Un segundo después, oí los aterrorizados gritos de Clark.
Y por encima de sus chillidos, los rugidos del monstruo.
Charley subió las escaleras a toda velocidad, ladrando como un loco.
—¡Vete! ¡Vete! —le dijo Clark, que salió del cuarto como una exhalación, gesticulando con los brazos—. ¡Hay un monstruo! ¡Un monstruo del pantano!
Cogimos a Charley del collar y bajamos la escaleras a trompicones. Pero el perro se resistía. Quería dar la vuelta, y volver arriba.
—¡Vamos, Charley! —le imploré—. ¡Venga!
En ese instante, se oyó un bramido en el pasillo.
«¡Oh, no! ¡Ya viene! ¡Viene a por nosotros!»
—¡POR FAVOR, CHARLEY! —le grité, estirándole del collar—. ¡POR FAVOR!
Clark estaba paralizado por el miedo, en medio de la escalera.
—¡Ayúdame, Clark! —le pedí—. No te quedes ahí parado. ¡Ayúdame!
El monstruo del pantano continuaba su ruidoso avance por el pasillo.
Bajo nuestro peso, la escalera no dejaba de crujir.
—Viene a por nosotros —murmuró Clark, todavía inmóvil.
Lo cogí de la camiseta, y lo sacudí con fuerza.
—¡Ayúdame, Clark! —le pedí—. Empuja a Charley.
Continuamos nuestro trabajoso descenso por las escaleras. Yo tiraba de Charley, y Clark lo empujaba desde atrás.
—¡Abuela! ¡Abuelo! —grité.
No contestaban.
Los rugidos del monstruo sonaban cada vez más fuertes, más cerca.
—¡Encierra a Charley en el lavabo! —le ordené a Clark cuando llegamos al primer piso—. Allí estará a salvo. Yo iré a buscar a los abuelos.
Bajé corriendo a la cocina.
—¡Abuela! ¡Abuelo! —chillé—. ¡Un monstruo!
En la cocina no había nadie.
Corrí a la sala de estar.
—¿Dónde estáis? ¡Socorro!
Tampoco estaban allí.
Los busqué en la biblioteca, pero también estaba vacía.
Volví a subir las escaleras corriendo. Miré en su dormitorio y en las demás habitaciones del primer piso.
Pero no los vi por ningún lado.
«¿Dónde se habrán metido? —me pregunté—. ¿Dónde estarán?»
Clark salió del cuarto de baño, justo a tiempo de oír los atronadores pasos del monstruo, encima de nuestras cabezas.
—¿D-dónde están los abuelos? —balbuceó.
—¡No… no lo sé! ¡No los encuentro!
—¿Has mirado fuera? —me preguntó con voz aguda.
«¡Claro! —me dije—. Tranquila, Gretchen. Tienen que estar fuera. Quizás en la parte de atrás. El abuelo debe de estar trabajando en el cobertizo.»
Bajamos las escaleras una vez más y corrimos a la cocina.
Nos asomamos a la puerta trasera. Recorrimos con la mirada el pantano y el cobertizo.
Allí tampoco había nadie.
—¿Dónde…? —empezó a decir Clark.
—¡Escucha! —le interrumpí—. ¿No oyes algo?
Era un coche. Alguien estaba poniéndolo en marcha.
—¡Es el coche de los abuelos! ¡Está aquí! ¡Ya lo han arreglado! —grité.
Seguimos el sonido del motor. Venía de la parte delantera de la casa.
Corrimos a la puerta principal y nos abalanzamos a la mirilla.
¡Allí estaban!
—¿Eh? —grité incrédula.
Los abuelos estaban en el coche, pero avanzaban marcha atrás.
¡Se estaban alejando de la casa!
—¡No!… ¡Esperad! ¡Esperad! —supliqué, mientras giraba la cerradura de la puerta.
—¡No te oyen! —gritó Clark—. ¡Abre la puerta! ¡Ábrela!
Tiré de ella con todas mis fuerzas, y volví a girar el pomo.
—¡Rápido! —imploró Clark—. ¡Que nos dejan aquí!
Tiré una y otra vez, y seguí dándole vueltas al pomo.
Hasta que me di cuenta de la terrible realidad.
—¡Está cerrada por fuera! —le dije a Clark—. ¡Nos han encerrado!