Capítulo 9

LA PÉRDIDA DE UMSLOPOGAAS

Después de la gran Ingomboco Chaka hizo vigilar más severamente que nunca a su madre, Unandi, y a su esposa Baleka. De esta manera no tardó en enterarse de que ambas visitaban con frecuencia mi choza y que allí se dedicaban a besar y mimar a uno de mis hijos… al niño Umslopogaas. Chaka recordó la profecía de Nobela, la ísanusi muerta, y en su corazón se adentró la duda. Pero no se atrevió a decirme nada, quizás porque me tenía absoluta confianza.

Sin embargo, pocos días más tarde tomó una medida que no supe si atribuir a la casualidad o a un propósito oculto y siniestro: el soberano me rogó que me trasladara hasta una tribu bastante lejana, establecida en los límites de Amaswazi, para recoger cierto número de cabezas de ganado, tributo de ese pueblo a su rey.

Sin replicar palabra me incliné ante él y de inmediato me dediqué a elegir los hombres que habían de acompañarme en la tarea de arrear el ganado.

Después marché hasta mi choza para despedirme de mis mujeres e hijos y me encontré con la novedad de que Anadi, mi segunda esposa y madre de mi hijo Moosa, había caído en cama, presa de una extraña fiebre que la hacía delirar en voz alta.

Por supuesto que su estado entrañaba gran peligro para todos, porque podía revelar el secreto tan celosamente guardado. El temor se apoderó de mí y no pude menos que pensar que Anadi había enfermado por obra de algún enemigo de mi casa.

Pero nada podía retardar mi partida y así se lo dije a mi primera esposa, Macropha, madre de Nada y aparentemente de Umslopogaas, cuyo verdadero padre era el propio Chaka.

Al saber que mi partida era inminente, Macropha estalló en sollozos y se asió a mi cuello, rogándome que no la dejara sola. Le pregunté por qué se afligía tanto por una ausencia de días y me contestó que se había apoderado de ella un extraño presentimiento y que le parecía que a su vuelta ni ella, ni Nada, ni Umslopogaas estarían con vida.

Traté de calmarla, pero cuanto más me empeñaba, más fuertes eran sus sollozos.

Esta actitud de Macropha me causó tan profunda impresión que le pregunté qué era lo que se podía hacer.

—¡Llévame contigo —me contestó—, no quiero quedarme sola en esta tierra malvada donde hasta de los cielos parece llover sangre! Déjame regresar junto a los míos hasta que el terror que ha sembrado Chaka por todas partes sea olvidado.

—¿Cómo crees que puedo permitírtelo? —le pregunté—. Además, nadie puede abandonar esta aldea sin contar con un permiso especial del rey.

—Pero un hombre puede llevarse a su esposa —insistió Macropha—, el rey no querrá interponerse en los asuntos privados de un hombre y su mujer. Dile a Chaka que ya no me amas, que no te he dado más hijos y que deseas devolverme a mi tribu; más tarde volveremos a reunirnos, si es que todavía estamos con vida.

—Muy bien —acepté, convencido—. Abandona la aldea esta misma noche junto con Nada y Umslopogaas. Mañana por la mañana nos reuniremos a orillas del río; seguiremos el camino juntos, y que los espíritus de nuestros antepasados nos protejan.

Nos besamos con ternura y Macropha se marchó subrepticiamente con los dos niños.

Al amanecer del día siguiente me reuní con los hombres del rey y de inmediato nos pusimos en marcha. Cuando el sol ya estaba bien alto y llegamos a la orilla del río, encontré allí a mi esposa Macropha y a los niños. Delante de los guerreros fingí una frialdad que estaba lejos de sentir y ni siquiera le dirigí una palabra de saludo.

—Me he separado de esa mujer —les expliqué más tarde—. Ya no me da más hijos, y por eso la devolveré a los Swazis, su gente.

Después me volví hacia la aludida y le dije con severidad:

—¡Deja de llorar! Sabes que nada me hará cambiar de idea.

