Caminamos tanto esa noche que hasta el perro se cansó. Durante el día nos escondimos en un maizal, pues temíamos ser descubiertos. Al atardecer oímos voces y, mirando a través de las plantas de maíz, vimos pasar a poca distancia una partida de los guerreros de mi padre.
Se acercaron hasta una choza cercana y preguntaron a sus ocupantes si nos habían visto, después de lo cual se marcharon y ya no volvimos a verlos.
Durante la noche reanudamos la marcha y quiso nuestra mala suerte que tropezáramos con una anciana, que nos miró de un modo raro, si bien no nos dijo nada. Desde ese momento caminamos sin descanso noche y día, porque sabíamos que esa anciana nos delataría a nuestros perseguidores; en efecto, más tarde comprobamos que así había sido.
A la tercera noche llegamos a unos maizales que, a juzgar por el estado de algunas de las plantas, habían sido revisados recientemente. En una hondonada descubrimos el cadáver de una mujer madura con el cuerpo tan atravesado por lanzas que parecía un puercoespín con las púas erizadas.
Nos preguntamos qué significaba ese ataque y seguimos nuestro camino. Después nos dimos cuenta de que la choza a la que correspondía ese sembrado había sido quemada. ¡Qué triste espectáculo se presentó a nuestra vista cuando nos aproximamos a esas ruinas humeantes! Después ya nos acostumbramos a descubrir escenas parecidas.
Alrededor de la choza destruida yacían cadáveres de distintas personas: viejos, jóvenes, niños, mujeres y hasta bebés de pecho; todos presentaban señales de haber sido atravesados por lanzas.
A su alrededor la tierra estaba roja por la sangre de esos desdichados; era como si la región hubiera sido desolada por la mano vengativa del Gran Espíritu, Umkulunkulu.
Baleka lloró ante ese cuadro horrible, porque no era más que una niña asustada y hambrienta, y no habíamos comido otra cosa que hierbas tiernas y maíz.
—El enemigo ha pasado por aquí —dije, y al pronunciar estas palabras me pareció oír un gemido que provenía del otro lado del cerco.
Me acerqué a ese sitio y miré. Yacía allí una mujer joven, gravemente herida, pero viva todavía. A pocos pasos se encontraba el cadáver de un hombre junto a los de otros tres guerreros de una tribu rival: era evidente que había muerto luchando.
Delante de la mujer se veían los cadáveres de tres niños, y otro, un bebé, yacía muy cerca de su cuerpo.
Miré atentamente a la mujer, que en ese momento dejó escapar otro gemido, abrió los ojos y me miró. Como yo tenía la lanza en la mano debió tomarme por uno de los verdugos y me dijo:
—¡Mátame pronto! ¿No me has torturado ya bastante?
Le dije que era un forastero y que no tenía ninguna intención de asesinarla.
—Entonces tráeme agua —me pidió—; hay un manantial detrás de la choza.
Llamé a Baleka para que atendiera a la herida y marché con mi calabaza hacia el manantial. Allí también encontré cadáveres, pero los aparté con mano firme, y cuando el agua apareció clara llené el recipiente y regresé junto a la mujer. Ésta bebió con ansiedad y pareció recobrar un poco las fuerzas.
—¿Qué ha sucedido? —le pregunté.
—El culpable fue un impi de Chaka, el jefe zulú —me contestó—. Nos sorprendieron al anochecer, mientras dormíamos. Me desperté al oír los gemidos de las primeras víctimas. Mi marido y mis hijos dormían junto a mí. Mi esposo se armó con la lanza y el escudo, porque era un hombre muy valiente. ¡Mira! Murió como un bravo: mató a tres de esos perros zulúes antes de caer. Entonces se apoderaron de mí y mataron a mis hijos. A mí me atravesaron con sus lanzas y me dieron por muerta. Después se marcharon. No sé por qué nos atacaron, pero creo que fue porque nuestro jefe se negó a mandar ayuda a Chaka en su guerra con Zweete.
Apenas había terminado de decir estas palabras, expiró.
Mi hermana se echó a llorar amargamente y yo mismo me sentí muy conmovido ante tanta desgracia.
