Capítulo 1

LAS PROFECIAS DEL NIÑO CHAKA

Me has pedido, mi padre, que te cuente la historia de la juventud de Umslopogaas, jefe de hierro, a quien llamaban Bulalio, el Verdugo, y de su amor por Nada, la más hermosa de las mujeres zulúes. Es muy larga, pero habrás de pasar muchas noches en mi compañía y confío en que podré terminarla. Recurre a toda la fortaleza de espíritu de que seas capaz, porque mucho de lo que tengo que decirte es triste, y aun ahora, sólo con pensar en Nada, los ojos se me llenan de lágrimas.

¿Sabes quién soy yo, mi padre? No, no lo sabes. Tú crees que soy un viejo brujo llamado Zweete. Muchos hombres creen lo mismo, pero mi nombre es otro. Muy pocos conocen mi verdadera identidad, porque la guardo celosamente en lo más hondo del pecho. He vivido muchos años sometido a las leyes del hombre blanco y de la Gran Reina, mi dueña, pero en mi juventud era muy distinto.

Mira esta mano, mi padre, no la que está arrugada por el fuego, sino la derecha. Tú la puedes ver todavía; yo no, porque estoy ciego. Sin embargo, la recuerdo tal como era; ¡sí!, la veo fuerte y roja, porque acababa de derramar la sangre de un rey. ¡Escúchame, mi padre! Yo soy Mopo. ¡Ah!, sabía que ibas a asombrarte; ¡te sorprendes, como el ejército de las Abejas se asustó cuando Mopo se presentó ante ellos, con la daga en la mano, de la que chorreaba lentamente al suelo la sangre de Chaka! ¡Sí, soy Mopo! El mismo que mató al rey Chaka[*]. Me ayudaron los príncipes Dingaan y Umhlangana, pero fue la herida que yo le infligí la que realmente provocó su muerte. De no haber sido por mí, habría seguido viviendo.

¿Qué me dices? ¿Que Dingaan murió junto al Tongola? Sí, murió, pero no allí, sino en la Montaña de los Espíritus. Ahora yace junto a la vieja Bruja de Piedra que está sentada en la cima, aguardando la destrucción del mundo. También yo estaba en la montaña. En esos días mis piernas eran ágiles y podían recorrer grandes distancias; además, la sed de venganza no me dejaba dormir. Viajaba durante todo el día, y de noche soñaba que mis manos se cerraban alrededor de la garganta de Dingaan, hasta que una noche lo encontré y… lo maté; ¡sí, lo maté!

¿Que por qué te cuento todo esto? ¿Que qué relación tiene con la historia de Umslopogaas y de Nada «El Lirio»? Ya te lo diré. Tuve que matar a Chaka por mi hermana Baleka, la madre de Umslopogaas, y porque él había asesinado a mis mujeres e hijos. Más tarde Umslopogaas y yo matamos a Dingaan para vengar a Nada, mi hija.

Vas a oír los nombres de muchos personajes famosos a lo largo de mi relato. ¿Dónde están ahora? El silencio ha caído sobre ellos, y su recuerdo sólo perdura en los libros que escribieron los blancos. Quizá algunos vivan todavía en chozas miserables, como la mía, y como yo recordarán las aventuras de otros días.

Chaka ocupa una tumba en el cementerio de los reyes; murió por Baleka. Mucho más allá, en Zululand, hay un montón de huesos al pie de la Montaña de los Espíritus. Es lo único que queda de Dingaan, que murió por Nada. Era fuerte y pesado, y al caer, todos sus huesos se astillaron. Fui a verlos después de que los buitres y los chacales los hubieran limpiado. Me reí por tres veces sobre ellos, y luego vine a este lugar a morir.

Todo esto sucedió hace ya muchos años, y todavía no he muerto; aunque llamo constantemente a la muerte, para poder ir a reunirme con Nada. Quizá el destino quería que viviese hasta que te narrara esta historia, mi padre, porque luego tú podrás contarla a los demás. ¿Qué edad tengo? No lo sé; pero soy muy, muy viejo. Si Chaka viviera, sería tan viejo como yo[6].

