Los años pasaron sin dificultades para mí; pero mis temores no se habían desvanecido por completo, porque sabía que el secreto del verdadero origen del niño podía ser descubierto en cualquier momento, especialmente desde que era también compartido por mujeres: Unandi, la Madre de los Cielos, y Baleka, mi hermana, esposa del rey, además de mis dos mujeres: Macropha y Anadi. ¿Cómo era posible, pues, que jamás se descubriera? Además, ni Baleka ni Unandi podían ocultar el cariño que sentían por el niño, a quien yo, en mi calidad de padre aparente, había puesto el nombre de Umslopogaas.
Por eso era muy frecuente que una o las dos se acercaran hasta mi choza, con el pretexto de visitar a mis esposas, y jugaran con él, sentándolo en sus regazos y haciéndole caricias. Fue en vano que yo tratara de prohibir esas visitas, ya que el amor era más poderoso que la prudencia, y por lo tanto hacían caso omiso a mis prudentes advertencias. Por eso no fue extraño que un día Chaka sorprendiera a Unandi con el niño en su regazo.
—¿Qué es lo que hace mi madre con ese niño tuyo, Mopo? —me preguntó—. ¿No puede besarme a mí si tiene necesidad de querer a alguien? —y lanzó una carcajada impresionante.
Le contesté que no sabía nada y el incidente fue olvidado por el momento. Pero desde ese día Chaka hizo vigilar a su madre más estrechamente.
Por su parte, el niño crecía cada vez más y se transformaba poco a poco en un robusto zulú, aventajando a todos los demás niños de su edad en corpulencia y fortaleza física. Desde pequeño demostró haber heredado varios rasgos de su progenitor, ya que, como Chaka, era parco de palabra y no sentía miedo ante ningún peligro. Sólo quería a dos personas: a mí, a quien llamaba su padre, y a Nada, de la que se creía hermano mellizo.
En cuanto a Nada, debo declarar que si bien Umslopogaas era el más fuerte y temerario entre los niños, Nada era la más bonita y gentil entre las muchachas. Para ser sincero, mi padre, creo que su sangre no era completamente zulú, aunque nada concreto puedo decir al respecto. Pero sus ojos eran más grandes y rasgados que los de las mujeres de mi raza, su cabello era más largo y ensortijado, y su piel más clara, del color del cobre puro. Había heredado esos rasgos de Macropha, pero era mucho más hermosa que ella, mucho más hermosa que cualquier otra mujer zulú.
Su madre, mi esposa, era de sangre Swazi, y fue traída como cautiva a la aldea de Chaka después de una de tantas invasiones a territorio extranjero. Se decía que era hija de un importante ganadero de la tribu de los Halakazi, pero la misma Macropha me confió una vez que aunque su madre era una de las esposas de ese nativo, su padre era un hombre blanco que había vivido cierto tiempo en la aldea. Se trataba de un portugués muy apuesto, que trabajaba en la manufactura del hierro. Este hombre se enamoró de la madre de Macropha, y muchos sostenían que mi esposa era hija de él y no del ganadero Swazi, quien acabó por matar al portugués movido por los celos. Creo que nadie puede en realidad asegurar nada al respecto, y si insisto sobre el particular es para tratar de encontrar una explicación a la belleza poco común de Nada, más semejante a la del tipo blanco que a la nuestra, y que bien podía aceptarse si se piensa que su abuelo era un hombre blanco.
Umslopogaas y Nada siempre estaban juntos. Comían juntos, dormían juntos, vagaban juntos por los alrededores; tenían las mismas ideas y hasta se expresaban con palabras idénticas. ¡Era hermoso verlos tan unidos! Mientras fueron niños, Umslopogaas salvó la vida de Nada en dos oportunidades.
La primera vez sucedió de la siguiente manera: los dos niños se habían alejado bastante de la aldea en busca de unas moras silvestres que les gustaban mucho. Cuando las encontraron, comieron hasta hartarse. Terminaron cerca del atardecer, y como la fruta los puso soñolientos, se quedaron dormidos.
Despertaron ya muy entrada la noche, para encontrarse en medio de una fuerte tempestad. El viento soplaba con fuerza y llovía a torrentes. Se trataba de una de tantas tormentas con que se anuncia el invierno.