—¿Qué opina el rey? —me preguntaron los guerreros.

—Ya le pondremos al tanto a mi regreso —les dije, y continuamos el camino en silencio.

Ahora debo contarte, mi padre, cómo perdimos a Umslopogaas, el hijo de Chaka, que por ese entonces ya era un muchacho robusto, de genio muy vivo y de gran estatura y fortaleza para sus pocos años.

Viajamos sin descanso durante siete días, porque el camino era muy largo, y en el séptimo llegamos a una zona montañosa donde encontramos muy pocas aldeas, porque Chaka las había destruido todas varios años atrás.

Quizá tú conozcas ese territorio, mi padre. Se levanta en él una montaña muy alta y de aspecto extraño. La gente dice que se encuentra embrujada, y por eso la llaman Montaña de los Fantasmas. Termina en un pico grisáceo de forma curiosa, que visto desde abajo semeja la cabeza de una anciana.

Tuvimos que acampar en esa zona tan poco hospitalaria porque ya nos rodeaban las sombras de la noche. Teníamos mucho miedo, pues no tardamos en oír los terribles rugidos de los leones, que parecían tener sus guaridas en ese sitio. El único que se mostró impasible fue Umslopogaas, que no le temía ni a la misma muerte.

Creimos que sería muy arriesgado dormir sin protección, y por eso levantamos un anillo de arbustos espinosos a nuestro alrededor, y nos sentamos a descansar, con las lanzas entre las manos.

Afortunadamente no tardó en brillar la luna llena, que esparcía claridad suficiente como para distinguir a bastante distancia a nuestro alrededor.

A pocos metros del sitio elegido para pasar la noche se abría la boca de una caverna, que servía de morada a dos leones con su cría. Gracias a la claridad reinante pudimos ver que esos feroces carniceros salían a la explanada que se abría delante de la caverna, seguidos por sus dos cachorros, que jugaban como gatitos.

—¡Cómo me gustaría tener uno de esos cachorros para jugar con él como si fuese un perro! —dijo Nada a Umslopogaas.

El muchacho lanzó una carcajada, diciendo:

—¿Quieres que vaya a buscarte uno, hermana?

—¡Quédate quieto! —le dije al oír tan disparatada proposición—. Nadie ha podido sacar cachorros de león de la madriguera y seguir viviendo.

—Pues alguien debe poder —me contestó enigmáticamente, y ya no volvimos hablar más de ese asunto.

Como los cachorros se cansaron de jugar, la madre los tomó suavemente entre sus poderosas mandíbulas y se los llevó al interior de la caverna. Cuando volvió a reaparecer se marchó junto con su compañero para buscar alimento. Más tarde oímos sus rugidos a considerable distancia.

Entonces apagamos las hogueras y nos echamos a descansar, bien envueltos en las mantas y tranquilos, porque sabíamos que los leones no nos molestarían esa noche.

Pero Umslopogaas no descansó, porque estaba decidido a buscar uno de los cachorros que tanto le habían gustado a Nada. Con la inconsciencia propia de la juventud, no se detuvo a pensar en los peligros que podía acarrear sobre sí y también sobre todos nosotros.

Desconocía el peligro, y un deseo, una palabra tan sólo de Nada era como una orden para él.

Aprovechando que todos dormíamos, el muchacho se arrastró como una serpiente, deslizándose por entre el cerco de arbustos espinosos y sin llevar otra arma que una lanza. Así llegó hasta el pie de la roca donde los leones habían establecido su guarida. Con un salto ágil se encaramó a la explanada y entró temerariamente en el interior de la caverna, tratando de encontrar a tientas el camino.

Los cachorros lo oyeron y pensaron que se trataba de la madre que regresaba con comida, de manera que lanzaron gruñidos de gozo, reclamando el alimento.

