Una de las reglas de Chaka era no tener hijos, y así, cuando alguna de sus numerosas esposas daba a luz una criatura, ésta era eliminada de inmediato.
El mismo jefe me explicó en una ocasión el porqué de una decisión tan cruel.
—¿Para qué voy a criar hijos, Mopo? —me dijo con voz grave—. ¿Para que me asesinen cuando sean grandes y fuertes? Todos me llaman tirano. ¿Cómo mueren todos los tiranos si no asesinados por aquellos mismos que han criado y querido? No, Mopo, quiero proteger mi vida, y por eso elimino a mis descendientes. Cuando me reúna con los espíritus de mis antepasados, que el más fuerte y hábil ocupe mi lugar.
Sucedió que pocos días más tarde, Baleka, mi hermana, estuvo a punto de ser madre. En ese mismo tiempo mi primera esposa, Macropha, había dado a luz mellizos, y esto ocurrió ocho días después de que mi segunda esposa, Anadi, fuera madre de un hijo varón.
Quizá te preguntes, mi padre, cómo Chaka me permitió casarme, ya que la ley de los zulúes determina que sólo los hombres de mediana edad, que ostentaran el anillo de cabellos alrededor del cráneo, podían tomar esposa. Pero el jefe me lo permitió como una concesión especial, por ser su inyanga de la medicina y porque me dijo que ya que en muchas ocasiones iba a tener que atender a mujeres, más me valía irlas conociendo. ¡Como si tal cosa fuera posible, mi padre!
Cuando el rey se enteró de que Baleka iba a ser madre no mandó matarla, porque la quería un poco, pero me llamó a su presencia y me ordenó que la atendiera hasta que naciese el niño, después de lo cual se lo traería a su presencia porque él mismo deseaba cerciorarse de que estaba muerto. Me incliné respetuosamente y marché a cumplir mi cometido, con una pena muy honda en el corazón, porque, después de todo, Baleka era mi hermana y su hijo un ser de mi propia sangre. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Un deseo de Chaka era más temible que una orden de cualquier otro rey, y si me atrevía a desobedecerlo todos lo pagaríamos con la vida. Era mejor que muriera un niño recién nacido antes que varias personas inocentes perdieran la vida por su culpa, ya que no dudaba que en caso de desobedecerlo Chaka mandaría exterminar a todos los míos e incendiar mi choza.
Por fin llegué al Emposemi o morada de las mujeres del rey. Los guardias que custodiaban la entrada me franquearon el paso después de explicarles que el mismo rey me había enviado a atender a mi hermana.
Entré en la choza donde vivía Baleka, que estaba acompañada por otras esposas de Chaka, quienes se marcharon de inmediato, ya que no les estaba permitido hablar con ningún otro hombre.
De esta manera me quedé solo junto a Baleka. De inmediato me di cuenta de que lloraba.
—¡Cálmate! —le dije, mientras trataba de consolarla con palabras dulces.
—¡Hombre cruel! —me reprochó—. Ya sé para qué has venido. Tienes que asesinar al hijo que está a punto de nacer.
—Ésa es la orden del rey.
—¡La orden del rey! ¿De manera que yo no tengo derecho a decir nada?
—¡Es el hijo del rey!
—¡El hijo del rey! ¿Acaso no lo es mío también? ¿Por qué han de matar a mi niño? ¿Y por qué tú, Mopo, mi propio hermano, ha de ser el encargado de estrangularlo? ¿Acaso no te he demostrado cuánto te quiero, Mopo? ¿No accedí a acompañarte cuando huiste de nuestra aldea? ¿Y no sabes que hace dos lunas Chaka estaba furioso contigo porque no supiste aliviarle de su dolor, y ya estaba a punto de mandar asesinarte cuando yo le pedí clemencia para ti, recordándole el juramento empeñado, y sólo así te perdonó la vida? ¿Y es así como me pagas tantos favores? ¡Asesinando a mi primer hijo!
—Nada puedo hacer contra una orden del rey —le recordé con voz aparentemente dura, aunque mi corazón estaba henchido de dolor.
