Capítulo 10

EL JUICIO DE MOPO

Durante cuatro días permanecí en la aldea, ocupado con la misión que el rey Chaka me había encomendado. A la mañana del siguiente día emprendí el regreso junto con los guerreros que me habían acompañado en la primera etapa del camino. Pero poco después de abandonar la aldea tropezamos con una partida de soldados que nos ordenaron detener la marcha.

—¿Qué sucede, guerreros del rey? —les pregunté con arrogancia.

—Te pedimos que nos entregues a tu esposa Macropha y a tus hijos Nada y Umslopogaas, para que podamos cumplir con lo que el rey nos ha ordenado —me contestó el capitán del grupo.

—Umslopogaas ha muerto —contesté—; en cuanto a mi esposa Macropha y mi hija Nada, se han marchado de regreso a la tierra de los Swazis.

»No me interesa lo que pueda sucederle a Macropha, porque nos hemos separado y la odio; pero hay tantas niñas que me imagino que al rey no le importará que viva una más o menos, y por eso pido que respetéis la vida de mi hija.

Hablé de manera tan despreocupada porque sabía que mi esposa y mi hija estaban fuera del alcance de Chaka.

—Haces bien en pedir la vida de la niña —dijo el soldado—, porque todos tus hijos deberán morir por orden del rey.

—¿De verás? —pregunté, tratando de aparentar indiferencia, aunque las rodillas me temblaban—. ¡Que se cumpla la voluntad del rey! Un árbol tronchado da origen a ramas nuevas; yo puedo tener más hijos.

—Sí, Mopo, pero primero tienes que buscarte nuevas esposas, porque las cinco que tenías ya no viven.

—¿Ah, sí? Pues un deseo del rey es una orden para mí, y como tal la acato —contesté—. De todas maneras, ya me había cansado de esas mujeres.

—Además, antes de tener nuevas esposas e hijos es necesario que te asegures tu propia vida, Mopo —siguió diciendo el guardia—, porque los muertos no tienen descendencia, y yo creo que Chaka te tiene destinada una lanza para cuando regreses a la aldea.

—El camino que he recorrido es muy fatigoso y el sol ha abrasado mi cuerpo, por lo menos de esa manera dormiré profundamente.

Para serte sincero, mi padre, en aquellos momentos deseaba morir. El mundo ya no tenía nada que ofrecerme. Macropha y Nada se habían marchado, Umslopogaas había muerto y mis otras esposas e hijos habían sido asesinados. No tenía ánimos para reconstruir mi hogar, y como no quedaba ningún ser querido a mi lado para darme aliento, me parecía que la muerte era una bendición.

Los guerreros preguntaron a los hombres de mi escolta si era verdad que Umslopogaas estaba muerto, y si Macropha y Nada se habían marchado efectivamente a Swaziland. Todos asintieron, diciendo que era la verdad. Entonces los guerreros dijeron que me conducirían a presencia del rey. Estas palabras no dejaron de causarme extrañeza, porque había pensado que me matarían en ese mismo lugar. De manera que reanudamos el camino sin pérdida de tiempo, y poco a poco me fui enterando de cuanto había sucedido en la aldea durante mi ausencia.

Un día después de mi partida Chaka se había enterado de que mi segunda esposa, Anadi, había enfermado y que en su delirio murmuraba muchas cosas extrañas. Entonces se presentó en mi cabaña a la caída de la tarde acompañado de tres de sus soldados.

Chaka ordenó a sus hombres que permanecieran en la entrada y que no dejaran salir o entrar a nadie, mientras que por su parte se introdujo en mi morada, llevando solamente la pequeña lanza de la que nunca se separaba y que estaba hecha con la madera roja propia de los reyes.

Por casualidad se encontró con que dentro de la choza se hallaban también Unandi y su esposa Baleka, que no sabían que me había llevado a Umslopogaas y por eso habían ido, para mimarlo como de costumbre.

También se encontraban en ella mis otras mujeres e hijos, a quienes se hizo salir, con excepción de mi hijo Moosa, cuya madre, Anadi, se encontraba en el lecho, y que había nacido con tan sólo una semana de diferencia del hijo de Chaka.

Tanto Unandi como Baleka comenzaron a abrazar a Moosa, porque temían que el rey sospechase si se marchaban de inmediato tan sólo porque Umslopogaas no estaba presente.

