Me puse de pie, me despedí del rey saludándole con los títulos acostumbrados y me alejé del Intunkulu o morada del soberano.
Caminé con pasos lentos mientras atravesaba los portones de salida, pero ya más lejos eché a correr desesperado, porque el dolor de mi mano quemada me enloquecía. Corrí sin dirección, de un lugar a otro, hasta que por casualidad llegué junto a la choza de un conocido. Allí me unté la mano en grasa de buey y luego la envolví con una piel delgada. Una vez hecha esta primera cura me alejé de la choza, porque no podía quedarme quieto.
Llegué hasta el lugar donde días atrás se levantaba mi morada. El fuego no había alcanzado a destruir el cerco exterior, pero de todo lo demás no quedaba sino grandes montones de ceniza. Penetré por el cerco y caminé entre las cenizas que me llegaban hasta la altura de los tobillos. De vez en cuando tropezaba con algún objeto duro. A la luz de la luna contemplaba esos objetos, que eran por lo general restos de huesos de mis desdichadas mujeres y niños. El dolor me embargó de tal forma que me arrojé de bruces sobre el suelo, cubriéndome con esas cenizas que representaban los despojos de mi hogar.
Sí, mi padre, así pasé la última noche en mi choza, abrigado del frío y de la humedad por las cenizas de mis seres queridos. Tales amarguras eran muy frecuentes en vida de Chaka, y no era yo el único que había sufrido pérdida tan irreparable, sino que los hogares deshechos se contaban por millares.
En medio de las cenizas lloré por la pérdida irreparable y por el dolor de mi reciente herida. ¿Por qué no había tragado el veneno en la choza de Chaka, delante del rey y de todos sus consejeros? ¿Por qué no lo tragaba ahora y ponía fin a mis sufrimientos físicos y morales?
No, debía aguantar esa tremenda agonía; no quería proporcionar a Chaka el triunfo de mi muerte. Después de haber pasado la prueba del fuego volvería a ser grande en esa tierra, y necesitaba serlo para preparar mejor mi venganza.
¡Ah, mi padre! Allí, entre las cenizas, rogué al Amatongo, a los espíritus de mis antepasados, que no me abandonasen. También supliqué a mi espíritu tutelar, a mi Ehlosé, y hasta me atreví a orar al gran Umkulunkulu que rige los cielos y la tierra y que jamás es visto ni oído.
Rogué que me permitiesen vivir hasta el día en que pudiera matar a Chaka y vengar así la muerte de todos mis seres queridos. Durante las oraciones me quedé dormido, o por lo menos la luz de mi cerebro se esfumó y quedó sumido en un sopor profundo.
Entonces tuve una visión; una visión que fue enviada en respuesta a mis plegarias, o quizá como resultado de mis muchos sufrimientos físicos.
Me pareció estar parado en la orilla de un río muy caudaloso. El paisaje se encontraba en una especie de semipenumbra, pero del otro lado de la ancha franja de agua se veía un resplandor extraño, como el de un amanecer tormentoso.
A la luz de ese resplandor vi gran cantidad de hombres, mujeres y niños, que brotaban de entre los juncos que tapizaban la otra orilla y que eran arrojados por otros hombres negros al río, para que murieran ahogados. Me di cuenta de que se trataba de zulúes. Algunos de los que eran arrojados nadaban con fuerza, pero otros permanecían inmóviles y se hundían poco a poco.
Lo mismo sucede en la vida, mi padre: algunos mueren pronto, otros viven durante muchos años.
Entre esos hombres distinguí el rostro de Chaka, y muy próximo a él mi propio rostro. También vi los rostros de Dingaan, el príncipe hermano de Chaka, y de Umslopogaas y Nada, mi hija. Entonces supe por primera vez que Umslopogaas no estaba muerto, sino perdido solamente, aunque ignoraba lo que le había acontecido.
