Capítulo 8

LA GRAN INGOMBOCO

Después de este episodio reinó la paz hasta el final de la Fiesta de los Primeros Frutos. En su desarrollo, varias personas perdieron la vida porque se realizó una gran Ingomboco, o cacería de conspiradores, durante la cual los hechiceros determinaban, por medio de adivinaciones, quiénes eran los que tramaban planes para derrocar al rey. Estos desdichados eran sacrificados para escarmiento de todos, aunque la gran mayoría eran inocentes.

Se había llegado a un estado tal de cosas en Zululand que ninguna persona podía dormir tranquila, ya que a la mañana siguiente podía verse señalada por la varilla del Isanusi, nombre con que se designaba al brujo encargado de descubrir a los presuntos conspiradores.

Chaka no impedía estos desmanes mientras no sintiera inclinación por las personas condenadas de esta manera, pero cuando señalaron a varios de sus favoritos, comenzó a enfurecerse.

Sin embargo, la ley del país determinaba que aquel que era condenado por el Isanusi debía morir junto con todos los suyos, de manera que el rey se veía en aprietos para salvar a los súbditos por los cuales sentía simpatía.

En una ocasión cinco de sus más valientes capitanes habían sido condenados por los hechiceros, y con ellos debían perecer sus mujeres e hijos. Chaka se mostró muy enojado por ese derramamiento de sangre y me hizo su confidente.

—Son los brujos los verdaderos reyes de Zululand y no yo, Mopo —me dijo—. ¿Hasta dónde piensan continuar? ¿No llegarán hasta la osadía de condenarme a mí? Estos Isanusis son demasiado fuertes para mí; se ciernen sobre mi tierra como las sombras de la noche. Dime, ¿cómo me podría librar de ellos?

—Todos los que atraviesan el Puente de las Lanzas caen en la Nada —repliqué con voz sombría—; y ni siquiera los hechiceros se pueden librar de ella. ¿Acaso no tienen corazón como todos los demás? ¿Acaso no corre sangre por sus venas, sangre que puede ser derramada como la de cualquier otro hombre?

Chaka me miró con expresión de asombro.

—Si te atreves a hablar así, Mopo, es porque eres muy audaz —me dijo—; ¿no sabes que tocar a un Isanusi es un sacrilegio?

—¡Escúchame, rey! Es un sacrilegio tocar a un Isanusi sincero, pero ¿qué debemos hacer cuando éste miente? ¿Cómo podemos vengar a todos aquellos que han sido condenados a pesar de ser inocentes? ¿Es acaso un sacrilegio matar al que causó la muerte de tantos otros?

—¡Dices bien, Mopo! —aprobó Chaka—. Pero ahora quiero que me digas, hijo de Makedama, ¿cómo podremos probar que los hechiceros no han dicho la verdad?

Me incliné hacia la persona del rey, murmurando algo a su oído. Chaka bajó la cabeza en señal de asentimiento.

Había dado esos consejos al rey, mi padre, porque ya comenzaba a temer por mi propia vida y porque conocía toda la maldad que se ocultaba en el corazón de los hechiceros, que me odiaban y que no pararían hasta causar la destrucción de mi persona y de todos los seres que me eran queridos.

A la mañana siguiente algo inusitado ocurrió en la aldea, ya que el rey en persona despertó a los guerreros de su guardia, dando grandes voces.

Cuando todos estuvieron reunidos en su presencia, los llevó hasta la puerta de su morada y les mostró algo que hizo helar la sangre en las venas hasta a los más valientes.

En los umbrales del Intunkulu, la morada del rey, se veían grandes charcos de sangre.

—¿Quién ha sido el autor? —preguntó Chaka con voz de trueno—. ¿Quién se ha atrevido a echar esta maldición sobre mi casa?

