—¡Nooooo! —grité horrorizada, con todas mis fuerzas.
El monstruo abrió la boca, me la acercó a la mano. Una vez más, contemple los bichos negros que se paseaban entre sus dientes.
De pronto, se detuvo y me dejó en el suelo.
Retrocedió un paso, se me quedó mirando sin apartar los ojos saltones de mi brazo.
Yo también me lo miré. Estaba cubierto de la saliva del monstruo, era asqueroso.
La bestia se llevó las garras a la garganta. No podía respirar. Parecía estar asfixiándose.
Por fin me miró a los ojos.
—¿Humana? ¿Tú humana? —me preguntó con una voz rara.
—¡Habla! —exclamó Clark, boquiabierto.
—¿Tú humana? ¿Tú humana? —insistió el monstruo.
—S-sí. Soy humana —balbuceé.
La bestia echó la cabeza hacia atrás y empezó a gemir.
—Oh, no. Yo alergia a humanos.
Puso los ojos en blanco.
Avanzó unos pasos dando tumbos, se fue de bruces contra la puerta que daba al exterior, y la echó abajo con el peso de su cuerpo.
La luz de la luna inundó el cuartito.
El monstruo yacía en el suelo, boca abajo. No se movía.
Me froté el brazo, que seguía empapado, y observé a la bestia.
¿Estaría muerto de verdad?