Ya no vive ninguno de los que conocí durante mi niñez. Soy tan anciano que debo apresurarme con esta narración si quiero terminarla, pues la muerte puede sorprenderme en cualquier momento. Pero no le temo; estoy preparado para dormir el largo sueño, del que despertaré en otra primavera.

Comenzaré por el principio, y, por lo tanto, debo decir que nací en la tribu de los Langeni. No éramos muy numerosos; el total de guerreros en condiciones de combatir no pasaba de dos o tres mil hombres, pero todos eran muy valientes. Ahora han muerto todos, y la raza se extinguió con ellos.

La tribu desapareció como la luna en el firmamento, y ya te contaré cómo y por qué.

Vivíamos en un lugar muy hermoso; ahora lo han ocupado los bóers, a los que nosotros llamábamos amaboona. Mi padre, apodado Makedama, era el jefe de la tribu, y su casa había sido levantada en la parte más alta de una colina; pero yo no era hijo de su primera mujer.

Una tarde, cuando era muy pequeño, ya que no llegaba más que a la cintura de un hombre normal, mi madre me llevó a un corral para ver encerrar a las vacas. Llevaba en brazos a mi hermana Baleka, que había nacido poco tiempo antes.

Caminamos hasta que nos encontramos con los jóvenes encargados de arrear el ganado. Mi madre se aproximó a una vaca de cabeza blanca y le dio de comer unas cuantas hojas tiernas que tenía en la mano. Los muchachos se marcharon con los animales, pero la vaca permaneció junto a nosotros.

Mi madre les prometió que la encerraría en el corral cuando regresáramos a nuestra casa. Luego se sentó sobre la alfombra de hierbas, poniendo a la nena en su regazo, y yo me entretuve jugando por los alrededores, mientras la vaca pastaba tranquilamente.

De pronto vimos a una mujer que se aproximaba a nuestro grupo; parecía muy cansada, y sus piernas se movían con dificultad. Llevaba un atado de mantas a la espalda, y de la mano a un niño de mi edad, aproximadamente, pero más alto y fuerte que yo. La observamos con curiosidad, hasta que la mujer llegó a nuestro lado y se dejó caer, agotada, sobre el suelo. Por su peinado nos percatamos de inmediato de que no pertenecía a nuestra tribu.

—¡Te saludo! —dijo la mujer a mi madre.

—¡Buena tarde! —le contestó ésta—; ¿qué es lo que buscas?

—Comida y una choza donde poder descansar; vengo caminando desde muy lejos.

—¿Cómo te llamas? ¿A qué tribu perteneces? —le preguntó mi madre.

—Mi nombre es Unandi; soy la esposa de Senzangacona, de la tribu de los zulúes —contestó la forastera.

Poco tiempo antes había estallado una querella entre la tribu de los zulúes y la nuestra, y Senzangacona había matado a varios de nuestros guerreros y robado muchas cabezas de nuestro mejor ganado. Por eso, cuando mi madre oyó esas palabras, se puso de pie de inmediato, con evidentes muestras de enojo.

—¡Tú, la mujer de un perro zulú, te atreves a pedirme comida y abrigo! —le gritó—. ¡Vete, o haré que mis criadas te arrojen a latigazos de este país!

La mujer, que era muy bonita, esperó a que mi madre desahogara su cólera en palabras; luego la miró con ojos serenos y murmuró con gran lentitud:

—Tienes a tu lado una vaca con la ubre cargada de leche, ¿le negarás siquiera a mi hijo ese alimento?

Y uniendo la acción a la palabra, sacó de entre las mantas que llevaba a la espalda una calabaza y se la alargó a mi madre.

—Me niego a proporcionarte alimento —contestó mi progenitora.