Por supuesto, cuando apareció el rey en la entrada de la vivienda, las aludidas se prosternaron ante él, saludándole como de costumbre. Pero Chaka rió con sorna y les ordenó que se sentaran. Luego les dijo:

—Sin duda, os preguntaréis para qué he venido a la choza de Mopo, hijo de Makedama. Os lo explicaré: lo hago porque Mopo se encuentra alejado de la aldea, cumpliendo una misión, y me he enterado de que su esposa Anadi está enferma. Es ésa que yace en el lecho, ¿verdad? Como soy el primer médico de estas tierras, he venido a curarla.

A pesar de que pronunció estas palabras con voz muy suave, las dos mujeres temblaron de espanto, porque le conocían bastante para saber que cuando Chaka hablaba de esa manera la muerte rondaba cerca.

Unandi, la Madre del Cielo, fue la primera en responderle, diciéndole que había hecho muy bien, porque, sin duda, sería capaz de devolver la salud a la enferma.

—Me alegra haberos sorprendido besando a ese niño —dijo el rey a continuación—; con seguridad que si fuera de vuestra propia sangre no lo querríais más.

Las dos mujeres volvieron a temblar y rogaron para sus adentros que Anadi, la enferma, no se despertara y dijera palabras comprometedoras en su delirio. Pero desgraciadamente sus temores se confirmaron, pues Anadi despertó, y al oír la voz del rey enseguida en su mente enferma recordó al niño a quien suponía hijo de Chaka.

—¡Ah! —dijo, incorporándose en el lecho y señalando con el índice a su propio hijo Moosa, que retrocedió asustado hasta un rincón de la choza—, ¡bésale, Madre del Cielo! ¡Bésale! ¿Cómo llamáis a ese niño que ha traído la desgracia a esta casa? ¡Le llamáis hijo de Mopo y Macropha!

—Le llamáis hijo de Mopo y Macropha —repitió el rey en voz alta—. ¿De quién es hijo, mujer?

—¡No le preguntes nada! —interrumpió la Madre del Cielo, que temblaba visiblemente—. ¿No ves que está delirante de fiebre, que su mente inventa las más descabelladas fantasías? ¡Está embrujada! ¡No puede decir la verdad!

—¡Cállate! ¡Quiero oír lo que dice esta mujer! —contestó Chaka—. Quizá la luz de una estrella brille a través de la noche de su cerebro y quiero recoger esos informes. ¿Quién es ese niño, mujer?

—¿Quién es? —repitió la enferma—. ¿Eres tonto acaso, que me preguntas tal cosa? ¡Ah!, acerca más tu oído a mis labios, quiero hablar en voz muy baja para que el rumor de mis palabras no llegue hasta el palacio del rey. Él es…, ¿me escuchas?…, hijo de Chaka y Baleka, la hermana de Mopo, que lo trajo a esta casa por consejo de Unandi para que reine en estas tierras cuando los hombres se cansen de la crueldad de su propio hijo.

—¡No es verdad, oh rey! —interrumpieron las dos mujeres, sollozando—. ¡No la escuches! ¡Este niño es su propio hijo, Moosa, al que no conoce porque está enferma!

Pero Chaka se irguió cuan alto era y lanzó una terrible carcajada.

—¡De modo que Nobela no se equivocó en su profecía! ¡Y pensar que la maté! —gritó—. De manera que mi propia madre me engañaba, ayudada por mi esposa. Querían que mi hijo viviera, a pesar de que saben que no quiero descendientes; querían que mi hijo viviera para que con el correr de los años asesinara a su propio padre. ¡Madre de los Cielos, te voy a enviar de regreso a tu morada! ¡Tú quisiste un nieto para que reinara en mi lugar! Pues bien, ¡por mi parte, me libraré de tal madre! ¡Muere, Unandi, muere a manos de quien trajiste al mundo!

Durante unos segundos Unandi permaneció inmóvil como una roca; luego se llevó las manos al pecho y ella misma se arrancó la lanza. Después dijo:

—¡Tú morirás de la misma manera, Chaka, el Malvado! —y con un último gemido cayó muerta sobre el suelo de la choza.

De esta manera Chaka mató a su propia progenitora, Unandi.

Cuando Baleka vio lo que había sucedido, huyó de la choza en dirección al Emposemi, tan rápido que los guardias no pudieron detenerla.

Pero cuando llegó delante de su choza le faltaron las fuerzas y cayó desvanecida al suelo.

El pequeño Moosa, mi hijo, se quedó donde estaba, porque el terror le impedía el movimiento, y Chaka, creyéndole su hijo, lo mató con sus propias manos.

Después salió de la choza y ordenó a los guardias que no se movieran de sus puestos mientras buscaba otra compañía de soldados, a los que les impartió orden de quemar la vivienda.

De esta manera terrible murieron todas mis mujeres y mis hijos, como las abejas dentro del tronco de un árbol que se incendia. Solamente quedaba yo con vida, yo y Macropha y Nada, que se hallaban lejos.