Baleka no dijo más, pero volvió la cabeza hacia la pared de la choza y comenzó a sollozar desesperadamente.
En ese momento oí un ruido a la entrada de la choza, y al mirar en esa dirección descubrí a una mujer que acababa de entrar. Al darme cuenta de quién era, me arrodillé para saludarla con respeto, ya que era Unandi, la madre del rey, a quien llamaban «Madre de los Cielos». Sí, no era otra que aquella misma mujer fatigada a quien mi madre le negó techo y comida muchos años atrás.
—¡Salud, Madre del Cielo! —le dije.
—Salud, Mopo —me contestó—; ¿por qué llora Baleka?
—Pregúntale a ella misma, gran señora —le pedí.
Entonces Baleka habló entre sollozos:
—Madre del Cielo: lloro porque este hombre, que es mi propio hermano, ha recibido órdenes de tu hijo, nuestro señor, y debe matar al hijo que muy pronto daré a luz. ¡No permitas que lo haga! ¡Que no maten a un niño de tu misma sangre! ¡Recuerda que nadie mató a tu hijo al nacer!
—Quizá habría sido mejor, Baleka —respondió Unandi—; porque entonces muchas madres se hubiesen ahorrado las lágrimas que derramaron por la muerte de sus hijos en la guerra.
—Pero al menos cuando era niño tu hijo fue bueno, y tú debías amarlo mucho, Madre del Cielo —insistió mi hermana.
—¡Jamás fue bueno, Baleka! Y tal como es el niño, así será el hombre.
—Pero este niño puede ser distinto, Madre del Cielo. Piensa que no tienes ningún nieto que te cuide en tu vejez. El rey, nuestro señor, anda en continuas guerras, y puede que algún día muera en el campo de batalla. ¿Qué sería de ti entonces?
—La raíz de los Senzangacona todavía está fuerte. ¿Acaso el rey no tiene otros hermanos?
—Pero ninguno está tan próximo a tu corazón, Madre. ¿Cómo? ¿No me escuchas? ¡Entonces te lo ruego de mujer a mujer! ¡Salva a mi niño o mátame con él!
Unandi se mostró muy conmovida ante esas palabras desesperadas, y de sus ojos manaron abundantes lágrimas.
—¿Cómo podemos complacerla, Mopo? —me preguntó—. El rey debe ver un niño muerto, pues de lo contrario ninguno de nosotros estará con vida mañana al amanecer.
—¿No han nacido otros niños recientemente en la aldea? —preguntó Baleka, con el rostro iluminado por una débil esperanza—. ¡Escúchame, Mopo! ¿No ha sido madre tu primera esposa? ¡Pensad en un plan para salvar a mi niño, porque de lo contrario os haré matar a los dos con él! ¡Sí, le diré al rey que os confabulasteis en mi presencia, urdiendo un plan para matarle a él y coronar a mi hijo! ¡Elegid, pues, pero elegid pronto!
Después de estas palabras de amenaza Baleka cerró los ojos y permaneció inmóvil, mientras Unandi y yo nos consultábamos con la mirada.
La madre del rey fue la primera en hablar:
—¡Júrame que me serás fiel y que guardarás para siempre este secreto, como lo guardaré yo, Mopo! —me pidió—. Puede llegar un día en que este niño, que todavía no ha visto la luz, sea coronado rey de los zulúes. Entonces, como recompensa, tú serás poderoso; llegarás al rango de consejero principal del rey. ¡Pero si faltas a tu juramento, cuidate, porque te aseguro que no vivirás mucho tiempo!
—¡Te lo juro, Madre del Cielo! —le respondí.
—Muy bien, hermano —aprobó Baleka—. Ahora ve a hacer lo que debas rápidamente. Ve y no falles, porque ya sabes que seré despiadada. ¡Sí, estoy dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de vengar a mi hijo!
Sin pérdida de tiempo abandoné la choza. Los soldados me interceptaron el paso, preguntándome adonde me dirigía.