—¡Ah! —pensé para mis adentros—, ¡el Gran Espíritu debe ser malvado, porque de lo contrario no sucederían estas cosas!
Así razoné en aquellos momentos, mi padre; ahora pienso de distinta manera. En ese entonces era un jovencito que no sabía descubrir la verdad.
Durante las guerras de Chaka hasta los ríos corrían llenos de sangre y teníamos que limpiar el agua antes de poder bebería. Las gentes se acostumbraron a morir sin quejarse; después de todo, ¿qué les importaba? ¡Tarde o temprano estaban destinados a sucumbir! Nada les importaba, y ése fue el error más grande que cometieron, mi padre.
Aquella noche nos quedamos junto a los restos de la choza destruida, pero ninguno de los dos pudo descansar porque oímos a los hongos, los fantasmas de los muertos, que se movían a nuestro alrededor, llamándose los unos a los otros. Era natural que así lo hicieran, ya que los hombres buscaban a sus esposas y las madres a sus hijos; pero nosotros teníamos miedo de que se enojasen al vernos allí, de manera que nos abrazamos, temblando, para tratar de infundirnos ánimos uno al otro. Hasta Koos temblaba, y de tanto en tanto aullaba lastimeramente. Por fortuna no nos molestaron y hacia el amanecer sus voces se hicieron más quedas.
Con las primeras luces del nuevo día emprendimos el camino, atravesando la llanura cubierta de cadáveres. A esa altura ya contábamos con un camino perfectamente visible y practicable para llegar hasta la aldea de Chaka, ya que no teníamos más que seguir los rastros dejados por el impi, sus guerreros y las patas del ganado que robaron de la aldea saqueada. De tanto en tanto tropezábamos con el cadáver de algún soldado que había fallecido a lo largo del camino a consecuencia de las heridas sufridas durante la refriega.
Por mi parte, ya comenzaba a preguntarme si obraba bien al tratar de ponerme en contacto con Chaka, porque después de lo que había visto lo más probable era que ordenase que nos mataran. Pero como no teníamos ningún otro lugar a donde dirigirnos, me dije que debíamos continuar hasta que sucediera algo.
El hambre nos torturaba cada vez más y estábamos debilitados por la larga caminata, hasta tal punto que Baleka me pidió que nos tendiéramos en el suelo y nos dejásemos morir, pues así se terminarían definitivamente todos nuestros sufrimientos.
Nos detuvimos junto a un manantial. Por mi parte me negaba a morir tan joven; pero ahora que reflexiono sobre todo lo que sucedió en los años posteriores, me parece que habría sido mucho mejor seguir el consejo de mi hermana. En ese momento oí que Koos lanzaba un gruñido y que se había puesto a luchar con algo o alguien junto a un arbusto. Me deslicé hasta su lado y comprobé con alegría que había capturado a un gamo joven, casi tan grande como él, que descansaba en ese lugar. Sin pérdida de tiempo lo atravesé con la lanza, contento de contar por fin con un poco de carne en tiras, que lavamos en el manantial y devoramos cruda porque no teníamos fuego en el que cocinarla.
El sabor de la carne de gamo cruda es bastante desagradable, pero teníamos tanta hambre que no nos importó; además, nos devolvía las fuerzas perdidas.
Cuando terminamos de comer toda la carne que quisimos, nos lavamos en la corriente y nos pusimos de pie, pero en ese preciso instante Baleka, que había levantado la cabeza, dejó escapar un grito de terror.
Seguí la dirección de su mirada y vi que en lo alto de la colina próxima, muy cerca de nosotros, se encontraba una partida de seis hombres armados que pertenecían a nuestra tribu: eran guerreros de Makedama, mi padre, y sin duda tenían órdenes de capturarnos vivos o muertos. Al darse cuenta de nuestra presencia lanzaron gritos de triunfo y corrieron hacia el lugar donde nos encontrábamos. Nosotros también emprendimos una loca carrera, ya que el miedo parecía centuplicar la velocidad de nuestros pies.
