Capitulo 5

MOPO SE CONVIERTE EN DOCTOR DEL REY

Éstos fueron los acontecimientos que impulsaron a mi hermana Baleka y a mí a vivir j unto a Chaka, el león de los zulúes. Quizá me preguntes por qué te he contado todo esto con tantos detalles, y es que como consecuencia de estos hechos nacieron, como el árbol brota de las semillas, Umslopogaas Bulalio, o Umslopogaas el Verdugo, y Nada, la hermosa, mi hija. Aunque muy pocos lo saben, Umslopogaas era hijo de Chaka y de mi hermana Baleka.

Cuando Baleka se repuso de las fatigas del viaje, recobró su habitual hermosura, y Chaka la tomó por esposa, haciéndola vivir junto con sus demás mujeres, a las que llamaba «hermanas».

Por mi parte, me convertí en uno de sus doctores, su izinyanga, y se mostró tan satisfecho conmigo que terminé por ser su principal hechicero. Ésta era una posición privilegiada, y con el correr de los años me hice dueño de muchas cabezas de ganado y de varias esposas. Pero mi puesto tampoco estaba exento de peligros, y aunque me levantara sano y bueno, no sabía si iba a terminar con vida la jornada.

Chaka había hecho matar a muchos doctores de quienes no se sentía satisfecho. Podía suceder que algún día cayera enfermo y si yo no le sabía devolver la salud ordenara mi muerte. En realidad, me salvé por mi sabiduría y astucia, y por el favor que Chaka me dispensaba. Dormía cerca de su choza; me sentaba detrás de él durante las conferencias con sus consejeros principales, y en las batallas estaba siempre a su lado.

¡Ah, las batallas! ¡En esos días sí que luchábamos! Los buitres volaban sobre nuestras cabezas en grandes bandadas, y las hienas seguían nuestras huellas, porque sabían que podían alimentarse con los despojos de los que vencíamos.

Jamás olvidaré la primera batalla en que participé al lado de Chaka. Fue poco después de que el rey construyera una gran choza en la orilla sur del Umhlatuze. El jefe rival Zwide lo atacó por tercera vez, y Chaka marchó al combate con diez regimientos completos[*], que por primera vez iban armados con lanzas cortas y filosas como puñales.

El terreno era el siguiente: frente a nosotros, en una colina larga y baja se habían distribuido los regimientos de Zwide. Contamos diecisiete: eran tantos que la tierra aparecía ennegrecida de guerreros y las plumas de su tocado semejaban copos de nieve.

Nosotros ocupábamos una colina opuesta y estábamos separados de nuestros enemigos por un valle, a través del cual serpenteaba una corriente de escaso caudal.

Durante toda la noche brillaron nuestras hogueras y los cánticos de nuestros guerreros estremecieron el aire. Cuando aparecieron en el horizonte las primeras luces de la alborada todos los soldados empuñaron las armas, sacudiendo el rodo que se había depositado sobre los escudos, y con la firme decisión de luchar hasta vencer o morir.

El impi pasó revista a los soldados que componían los distintos regimientos. La brisa de la mañana hacía mecer los penachos de plumas de nuestros guerreros, que ondulaban como espigas de trigo; las armas eran innumerables, como las estrellas, y brillaban como éstas.

Por fin surgió el disco del sol sobre la colina, tiñendo de rojo los escudos, como anticipo de la sangre que sería derramada en esa terrible jornada.

Los soldados estaban impacientes por enfrentarse a la muerte. Después de todo, ¿qué era ésta? ¿Acaso no es de valientes morir en el combate? ¿Qué era la muerte? ¿Acaso no es digno morir por el rey? Las armas del Triunfo estaban empuñadas por la Muerte. La Victoria iba a desposarse con ellos en ese día, ¡y era una novia tan hermosa!

El cántico de guerra, el Ingomo, capaz de entusiasmar hasta a las piedras, resonó por todas partes, entonado por las gargantas de todos los componentes de los regimientos:

Somos los soldados del rey y nacimos para ser masacrados,

¡tú también eres uno de nosotros!

Somos los zulúes, los hijos del León,

¡cómo!, ¿acaso tiemblas?