No contento aún, Chaka envió ese grupo de guerreros con orden de matar a Macropha, a Nada y al muchacho que se decía mi hijo, pero pidió que yo fuese llevado con vida a su presencia.

Cuando me di cuenta de que los soldados se limitaban a escoltarme y que no me iban a matar en ese mismo lugar, pensé cuidadosamente lo que debía hacer, ya que estaba seguro de que Chaka no me hacía perecer de inmediato porque me reservaba una muerte más cruel en la aldea.

Mi primer pensamiento fue quitarme la vida para ahorrarme muchos sufrimientos. ¿Para qué iba a seguir viviendo si sabía que mi fin estaba próximo? Morir era muy fácil, y yo conocía muchos secretos para matarme sin dolor. En mi manta, por ejemplo, llevaba una medicina secreta que mataba en forma de sueño. Sí, estaba decidido a no morir por la lanza o la maza, ni atravesado lentamente por dagas, ni atormentado por el hambre y la sed. Por eso llevaba siempre conmigo esa medicina, y había llegado el momento de utilizarla.

Cuando todos los demás dormían abrí la bolsa y me puse un trozo de la amarga medicina en la boca. Pero en esos momentos pensé en mi hija Nada, en mi esposa Macropha, en mi hermana Baleka, que, según los soldados, todavía estaba con vida, aunque no podía explicarme por qué Chaka no la había matado aún.

Además otro pensamiento se me presentó rápido como la luz en el cerebro. Si conservaba la existencia, siempre podía contar con la posibilidad de vengar la muerte de mis seres queridos, pero una vez muerto ya no podía hacer nada.

¡Ah, sí! Los muertos no tienen fuerzas, y aunque tal vez sufren sus corazones, sus brazos no pueden levantarse para la venganza. No, yo seguiría viviendo. Ya tendría tiempo para morir cuando la muerte se anunciase en mi corazón, o cuando la voz de Chaka me condenara. La muerte elige el tiempo y el lugar por sí misma y no hace preguntas; es un huésped al que nadie necesita abrir la puerta de su choza, porque atraviesa las paredes como el aire. No; todavía no iba a probar el sabor de esa medicina.

Los soldados me condujeron, pues, de regreso a la aldea de Chaka. Llegamos de noche; sin embargo, el capitán de la guardia me condujo sin pérdida de tiempo hasta la entrada de la morada del rey, a quien anunció mi presencia.

El rey le contestó:

—Trae a mi presencia al que fue mi médico, para que yo mismo le diga cómo curé a todos los de su casa.

Con modales poco amables me llevaron hasta la habitación que ocupaba Chaka.

Un fuego ardía en la estancia, porque la noche se presentaba muy fría; el humo se esparcía en volutas a nuestro alrededor, y el resplandor de las llamas jugueteaba sobre el rostro cruel de Chaka, al que daba un aspecto más feroz aún.

Algunos de los consejeros me llevaron a empellones hasta el banco donde se encontraba sentado el rey. Con un ademán enérgico me desprendí de sus manos, porque mis miembros estaban libres, y me arrodillé delante de él, saludándole con todos los títulos acostumbrados.

Los consejeros se abalanzaron sobre mí, pero Chaka los contuvo con un ademán, al mismo tiempo que decía con voz suave, que no presagiaba nada bueno:

—¡Dejadle! Quiero hablar con mi servidor.

Los consejeros se inclinaron humildemente y se hicieron a un lado.

Aparentando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir, me senté en el suelo, de frente al soberano.

—Háblame del ganado que te mandé contar, Mopo, hijo de Makedama —me dijo—. ¿No me han engañado mis súbditos al pagar sus tributos?

—No, rey; han sido honestos.

—Nómbrame uno por uno ese ganado y las marcas que ostentan, Mopo. No olvides ningún animal.

Con lujo de detalles le describí todos los bueyes, vacas y crías, sin omitir ninguno. Chaka me escuchó tan silencioso que por momentos parecía dormido. Pero por el fulgor de sus ojos me di cuenta de que no dormía, sino que escuchaba mis palabras con mucha atención.

Por fin terminé mi informe.

—De manera que todo marcha bien —comentó el rey—. Todavía quedan hombres honrados sobre la tierra. ¿Sabes, Mopo, que la desgracia ha caído sobre tu casa durante tu ausencia?

—Algo he oído al respecto —contesté, con indiferencia, y como si no concediese importancia a ese asunto.

—Sí, Mopo, la desgracia cayó sobre tu casa como una maldición del cielo. Me dijeron que una chispa que bajó de las nubes la incendió, destruyéndola por completo.