El terreno por el que corríamos era el siguiente: delante de nosotros se extendía una llanura con suave declive hacia las márgenes del Umfolozi Blanco, que serpenteaba a través de la misma como una gigantesca víbora plateada. En la orilla opuesta el terreno volvía a elevarse y no sabíamos qué había detrás de esa cadena de ondulaciones, aunque imaginábamos que debía levantarse la aldea de Chaka.
Por lo tanto corrimos hacia el río, ya que no teníamos otro lugar donde huir. Los guerreros de mi padre se lanzaron en nuestra persecución. Como eran hombres fuertes, espoleados por el deseo de apresarnos, iban poco a poco descontando la ventaja que nos separaba. A pesar de que corríamos con toda la rapidez de que nuestras piernas eran capaces, no conseguíamos mantener la misma distancia y ya comenzábamos a pensar con desesperación qué sería de nosotros si caíamos en poder de esos hombres.
Por fortuna, las márgenes del río ya no estaban muy lejos. La distancia entre una y otra era considerable, pues se trataba de uno de los ríos más anchos de la zona. Las aguas corrían impetuosas, formando remolinos de espuma en los lugares donde chocaban contra rocas semisumergidas. Más abajo había una catarata de la que no se salvaba nadie que cayera en ella, y más allá todavía una especie de embalse natural que formaba una pileta de aguas profundas y tranquilas.
—¿Qué haremos, hermano? —me preguntó Baleka.
—No nos queda más remedio que tratar de atravesar el río o perecer a manos de nuestros perseguidores —le respondí.
—De cualquier manera es mejor morir por el agua que por el hierro —me respondió Baleka.
—¡Bien dicho! —la alenté—, ¡que los espíritus de nuestros antepasados nos acompañen! Trataremos de nadar lo más rápido posible.
Con mano firme la conduje hacia una zona en que las aguas no eran tan turbulentas. Nos despojamos de las mantas, escudos y todo cuanto pudiera estorbarnos para nadar. Por mi parte me quedé solamente con una lanza corta que sujeté entre los dientes.
Nos internamos en las aguas frías y pisamos fondo hasta cerca de la mitad del caudal, en que el nivel del líquido nos llegaba al pecho, pero después ya no hicimos pie y tuvimos que nadar, siguiendo la dirección que nos marcaba Koos, ya que en esos casos el instinto del animal es superior a nuestro propio criterio.
En ese momento nuestros perseguidores llegaron hasta la orilla que acabábamos de abandonar.
—¡De manera que preferís nadar! —gritó uno de los guerreros—. ¡Pues moriréis ahogados! Y si llegáis a salir con vida de esa corriente, no olvidéis que tarde o temprano caeréis en nuestras manos, aunque tengamos que ir a buscaros hasta el fin del mundo.
De inmediato nos arrojó su lanza, que cayó como un relámpago entre nuestros cuerpos, aunque por fortuna no nos causó el menor rasguño.
Mientras hablaba, nosotros seguíamos nadando con todas las fuerzas de que éramos capaces y ya habíamos llegado a la parte donde la corriente del río era más caudalosa. Nos sentimos arrastrados por ella, pero todavía podíamos defendernos con éxito y evitar desviarnos mucho de nuestro rumbo.
Comprendimos que si lográbamos llegar a la orilla opuesta antes de ser empujados a la zona de los remolinos estábamos salvados, pero en caso contrario… ¡todo estaba perdido!
Ya nos encontrábamos muy cerca de la orilla opuesta, ¡pero también muy próximos a los rápidos y a las rocas que erguían sus puntas filosas como puñales en medio de las turbulentas aguas!
Baleka era una niña muy valiente y por eso nadaba sin desesperarse, pero el agua la arrastraba más y más y yo no podía hacer nada para impedirlo. Conseguí apoyar un pie sobre una roca del fondo y miré a mi alrededor; no tardé en darme cuenta de que a ocho pasos del lugar donde ella se encontraba comenzaban ya los remolinos. Por mi parte no podía regresar a rescatarla porque me encontraba tan débil que sólo conseguiría ser arrastrado hacia la cascada. Por fortuna el fiel Koos se dio cuenta de lo que sucedía. Con movimientos rápidos se acercó a Baleka, ladrando como si quisiera infundirle ánimos. Luego dio media vuelta y comenzó a luchar para aproximarse a la orilla, una vez que mi hermana se hubo agarrado con la mano derecha a su cola. Baleka ayudaba al noble animal pataleando y dando impulso con las piernas y el brazo libre, y de esta manera, poco a poco y trabajosamente, se fueron acercando hasta la zona donde yo me encontraba.
