Clark y yo seguíamos abrazados. El monstruo se acercó tanto a la mesa que percibíamos el agrio olor de su gruesa piel.

Clark empezó a lloriquear en silencio.

Yo le tapé la boca con una mano y cerré los ojos.

«Vete, por favor —recé—. Por favor, monstruo, no nos veas.»

Oí husmear al monstruo.

Parecía un perro tratando de encontrar un hueso enterrado.

Cuando volví a abrir los ojos, se había apartado de la mesa. Por fin pude respirar un poco más tranquila.

El monstruo seguía ansioso, dando vueltas por la cocina, olisqueándolo todo ruidosamente.

Olió la nevera y se reclinó sobre la cocina para oler los fogones.

Centímetro a centímetro, husmeó toda la habitación.

«Nos va a oler —pensé—. Va a encontrarnos por el olor. Por favor, que vea la tarta. Que vea la tarta.»

La bestia regresó a la cocina, y volvió a olfatear.

Entonces se agachó e inspeccionó el horno.

Arrancó la puerta y la lanzó con fuerza contra una pared. Lo único que dejó en su sitio fueron las bisagras.

La puerta hizo un ruido infernal al chocar contra la pared. Clark se sobresaltó y soltó un grito apagado de dolor al darse un coscorrón contra la mesa.

Yo también gemí.

—Mira —murmuré.

La bestia estaba comiendo tarta, pero no la que nosotros habíamos preparado, sino las dos que había en el horno. Se estaba hartando de comer.

«¡Oh, no! —me dije—. Cuando se las acabe, estará lleno, y no se comerá la nuestra. Estamos perdidos.»

Después de meterse lo que quedaba de las dos tartas en la boca y tragárselo todo sin masticar, se dirigió al centro de la cocina.

Y siguió husmeando.

«¡Menos mal! —pensé—. Todavía tiene hambre.

»¡Cómete nuestra tarta! ¡Cómetela!», rogué para mis adentros una y otra vez.

Miré por debajo de la mesa y vi que el monstruo se aproximaba de nuevo.

«¡Eso es!»

Se detuvo y volvió a olisquear.

Vio la tarta, la observó durante un instante.

Finalmente, se la llevó a la boca y se metió un trozo dentro.

«¡Eso es! —le animé en silencio—. ¡Se la está zampando! ¡Se está comiendo nuestra tarta!»

Aquella fiera tardó un rato en terminarse la tarta. Masticaba, se ponía otro trozo en la boca, y vuelta a masticar.

En más de una ocasión se pasó la lengua por los labios.

Se lamió las garras.

Se frotó el estómago.

«¡Oh, no! —me dije, preocupada—. ¡Parece que le gusta!»