Umslopogaas se guió por la fosforescencia amarilla que despedían sus ojos, y, pasando por encima de los muchos huesos que cubrían el piso de la caverna, se acercó a los animalitos. Cuando estuvo a su lado se apoderó de uno y mató con su lanza al otro, ya que no podía llevarse a los dos. Después salió rápidamente, por temor a que regresaran los padres de los cachorros. Sin hacer ruido llegó a la cerca de arbustos espinosos que protegía nuestro descanso.

Con las primeras luces del alba me puse de pie. Al mirar a mi alrededor, cuál no sería mi asombro cuando vi que Umslopogaas sonreía jugando con el cachorro, mientras que a su lado yacía su lanza todavía ensangrentada.

—¡Despierta, hermana! —dijo en ese momento—. ¡Aquí está el perro con el que querías jugar! ¡Ah! Ahora muerde, pero más adelante se volverá manso como un cordero.

Nada despertó, y al darse cuenta de que su hermano había traído el cachorro para que jugara lanzó un grito de alegría. El asombro que yo experimentaba era tal que hasta ese momento había paralizado toda iniciativa.

—¡Tonto! —grité por fin—. ¡Suelta ese cachorro antes de que regresen sus padres y se pongan a buscarlo!

—No lo soltaré, mi padre —me contestó el muchacho con voz resuelta—. ¿Acaso cinco hombres armados de lanzas han de temer a dos gatos grandes? No sentí temor cuando me interné solo en su guarida. ¿Vais a tener miedo de hacerles frente a la luz del día y en un espacio abierto?

—¡Estás loco! —le contesté—. ¡Suelta ese cachorro!

Con un salto me planté frente a Umslopogaas e hice ademán de quitárselo, pero el muchacho me esquivó con un movimiento rápido.

—¡Nunca suelto lo que es mío! ¡Y menos vivo! —me dijo mientras apretaba el cuello del cachorro, dejándolo después caer ya sin vida al suelo—. ¡Ahora te obedezco, padre!

En ese momento oímos un feroz rugido que provenía de la caverna. Los leones acababan de regresar y encontraron un cachorro muerto y el otro desaparecido.

—¡Todos detrás de los arbustos, detrás de los arbustos! —grité, mientras los guerreros aprontaban sus lanzas, temblando de miedo y de frío.

Al levantar la vista vimos las figuras de los dos leones, que se aproximaban husmeando el aire, porque de esa manera seguían el rastro dejado por el que se había atrevido a penetrar en su cueva.

El león se acercaba primero, rugiendo con furia. Detrás de él marchaba su compañera, que no rugía porque entre sus dientes apretaba al cachorro muerto. Sus ojos brillaban con furia, de tanto en tanto sacudían las arrogantes cabezas y con las colas se golpeaban constantemente los flancos.

—¡Te maldigo por tonto! —dijo en esos momentos uno de los guerreros de Chaka, dirigiéndose a Umslopogaas—. Te daré tal paliza que la sangre manará como un río de tu cuerpo.

—Primero encárgate de los leones y después, si puedes, me das esa paliza —le contestó el muchacho con arrogancia—, y no me maldigas hasta que hayas hecho las dos cosas.

Ya los leones estaban muy próximos a nosotros. No tardaron en llegar junto al cuerpo sin vida del segundo cachorro, que había sido arrojado fuera de la improvisada cerca. El león, que avanzaba primero, se detuvo unos instantes, olfateando el cuerpo del cachorro. En cuanto a la leona, abandonó el cuerpo del que había llevado hasta allí y se apoderó del que acababa de encontrar, ya que no podía transportar los dos al mismo tiempo.

—¡Ponte detrás de mí, Nada! —dijo Umslopogaas, que blandía su lanza con mano firme—, ¡el león se dispone a saltar!

Apenas terminaba de pronunciar esas palabras cuando la fiera dio el salto. El impulso fue tan formidable que parecía un ave gigantesca volando por el espacio.

—¡Clavadle las lanzas! —gritó Umslopogaas, y el tono imperioso de su voz nos obligó a obedecerle.