Cuando los tuve más cerca, extendí la lanza y Baleka se asió a ella con la mano izquierda. Entonces tiré con todas mis fuerzas y esto, aunado a los movimientos de Koos, que era un animal de extraordinaria fortaleza, contribuyó a salvar a Baleka de una muerte horrible entre las piedras.
Por fin la tuve jadeante a mi lado y entonces la ayudé a llegar hasta la orilla. Una vez en tierra firme nos echamos exhaustos sobre la arena, demasiado agotados para hablar durante los primeros momentos.
Cuando nuestros perseguidores se dieron cuenta de que habíamos logrado atravesar el río, nos gritaron toda clase de maldiciones y amenazas y comenzaron a recorrer la orilla a grandes pasos.
—¡Levántate, Baleka! —le dije a mi hermana—. ¡Están buscando un vado a través de las aguas!
—¡Oh, déjame morir! —me pidió.
Pero con brazo firme la obligué a ponerse de pie, y después que recobró un poco el aliento nos alejamos caminando tan de prisa como nos era posible. Así continuamos sin descanso durante dos horas, hasta llegar a la cima de la cadena de colinas que habíamos divisado desde la orilla opuesta del Umfolozi. Desde esa posición dominamos un valle muy extenso, salpicado de tanto en tanto por chozas, entre las que se destacaba una construcción bastante más grande.
—¡No desmayes! —dije a mi hermana—, ¡ésa es la morada de Chaka!
—Sí, hermano, pero ¿qué suerte nos aguarda en ella? La muerte nos persigue de cerca, de manera que nos podemos considerar entre dos fuegos.
No tardamos en descubrir un sendero que conducía directamente al poblado. Era evidente que el impi y sus guerreros lo habían utilizado, pues sus huellas estaban todavía frescas en él. Comenzamos a recorrerlo, y estábamos como a media hora de camino de la aldea cuando volví la cabeza y con gran consternación descubrí que cinco de nuestros perseguidores no habían renunciado a la caza; sin duda el resto se había ahogado al intentar cruzar el río.
Corrimos de nuevo, pero esta vez estábamos tan debilitados que los guerreros comenzaron a aproximarse visiblemente. Pensé en recurrir de nuevo al perro; se trataba de un mastín de dientes poderosos, capaz de destrozar al hombre que atacara. Le llamé y le dije qué era lo que tenía que hacer, aunque sabía que eso le costaría la vida al noble animal. Comprendió de inmediato mis palabras y dio media vuelta, dispuesto a encararse con nuestros perseguidores, a los que ya gruñía y mostraba los filosos dientes mientras los pelos del lomo se le erizaban de coraje.
Los guerreros trataron de matarlo con las lanzas y mazas, pero Koos esquivaba los golpes con rara habilidad y descargaba sobre las piernas de nuestros enemigos tan feroces dentelladas que los obligó a interrumpir la carrera.
Por fin uno de los guerreros lo atacó con el puñal y el perro se prendió a su garganta, rodando los dos por tierra. Tan terrible fue la lucha que entablaron que los dos quedaron sin vida. Ése fue el triste, si bien heroico final de Koos. ¡Qué perro extraordinario! Ya no se ven animales semejantes en nuestros días. Su padre había sido un mastín perteneciente a los bóers y uno de los primeros que llegó a estas regiones. En una ocasión luchó él solo con un leopardo y le dio muerte. ¡Jamás podré olvidarme de tan fiel compañero!
Mientras tanto nosotros proseguíamos la carrera. Ya estábamos a tan sólo trescientos pasos del portón de acceso de la aldea y algo debía suceder en el interior de la misma, a juzgar por el ruido y el polvo que se levantaba en las inmediaciones.