Nadie contestó una palabra; entonces el soberano prosiguió:

—Este sacrilegio no será borrado por la sangre de uno o dos. El culpable no morirá solo, sino que todos los suyos perecerán con él. ¡Que partan mensajeros a todos los puntos del territorio, hacia el norte y hacia el sur, hacia el este y el oeste, para que se reúnan de inmediato en esta aldea todos los brujos de mi reino! ¡Que se presenten también todos los capitanes de mis regimientos! ¡Al décimo día a partir de hoy se celebrará una gran Ingomboco para que se descubra a los culpables! ¡Será la más grande cacería de conspiradores que jamás se ha visto en Zululand!

Los mensajeros se marcharon de inmediato para cumplir las órdenes del rey, después de memorizar los nombres de todos aquellos que debían comparecer ante el soberano. Día tras día llegaron numerosas personas a arrodillarse ante el rey, clamando misericordia. Pero Chaka se negó obstinadamente a contestar a sus reclamaciones. Solamente hizo matar a un noble porque se presentó ante él con una varilla de madera reservada únicamente para los reyes y que el mismo Chaka le había obsequiado años atrás[*].

La noche anterior a la gran Ingomboco todos los hechiceros se congregaron en la aldea. Había ciento cincuenta en total, y su apariencia era horripilante, ya que estaban adornados con huesos humanos, esqueletos de pescados, cuernos de bueyes y pieles de culebras y víboras. Caminaron en silencio, como curiosa procesión, hasta la entrada de la Intunkulu o casa real. Allí se detuvieron y entonaron el siguiente cántico a pleno pulmón, para que el rey les oyera:

Hemos venido, oh rey, de las cavernas, de las montañas y de los pantanos,

para lavamos en la sangre de los asesinados.

Nos hemos reunido como los buitres se juntan en el aire,

cuando huelen la sangre de los asesinados.

No venimos solos, oh rey, porque nos acompañan los espíritus

que susurran los nombres de los que van a morir.

No venimos solos porque somos los hijos de La Muerte, los Indunas,

y ella guía nuestros pies hacia los que van a morir.

La luna se alza roja sobre la llanura; el sol se pone rojo por el occidente.

¡Miradles! ¡Ydecidles adiós!

Encontramos por cientos a los que maldijeron al rey.

¡Ah! ¡Muy pronto les diremos adiós a ellos!

Luego quedaron silenciosos y se retiraron al sitio que les había sido designado para pasar la noche. Todos los nativos se estremecieron con temor al oír ese cántico que encerraba tantas amenazas. También mi corazón estaba lleno de pavor. ¡Ah, mi padre! ¡Durante el reinado de Chaka vivíamos en constante zozobra! ¡Nadie estaba seguro de vivir hasta la jornada siguiente! Ningún hombre tenía derecho a llamar suya a su esposa, a sus hijos o a su propiedad. Todo pertenecía al rey, y luego a los hechiceros.

Por fin amaneció, y con el primer rayo del sol los heraldos del rey anunciaron el comienzo de la gran Ingomboco.

Cientos de hombres aparecieron armados solamente con palos cortos, ya que llevar otra clase de armas equivalía a la muerte. Todos se sentaron formando un enorme círculo alrededor de la casa real. Sus rostros estaban serios y ninguno había tenido ánimos para desayunar. A sus espaldas se apostaron los guerreros escogidos, de aspecto feroz y muy fuertes, armados con grandes mazas. Éstos eran los que estaban encargados de las ejecuciones.

Cuando todo estuvo listo, apareció el rey, seguido de sus indunas y de mí. Su aparición, magnífica e impresionante por su colosal altura y el pintoresco atavío de pieles que le era característico, fue saludada con el grito de Bayéte que brotó de todas las gargantas.

Chaka pareció no impresionarse y su rostro permaneció inmutable. Paseó la vista por su alrededor, y todos los presentes palidecieron de temor bajo esta mirada. Después se acomodó en un banco, a la entrada de la casa real, hacia el norte del anillo formado por los nativos, y enfrentando un espacio abierto.