Después me puse a contemplar la orilla del río en la que me encontraba de pie. Vi que detrás de esa orilla había una barranca a pique, alta y negra, que de tanto en tanto presentaba puertas de marfil de las que brotaban ecos de risas y destellos de luz. También vi otras puertas, pero estas últimas eran negras, como hechas con carbón, y de ellas no brotaban más que sombras y silencio. Frente a las puertas descubrí un asiento ocupado por una mujer muy hermosa. Era muy alta, vestida de blanco, como su cutis, y su cabello parecía de oro. Todo su rostro resplandecía como un sol.
Todos los que lograban atravesar el río a nado se presentaban delante de esta mujer, con el agua chorreando todavía de su cuerpo, y la saludaban con el grito de:
—¡Salud Inkosazana-y-zulu! ¡Salud, Reina de los Cielos!
La aludida tenía una caña de pescar en cada mano. La de la derecha era blanca y estaba hecha de marfil; la de la izquierda negra y tallada en ébano.
De tanto en tanto apuntaba a los que se habían presentado ante ella con la caña de marfil o con la de ébano. Después, con la primera de las cañas señalaba las puertas de marfil, de las que brotaban risas y luces, y con la de ébano las de carbón, de las que sólo salían sombras y silencio. A medida que las señalaba, los que habían sido tocados por las cañas la saludaban, encaminándose luego hacia las puertas que les estaban destinadas.
En ese momento llegó un nuevo grupo de la orilla del río. En él reconocí muchos rostros familiares: Unandi, la Madre de los Cielos, la progenitora de Chaka; Anadi, mi esposa; Moosa, mi hijo, y todas las demás esposas e hijos que había perdido en el incendio de mi choza.
Se detuvieron frente a la Princesa de los Cielos, a quien Umkulunkulu había dado orden de vigilar a los zulúes y gritaron:
—¡Salud Inkosazana-y-zulu! ¡Salud!
La Reina de los Cielos señaló las puertas de marfil, pero ninguno de los recién llegados se movió; todos quedaron inmóviles frente a ella.
Entonces la mujer rubia y blanca habló por primera vez. En voz baja, muy triste, dijo:
—Ya habéis sido juzgados, hijos míos. ¿Por qué no queréis marchar hacia las puertas de la luz?
Pero todavía permanecieron inmóviles. Unandi fue la primera en responder:
—Nos detenemos para pedir justicia y castigo para nuestros verdugos, Reina de los Cielos. Yo, que en vida me llamé Madre de los Cielos, te lo suplico en nombre de todos los que me acompañan.
—¿Cómo se llama el responsable?
—Chaka, rey de los zulúes. Chaka, mi hijo —contestó Unandi.
—Muchos han venido a pedirme venganza —contestó la Reina—, y muchos más vendrán todavía. No tengas temor, Unandi, que el castigo caerá sobre la cabeza del culpable. No temáis, Anadi y demás mujeres y niños, el castigo caerá sobre el culpable, os lo aseguro. ¡Le enseñaré a no tomar la justicia por su propia mano en la tierra! Entrad, entrad por las puertas que os han sido designadas; la suerte de Chaka ya está echada.
Esto fue lo que soñé, mi padre, mientras yacía entre las cenizas y huesos de mis infortunados familiares. Esa visión me permitió vislumbrar el aspecto de la Inkosazancu Dos veces más volví a verla, pero en esas ocasiones con los ojos bien abiertos. Sí, la he visto tres veces; a la cuarta sé que moriré, porque ningún hombre puede contemplarla cuatro veces y seguir viviendo. ¿Crees, mi padre, que el dolor físico y moral me volvió loco y que toda esa revelación fue producto de mi locura? Yo mismo no lo sé, pero hasta este momento el recuerdo es tan nítido que me parece estar viéndolo de nuevo.
Al abrir los ojos el cielo estaba gris porque ya se anunciaba la luz de la mañana. El terrible dolor de mi mano quemada fue sin duda el que me hizo despertar.
Me sacudí las cenizas que cubrían mi cuerpo y me alejé de esas ruinas.
