La bestia dobló la esquina, se tambaleó al borde del agujero, giró la cabeza y nos miró con los ojos inyectados en sangre.
Abrió la boca y dio un rugido terrorífico. Siguió tambaleándose, tratando de mantener el equilibrio, y por fin se precipitó por el hueco de la escalera.
Al estrellarse contra el suelo, sonó un ruido sordo.
Clark y yo seguíamos colgados de la barandilla, que no dejaba de crujir bajo nuestro peso.
Me dolían las manos, ya no sentía los dedos.
Sabía que no aguantaría mucho más tiempo en aquella posición.
Escuchamos atentamente, pero no se oía nada.
El monstruo no se movía.
Miré abajo, pero estaba demasiado oscuro, no se veía nada.
—Las manos me resbalan —dijo Clark.
Empezó a balancear las piernas para alcanzar el entarimado con un pie.
Trabajosamente, trepó por la barandilla y se encaramó al suelo.
Yo me apresuré a hacer lo mismo.
Miramos una vez más por el agujero. Sin embargo, estaba tan oscuro, que era imposible ver nada. Todo estaba negro y en silencio, en el silencio más absoluto.
—¡Lo hemos conseguido! ¡Nos hemos salvado! —exclamé—. ¡Hemos matado al monstruo!
Clark y yo nos pusimos a saltar de alegría.
—¡Lo hemos conseguido! ¡Aleluya!
Bajamos corriendo al primer piso y sacamos a Charle del lavabo.
—Ya pasó todo, Charley —le aseguré abrazada a él—. Lo hemos conseguido. Hemos matado al monstruo del pantano.
—Vámonos de aquí —dijo Clark—. Vayamos andando al pueblo, desde allí llamaremos a papá y a mamá, para que nos vengan a buscar ahora mismo.
Estábamos tan contentos que casi nos pusimos a bailar mientras bajábamos las escaleras. Entramos los tres en la biblioteca.
—Apártate —advertí a Clark—. Y aguanta a Charley. Voy a romper la ventana. Enseguida estaremos fuera.
Miré a mi alrededor en busca del pesado candelabro de metal, pero no estaba por ningún lado.
No tenía nada con que romper el cristal.
—Quédate aquí —le ordené a mi hermano—. Me he dejado el candelabro en el lavabo. Ahora vuelvo.
Salí corriendo de la biblioteca.
Me moría de ganas de salir de aquella casa fantasmagórica. Quería largarme de aquel horrible pantano de una vez. Y explicarles a nuestros padres la faena que nos habían hecho llevándonos a una casa donde vivía un monstruo de verdad.
Crucé a toda prisa el cuarto de estar y me dirigí a la escalera.
Subí tres peldaños… y me quedé inmóvil.
Había oído otro gruñido.
«No puede ser —pensé—. A lo mejor es Charley. Quizá sea él el que gruñe.»
Agucé el oído.
Y lo volví a oír.
No era un gruñido de perro. Estaba segura.
De pronto, reconocí el sonido de unos pasos, los pasos agigantados del monstruo del pantano.
El sonido no venía de lejos. Al contrario.
Cada vez estaba más cerca.
Cada vez más cerca.