Por su parte, los cuatro guerreros restantes reanudaron la persecución. Me di cuenta de que nos darían alcance antes de que pudiéramos llegar junto al cerco, porque ya Baleka apenas podía tenerse en pie. Pensé que, puesto que yo era el responsable de que se viera en situación tan comprometida, tenía que salvarla, aunque fuese a costa de mi propia existencia. Además, en caso de llegar sola a la aldea de Chaka, éste no mandaría matar a una jovencita tan hermosa como mi hermana.
—¡Sigue corriendo, Baleka, sigue corriendo! —le dije, quedándome rezagado.
Como estaba casi insensible por la terrible fatiga que se había apoderado de su cuerpo, Baleka no se dio cuenta de mis propósitos y continuó la desesperada carrera en dirección al portón de la aldea. Por mi parte me senté unos minutos para recuperar el aliento, ya que debía hacer frente a cuatro fornidos guerreros. La sangre golpeaba con fuerza en mis sienes y la vista se me nublaba por el gran cansancio; pero cuando oí que ya estaban cerca me puse de pie con la lanza firmemente apretada en la diestra y viendo de nuevo esa extraña cortina roja que me nublaba la vista cada vez que me disponía a luchar.
Desde ese momento ya no experimenté más miedo. Los guerreros corrían de a dos, separados por una distancia de cinco o seis pasos por pareja.
Uno de los primeros se abalanzó sobre mí con la lanza en alto y el escudo en el brazo izquierdo. Por mi parte carecía de escudo, no contaba más que con mi lanza corta, pero él confiaba demasiado en sus fuerzas y yo era muy hábil en el manejo de las armas. Aguardé su ataque sin moverme una pulgada, hasta que le vi levantar el brazo para asestarme el golpe mortal con la lanza.
Con una flexión rápida de mis rodillas esquivé el golpe, que sólo llegó a causarme un rasguño en el hombro. ¿Ves, mi padre?, hasta hoy se nota todavía la cicatriz. Aproveché momento tan propicio, ya que por la fuerza del impacto el gigantesco guerrero se había abalanzado sobre mí, y clavé mi lanza en su estómago, al que atravesé de parte a parte.
Ya había derrotado a uno de mis enemigos, pero desgraciadamente mi lanza era muy endeble y se partió en dos, quedándome tan sólo un trozo pequeño de madera en la mano. ¡Y ya otro de los perseguidores se aprestaba a lanzarse sobre mí!
Parecía tan alto como un árbol y no pude menos que darme por muerto, ya que para mí no había salvación posible.
De pronto vi una luz en medio de la oscuridad. Con movimiento rápido me eché sobre mis manos y rodillas y me hice a un lado. Mi cuerpo chocó contra las piernas del hombre que me atacaba y le hice perder el equilibrio. El gigante cayó pesadamente al suelo. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, yo ya me había apoderado de su lanza, que se le había deslizado de entre los dedos durante la caída. Con ella le atravesé por la espalda, clavándole al suelo.
Todo esto sucedió en fracciones de segundo, mi padre, y de inmediato reanudé la carrera, porque ya no podía enfrentar a los dos restantes: todo mi valor se había esfumado.
Como a cien pasos de distancia vi a Baleka, que se tambaleaba como el que ha bebido demasiada cerveza. Cuando me reuní con ella ya estábamos a unos cuarenta pasos de la entrada de la aldea, pero las fuerzas ya la habían abandonado por completo. ¡Sí, incapaz de mantenerse en pie, acababa de rodar por tierra, y yo permanecí inmóvil a su lado, mirándola con expresión estúpida!
De no haber sucedido lo que narraré a continuación, nuestras vidas habrían terminado en aquel momento, mi padre.
Los guerreros restantes corrían con más furia que nunca, deseosos de vengar la muerte de sus dos compañeros. Ya estaban a punto de darnos alcance cuando se abrió el portón de entrada y apareció un grupo de guerreros que arrastraban a un prisionero. Detrás de ellos caminaba un hombre de gran estatura que lucía una piel de leopardo sobre los hombros, y que se reía estrepitosamente. Estaba acompañado por cinco o seis consejeros principales, a juzgar por los adornos que lucían. Más atrás apareció un regimiento de soldados.