—¡Arriba, Nada! —dijo Umslopogaas—. Tenemos que correr hacia la aldea si no queremos morir de frío.
Nada se puso de pie, temblorosa, y después de tomarse de las manos, los dos niños trataron de seguir a tientas el sendero de regreso al poblado. Pero la oscuridad y la lluvia les hicieron extraviar el camino, y de pronto se encontraron en medio de un bosque que les era desconocido. Descansaron unos momentos, volvieron a comer otras moras y reanudaron la marcha. Vagaron durante todo el día siguiente, hasta que la noche los sorprendió de nuevo. Juntaron unas cuantas ramas, que apilaron sobre sus cuerpos para tratar de abrigarse con ellas, y estaban tan rendidos por la larga caminata que no tardaron en quedarse profundamente dormidos el uno en brazos del otro. Despertaron al amanecer, pero las moras que encontraron no fueron ya suficientes para saciar su apetito y al mediodía las habían terminado. Sintiéndose muy desgraciados, se sentaron en el reborde de una colina y Nada apoyó su cabeza sobre el pecho de Umslopogaas.
—¡Quedémonos aquí a morir! —dijo con voz muy queda.
Pero, aunque no era más que un niño, Umslopogaas ya poseía un corazón a toda prueba y le contestó:
—Cuando nos llegue la hora de morir, la Muerte vendrá a avisarnos. Descansa en este sitio mientras yo trato de llegar hasta la cima de esta colina y ver qué se extiende más allá de la selva.
En el camino encontró más moras y otras raíces que servían como alimento, con las cuales repusieron fuerzas. Por fin llegó hasta el punto más alto de la colina y desde allí paseó la mirada a través del manto verde que se extendía a su alrededor. Con gran alegría de su parte, descubrió hacia el este una línea blanca que parecía una columna de humo, pero que estaba a ras de tierra, y reconoció la cascada que se precipitaba a escasa distancia de la casa donde moraba el rey.
Bajó corriendo por la ladera de la colina, dando gritos de alegría y sin olvidarse de recoger frutas y raíces para que comiera su hermana.
Pero cuando llegó junto a ella la encontró desmayada como consecuencia de las penurias, del frío y del hambre.
Yacía extendida sobre el suelo como una persona dormida, pero sobre ella se encontraba un chacal que huyó cuando Umslopogaas se aproximó a Nada.
Sólo le quedaban dos soluciones al muchacho: huir y salvar su vida, o morir junto a Nada. Sin embargo el niño pensó en una tercera, y haciendo tientos con su moocka, ató a su espalda a la desmayada joven y, con ella a cuestas, emprendió el camino hacia la casa del rey.
Jamás habría podido llegar hasta ella si no hubieran tropezado con él unos mensajeros de Chaka, quienes afirmaron que el cuadro que se presentó ante su vista, el de un muchacho desfalleciente con una niña atada a su espalda, era de los más curiosos y conmovedores.
Tan cansado estaba que en un primer momento no pudo hablar; y los tientos con que había atado a Nada a su espalda se habían incrustado tanto en la piel de sus hombros que la sangre manaba por esas heridas frescas. Por fortuna uno de los mensajeros lo reconoció como Umslopogaas, hijo de Mopo, y lo llevaron de regreso a la aldea. Ya se proponían dejar abandonada a la niña, a la que daban por muerta, pero el muchacho insistió en señalar su pecho y, apoyando una mano sobre él, los mensajeros percibieron que el corazón todavía latía, aunque de forma muy débil, y la llevaron consigo. Finalmente los dos se recobraron por completo, y desde ese día se amaron más que nunca.
Después de una aventura que pudo costarle la vida a los dos muchachos, pedí a Umslopogaas que nunca más se alejase con su hermana de los límites de la aldea. Pero al muchacho le gustaba vagar libre por los bosques y Nada le seguía como su sombra.
Así llegó un día en que ambos aprovecharon la circunstancia de que los portones de acceso a la aldea estaban abiertos para deslizarse hacia el exterior. Encaminaron sus pasos hasta un valle que tenía fama de estar embrujado, y que, según la leyenda, estaba habitado por espíritus maléficos que quitaban la vida de todos aquellos que se atreviesen a penetrar en él.
