar con ella en todo Zululand, y es la gran hacha de Jikaza, el jefe de la Tribu del Hacha, que vive más allá de la montaña. Se llama Imbubuzi, y trae la victoria a cuantos la usan. Si se utilizan las dos armas a la vez en el combate, ni treinta hombres juntos podrían resistirlas. Y ahora debes decidirte.
»Y al decir estas palabras la anciana me contemplaba con ojos brillantes y astutos.
»—Ahora dice la verdad— afirmó uno de los presentes. —Sin embargo, cuantos han usado esa maza han muerto lanceados, por eso nadie se atreve a hacerse dueño de ella.
»—¡Una muerte buena y rápida!— comenté. Seguí reflexionando unos minutos más, sin que la mirada de la anciana se apartara de mi persona, hasta que ésta se impacientó y gritó con enojo:
»—¡Tú no me convienes! ¡La maza no será tuya! Necesito un hombre valiente y no un niño.
»—¡No tan rápido!— le contesté. —¿Me dejas llevar la maza mientras voy en busca de los huesos de tu hijo? Me servirá para defenderme de los fantasmas que me salgan al paso.
»—¿Que te preste la maza, dices? ¡Nunca! Jamás volvería a verte si así lo hiciera.
»—¡No soy un ladrón!— contesté enojado. —Si los fantasmas me matan, es verdad que no volverás a ver ni a la maza ni a mí; pero si vivo, te traeré los huesos de tu hijo. Si no llego a encontrarlos te devolveré el arma. Sólo te digo una cosa más: si no me prestas la maza no escalaré esa montaña embrujada.
»La anciana me miró fijamente, y después me dijo:
»—Tus ojos son honrados, muchacho. Puedes llevar el arma cuando vayas a buscar esos huesos. Si mueres, se perderá contigo; si no tienes éxito, me la devuelves; pero si me entregas los restos de mi hijo, es tuya, y estoy segura de que te traerá suerte en las batallas, y de que morirás como un héroe, esgrimiéndola hasta el último momento.
»A la mañana siguiente, muy temprano, me puse en camino, llevando conmigo el arma. También me apoderé de un pequeño escudo que protegería mi cuerpo si era atacado. La anciana me bendijo y me deseó buena suerte, pero los demás moradores de la choza se burlaban de mí, diciendo:
»—¡Un muchacho tan joven para una maza tan grande! ¡Ten cuidado, no sea que los fantasmas te aticen a ti con ella!
»Solamente una jovencita, nieta de la anciana, no se burló, sino que me llevó aparte y me rogó que desistiera de mis propósitos, que en ello me iba la vida. Le di las gracias, pero le contesté que ya estaba decidido y que ningún peligro me haría cambiar de idea. Antes de partir pregunté cuál era el camino que llevaba a la Montaña de los Fantasmas.
»—Si tienes fuerzas suficientes, extranjero— agregó Galazi, dirigiéndose a Umslopogaas, —me gustaría que te acercaras conmigo a la boca de la caverna y contemples los alrededores, aprovechando la claridad de la luna.
Umslopogaas aceptó la invitación y se puso de pie con dificultad, encaminándose hacia la salida.
Por encima de su cabeza se alzaba un pico muy elevado, que tenía la conformación de una vieja sentada, con la barbilla apoyada en el pecho. La caverna donde se encontraban se hallaba más o menos a la altura de la falda o regazo de la anciana. Más abajo, la pared de roca caía a pico, salpicada de tanto en tanto por arbustos. En el fondo se veía una selva extensa y muy tupida que se extendía hasta una colina, a cuyo pie, y bañadas por las aguas de un río, se encontraban las vastas extensiones que formaban Zululand.
—Más allá de esa llanura se encuentra la choza de la anciana —dijo Galazi, señalando con la maza hacia abajo—. Y ésa es la selva en la que habita Amatongoy otros fantasmas. Después de ese bosque serpentea una senda estrecha que conduce a esta caverna.
»Esa piedra que se encuentra a pocos pasos puede moverse, y entonces obstruye por completo la entrada de la cueva. Aunque es muy grande y pesada, gira con tanta facilidad que hasta un niño podría moverla. Pero no debe ser empujada más que hasta esta marca —y señaló una que se destacaba en la pared de la caverna—, pues, de lo contrario, ni el hombre más fuerte del mundo sería capaz de sacarla de su posición.