Durante unos momentos reinó el más profundo de los silencios; luego surgió de una de las puertas laterales del edificio un grupo de bailarinas, ataviadas con sus túnicas bordadas y llevando grandes ramas verdes en los brazos. A medida que se aproximaban al centro del círculo golpeaban las manos y entonaban el siguiente cántico:

Somos los heraldos de la fiesta del rey; ¡ai! ¡ai!

Los buitres se comerán los despojos. ¡Ah, ah!

Es bueno, muy bueno, morir por el rey.

Cuando terminaron se reunieron detrás de nosotros. Después Chaka levantó una mano y todas se marcharon a la carrera, no tardando en desaparecer en el interior del palacio. Luego, por la entrada principal del edificio, hicieron su aparición los Abangomao grandes hechiceros; las mujeres se habían colocado hacia la izquierda y los hombres hacia la derecha.

En la mano izquierda llevaban colas de animales salvajes, y en la derecha un manojo de lanzas y un pequeño escudo. Su aspecto no podía ser más repugnante: los huesos humanos con que se adornaban entrechocaban al caminar, y las espinas de pescados y pieles de reptiles se agitaban con cada movimiento. Sus ojos reflejaban una luz siniestra; sus labios se contraían en una sonrisa cruel. ¡Ah, qué lejos estaban de sospechar esas miserables criaturas quiénes serían los verdugos y quiénes las víctimas antes de la puesta del sol!

Siguieron imperturbables su marcha, pareciendo más que nunca los aliados de la muerte. Por fin formaron una fila compacta delante del soberano. Todos al mismo tiempo levantaron el brazo que sostenía el escudo, y de todas las gargantas brotó este grito: «¡Salud, padre!».

—¡Salud, mis hijos! —contestó Chaka.

—¿Qué es lo que quieres, padre? —preguntaron—. ¿Sangre, acaso?

—La sangre de los culpables.

Los hechiceros cambiaron impresiones unos con otros. Luego los hombres se dirigieron a las mujeres, a las que dijeron:

—¡El León de los zulúes quiere sangre!

—¡El León de los zulúes la tendrá! —contestaron éstas.

—¡El León de los zulúes huele sangre! —insistieron los hombres.

—¡La tendrá! —fue la respuesta.

—¡Sus ojos escrutan a los magos!

—¡Esos mismos ojos contarán más tarde los muertos! —chillaron las hechiceras.

—¡Paz! —gritó entonces Chaka—. ¡No gastéis vuestro aliento en charlas inútiles y poned de inmediato manos a la obra! ¡Los magos me han maldecido! ¡Ellos se han atrevido a derramar sangre en los umbrales de mi morada! ¡Revolved hasta el último rincón de la tierra, pero encontradles! ¡Volad por el aire y señaladles, buitres! ¡Husmead los caminos y encontradles, chacales! ¡Arrojadles de las cuevas en que estén escondidos, de las tumbas si están muertos! ¡A trabajar! ¡A trabajar! Si me los traéis a mi presencia seréis recompensados. Y ahora comenzad el trabajo; dividíos en grupos de a diez, porque quiero que acabéis para la puesta del sol.

—Acabaremos, padre —respondieron todos al mismo tiempo.

Diez mujeres se adelantaron; se trataba de las más famosas hechiceras de ese tiempo. La de más edad y la más sabia se llamaba Nobela, sus ojos eran tan penetrantes que horadaban las tinieblas; podía escuchar las voces de los muertos cuando gritaban por las noches y explicar cuanto misterio sucedía. Todos los demás brujos se sentaron en el suelo, formando una media luna y dando la cara al soberano. Nobela fue la única que se adelantó, acompañada por otras nueve hechiceras.

Se dieron la vuelta hacia el norte y hacia el sur, hacia el este y el oeste, sin dejar de mirar a los cielos. Luego repitieron los movimientos, pero esta vez con la vista clavada en el suelo; por fin los hicieron por última vez, mirando a los hombres que formaban el círculo. Después comenzaron a caminar alrededor de los presentes con movimientos felinos, y hasta se agacharon a ras de tierra para oler el suelo. Durante todo el tiempo el silencio fue absoluto y el temor hacía latir los corazones de los presentes con fuerza inusitada. Solamente de tanto en tanto se oía el aletear de los buitres en los árboles cercanos.

