Capítulo 3

MOPO SE ATREVE A VISITAR SU CASA

Después de tan desesperada carrera, y cuando me cercioré de que mis perseguidores habían renunciado a seguirme, me dejé caer sobre la hierba, respirando hondo para recobrar el aliento. Luego caminé un trecho más hasta esconderme entre unos juncos que crecían en la orilla de un pantano. Pasé allí todo el día, pensando en mi triste situación. ¿Qué podía hacer? Me encontraba en la misma posición de la hiena, sin guarida donde refugiarse. Si regresaba a la aldea seguro que los míos me matarían, porque me consideraban un ladrón. Mi sangre sería derramada para vengar la muerte de Noma.

De pronto recordé a Chaka, el niño a quien le di de beber muchos años atrás. Había oído su nombre en varias ocasiones, pues su fama comenzaba a extenderse por todas partes. Las palabras que pronunció en aquella ocasión y la visión de mi madre comenzaban a concretarse en realidad.

Con la ayuda de los Umtetwa había ocupado la posición que otrora poseyera su padre, Senzangacona, y había vencido a la tribu de los Amaquabe, hecho la guerra a Zweete, jefe de los Endwande, y jurado que destruiría hasta el último de sus guerreros.

También me acordé de que Chaka había jurado hacerme poderoso y pensé que lo mejor era tratar de llegar hasta su presencia. Quizá se había olvidado de su promesa y me mataría, pero ¿qué podía importarme? De cualquier manera iba a morir si me quedaba por los alrededores. Sí, trataría de llegar hasta él. Mi corazón sólo se lamentaba por tener que abandonar a un ser que me era muy querido: mi hermana Baleka. Mi padre la había prometido al jefe de la tribu vecina, pero yo sabía que ese matrimonio no era del agrado de mi hermana. Quizá se decidiese a huir conmigo si me acercaba a ella y le exponía mis planes. De cualquier modo haría la prueba; sí, eso era lo que tenía que hacer.

Esperé hasta el oscurecer; luego me levanté de mi lecho de juncos y me deslicé silencioso como un chacal en dirección a la aldea.

Al llegar junto a una plantación de maíz me detuve unos momentos para saciar mi hambre con varias mazorcas tiernas. Luego reanudé la marcha y en pocos minutos me encontré en los límites de la aldea.

Cuando me aproximé a la casa que ocupaba mi hermana, descubrí que varias personas se encontraban sentadas cerca de la puerta, conversando alrededor de una pequeña hoguera. Me deslicé a ras del suelo, como una serpiente, y me escondí detrás de un arbusto. Sabía que no iban a verme por estar próximos a una hoguera, y al mismo tiempo quería oír lo que decían.

Tal como imaginaba, se referían a mí, calificándome con dureza. Entre otras cosas afirmaban que iba a causar la desgracia de la tribu por haber dado muerte a un hechicero tan sabio y noble como Noma, y que los partidarios del ganadero iban a exigirles reparaciones por el atropello del que había sido objeto. También me enteré de que mi padre había ordenado a todos los guerreros de la tribu que registraran los alrededores y que me mataran en el mismo lugar donde me encontraran.

—¡Ah! —pensé para mis adentros—, podrán buscarme por todas partes, que no me traerán vivo.

En ese momento, un perro que estaba echado junto a la hoguera se irguió y comenzó a husmear el aire. No pude distinguir de qué animal se trataba; en realidad me había olvidado de que éstos abundaban en la aldea cuando me aproximé a ella; pero, por supuesto, era muy joven y todo eso se aprende a fuerza de edad y experiencia, mi padre. Lo cierto fue que el perro siguió husmeando, luego dejó escapar unos gruñidos, mirando en dirección al arbusto detrás del cual me encontraba.

—¿Por qué gruñe ese perro? —le preguntó uno de los hombres a su compañero—. Me parece mejor que vayas a ver.

Pero el otro nativo se encontraba muy bien instalado y no quiso moverse.

—Deja que el perro mismo vaya a investigar ese lugar —contestó con un bostezo—. ¿Para qué sirven los perros sino para ahuyentar a los ladrones?