Éstos se dieron cuenta de inmediato de la situación y llegaron a nuestro lado justo en el momento en que éramos atacados.
—¿Quiénes sois? —nos gritaron—, ¿y quiénes son los que se atreven a luchar en el portón de la aldea del Elefante? Aquí el único que puede matar es el Elefante.
—Somos guerreros de Makedama —le contestaron nuestros perseguidores— y buscamos a estos miserables que han traído la muerte y la desgracia a nuestro pueblo. Dos de nuestros compañeros murieron por su culpa y otros han quedado tendidos a lo largo del camino. ¡Merecen que los matemos de inmediato!
—Pedidle permiso al Elefante —dijo uno de los soldados—, y pídele también clemencia para que no te mate a ti.
En ese momento el jefe del grupo oyó la conversación y se aproximó a nosotros. Era de una corpulencia extraordinaria, aunque aparentemente joven. Llevaba más de una cabeza de ventaja a los que le rodeaban y su pecho era tan ancho como el de dos personas juntas. Su cara era feroz y hermosa al mismo tiempo, y cuando se enojaba sus ojos parecían despedir fuego.
—¿Quiénes son los que se atreven a luchar a la entrada de mi aldea? —preguntó con voz de trueno.
—¡Oh, Chaka, gran Elefante! —le contestó el jefe de los soldados, arrodillándose a sus pies—, estos hombres dicen que persiguen a unos malvados y que tienen órdenes de matarlos.
—¡Bien! —aprobó Chaka—, ¡que los maten!
—¡Gracias, poderoso jefe! —dijeron nuestros perseguidores.
—Pero cuando hayan cumplido con su deber —continuó Chaka—, serán cegados antes de permitírseles regresar a su aldea, para que aprendan que nadie puede levantar la lanza en los dominios de Chaka y quedar sin castigo.
Después de decir estas palabras se rió, en medio de los murmullos de aprobación de los suyos, que decían:
—¡Eres sabio, eres grande! ¡Tu justicia brilla como el sol!
Por supuesto, los dos guerreros de mi padre comenzaron a gritar despavoridos al oír esa sentencia.
—¡Que les corten también las lenguas! —añadió entonces el inflexible Chaka—. ¿Cómo es posible que os atreváis a hacer semejante ruido en la tierra de los zulúes? Y ahora, ¡terminad con los prisioneros! Comenzad con la niña que yace como dormida e indefensa sobre el suelo. ¿Cómo? ¡Vaciláis! ¿De manera que no os decidís? Pues bien, ya os daré tiempo para que lo penséis. ¡Llevároslos, untadlos con miel y atadlos sobre las bocas de los hormigueros gigantes! Estoy seguro de que mañana al amanecer ya se habrán decidido. Pero primero matad a estos dos perseguidos. Parecen muy cansados y estarán deseando dormir para siempre.
Cuando los soldados se nos acercaron amenazadores, hablé por primera vez.
—Chaka —dije—, soy Mopo, y ésta es mi hermana Baleka.
Mis palabras fueron ahogadas por las risas de los presentes.
—Muy bien, Mopo, y tú, Baleka, buenos días… ¡y buenas noches! —me contestó Chaka con una carcajada.
—¡Chaka! —insistí desesperado—, soy Mopo, hijo de Makedama, de la tribu de los langeni. Soy el mismo que hace años te dio de beber. Entonces tú me dijiste que te buscara cuando fueras fuerte y poderoso, porque me ibas a amparar. Juraste ser mi amigo y por eso he venido, con mi hermana, en busca de esa protección.
A medida que hablaba el rostro de Chaka iba cambiando de expresión.
—Sé que no mientes —me dijo por fin—. ¡Bienvenido, Mopo! Vivirás en mi choza y comerás de mi mano. Pero yo no te prometí nada respecto a tu hermana; por el contrario, ¡juré exterminar a tu tribu y dije que sólo tú serías respetado! Ella debe morir.