Por fin habló Nobela:

—¿Qué es lo que oléis, hermanas? —preguntó.

—Le olemos a él.

—¿Se sienta en el este, hermanas?

—Se sienta en el este.

—¿Es hijo de un forastero, hermanas?

—Es hijo de un forastero.

Luego se aproximaron más las unas a las otras, se pusieron a cuatro patas, y se arrastraron hasta detenerse a menos de diez pasos de donde me hallaba sentado, entre los indunas del rey.

Los indunasse miraron con expresión de temor; en cuanto a mí, mi padre, sentí que todos los músculos se me aflojaban y que el miedo hacía entrechocar mis dientes. Sabía que era yo el que estaba a punto de ser señalado, y si así sucedía, iba a morir j unto con todos los míos, ya que el juramento del rey muy poco valía frente al poder de los hechiceros.

Miré a los ojos malignos de las IsanusisA medida que se acercaban arrastrándose, igual que culebras. También me di cuenta de que detrás de ellas se encontraban los verdugos, quienes ya habían asido con fuerza las mazas.

Luego recordé las palabras que había susurrado a oídos del rey y que habían provocado esa gran Ingomboco, y la esperanza me volvió al cuerpo, reconfortándome como un rayo de luz en una noche tormentosa. Sin embargo todavía no confiaba demasiado, porque muy bien podía ocurrir que el rey hubiese urdido una trampa para perderme.

Ya estaban muy próximas a mí cuando hicieron alto.

—¿Nos hemos equivocado, hermanas? —preguntó entonces Nobela.

—No, no nos hemos equivocado —respondieron las aludidas al mismo tiempo.

—¿Queréis que susurre su nombre en vuestros oídos, hermanas?

Las hechiceras levantaron las cabezas, como serpientes, e hicieron un movimiento de afirmación. Luego juntaron sus cabezas formando un círculo, cuyo centro ocupó Nobela.

—¡Ja, ja! —se rieron—, ¡te escuchamos! Ése es el nombre. ¡Repitamos su nombre y el de su familia en voz alta!

De pronto se pusieron de pie y se lanzaron a la carrera sobre mí con Nobela, la vieja Isanusi, a la cabeza. Cuando estuvieron a mi lado me señalaron con las colas de los animales que sostenían en sus diestras. Nobela me rozó la cara y gritó:

—¡Salud, Mopo, hijo de Makedama! ¡Tú eres el que derramó sangre en el umbral de la morada del rey para que una maldición cayera sobre él y los suyos! ¡Que recibas el castigo que mereces!

La vi venir y oí sus palabras como en un sueño. También oí las pisadas de los verdugos que se aproximaban a matarme, sin que pudiera pronunciar una sola palabra en mi defensa: parecía que el miedo había pegado mi lengua al paladar.

Con una mirada de desesperación contemplé al rey. Entonces éste se puso de pie y levantó la lanza en alto para que todos permaneciesen inmóviles y escuchasen sus palabras. Con voz atronadora dijo:

—¡Deteneos! ¡Apártate, hijo de Makedama! ¡De modo que eres tú el culpable! ¡Apártate tú también, Nobela! ¿Crees que me voy a contentar con la vida de un solo perro? ¡Seguid olfateando para descubrir más culpables! ¡Oled, buitres, oled a cada uno de los que se encuentran presentes! ¡De día el trabajo, de noche la fiesta!

Con el asombro pintado en el rostro, me puse de pie. La hechicera se apartó de mi lado y era evidente que ella también se mostraba muy sorprendida. Hasta ese momento, cada vez que un hombre era condenado durante la Ingomboco, lo sacrificaban de inmediato. ¿Por qué, pues, el rey ordenaba que las ejecuciones fuesen suspendidas hasta la noche? Nobela miró al soberano con ojos interrogantes, pero éste permaneció impasible y su rostro de ébano era tan inexpresivo como una roca.