»Nadie que no esté enterado de su existencia sospecharía que existe una caverna detrás de la piedra cuando cubre la entrada. Pero ahora dejemos este asunto de lado. Volvamos junto a la hoguera y proseguiré con mi historia.
»Los moradores de la choza de la anciana me acompañaron hasta los alrededores del río, el cual se había desbordado y, por lo tanto, muy pocos se atrevían a cruzarlo.
»—¡Ja, ja!— se rieron mis acompañantes. —A ver si tú, que quieres ganar “La Guardiana de los Vados”, puedes encontrar uno practicable para atravesar este río. ¡Golpea las aguas con la maza! Puede ser que éstas se serenen hasta tal punto que vengan a lamerte los pies.
»No hice caso a sus pullas, sino que sujeté el escudo a mi espalda y la correa de la maza entre los dientes. Luego me lancé al río con decisión, nadando con vigorosas brazadas. Por dos veces me arrastró la corriente, y los que me observaban desde la orilla ya me daban por perdido, pero redoblé mis esfuerzos, hasta que por fin gané la orilla opuesta.
»Los compañeros de la anciana ya no se rieron de mí, sino que permanecieron silenciosos, como preguntándose si, después de todo, conseguiría el éxito.
»Después de caminar unos minutos llegué hasta el pie de la colina, que era muy difícil de escalar. Cuando estés fuerte te mostraré el sendero. Sin embargo, no me di por vencido y, tras muchos esfuerzos, el mediodía me sorprendió al borde de la selva. Antes de penetrar en ella descansé unos momentos y comí parte de los alimentos que, como medida de precaución, llevaba en una bolsa. Necesitaba reponer fuerzas para enfrentarme a los posibles espíritus malignos que me salieran al paso. Después reanudé la marcha, internándome entre los árboles. Éstos tienen una altura tan colosal y su follaje es tan tupido que impiden el paso de los rayos del sol, de modo que la parte inferior queda en la semipenumbra. Continué sin desmayar, a pesar de que muchas veces extravié el sendero y debí retroceder grandes trechos hasta encontrarlo de nuevo. Por fortuna, de tanto en tanto se abrían pequeños claros, a través de los cuales veía la figura de la bruja de piedra, que me servía de punto de referencia para orientar mis pasos. Sin embargo, al verla más próxima, su forma se me antojaba tan siniestra y amenazadora que me temblaban las piernas.
»A medida que transcurrían las horas el corazón se me encogía de miedo, y con frecuencia me volvía, porque me parecía que los ojos llameantes de Amatongo estaban clavados en mi nuca. Pero no me encontré con ningún fantasma; solamente tropecé con enormes serpientes manchadas. Quizás una de ellas era el propio Amatongo. De tanto en tanto vislumbraba, semioculta entre los árboles, la sombra gris del cuerpo de algún lobo, y para contribuir a hacer más lóbrego el escenario, el viento soplaba continuamente, produciendo un sonido extraño al pasar entre las ramas superiores de los árboles, susurro que se asemejaba a suspiros de mujeres.
»Comencé a cantar en voz bien alta, para darme ánimos, y apreté el paso. Por fin, después de más de dos horas de marcha, los árboles comenzaron a ralear y el terreno a ascender en suave declive, mientras la claridad aumentaba gradualmente.
»Me he dado cuenta de que estás fatigado, forastero, y la noche ya ha cubierto todo de sombras. Duerme ahora, que mañana terminaré mi historia. Pero antes, dime, ¿cómo te llamas?
—Mi nombre es Umslopogaas, y soy hijo de Mopo —le contestó el aludido—. Cuando termines tu historia, te contaré la mía. Ahora descansemos.
Cuando Galazi oyó este nombre se mostró muy sorprendido, pero no dijo nada. Umslopogaas se echó sobre el colchón de hierbas y Galazi arropó a su compañero con varias pieles.
Pero él, por su parte, tenía el cuerpo tan endurecido por la vida primitiva al aire libre que se echó sobre el duro suelo de roca y no se cubrió ni siquiera con una manta.
Así durmieron toda la noche, sin preocuparse por los lobos que aullaban en las inmediaciones, atraídos sin duda por el olor a carne humana.