—¡Ve! —dijo entonces el que había hablado primero, haciéndole una señal al animal.

El perro se abalanzó ladrando en mi dirección. Fue entonces cuando lo reconocí: se trataba de mi propio perro, Koos, un animal muy inteligente.

Mientras me encontraba agazapado, sin saber qué hacer, Koos comenzó a olfatearme y al mismo tiempo cesó de ladrar, mientras saltaba alegremente alrededor del arbusto en que me escondía.

—¿Adonde ha ido ese animal? —preguntó el que había hablado primero—. ¿Está embrujado, acaso, que ya no ladra más y tampoco regresa?

—Iremos a ver —contestó su compañero, poniéndose de pie y tomando la lanza que se encontraba a su lado.

Una vez más me sentí aterrorizado. Me di cuenta de que estaba perdido si no corría de inmediato y buscaba refugio en la espesura. Pero cuando ya me había puesto de pie para huir, una gran serpiente negra se interpuso en el camino de los hombres.

Saltaron a un lado dejando escapar una exclamación de temor, y de inmediato se dedicaron a perseguirla, pensando que ésa era la causa del desasosiego del perro. Sin duda era mi ehlosé, padre, que había tomado la forma de una serpiente para salvarme la vida.

Cuando se alejaron para perseguir al reptil, salí de mi escondite, seguido de Koos. Primero pensé en matar al animal para que no volviera a traicionarme, pero cuando lo llamé para partirle el cráneo con mi sable, se echó a mis pies, moviendo la cola y mirándome con ojos que parecían sonreírme y ya no pude hacerlo.

Pensé que no me quedaba más remedio que arriesgarme y seguí mi camino. Mi plan era el siguiente: primero trataría de llegar a mi propia choza para apoderarme de mis armas y mantas, y luego tratar de hablar con Baleka.

Pensé que mi choza estaría desocupada, pues sólo yo dormía en ella; en cuanto a la de Noma, se encontraba bastante retirada de la mía.

Ordenándole a mi perro que se echara, avancé con grandes precauciones hasta el cerco que la rodeaba. Nadie se encontraba en la entrada, que estaba cerrada, como de costumbre. Al llegar a la puerta escuché con atención para comprobar que no había nadie en el interior. Una vez seguro me introduje en ella y comencé a buscar mis armas a tientas. También me apoderé de mi calabaza para el agua y de mi almohada de madera, la cual estaba tan primorosamente trabajada que me dolía tener que dejarla abandonada.

Cuando mi mano buscaba las mantas, tropezó con algo frío. Era la cara de un hombre, sí, de un cadáver, y, a juzgar por los rasgos, se trataba del hechicero Noma, al que había matado horas antes y que sin duda había sido depositado en mi choza hasta que se le enterrara.

¡Ah! Entonces sí que sentí miedo, porque Noma muerto en mi choza me causaba más pavor que Noma vivo.

Ya me disponía a huir cuando de pronto oí voces que se aproximaban a la choza. Reconocí las voces: eran las dos esposas de Noma, y una de ellas decía que estaba dispuesta a pasar la noche en vela junto al cadáver de su esposo.

Comprendí que me encontraba en una trampa de la que me sería muy difícil escapar. De pronto el cuerpo obeso de la mujer se recostó en la puerta de entrada, y una vez en el interior se arrodilló cerca del cadáver del brujo, pero en una posición tal que me impedía la salida. A continuación comenzó a lamentarse y a echarme toda clase de maldiciones. ¡Ah, por cierto que todavía no había descubierto mi presencia en la choza! Por mi parte también maldije al brujo que tanto mal me había causado, y sentí que el temor hacía flaquear mis fuerzas.

De pronto recordé que ese hombre había sido un gran mentiroso y pensé que no podía causarle ningún mal si le hacía cargar con un último embuste. Sentí renacer la confianza en mis propias tuerzas; era como si la presencia de esa mujer en la choza me hubiera devuelto el coraje que me había arrebatado el cadáver de mi víctima. Con grandes precauciones pasé mis manos por debajo de los hombros de Noma y con un movimiento rápido lo incorporé, como si el muerto se hubiera sentado por sus propios medios.