Si eso era verdad o no, no podría decirlo, pero si sé que en ese lugar vivía una mujer que había hecho su casa en una caverna y que se alimentaba de todo lo que podía robar, matar o desenterrar. Esa mujer estaba loca desde el día en que su esposo había sido ejecutado por orden del rey por haberse sospechado que preparaba una conspiración contra él. Los guerreros de Chaka no se conformaron con asesinar al presunto culpable, sino que mataron también a todos los miembros de su familia que encontraron, entre ellos a tres hijas suyas, y habrían eliminado también a la esposa si ésta no hubiese enloquecido de repente, por lo que, temerosos de los espíritus que habitaban su cuerpo, la dejaron en libertad.
La pobre mujer huyó desesperada y se instaló en ese valle. Se decía que cuando veía niños, especialmente muchachas, se apoderaba de ella un deseo rabioso de matarlas, tal como habían sido asesinadas sus propias hijas.
En las noches de luna llena, impulsada por su locura, era capaz de recorrer enormes distancias hasta que encontraba alguna aldea, en la que penetraba arrastrándose como una hiena. Luego se introducía en alguna choza y robaba las criaturas sin que nadie se atreviese a detenerla, porque la superstición impedía que se tocara a un loco.
Umslopogaas y Nada, con la inconsciencia propia de la niñez, se sentaron al borde de un lago, muy próximo a la entrada de la caverna que habitaba la demente, y la niña se entretuvo largo rato en entretejer guirnaldas utilizando la gran cantidad de flores silvestres que crecían junto al agua.
En un momento dado Umslopogaas abandonó a Nada para ir en busca de lirios, flor por la que la niña sentía gran predilección.
Al alejarse unos pasos habló en voz alta, y el sonido de su voz fue el que despertó a la mujer que dormía en la caverna, ya que ésta sólo salía de noche, como los chacales. La loca abandonó la caverna armada de una lanza, porque su instinto casi animal le decía que se le presentaba una presa codiciada.
De inmediato vio a Nada, sentada sobre la hierba, jugando con flores, y se aproximó sigilosamente para matarla. Un sexto sentido debió prevenir a Nada de la inminencia del peligro, porque, sin atreverse a levantar la vista, dejó caer las flores sobre su regazo y se inclinó para contemplarse en el espejo transparente de las aguas del lago. Allí pudo ver con toda nitidez el rostro contraído y salvaje de la demente, con los cabellos colgando en desorden y los ojos brillando como los de un animal carnicero.
Dejando escapar un grito de terror, Nada se puso de pie y corrió por el sendero que había tomado Umslopogaas, seguida de cerca por la mujer enloquecida.
Umslopogaas oyó el grito de su hermana y volvió a la carrera, llegando a tiempo para contemplar la persecución terrible de que era víctima la jovencita. En ese momento la loca alcanzó a Nada, a la que agarró por los cabellos, y de inmediato levantó la lanza con el evidente propósito de atravesar con ella el cuerpo de la desdichada niña.
Umslopogaas estaba desarmado: sólo contaba con un palo de poca resistencia; sin embargo se acercó a la asesina sin vacilar y le descargó en la mano un golpe tan bien dirigido que la demente se vio obligada a soltar su presa.
Lanzando una exclamación de furia, se encaró con Umslopogaas, al que pretendió herir con la lanza, pero con un salto de felino el muchacho se hizo a un lado y el arma pasó silbando junto a su cabeza. Por tercera vez la mujer le dirigió un golpe con la lanza, y esta vez no pudo esquivarlo por completo, ya que la aguda punta de hierro le interesó un hombro.
La demente se encaró entonces con Nada, a la que trató de estrangular mientras brotaban de su garganta toda clase de gritos guturales.
Umslopogaas hizo caso omiso del dolor que le producía la herida y, quitándose la lanza con sus propias manos, cargó contra la mujer. La loca dejó en libertad a Nada por segunda vez y arrojó una piedra con tanta fuerza que habría aplastado al muchacho de haber dado en el blanco, ya que se partió en trozos menudos al chocar contra otra del suelo.
Pero Umslopogaas ya había cogido carrera y logró clavar la lanza en el cuerpo de la mujer con tanta fuerza que la atravesó de parte a parte. De inmediato Nada le vendó como pudo la herida del hombro, de la que manaba sangre en abundancia, después de lo cual emprendieron el regreso a la aldea y me confiaron todo lo sucedido.