De pronto, Chaka comenzó a recorrer las filas de sus guerreros, seguido por su capitán, sus indunas y por mí. Caminaba erguido, como la fiera que olfatea la presa en el aire. Sus ojos parecían despedir dardos de muerte.

Cuando levantó su lanza, todos enmudecieron, y sólo el eco repitió una vez las últimas palabras del cántico entre las colinas.

—¿Dónde están los guerreros de Zwide? —gritó, y su voz retumbó como un trueno.

—Allá, padre —contestaron los soldados, y con las lanzas señalaban la colina opuesta.

—¡Pero no se acercan a nosotros! —añadió Chaka—. ¿Acaso esperaremos a que se decidan a avanzar?

—No, padre —gritaron al mismo tiempo—. ¡Comencemos! ¡Comencemos!

—¡Que el regimiento Umkandhlu avance primero! —dijo, y después de estas palabras se adelantaron todos los guerreros que lo componían.

—¡Allá está el enemigo, mis bravos! —les arengó Chaka—. ¡Atacadles! ¡Atacadles, y que nadie regrese vivo si es preciso!

—¡Te oímos, padre! —contestaron los soldados como si fueran una sola persona, y de inmediato comenzaron a descender por la colina en dirección al valle.

En cuanto atravesaron la corriente pareció que los guerreros de Zwide reaccionaban. Un murmullo sordo recorrió sus filas, y las lanzas despidieron vivos destellos al ser agitadas.

—¡Ya se acercan! ¡Ya han llegado! ¡Escuchad el ruido de los escudos! ¡Oíd los cánticos de guerra!

Pero el regimiento Umkandhlu se vio obligado a retroceder, después de perder a la mitad de sus componentes. Un rugido de triunfo recorrió las filas enemigas, otro de ira y desprecio las nuestras. Solamente Chaka permaneció impasible, con una sonrisa en los labios.

—¡Haced sitio! —gritó—. ¡Haced sitio para que se refugien las niñasáú regimiento Umkandhlu!

Los vencidos regresaron cabizbajos, y ninguno se atrevió a mirar a los ojos de su jefe.

Chaka dio una nueva orden a los indunas, quienes a su vez la transmitieron a Menziwa, el general del ejército y principal colaborador de Chaka. Luego otros dos regimientos se desprendieron y comenzaron a deslizarse colina abajo, dirigiéndose hacia la derecha.

Chaka vigiló todos sus movimientos desde lo alto de la colina, donde había quedado a la cabeza de los tres regimientos restantes.

Una vez más se oyó el ensordecedor entrechocar de escudos y griterío de los combatientes. ¡Qué guerreros! ¡Qué bravura! Perdían la vida centenares, millares, pero ninguno retrocedía un solo palmo de terreno. Creo, mi padre, que ninguno de los componentes de los dos primeros regimientos quedó con vida. Algunos eran tan jóvenes que apenas se los podía clasificar como algo más que niños, pero lucharon admirablemente, porque eran guerreros de Chaka. Menziwa también cayó, al lado de sus bravos. Ya no existen hombres semejantes, mi padre.

Chaka miró hacia el norte y el sur, manteniendo un brazo en alto. De entre los arbustos que bordeaban el campo de batalla comenzaron a surgir lanzas y más lanzas de nuestros guerreros, que se habían emboscado para sorprender al enemigo. A pesar del ímpetu de su ataque, los hombres de Zwide eran muy valientes y muy numerosos, y por eso los nuestros llevaron la peor parte.

Chaka volvió a dar una orden. Todos los guerreros restantes aprontaron sus armas, aguardando la orden definitiva, que no se hizo esperar. Con voz de trueno gritó el jefe:

—¡A la carga, hijos de los zulúes!

Se oyó el rugido de mil gargantas, el sordo golpear de los pies desnudos sobre el suelo al lanzarse a la carrera, y como un río que desbordara sus aguas ante una creciente súbita, los guerreros se lanzaron colina abajo.