La mujer debió oír el ruido, porque dejó escapar un gemido y se puso rígida.

—¿Quieres quedarte quieta? —murmuré entonces, tratando de imitar la voz y el modo de hablar del difunto—. ¿No puedes dejarme en paz ni siquiera ahora que estoy muerto?

Al oír estas palabras, la mujer dejó escapar un chillido de terror.

—¡Cómo! ¿También te atreves a chillar? —continué—. Pues entonces me veré obligado a enseñarte a permanecer silenciosa —y con un empujón le eché encima el cuerpo sin vida de Noma.

Por supuesto, la impresión fue tal que perdió el sentido. Por fin había conseguido quitarla de en medio durante unos instantes. Con movimientos rápidos me apoderé de las mantas, entre las cuales descubrí más tarde la mejor, que había pertenecido a Noma, hecha con las pieles de gatos salvajes, muy difíciles de obtener, y que valía por lo menos igual que tres bueyes, y huí a toda velocidad, seguido de cerca por Koos.

La casa de mi padre, el jefe Makedama, se encontraba como a unos doscientos pasos y debía llegar hasta allí porque sin duda en ese lugar encontraría a Baleka.

No me atreví a entrar por el portón principal, porque sabía que un guerrero montaba guardia permanente en las inmediaciones. Por lo tanto me abrí camino con ayuda de mi lanza, cortando una parte de los juncos que formaban el cerco natural. Luego me deslicé con miles de precauciones hacia la choza que ocupaba Baleka, que dormía con algunas de sus hermanastras.

Por fortuna sabía de qué lado de la choza se acostaba y dónde acostumbraba a reclinar la cabeza.

Me eché de bruces sobre el suelo y con gran cautela comencé a practicar un agujero en la pared de la choza. Me llevó un buen rato, porque el muro era bastante espeso, pero al fin estuve a punto de lograr mi propósito.

En ese momento me asaltó una duda e interrumpí mi tarea. ¿Qué sucedería si Baleka hubiera cambiado de sitio y ya no durmiera donde antes acostumbraba? Si así fuera, iba a despertar a una de mis hermanastras, que no vacilaría en dar la voz de alarma.

Ya me disponía a abandonar la empresa, pensando que lo mejor era que huyera solo, cuando oí un sollozo ahogado del otro lado de la pared, justo en el sitio donde comencé a practicar el agujero. «¡Ah! —pensé con alegría—, no me he equivocado. Baleka está llorando la suerte corrida por su hermano».

Puse mis labios en el lugar donde el muro era más delgado y murmuré:

—¡Baleka, hermana mía! ¡Baleka, no llores! Soy Mopo y estoy junto a ti, al otro lado de la pared. No digas una sola palabra, pero levántate. Abandona la choza y lleva contigo tu manta.

Baleka era muy inteligente y no gritó, como habría hecho otra muchacha. No; comprendió perfectamente mi situación, y después de esperar unos minutos, se levantó con gran cuidado para no hacer ruido y se deslizó fuera de la choza, llevando consigo su manta.

—¿Por qué estás aquí, Mopo? —susurró al verme—. ¡Con seguridad que te matarán!

—¡Silencio! —advertí, y le conté con pocas palabras el plan que me había trazado. Por fin le pregunté—: ¿Vendrás conmigo? ¿O prefieres despedirte de mí y regresar a la choza?

Baleka meditó durante unos minutos y luego me dijo, decidida:

—No, no regresaré, hermano, porque te quiero más que a nadie en la aldea, aunque pienso que esta aventura será el fin para los dos… que tú me conducirás a la muerte. Pero te acompañaré igual.

En esos momentos no tomé muy en cuenta sus palabras, pero después de cierto tiempo no pude menos que pensar en ellas.

De común acuerdo nos deslizamos silenciosamente, seguidos por el perro Koos, y muy pronto nos encontramos corriendo por la llanura, con la vista clavada en la tierra de los zulúes, que teníamos frente a nosotros.