Hubo quien exigió que se matara al muchacho porque había dado muerte a una demente, «poseída por un espíritu». Pero yo me opuse con firmeza, diciendo que nadie debía ponerle la mano encima. Había matado a la mujer en defensa de su propia vida y de la de su hermana, y todos tenían el derecho de matar en defensa propia, excepto contra el rey o los que el rey distinguía con su favor.
Además agregué que si bien esa mujer estaba poseída por un espíritu, éste no podía ser sino maligno, ya que ningún espíritu bueno podía reclamar la vida de los niños, y les recordé que nuestra religión no permitía el sacrificio de seres humanos al Amatonga, ni siquiera en época de guerra, aunque los perros basutus lo hicieran.
Pero algunos brujos siguieron insistiendo en que le mataran, afirmando que si se le permitía seguir viviendo nos traería desgracias a todos los de la aldea. Por fin la discusión llegó a oídos del rey, que mandó llamar a Umslopogaas, a mí por ser su padre, y a los principales brujos del poblado.
Éstos fueron los primeros en hablar, exponiendo las razones por las cuales pedían la vida del muchacho. Chaka les preguntó qué ocurriría si el muchacho seguía viviendo, o si esto ocasionaría trastornos para él, Chaka, el soberano.
Los hechiceros respondieron que no a él, pero sí a los miembros de la casa real que ocuparan su lugar después de su muerte. Entonces Chaka replicó que no le importaba lo más mínimo lo que podía sucederles a quienes ocuparan su lugar en el futuro. Luego se dirigió a Umslopogaas, que le miraba audazmente al rostro, de igual a igual.
—¿Qué es lo que tienes que decir en tu favor, muchacho —le preguntó—, para que no ordene tu ejecución, como me lo demandan estos hombres?
—Que maté a la mujer en defensa de mi propia vida —contestó Umslopogaas, muy sereno.
—Eso no interesa —replicó el rey—, porque si yo deseo matarte, no por eso tú vas a eliminar a los que mande a cumplir ese cometido, ¿verdad? ¿No tienes ninguna otra razón?
—La mujer habría matado a mi hermana, a la que quiero más que a mi propia vida, Elefante— contestó Umslopogaas.
—Eso tampoco importa, porque a una orden mía todos los que viven en esta aldea pueden morir, y esa mujer estaba poseída de un espíritu que le ordenó que matara a la niña. Si no tienes nada más que decir, creo que debes morir.
Umslopogaas se irguió cuan alto era, no como el que pide un favor, sino como el que exige un derecho, y dijo:
—Sólo voy a decir una cosa más, y si eso no es suficiente, ¡oh, poderoso!, que me maten sin discutir por más tiempo. Tú mismo ordenaste que esa mujer fuese asesinada. Los guerreros que designaste para cumplir esa tarea la respetaron porque la creyeron loca. Yo cumplí tu deseo, porque loca o cuerda, creo que la palabra del rey debe ser siempre respetada, y por lo tanto pienso que lejos de merecer la muerte me he hecho acreedor a una recompensa.
—¡Muy bien, Umslopogaas! —aprobó Chaka—. Que le entreguen a este muchacho diez cabezas de ganado; su padre será el encargado de cuidárselas. ¿Estás satisfecho ahora, Umslopogaas?
—Tomo lo que es mío, y te agradezco porque sé que tú no otorgas favores a menos que sean merecidos —contestó Umslopogaas.
Chaka le miró con el ceño fruncido durante unos segundos, pero luego estalló en una sonora carcajada.
—¡Este niño me recuerda a otro que hace muchos años huyó de la choza de Senzangacona! —comentó—. Ese otro niño era yo. Sigue por ese camino, muchacho, y puede que descubras que algún día te saluden con el Bayéte, como a un rey. ¡Sólo te aconsejo que no te interpongas en el mío, porque en él no cabe nadie más que yo! ¡Y ahora, vete!
Nos marchamos después de las reverencias de práctica, pero al pasar frente a los brujos me di cuenta de que murmuraban por lo bajo, ya que se mostraban evidentemente disconformes con la decisión del rey.
También sentían celos de mi posición privilegiada, y sabía que deseaban causarme todo el mal posible a través de mi hijo.