—¡Pero es demasiado joven y bonita para morir! —protesté—; además la quiero mucho y te pido que respetes su vida en prueba de amistad.
—¡Dad la vuelta a la muchacha! —ordenó entonces Chaka. Cuando sus hombres hicieron lo ordenado, la miró largo rato y por fin dijo—: Tampoco has mentido esta vez, Mopo, hijo de Makedama; es joven y bonita. Pues bien, puede vivir en mi choza, junto con mis hermanas. Y ahora quiero que me cuentes tu historia, Mopo.
Obedeciendo su deseo, me senté cerca de él y le conté todo lo sucedido. No pareció fatigado por mi relato; por el contrario, cuando terminé, todo lo que dijo fue que lamentaba que el perro Koos hubiera muerto, porque le habría hecho rey después de derrotar a mi padre, Makedama.
Luego se dirigió al capitán de sus soldados, diciéndole:
—He cambiado de idea: es mejor que no martiricemos a esos guerreros langeni. Matad a uno, pero dadle la libertad al otro, para que pueda regresar a la aldea con un mensaje.
Luego, señalando al prisionero de su propia tribu, que sostenían entre varios guerreros, continuó:
—Este perro es un cobarde, Mopo. Ayer atacamos una aldea enemiga y uno de los hombres luchó bravamente, matando a tres de nuestros guerreros; cuando este diablo tuvo que batirse con él, se asustó y prefirió matarlo por la espalda, arrojándole su lanza desde lejos. Después mató a la mujer y a los hijos indefensos. Por eso ahora le condeno a que luche con uno cualquiera de tus perseguidores, y si este último queda con vida será el que se salve, porque le devolveré la libertad para que lleve un mensaje a su rey.
»Ahora vosotros mismos debéis decidir quién es el que luchará por la existencia —agregó, dirigiéndose a los dos langeni.
Como los dos eran buenos compañeros, cada uno quería renunciar a ese privilegio en favor de su amigo, y por lo tanto ninguno se decidía a contestar.
—¡Cómo! ¿Existe realmente el honor entre vosotros, cerdos? —comentó Chaka—; entonces tendré que decidir yo. ¿Veis esta lanza? Pues bien, la arrojaré al aire, y si cae con la punta hacia abajo, queda libre el más bajo; si el mango toca primero el suelo, queda libre el más alto.
Y después de decir estas palabras arrojó el arma al aire. Todos siguieron con ansiedad la curva caprichosa que describió hasta que por fin cayó a tierra y el mango rozó primero el suelo.
—¡Ven aquí! —ordenó entonces Chaka al más alto de los guerreros—. Regresa a la choza de Makedama y dile que Chaka, el León de los Zulu-ka-Malandela, le envía este mensaje: «Muchos años atrás los de tu tribu me negaron alimento. Hoy el perro de tu hijo Mopo aúlla sobre el techo de tu casa»[*]. Y ahora, ¡vete de inmediato!
El hombre se acercó a su compañero y después de despedirse de él se marchó de regreso a la aldea de mi padre.
Más tarde Chaka ordenó que el guerrero que quedaba se batiera con el cobarde a quien deseaba castigar.
Después de lanzar los gritos de guerra correspondientes, los dos entablaron una lucha sangrienta, en la cual venció el hombre de mi tribu. Pero Chaka no perdonó, sino que, después que hubo descansado hasta recobrar el aliento, le ordenó que corriera si es que quería salvarse, castigándole así por todo lo que nos había hecho correr a nosotros.
Detrás de él se lanzaron varios de los guerreros de Chaka, pero el langeni corrió con tanta rapidez que no pudieron darle alcance, salvándose así milagrosamente.
Chaka no se disgustó por ello, y hasta creo que les dijo a sus hombres que no corrieran demasiado rápido. Entonces me di cuenta de que había una sola cosa buena en su malvado corazón: siempre salvaba la vida de un valiente si podía hacerlo, procurando que esa buena obra pasara inadvertida.
Por mi parte, me alegré de que el guerrero de mi padre hubiera dado su merecido al asesino de la mujer que habíamos encontrado moribunda junto a la choza en ruinas.