Una segunda partida de hechiceras reanudaron la sesión. Los movimientos fueron muy similares, aunque con ligeras variantes, ya que ninguna hechicera que se preciara de tal podía copiar exactamente los procedimientos de sus anteriores compañeras. Esta vez condenaron a uno de los consejeros del rey, acusándole de magia.

—¡Apártate del círculo! —le ordenó el rey—. ¡Y vosotros, que lo habéis condenado, apartaos también del resto de sus compañeros! ¡Poneos al lado de Mopo, el hijo de Makedama!

Un tercer grupo retomó la tarea. Esta vez señalaron a uno de los generales más capaces con que contaba Chaka, y también se les pidió que se hiciesen a un lado, junto con el nuevo condenado.

Así prosiguió la sesión durante todo el día. Decena tras decena, las hechiceras eligieron a sus víctimas, después de lo cual se situaron a un lado, junto a los condenados.

Les llegó entonces el turno a los Isanusis hombres y me di cuenta de que procedían asustados, sin duda porque sospechaban que iba a suceder algo imprevisto, ya que ese procedimiento era inusitado.

Pero como las órdenes del rey no podían ser discutidas, se resignaron a obrar tal como el soberano quería.

Todos los condenados miraban tristemente hacia el cielo, siguiendo con angustia el camino que recorría el sol, que ya se acercaba a su ocaso. En cuanto a los que todavía no habían sido señalados, tenían los nervios deshechos por la angustia y ensayaban roda suerte de fórmulas mágicas, llegando en algunos casos hasta a devorar culebras vivas para procurar su salvación.

Por fin terminó la jornada y los últimos hechiceros condenaron a uno de los cuidadores del Emposemi (casa de las mujeres).

Pero uno solamente de entre todos los brujos se negó a participar en la gran Ingomboco. AJ darse cuenta de actitud tan singular, el rey le hizo comparecer ante él y le preguntó cómo se llamaba y de dónde venía y por qué se había negado a colaborar con sus compañeros.

—Mi nombre es Indabazimbi; soy hijo de Arpi, ¡oh, rey! —le contestó el hechicero, que era muy alto y joven—; pertenezco a la tribu de los Maquilisini. ¿Quieres que nombre en voz alta a quien los espíritus me indican como autor del maleficio?

—Sí —contestó el soberano.

De pronto el joven, sin hacer ninguna contorsión y sin lanzar ningún grito como sus demás compañeros, rozó el rostro del propio rey con la cola de animal que sostenía en la mano, y exclamó al mismo tiempo:

—¡Los espíritus me señalan al Cielo que está sobre mi cabeza!

Un murmullo de asombro brotó unánime de la multitud reunida y todos se preguntaban cómo ese joven había tenido osadía semejante; osadía que pagaría a no dudarlo con la vida.

—¡Tú eres el único que lo ha dicho! —gritó entonces Chaka, que se puso de pie al mismo tiempo que lanzaba una sonora carcajada—. ¡Escuchad, escuchad todos! ¡Sí, yo lo hice con mi propia mano para desenmascarar a los falsos hechiceros que no dicen más que mentiras!

»Parece que en todo el territorio zulú no existe más que un hechicero verdadero… ¡este joven!, pero desgraciadamente abundan los falsos. ¡Miradlos y contadlos! ¡Son tan numerosos como las hojas! ¡Miradlos! ¡Están atemorizados junto a los inocentes que han condenado, con sus mujeres y niños, y les espera una suerte peor que a los perros! Ahora os pregunto, mis súbditos: ¿qué castigo merecen por falsos?

—¡Que mueran, rey! —rugió la multitud.

—Sí, ¡que mueran como perros! —aprobó el soberano.