Después me senté en las inmediaciones del Emposemi, aguardando que las mujeres del rey, a las que él llamaba «hermanas», saliesen en busca de agua, como era su costumbre a esa hora.
Por fin aparecieron, y cubriéndome el rostro de la mejor manera posible para no ser reconocido, esperé la salida de Baleka. Por fin la vi abandonar el edificio; parecía muy triste y caminaba con lentitud y la cabeza gacha. Susurré su nombre cuando pasó cerca de mí y de inmediato se hizo a un lado, simulando que se había clavado una espina en el pie. De esta manera esperó hasta que las demás mujeres se alejaran a prudente distancia.
Luego se aproximó al lugar donde me encontraba y nos saludamos mirándonos profundamente a los ojos. Así le dije:
—En un mal día escuché tu pedido y el de la Madre del Cielo, Baleka, y salvé a tu hijo. ¡Mira las consecuencias de ese acto! Todas mis esposas e hijos muertos, la Madre del Cielo muerta y yo con una mano quemada por el tormento del fuego.
Y acompañando la acción a la palabra le mostré mi pobre mano vendada.
—¡Ah, Mopo! —me contestó—: Todo esto no me importaría tanto de no saber que mi hijo Umslopogaas también ha muerto, según me han contado.
—Hablas como una mujer egoísta, Baleka. ¿No te importa que yo, tu propio hermano, haya perdido a todos mis seres queridos?
—Pero tú puedes reconstruir tu hogar, Mopo. Para mí ya no hay esperanzas porque he perdido el favor del rey. Lamento tu pérdida, pero yo no tenía más que ese hijo y ahora ya ni siquiera tengo el consuelo de saber que está con vida. ¿Crees que escaparé a la muerte? Te aseguro que no. Sólo me han dejado de lado por el momento, pero no tardaré en reunirme con las demás víctimas. Chaka ya me tiene señalada; quizá me deje vivir un tiempo más, pero mi muerte está decidida; juega conmigo como el leopardo con el gamo herido. Por mi parte no me importa vivir o morir, ahora que mi hijo está muerto; pero pasaré los pocos días que me quedan llorándolo, porque no había otro muchacho igual en la aldea. Por el contrario, quiero morir cuanto antes para ir a reunirme con él.
—¿Y si el niño no está muerto, Baleka?
—¿Qué es lo que dices? —me preguntó, mirándome con ojos dilatados por la ansiedad—. ¡Dilo otra vez, Mopo, dilo otra vez! ¡Moriría con gusto cien veces con tal de saber que mi hijo Umslopogaas vive!
—No sé nada, Baleka. Pero anoche tuve un sueño muy extraño.
Y en pocas palabras la puse al corriente de mi visión.
Me escuchó con gran atención, como quien presta oído a la palabra de un rey que pronuncia sentencia.
—Creo que tu sueño encierra mucha sabiduría —me dijo por fin—. Tú siempre fuiste un hombre extraño, para el que no están vedadas las puertas de la distancia. Ahora que me has dado la esperanza de que Umslopogaas puede estar con vida, moriré contenta. No, no me contradigas porque sé que mi muerte es segura. Lo he leído en los ojos del rey. Pero ¿qué es la muerte? Nada, siempre que el príncipe Umslopogaas viva.
—Quieres mucho a tu hijo, Baleka —le dije con admiración—; pero ese amor excesivo ya nos ha ocasionado muchas desgracias y puede que al final resulte inútil. ¿Qué quieres que haga? ¿Huiré de este lugar o me quedaré, aun a riesgo de mi vida?
—Debes quedarte aquí, Mopo. Esto es lo que piensa el rey: tiene miedo de que una maldición caiga sobre él porque mató a su madre con sus propias manos y teme también que al enterarse el pueblo se rebele contra él por su crueldad. Por eso hará correr la voz de que él es inocente y que su madre murió por el fuego que devoró tu choza, el cual provino del cielo, por obra de una hechicería. Aunque varios de sus soldados saben la verdad, ninguno se atreverá a desenmascararle por temor al castigo.