—Ya lo sabía, rey.

—Los que vivían dentro de ella enloquecieron de terror y según me han dicho se clavaron las lanzas unos a otros, o saltaron en medio de las llamas.

—También lo sabía, rey, pero no me asombra. ¡Cualquier río es suficientemente hondo para ahogar a los tontos!

—Me alegro de que supieras ya todas esas cosas, Mopo, pero todavía falta algo más. ¿Sabes que entre las que murieron en tu choza se encontraba la que me dio a luz, la Madre del Cielo?

Un rayo de inspiración cruzó rápido por mi cerebro, mi padre, y me arrojé de bruces al suelo, lanzando lamentaciones en voz alta.

—¡Qué dolor me has causado con esa noticia, oh, rey! —dije—. ¿Qué me podía importar que hubieran muerto todos los míos? Pero que haya muerto también la madre de Chaka, el León de los Zulúes, es algo que no puedo soportar. ¡Mi dolor es como el soplo de una brisa, como una gota de agua, pero el tuyo es un océano, es un huracán!

—¡Basta de lamentaciones, servidor! —me interrumpió Chaka con voz burlona—. Tienes razón al llorar la muerte de la Madre de los Cielos y has hecho bien al decir que no te importaba la pérdida de los tuyos, porque de lo contrario me habría dado cuenta de que tu corazón era malvado y entonces habrías llorado, Mopo… pero lágrimas de sangre. Me alegra que hayas procedido así.

En ese momento me di cuenta de que había escapado a duras penas de una trampa mortal y bendije para mis adentros a mi Ehlosé, que me había puesto esa idea en el cerebro. Confiaba en que Chaka dejase que me retirase, pero en ese momento iba a comenzar mi juicio.

—No sé si sabes, Mopo —siguió el rey—, que cuando mi madre murió entre las llamas de tu choza, pronunció unas palabras muy extrañas que llegaron a mis oídos en medio del crepitar del fuego. Éste fue el significado de sus palabras: «Mopo, tu esposa Baleka y las mujeres de Mopo conspiraron para darme un descendiente». Oí esto en medio del silbido de las llamas. Dime, ahora, Mopo, ¿dónde se encuentran los niños que te llevaste de la aldea, una muchacha, Nada, y un niño, Umslopogaas?

—Umslopogaas murió entre las fauces de un león, ¡oh rey! —le respondí—. En cuanto a Nada, se encuentra entre los Swazis.

—¡El niño de los ojos de león muerto entre las fauces de un león! —dijo Chaka—. No se hable más de él puesto que ya no vive. Tampoco me importa Nada, que tal vez muera a manos de algún Swazi. Ahora quiero que hablemos más sobre esas palabras que pronunció mi madre antes de morir. Dime, Mopo, ¿hay algo de verdad en ellas?

—¡No, rey! ¡Con seguridad que la Madre de los Cielos estaba enloquecida por el terror cuando pronunció esas palabras! —le contesté—. No sé nada sobre ellas.

—¿De manera que no sabes nada, Mopo? —repitió el rey, y volvió a mirarme con una expresión terrible, acentuada por el resplandor rojizo de la hoguera—. ¿No sabes nada? Me parece que tienes miedo, que tus manos tiemblan. No tengas miedo, Mopo, y caliéntalas, caliéntalas. ¡Pon una de tus manos entre las llamas!

Al oír las palabras de Chaka y adivinar su propósito, un sudor frío me cubrió todo el cuerpo. Sí, mi padre, estaba aterrorizado porque comprendí que el soberano se proponía someterme al juicio del fuego.

Durante unos minutos permanecí inmóvil, silencioso, mientras mi cerebro trabajaba febrilmente. Pero mis pensamientos fueron interrumpidos por la voz atronadora de Chaka que decía:

—¿Cómo crees que iba a ser tan cruel como para estar abrigado y permitir que tú sufrieras frío, Mopo? ¡Consejeros, de pie! ¡Tomad la mano de Mopo y ponedla al calor de las llamas, para que no sienta más frío; mientras tanto volveremos a hablar de ese niño que según las palabras de mi madre nació de Baleka, mi esposa, tu hermana.

—No necesito la ayuda de tus consejeros —contesté por mi parte con audacia, mientras pensaba sobre la conveniencia de tragar la medicina que llevaba encima y que pondría fin a mis días. Pero el deseo de vivir es muy grande, mi padre, y la sed de venganza se sobreponía a todos los sufrimientos. Por eso dije: «Todavía no, Mopo; aguanta un poco el dolor y más tarde, si es necesario, ya morirás».