Los Isanusis, hombres y mujeres, lanzaron chillidos de terror, clamando perdón, ya que ninguno se resignaba a sufrir la suerte que decretaban para otros. Pero esos gritos sólo sirvieron para provocar la hilaridad del rey.

—¡Escuchadlos! —dijo señalándoles con la lanza. Luego se encaró con los que los hechiceros habían condenado, y continuó—: Vosotros, que habéis sido destinados al sacrificio, sois los que debéis cobraros venganza. ¡A ellos! ¡Matadlos! ¡Aplastadlos! ¡A todos, a todos menos a este joven!

Nos levantamos como movimos por un resorte porque el odio rebosaba en nuestros corazones y queríamos vengar las horas de zozobra vividas en ese día. Los condenados iban a dar buena cuenta de los verdugos. Se oyeron carcajadas estrepitosas de parte de los que no fueron señalados, pero que habían sufrido una tensión nerviosa casi inaguantable, y que de esta manera se desahogaban.

Por fin terminó todo y nos apartamos del montón de despojos. Ya no se oían ni reclamaciones ni amenazas. Los hechiceros acababan de partir hacia las tinieblas, donde habían mandado a tantas víctimas inocentes en el transcurso de sus vidas miserables.

El soberano se aproximó para contemplar los restos. Todos se arrodillaban ante él, alabando su sabiduría. Solamente yo permanecí de pie porque sabía que desde ese momento en adelante gozaría más que nunca del favor de Chaka. El soberano se detuvo a mi lado y, contemplando el montón informe de huesos humanos, me dijo:

—¡Allí yacen, Mopo! ¡Ya no viven los falsos hechiceros, los que se atrevieron a mentirle al rey! Tu plan dio excelentes resultados y ahora me veo libre de ellos, Mopo. No pude menos que notar tu temblor cuando Nobela te señaló como autor del maleficio. Bueno, ahora todo ha terminado y por fin mi pueblo se verá libre de esos seres repugnantes. Muy pronto se convertirán en polvo y se perderán en la tierra a la que tanto asolaron con sus hechicerías.

Pero las últimas palabras murieron en su garganta, porque algo se movió en el montón de huesos quebrados, algo que se arrastró por el suelo, dejando tras de sí una estela ensangrentada, y que por fin, al llegar frente al soberano, logró ponerse de pie. El espectáculo que se presentó ante nuestros ojos era al mismo tiempo repugnante y pavoroso. Se trataba de Nobela, la hechicera que me había condenado horas antes, y que al parecer había regresado de la muerte para maldecirme.

El rostro apergaminado y los miembros estaban cubiertos por más de cien heridas. Era evidente que la vida escapaba a grandes pasos de ese cuerpo tembloroso, pero en sus ojos todavía brillaba la llama del odio.

—¡Salud, rey! —gritó.

—¡En paz, mentirosa! —contestó el soberano—: ¡Estás muerta!

—Todavía no, rey. Oí tu voz y la de tu perro guardián, a quien con gusto habría arrojado a los chacales, y me negué a morir enseguida. Le condené esta mañana cuando estaba viva; ahora, que estoy casi muerta, vuelvo a condenarle. ¡Él te maldecirá con sangre, Chaka, junto con Unandi, tu madre, y Baleka, tu esposa! ¡Piensa en mis palabras cuando la lanza asesina se introduzca en tu cuerpo, rey! Y ahora… ¡adiós!

Después de pronunciar estas palabras con voz solemne, dejó escapar un grito de agonía y cayó muerta a nuestros pies.

—La bruja ha mentido hasta el último momento —comentó el rey, con tono despreocupado, y de inmediato le dio la espalda, volviendo sobre sus pasos.

Pero esas palabras de la moribunda se grabaron firmemente en mi memoria, por lo menos en lo que se refería a Unandi y Baleka. Así quedaron como semillas ocultas en el seno de la tierra y prontas a germinar cuando llegara la estación propicia.

La gran Ingomboco había llegado a su fin. Fue ésta la mayor cacería humana celebrada en la tierra de los zulúes.