Pusimos las lanzas de punta sobre nuestras cabezas, de manera que, cuando el león cayó sobre nosotros, las afiladas hojas se clavaron en su vientre. Sin embargo, el impulso de la fiera era tal que nos arrastró a todos al suelo, desde donde comenzó a distribuir zarpazos en todas direcciones, mientras mordía las lanzas enterradas en su cuerpo y que sin duda le estaban causando un gran dolor.

Umslopogaas era el único que no había enterrado su lanza en el vientre del león, sino que se había mantenido a la expectativa cuando dio el salto.

Entonces comprendió que había llegado el momento de actuar, y con un grito de triunfo clavó su arma por detrás del lomo del animal, buscándole el corazón. El león lanzó un rugido de agonía y dio media vuelta, quedando inmóvil en el suelo: estaba muerto.

Mientras tanto la leona se había quedado del otro lado de la cerca, mirando a los dos cachorros muertos, a los que no se atrevía a abandonar. Pero al oír el rugido de agonía de su compañero, dejó en suelo al que sostenía entre los dientes y se dispuso a saltar.

Umslopogaas era el único que estaba en condiciones de hacerle frente, porque nosotros no habíamos tenido tiempo de retirar las lanzas del cuerpo del león muerto.

El animal se abalanzó sobre el muchacho, que se mantenía inmóvil como una estatua de bronce.

La leona había calculado muy bien el salto y cayó sobre el muchacho con la velocidad de un rayo. Tan rápido fue todo que sólo pudimos ver cómo rodaban los dos por tierra. Instantes después vimos que la leona se incorporaba, con la lanza quebrada y a medio enterrar en su pecho, mientras Umslopogaas quedaba inmóvil, como muerto, en el suelo. El animal lo olió unos segundos y, como si hubiera adivinado que ese muchacho era el causante de la muerte de sus cachorros, le asió de sus ropas con sus poderosísimas mandíbulas y saltó con su presa por encima del cerco.

—¡Salvadle! —gritó Nada con angustia.

Como un solo hombre nos lanzamos en pos de la leona, dando fuertes voces.

Durante unos segundos se detuvo junto a los cuerpos sin vida de sus cachorros, mirándolos, y una débil esperanza se anidó en nuestros pechos, porque pensamos que dejaría caer al muchacho para recoger a su cría; pero al darse cuenta de que la seguíamos continuó su carrera, perdiéndose entre los arbustos, y sin soltar el cuerpo inmóvil de Umslopogaas.

Entonces desenterramos las lanzas y nos lanzamos tras ella, guiándonos por las huellas que había dejado en el terreno húmedo de rocío; pero poco a poco éste se tornó árido y cubierto de piedras, y ya no nos fue posible descubrir el menor rastro del animal o de su presa. Se habían desvanecido como el humo. Regresamos en silencio, tristes. Por mi parte, estaba muy apenado, porque me había encariñado con el niño como si realmente fuese hijo mío. Pero debía resignarme, porque sabía que el muchacho, si ya no estaba muerto, no tenía salvación.

—¿Dónde está mi hermano? —nos preguntó Nada al vernos regresar.

—Se ha perdido —le contesté—. Ya nunca más volveremos a verle.

La niña dejó escapar un grito desgarrador y se dejó caer al suelo, estallando en fuertes sollozos.

—¡Ojalá hubiera muerto con él! —decía con voz entrecortada.

—Prosigamos la marcha —dijo entonces mi esposa Macropha.

—¿No lloras la muerte de tu hijo? —le preguntó, asombrado, uno de los guerreros que nos acompañaban.

—¿De qué sirve llorar a los muertos? ¿Acaso se los vuelve a la vida? —le contestó—. ¡Marchémonos cuanto antes!

El hombre se mostró muy asombrado ante esas palabras, pero no dijo nada más. Lejos estaba de sospechar que la aparente indiferencia de Macropha se debía a que Umslopogaas no era realmente hijo de ella.