—Voy en busca de mis medicinas —contesté.
Eso fue lo que dije; pero estaba agobiado por la pena, porque mi único plan en esos momentos era huir, sí, huir cuanto antes de Zululand. No me atrevía y tampoco podía hacer lo que mi hermana deseaba. ¿Cómo iba a matar a mi propio hijo para salvar el de Baleka? Por otra parte, ¿cómo iba a desobedecer al rey y escapar a su feroz castigo? No, no me quedaba otro remedio que huir y buscar refugio en alguna tribu lejana, donde mi existencia pasase inadvertida. Ya no podía seguir viviendo en esa aldea; a la sombra de Chaka no se podía esperar más que la muerte, u otras cosas peores.
Cuando llegué a mi choza me encontré con que mi esposa Macropha acababa de tener mellizos. Despedí a todos los que estaban en la habitación y sólo permití que se quedara mi segunda esposa, Anadi. El segundo de los mellizos, un niño, había muerto. La primera, que vivió, era una niña, y con el correr de los años se transformó en una bellísima joven: Nada, la Hermosa; Nada, el Lirio.
De pronto una idea cruzó rápida como un relámpago por mi mente. Se me presentaba una solución inesperada que podía tener éxito.
—Dame el niño —le ordené a Anadi—. No está muerto; déjame que lo lleve fuera de la choza y que le devuelva la vida con mis medicinas.
—Es inútil —insistió Anadi—; el niño está muerto.
—¡Dámelo, he dicho! —repetí con voz severa.
Anadi tomó el cuerpo sin vida del niño y lo depositó en mis brazos.
Lo envolví en una manta y tomé varias de mis medicinas, ordenando antes de salir:
—Que no entre nadie en la choza hasta que yo regrese. Tampoco digas una palabra a nadie sobre la muerte del niño, porque si dices algo mi medicina no surtirá efecto y el niño no recobrará la existencia.
Me marché sin hacer caso del asombro de mi segunda esposa, ya que no es nuestra costumbre preocuparnos de la vida de un niño cuando han nacido dos al mismo tiempo. Con paso rápido regresé a la entrada del Emposemi.
—¡Traigo las medicinas, guardias del rey! —dije para que los soldados me dejaran pasar.
—¡Pasa! —contestaron, con gran alivio por mi parte.
Cuando llegué a la choza que ocupaba mi hermana, la encontré acompañada solamente por Unandi.
—¡El niño ya ha nacido! —me informó la Madre del Cielo—. ¡Míralo, Mopo, hijo de Makedama!
Examiné al niño; era grande y tenía ojos muy negros y brillantes, como los del rey Chaka.
Unandi me preguntó con voz ansiosa:
—¿Dónde está el niño muerto?
Sin responder, desdoblé lentamente la manta y le mostré el cuerpo sin vida de mi niño.
—Entrégame el niño con vida —le dije con un susurro, porque temía que alguien pudiera oírnos.
De inmediato le puse un líquido en la lengua que lo enmudecería por unas horas. Después lo envolví en la manta y pasé un cordel delgado alrededor del cuello de mi hijo muerto, para que pareciera que lo había estrangulado.
Una vez terminados estos preparativos, dije a Baleka:
—He cumplido tu deseo, aunque mucho me temo que esto nos costará muy caro. Ahora sólo te pido que seas tan muda como una tumba, porque de lo contrario perderemos todos la vida.
Salí de la choza llevando debajo del brazo la manta con el niño muerto en el interior. En cuanto al bebé vivo, lo escondí de la mejor manera posible en el paquete que contenía las medicinas, y que sujeté a la espalda.
Pasé por delante de los soldados que custodiaban el Emposemi, a los que mostré el pequeño cadáver, sin decir una palabra.
—Muy bien —dijeron, franqueándome la salida.
Pero la suerte no estaba de mi parte, porque a poca distancia del lugar tropecé con tres mensajeros del rey.
—¡Salud, hijo de Makedama! —me dijeron—. El rey quiere que vayas al Intunkulu (la casa real).