—Estamos sedientos después de caminar tantas horas, ¿no nos darás siquiera un poco de agua? No hemos encontrado un arroyuelo desde que partimos.

Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas, pero el niño cruzó los brazos sobre el pecho y frunció el ceño. Se trataba de un muchachito muy hermoso, de grandes ojos negros, muy brillantes, que parecían despedir fuego, como el cielo antes de una tormenta.

—Madre —le dijo—, aquí no nos quieren, como tampoco nos querían en la aldea —y señaló con el índice hacia la tierra que ocupaban los zulúes—; sigamos nuestro camino hacia Dingiswayo; los Umtetwa nos protegerán.

—Sí, tienes razón, hijo mío, reanudemos la marcha —contestó Unandi—; pero el camino es tan largo y estamos tan cansados que no sé si nos quedaremos por el sendero.

Al oír estas extrañas palabras sentí una opresión en el pecho; esa mujer y ese niño tan cansados me causaban profunda pena. Con un movimiento impulsivo, y sin mirar a mi madre, me apoderé de la calabaza que sostenía la mujer y corrí hacia unas rocas cercanas, donde sabía que brotaba un manantial. En pocos minutos regresé con la calabaza llena de agua. Mi madre trató de detenerme, porque le encolerizó mi desobediencia, pero la esquivé y no me detuve hasta llegar junto al niño. Mi madre, al comprender que ya nada podía hacer para borrar mi gesto, siguió reprochando duramente a la mujer, diciéndole que los suyos habían ocasionado la desgracia de muchos de nuestros hogares y que presentía, porque así se lo anunciaba su ehlosé[7], que aún más desdichas nos esperaban por culpa de su hijo.

—¡Ah, mi padre! Su ehlosé no le mentía. Si Unandi y su hijo hubieran muerto ese día, los jardines y las chozas de los míos no estarían hoy desolados y sus huesos no llenarían la gran fosa que se encuentra cerca de U’Cetewayo.

Mientras mi madre hablaba, la vaca de cabeza blanca nos miraba con sus ojos mansos y la pequeña Baleka comenzó a llorar.

El hijo de Unandi se apoderó de la calabaza y bebió su contenido sin habérsela ofrecido antes a su madre. Vació las dos terceras partes de la misma, y creo que se la hubiera tomado toda de no haber saciado su sed. Luego tendió a su progenitora lo que quedaba, y ésta la bebió con gran ansiedad. Entonces el muchacho se apoderó de nuevo de la calabaza y, con un palo en la mano, se acercó a mí, preguntándome:

—¿Cómo te llamas, niño? —con la voz del superior que se dirige a un humilde subordinado.

—Mi nombre es Mopo —le contesté.

—¿Y cómo se llama tu gente?

Le dije que el nombre de mi tribu era Langeni.

—Muy bien, Mopo; ahora te diré mi nombre. Me llamo Chaka, soy hijo de Senzangacona y mi tribu se llama Amazulu. También voy a decirte algo más. Hoy soy un niño solamente, y mi pueblo es débil; pero creceré, creceré tanto que mi cabeza se perderá entre las nubes; todos mirarán hacia lo alto, pero ninguno podrá verme. Mi rostro les deslumbrará, porque ha de brillar como el sol, y mi gente crecerá conmigo, hasta devorar al mundo entero. Y cuando sea grande y mi pueblo poderoso, asolaremos toda la tierra, para que mi nombre sea conocido, y entonces la tribu de los Langeni, a la que vosotros pertenecéis, se arrepentirá de habernos negado un día comida y albergue a mí y a mi madre.

»Mira bien esta calabaza; por cada gota que sea capaz de contener, correrá la sangre de uno de los tuyos. Pero, ya que tú nos diste agua, a ti solamente respetaré, y te haré poderoso bajo mi mando. ¡Juro que tú serás el único al que jamás haré daño, por más males que me causes! Pero en cuanto a esa mujer —y señaló a mi madre—, lo mejor que puede desear es morir pronto, para que yo no me vea obligado a enseñarle cómo en ciertos momentos la muerte es una bendición. He hablado.