Nosotros marchamos detrás de ellos. Después de atravesar la corriente comenzamos a avanzar en medio de cadáveres y heridos. Algunos de estos últimos se levantaron entusiasmados al ver nuestro avance, como si nuestro entusiasmo les hubiera brindado nuevas fuerzas. En cuanto a los demás, no tuvimos más remedio que pisotearlos para poder seguir nuestro empuje arrollador. En un momento dado chocamos contra los guerreros de Zwide, que habían organizado un ataque contra nosotros. ¡Ah, mi padre! Desde ese momento en adelante sólo recuerdo lo sucedido como a través de una niebla, de una cortina roja. ¡Qué lucha! ¡Qué combate! Arrollamos al enemigo con nuestro irresistible empuje, hasta que toda la colina quedó negra y roja de cadáveres y de sangre derramada. Muy pocos huyeron, porque muy pocos quedaron con vida para huir. Después de tan encarnizado avance hicimos una pausa, mirando a nuestro alrededor para descubrir al enemigo. Pero éste había desaparecido: ya no quedaba ninguno con vida. Los regimientos de Zwide habían desaparecido como tragados por la tierra. Entonces nos permitimos un respiro. Esa misma mañana diez regimientos nos amenazaban desde la colina opuesta, pero sólo tres quedaban para contemplar la puesta del sol: todos los demás habían partido hacia la región de las tinieblas.

¡Tales eran las batallas de esos días, mi padre!

Ahora te diré qué le sucedió al regimiento Umkandhlu, que había huido al comenzar la lucha. Cuando regresamos a la aldea, Chaka les hizo comparecer a su presencia. Les habló con voz suave, muy suave; les agradeció el servicio prestado, agregando que era natural que las niñas se desmayaran a la vista de sangre y buscaran refugio en sus chozas. ¡Sin embargo, antes de enviarlos a la lucha les había dicho que prefería que ninguno regresara con vida, y ellos se habían atrevido a pasar por alto sus palabras! ¿Qué era, pues, lo que les esperaba? Y al formular esta pregunta se cubrió el rostro con un lienzo, indicando con este gesto el castigo que les estaba reservado a los cobardes.

Otros soldados se encargaron de cumplir esa tarea, matando a sus propios compañeros. ¡Sí, mi padre! ¡En esa ocasión perdieron la vida cerca de dos mil guerreros!

Ésa era la manera de tratar a los cobardes en aquellos días, mi padre. Después de ese episodio cada soldado zulú peleaba con la bravura de cinco de cualquier otra tribu. Aunque diez guerreros le atacaran de golpe, no retrocedía ni les daba la espalda para huir. «Pelear y caer, pero jamás huir», tal era el lema que imperaba entre ellos.

Desde esa jornada jamás regresó un solo guerrero a reincorporarse a las filas de Chaka si había abandonado el campo de combate para salvar su vida.

Esa batalla fue la primera de una guerra interminable. Con cada luna nueva partía un regimiento diferente, con las armas bien pulidas, y regresaban sólo unos cuantos de los que habían salido, con las lanzas tintas en sangre y un botín más o menos cuantioso de cabezas de ganado.

De esa manera los guerreros de Chaka conquistaron tribu tras tribu. Los que se escapaban de las lanzas de estos bravos eran incorporados a regimientos nuevos, y así, aunque miles de hombres morían por mes, el grueso del ejército aumentaba en lugar de disminuir.

Muy pronto no quedaron más jefes con vida. Umsuduka cayó, y detrás de él Mancengeza. Umzilikazi fue enviado al norte y Matiwane murió en una de las batallas. Al mismo tiempo seguíamos nuestro avance arrollador, y ya habíamos penetrado en estas tierras de Natal. Cuando llegamos, los que las poblaban eran tan numerosos que se hacía imposible calcular su número aproximado; pero cuando nos marchamos, sólo se encontraba de tanto en tanto algún hombre escondido en un agujero… y nadie más.

Barrimos a toda clase de seres humanos: hombres, ancianos, mujeres y niños; la tierra quedó desolada, las aldeas desiertas. Luego llegó el turno de guerrear con U’Faku, jefe de los Amapondos. ¡Ah! ¿Dónde está ahora U’Faku?

Y así día tras día, semana tras semana, hasta que los mismos zulúes se cansaron de la guerra y las lanzas perdieron su filo de tanto ser empleadas.