—Muy bien —contesté atemorizado—, iré de inmediato, pero primero pasaré por mi choza para ver cómo sigue mi esposa Macropha. Esto es lo que quiere ver el rey —agregué, mostrándoles el cuerpo sin vida de mi niño—. Llevádselo vosotros mientras tanto.
—Pero el rey ordenó que te presentaras de inmediato —insistieron los mensajeros.
El corazón se me encogió de miedo. ¿Se habría enterado Chaka de lo sucedido? ¿Cómo iba a presentarme ante él llevando escondido a su hijo vivo? Sin embargo, mostrarme indeciso o temeroso era lo mismo que considerarme perdido; además, debía obedecer esa orden sin replicar.
—¡Bien, adelante entonces! —respondí, encaminándome hacia el Intunkulu.
Era la hora del anochecer. Chaka estaba sentado en un pequeño patio, a la entrada del edificio. Me arrodillé ante él, y después de saludarlo con el Bayéte (saludo real), me dijo:
—¡Ponte de pie, hijo de Makedama!
—No puedo, León de los Zulúes —le contesté—; no puedo porque mis manos están manchadas con sangre real y no me sentiré libre de culpa hasta que tú me hayas perdonado.
—¿Dónde está? —me preguntó.
Señalé la manta que llevaba debajo del brazo.
—¡Déjame verlo!
Desenrollé la manta, y después de mirarlo detenidamente dejó escapar una estruendosa carcajada.
—Pudo haber sido rey —dijo, mientras le ordenaba a uno de sus consejeros que se lo llevara—. Mopo, has asesinado a quien podía llegar a ser rey. ¿No tienes miedo?
—No, Poderoso, porque lo he matado por orden de un rey —le respondí.
—¡Siéntate y conversemos! —dijo entonces Chaka, que parecía aburrido—. Mañana recibirás cinco bueyes como recompensa por haberme sido fiel. Podrás elegirlos tú mismo de entre las cabezas que componen el rebaño real.
—¡Oh, rey, eres muy generoso! ¿Me permites ahora que me retire? Mi esposa está enferma y me gustaría ayudarla con mis conocimientos de medicina.
—No, quédate unos momentos. Dime cómo se encuentra Baleka, mi hermana, y tuya también.
—Está bien.
—¿Lloró cuando le arrebataste a su hijo?
—No, dijo que la voluntad de su señor era también la suya.
—¡Bien! De haber llorado, habría mandado matarla. ¿Quién la acompañaba?
—La Madre del Cielo.
Chaka pareció poco satisfecho ante esa noticia.
—¿Mi madre? —comentó—. ¿Qué hacía allí? ¡Juro que aunque sea mi madre, si llego a…!
Interrumpió sus amenazas para fijarse en el bulto que llevaba a la espalda. Con una luz de sospecha en los ojos me preguntó:
—¿Qué es lo que llevas en ese bulto? —y tocó con su lanza el atado que sujetaba a mis hombros.
—Es medicina, Rey.
—Pues me parece que llevas demasiadas. Abre el paquete y déjame ver su contenido.
Confieso, mi padre, que al oír esa orden la médula de mis huesos se derritió de miedo, porque si llegaba a deshacer el bulto, el niño quedaría al descubierto, y entonces…
—Pero es medicina tagati, Rey; es medicina prohibida. No es prudente que la contemplen otros ojos que no sean de hechicero.
—¡Abrelo! —repitió Chaka con enojo—. ¿Cómo me impides que mire lo que tantas veces me has hecho beber? Además, yo soy el primero entre todos los doctores.
—¡Pero es que esta medicina trae la muerte, rey! —insistí, sacándome el bulto de la espalda y arrojándolo con un rápido movimiento en las inmediaciones del cerco, en un sitio que estaba en las sombras. Luego me acerqué al paquete y lo deshice con lentitud mientras gruesas gotas de sudor corrían a lo largo de mi rostro. ¿Qué me sucedería si Chaka se daba cuenta de la presencia del niño? ¿Y si éste se despertaba y comenzaba a llorar, a pesar de la medicina que le había suministrado? ¡Prefería robarle la lanza y matarme yo mismo antes que sufrir el castigo que me destinaría!