Pero de mutuo acuerdo decidimos permanecer un día más en ese sitio, pensando que por lo menos existía la posibilidad de que la leona regresase a su guarida, y así podríamos vengar la muerte del muchacho. La que más sufría era Nada, y el dolor la había debilitado hasta tal punto que apenas podía mantenerse en pie. Sin embargo, no le oímos pronunciar ni una sola vez el nombre de su hermano.

Tampoco yo dije una sola palabra, pero no podía menos que pensar en la inutilidad de mis esfuerzos al salvar a Umslopogaas del León de los Zulúes, para que terminase sus días entre las fauces de una leona de las montañas.

Por fin llegamos a la aldea donde debía cumplir la misión que el soberano me había encomendado y donde mi esposa y yo debíamos separarnos.

A la mañana siguiente nos despedimos en secreto, porque ante los demás aparentábamos indiferencia. Estábamos muy tristes, pues en el fondo de nuestros corazones presentíamos que nunca más volveríamos a vernos, como en efecto sucedió.

Después hice un aparte con mi hija Nada, a la que hablé de la siguiente manera:

—Debemos separarnos, hija mía; no sé cuándo volveremos a reunirnos, porque los tiempos que corren son muy malos y es por vuestra seguridad que debo abandonaros.

»Muy pronto serás una mujer, Nada, y más hermosa que ninguna otra de nuestra tribu. Es probable que un hombre rico quiera hacerte su esposa, y yo no podré estar a tu lado para darte en matrimonio, como establece la costumbre de nuestro país. Pero desde ahora te aconsejo que elijas bien y que tomes por esposo a un hombre que quieras, al que puedas serle fiel y seguirle a todas partes, porque sólo así serás dichosa.

La niña me tomó una mano y me miró muy hondo a los ojos, mientras me contestaba:

—No me hables de matrimonio, padre, porque no me casaré con ningún hombre, y menos ahora que Umslopogaas ha muerto a causa de mi capricho. ¡Viviré y moriré sola y sólo deseo que la muerte me reclame muy pronto, para ir a reunirme con quien tanto quiero!

—Nada, recuerda que Umslopogaas era tu hermano, y no es bueno que hables sobre él de esta manera, aunque haya muerto.

—No sé a qué te refieres padre —me dijo—, sólo repito lo que me decía el corazón, y éste me asegura que amaba muchísimo a Umslopogaas cuando vivía y que ahora que está muerto no podré querer a nadie más. ¡Ah, tú me crees una niña todavía! Pero yo te aseguro que mi corazón es de mujer y que sabe lo que siente.

No traté de disuadirla, porque en el fondo de mi corazón sabía que su amor por Umslopogaas era perfectamente razonable, ya que éste no era su hermano, y no pude menos que maravillarme ante la sabiduría de la naturaleza, que le indicaba lo posible y lo imposible.

—No hablemos más de Umslopogaas —terminé por decirle—, que ya está muerto y ninguna de nuestras palabras podrá devolverle a la vida.

»Una vez más te repito que aunque no volvamos a vernos no me olvides, y recuerda siempre que te quiero mucho. El mundo es un campo sembrado de arbustos espinosos, cuyos aguijones se lavan en sangre. Marchamos a través de él como en medio de una niebla espesa: sin ver dónde ponemos la planta.

»Pero por fin llega el día de nuestra muerte, y entonces marchamos hacia otro país desconocido, del que no sé nada, pero en el que espero que todo lo malo se transforme en bueno y donde se reunirán los que se han querido en la tierra.

»Creo que el hombre no ha nacido para perecer por completo, sino para aunarse con el Umkulunkulu que lo ha mandado a la tierra. Por lo tanto, mantén viva la llama de la esperanza, hija mía, porque si tales cosas no existen, siempre queda el sueño. Y el sueño es plácido, hija. Adiós.

Después de besarnos me separé de ella, y más tarde, cuando partieron rumbo a Swaziland, las seguí con la mirada hasta que sus contornos se desdibujaron en la distancia.

Quedé muy triste, porque días antes había perdido aUmslopogaas y porque ahora perdía también a esos dos seres queridos.