Y al pronunciar estas últimas palabras sus dientes se entrechocaron con furia y agitó el palo en el aire, con ademán de amenaza.

Mi madre permaneció silenciosa durante un buen rato. Después alcanzó a murmurar:

—¡Pequeño embustero! De modo que hablas como un hombre, ¿verdad? El ternero quiere ser toro. ¡Pues yo te enseñaré otra clase de profecías!

Y depositando a Baleka en el suelo, corrió hacia el muchacho.

Chaka la esperó con calma, y cuando estuvo cerca de él levantó la manó que sostenía el palo y le dio un golpe tan fuerte en la cabeza que mi madre cayó instantáneamente al suelo. Después se echó a reír y, dando media vuelta, se marchó junto a Unandi.

Éstas fueron las primeras palabras que recogí de boca de Chaka, palabras que se realizaron en el futuro, como si las hubiera pronunciado el más sabio de los profetas. Las últimas que le oí también eran de profecía, y creo que no dejarán de cumplirse. Aún en estos momentos se están realizando. Por un lado profetizó el esplendor y poderío de los zulúes, y dime, ¿acaso no lo consiguieron? Más tarde dijo que caerían, ¿y no se está llevando a cabo en estos años la consumación de su ruina? ¿Acaso los hombres blancos no se han unido para exterminarlos, como buitres que volaran alrededor de un cadáver? Los zulúes ya no son poderosos como antes y no resistirán ese ataque. Sí, no tardarán en ser derrotados por completo, tal como lo profetizara Chaka al pronunciar sus últimas palabras.

Pero ya me referiré a esas otras palabras a su debido tiempo.

Cuando quedé solo, me acerqué al cuerpo de mi madre. Pocos minutos más tarde reaccionó y se sentó por sus propios medios, cubriéndose el rostro con las manos. La sangre que manaba de la herida recién abierta caía por sus brazos y manchaba sus ropas. Junté un manojo de hierbas húmedas y traté de limpiarla de la mejor manera posible. Permaneció silenciosa durante un buen rato, sin hacer caso del llanto, cada vez más fuerte, de la pequeña.

Por fin pareció recobrar el uso de la palabra y me dijo:

—Mopo, hijo mío, he tenido un sueño terrible. Vi a ese muchacho, Chaka, que había adquirido la corpulencia de un gigante, y que cruzaba las montañas y los valles con los ojos despidiendo llamas de odio y venganza, apretando en una de sus manos una daga manchada de sangre. Sa apoderó de nuestra gente con gran facilidad, apretándola entre sus grandes dedos, destrozándola y arrojándola al suelo, para pisarla con furia. Delante de él se extendían los campos verdes de vegetación, pero detrás sólo quedaban los valles pelados y negros, como después de un gran incendio. Antes de su llegada los nuestros eran fuertes, alegres; las doncellas hermosas, los niños numerosos; pero después no quedaban más que huesos, Mopo, huesos amontonados en un lugar rocoso, y él, Chaka, estaba de pie junto a ellos y se reía hasta hacer temblar la tierra.

»También te vi a ti en mi sueño, hijo; te habías convertido en un joven fuerte y eras el único que quedaba de nuestra tribu. Te deslizaste a espaldas del gigante Chaka, acompañado por otros hombres de apariencia imponente. Lo apuñalaste con un arma pequeña y él cayó, y al tocar el suelo se volvió pequeño de nuevo. Antes de morir te maldijo, pero tú murmuraste a su oído un nombre: el de Baleka, tu hermana, y se murió.

»Y ahora volvamos a casa, Mopo; la noche no tardará en caer.

Se puso de pie con dificultad y nos dirigimos hacia nuestra morada. Apreté el paso porque sentía miedo, mucho miedo.