Ya había abierto el bulto y saqué de su interior varias hojas y raíces medicinales. Debajo de otras plantas estaba el cuerpo, al parecer insensible, del hijo de Baleka.
El rey olió el manojo de hierbas que le puse en la mano, e hizo un gesto de desagrado, comentando:
—¡Qué desagradable! Mira, Mopo, ¡esto es lo que me importa tu condenada medicina!
Y uniendo la acción a la palabra levantó su lanza, con evidente propósito de clavarla en el bulto. Quiso mi buena fortuna que, justo en el momento de arrojarla, estornudase, como consecuencia del olor penetrante de las hierbas, y entonces se desvió la trayectoria del arma, que sólo rozó las hojas medicinales superiores del paquete, sin dañar a la criatura.
—¡Que el Cielo depare buena salud al rey! —murmuré, cumpliendo con lo que imponía la etiqueta de los zulúes cada vez que el soberano estornudaba.
—Gracias, Mopo, creo que es un buen augurio —me contestó Chaka—. ¡Y ahora vete! Pero antes escucha este consejo: mata a tus hijos como yo hago matar a los míos, porque de lo contrario tendrás muchas preocupaciones. Sabio es el león que ahoga a sus cachorros.
Con manos nerviosas y rápidas até de nuevo el paquete. ¡Qué temblor se apoderó de mi cuerpo al pensar en la posibilidad de que el recién nacido despertara y comenzase a llorar! Con gesto sumiso saludé al rey, marchando hacia la salida.
Apenas había traspuesto los portones del Intunkulucxxznáo el pequeño comenzó a revolverse inquieto dentro de la manta que hacía las veces de prisión. ¡Si se hubiera movido un minuto antes!
—¿Qué tienes escondido en tu moocha [9], Mopo? ¿Acaso un cachorro? —me preguntó uno de los guardias que custodiaban las inmediaciones, al notar que algo se movía en el interior del atado.
No le contesté una palabra, pero apreté el paso hasta llegar a mi choza.
Cuando entré, tuve la satisfacción de no encontrar a nadie más que a mis dos esposas.
—He salvado al niño —anuncié, y de inmediato desaté el envoltorio.
Anadi tomó el niño entre sus brazos y lo miró con curiosidad.
—Me parece que este niño es más grande —comentó.
—Es porque está henchido con el hálito de la vida —expliqué, tratando de que mis palabras sonaran convincentes.
—Pero sus ojos también son distintos —insistió—. Son grandes, muy negros y brillantes, como los del rey.
—Mi espíritu miró muy hondo dentro de sus ojos y los ha tornado más hermosos —repliqué.
—Este niño tiene una marca de nacimiento en el muslo —dijo por tercera vez—, y el anterior no tenía ninguna.
—Porque esa señal indica el sitio por donde le apliqué mi medicina —respondí, ya más nervioso.
—No es el mismo niño —terminó Anadi con voz cavernosa—. Es un extraño, que no hará más que traer mala suerte a esta casa.
Me puse de pie, enfurecido, y le dirigí toda clase de improperios, porque me daba cuenta de que a menos que cesase en su charla interminable traería la ruina sobre nuestras cabezas.
—¿Cómo te atreves a llamarme mentiroso? —le increpé—. ¿Quieres descargar una maldición sobre nuestro techo? ¿O prefieres que todos sirvamos de blanco a las lanzas de los guerreros del rey? ¡Repite las palabras que acabas de pronunciar y te haré condenar por bruja ante el Ingomboco!
Tantos reproches le dirigí que por fin logré atemorizarla, hasta tal punto que se echó de rodillas a mis pies, clamando perdón y diciendo que jamás volvería a acordarse siquiera de ese incidente. Sin saber exactamente por qué, quedé muy atemorizado, quizá porque sabía que era imposible confiar en la palabra de las mujeres.