»Tal como te lo anunció, se celebrará una Ingomboco, sólo que esta vez tú y él seréis los encargados de determinar quiénes son culpables. De esta manera podrá deshacerse de todos sus enemigos o de aquellos que podrían rebelarse contra él al saberlo asesino de su propia madre.
»Por esta razón te ha perdonado la vida, Mopo. Por eso también te hará poderoso, porque ¿no murieron todos los tuyos en el mismo acto de brujería que costó la vida a la Madre del Cielo?
»Por lo tanto mi consejo es que no huyas, sino que debes seguir viviendo en esta aldea y hacerte poderoso, muy poderoso, porque únicamente así podrás vengarte, Mopo.
»Dentro de poco también yo estaré muerta y entonces deberás vengar a alguien más. ¡Escúchame, Mopo! ¿No hay otros príncipes por los alrededores? ¿Qué te parece Dingaan, Umhlangana y Umpanda, los hermanos del rey? ¿Acaso no desean ocupar el trono? ¿Acaso no viven en constante temor por sus vidas, no sabiendo si verán la luz del día siguiente, o si morirán víctimas de la lanza de alguno de los soldados de su hermano?
»Acércate a ellos, hermano; hazte escuchar, dales consejos para que al fin Chaka sufra la misma suerte que padecieron tus mujeres y que yo muy pronto sufriré.
Después de hablar de esta manera, Baleka se alejó de mi lado, dejándome pensativo, pues consideraba muy sabio su consejo. Sabía muy bien que los hermanos del rey vivían en constante zozobra. No podía contar con Umpanda, porque sus facultades mentales no eran perfectas; pero sí podía buscar la ayuda de Dingaan y Umhlangana. Pero aún no había llegado el momento propicio.
Después de alejarme de ese lugar fui de nuevo a la choza de mi amigo, donde cambié los vendajes de mi mano enferma. Allí me sorprendió un mensajero del rey, diciéndome que el soberano quería hablar conmigo.
Una vez en su presencia me arrodillé como de costumbre, saludándole con todos sus títulos, pero Chaka me tomó de una mano y con gran suavidad me hizo poner de pie.
—¡Levántate, Mopo, mi servidor! —me dijo—. Tú has sufrido mucho daño por la hechicería de nuestros enemigos. Yo he perdido a mi madre y tú a tus esposas e hijos. ¡Lamentaos, consejeros, lamentaos porque yo he perdido a mi madre y Mopo a sus esposas e hijos! ¡Y todo por la brujería de nuestros enemigos, a quienes prometo la cólera y venganza del rey Chaka!
Entonces todos los consejeros que se hallaban presentes comenzaron a lanzar toda clase de lamentaciones con voces desgarradoras.
—¡Escucha, Mopo! —siguió el rey cuando cesaron los sollozos—. Nadie puede devolverme a mi madre; pero yo te puedo dar más esposas, y con el tiempo volverás a tener hijos. Mira las jóvenes que están reservadas para mí y elige a seis de ellas. También quiero que inspecciones mi ganado y que elijas cien cabezas. Luego reúne a todos mis servidores y diles que te construyan la choza más grande y hermosa de toda la aldea. Te regalo todas estas cosas, Mopo, y prometo darte muchas más en el futuro. ¡También serás vengado! En el primer día de la luna nueva se celebrará una gran Ingomboco, a la que concurrirán todos los zulúes. Tu propia tribu, la de los langeni, estará presente. Todos llorarán nuestras pérdidas. ¡Ahora vete, Mopo! ¡Marchaos también, consejeros! ¡Dejadme llorar solo la pérdida de mi madre!
De esta manera, mi padre, se confirmaron las palabras de Baleka; y así, por la política tortuosa de Chaka, me convertí en uno de los más poderosos de esas tierras. Elegí el ganado más gordo, las más bonitas mujeres. Pero no tuve más hijos porque mi corazón se había marchitado por el dolor de la pérdida de los primeros. Creo que se consumió entre las llamas que destruyeron mi hogar.