Miré con decisión el rostro de mi torturador.

—Te agradezco tus cuidados, pero yo mismo me calentaré la mano en el fuego —continué en voz alta—. Habla mientras tanto, ¡oh, rey!, y te aseguro que de mi boca no brotarán más que palabras sinceras.

Entonces estiré mi mano izquierda y la hundí en el fuego, pero no en la parte más caliente, sino en la zona donde brotaba más humo. Como mi piel estaba cubierta de gotas de sudor, no sentí ningún dolor en un primer momento, pero no me ilusionaba demasiado porque sabía que después de unos instantes el tormento sería casi inaguantable.

Durante unos segundos Chaka me contempló sonriente. Luego comenzó a hablar con mucha lentitud; sin duda quería dar tiempo al fuego para que consumara su obra destructora.

—¿De manera que no sabes nada sobre el nacimiento del hijo de Baleka, Mopo? —me preguntó.

—Sólo sé que hace unos años nació un niño, al que maté por orden tuya y yo mismo llevé el cadáver a tu presencia para que te cercioraras de su muerte —le contesté.

Ya en esos momentos las llamas comenzaban a quemar mi piel y el sufrimiento era muy grande. Pero no grité a pesar del dolor, ya que el juicio por el fuego me sería en ese caso adverso, y sabía que decretaría mi muerte.

El rey volvió a hablar:

—¿Juras por mi cabeza que no cobijaste a ningún hijo mío en tu choza, Mopo?

—¡Lo juro, oh rey! ¡Lo juro por tu cabeza! —contesté con voz firme.

La agonía que me causaban las llamas era indescriptible. La sangre parecía hervir en mis venas, los ojos amenazaban saltar de sus órbitas y por mi cara comenzaron a deslizarse lágrimas de sangre. Pero seguía manteniendo la mano en el fuego y no dejé escapar un solo gemido, mientras el rey y los consejeros me contemplaban con curiosidad. Esos momentos de angustia y de incertidumbre me parecieron largos como siglos.

—¡Veo que ya te has calentado, Mopo! —dijo entonces el soberano—. Puedes sacar la mano de las llamas. Te he interrogado y tú has sabido pasar por el juicio del fuego. Tu corazón está limpio, porque de haber habido mentiras en él, el fuego te las habría arrancado. ¡En ese caso, Mopo, te aseguro que ésas hubiesen sido tus últimas palabras!

Retiré con premura la mano del fuego y en los primeros momentos desapareció el dolor.

—Ya sabes, ¡oh, rey! —le contesté—, que el fuego no hace daño a los que tienen el corazón puro.

Mientras hablaba aparentando una seguridad que estaba muy lejos de sentir, examiné con disimulo mi mano izquierda. Estaba completamente negra, como un carbón, mi padre, y las uñas habían desaparecido de los dedos retorcidos por las llamas.

¡Mírala, ahora, mi padre! Tú puedes verla todavía porque tus ojos no están ciegos como los míos. La mano es blanca, como la tuya: pero está muerta, arrugada, insensible. Éste es el recuerdo que me ha quedado para siempre del juicio al que Chaka me sometió en su choza y del fuego que besó mis dedos hace muchos, muchos años. Desde esa noche del tormento he podido usar muy poco esta mano. Pero el brazo derecho me quedó intacto, mi padre, ¡y supe hacer buen uso de él!

—Parece —siguió Chaka— que Nobela, la hechicera muerta, se equivocó al profetizar que tú me causarías mal, Mopo. Por lo que veo eres inocente de todo cargo, lo mismo que tu hermana Baleka. Entonces el canto que entonara la Madre del Cielo entre las llamas era pura fantasía. Me alegro por ti, Mopo, porque de haber sido verdadero, ni siquiera mi juramento te habría salvado. Pero tanto mi madre como tus esposas e hijos murieron entre las llamas que consumieron tu choza, y creo que en todo ello hay algo de hechicería. Tendremos unos funerales como jamás se han visto en Zululand, Mopo, y todos los habitantes del territorio tendrán que derramar lágrimas de pesar durante el desarrollo de los mismos.

»También celebraremos un Ingomboco durante los funerales. Pero esta vez no recurriremos a los brujos, sino que tú y yo seremos los encargados de determinar quiénes son los culpables para darles su merecido. ¿Cómo crees que no voy a vengar la muerte de mi madre y la de tus inocentes esposas e hijos? Y ahora, vete, Mopo, mi fiel servidor. ¡Vete, que el fuego te ha purificado!

Una vez más me clavó su mirada inquisidora a través de las llamas de la hoguera y con la punta de su lanza me señaló la puerta de salida.