—¡Anda! ¡Mira cuanta chatarra! —grito Clark, desde el centro de la habitación. Para ver todo cuanto le rodeaba, se había puesto a girar como una peonza.

El cuarto estaba lleno de juguetes. Montones de muñecas y Juguetes viejísimos. En una esquina, había un triciclo oxidado al que le faltaba el neumático de la rueda más grande, la de delante.

—Seguro que era de papá —dije. Resultaba difícil imaginarse a papá de pequeño, montado en aquel trasto.

Toqué el timbre. Todavía funcionaba.

Clark sacó un polvoriento juego de ajedrez de una caja de madera destartalada. Desplegó el tablero y empezó a colocar las fichas mientras yo inspeccionaba otros juguetes.

Encontré un osito de peluche con la cabeza retorcida y deformada.

Una caja con un solo patín de ruedas.

Un mono de tela que había perdido un brazo.

Vacié varias bolsas de soldaditos de juguete, vestidos con unos descoloridos uniformes y rostros despintados.

Lo siguiente que vi fue una antigua caja de música. Tenía una noria pintada en la tapa, medio desteñida por el paso de los años.

Abrí la tapa. Dentro de la caja, había una muñeca de porcelana, boca abajo.

La levanté con cuidado y le di la vuelta para verle la cara.

Pequeñas grietas cubrían las delicadas mejillas, y tenía una pequeña muesca en la punta de la nariz.

Entonces le miré los ojos, y solté un grito apagado.

No tenía ojos. Se los habían arrancado.

Lo único que tenía debajo de la minúscula frente eran dos agujeros negros. Dos negras oquedades.

—¿Y a esto llama la abuela tesoros? —dije—. ¡Pero si no hay más que basura!

Volví a poner la muñeca en la caja.

Oí un chirrido, que venía del otro lado del cuarto, de la puerta.

Me di la vuelta y descubrí un caballo de madera, balanceándose adelante y atrás.

—Oye, ¿has empujado tú ese caballo? —le pregunté a Clark.

—No —susurró el, con la mirada fija en el caballo, que no paraba de chirriar y balancearse. Adelante y atrás, adelante y atrás.

—Larguémonos de aquí —le dije—. Esta habitación me empieza a dar miedo.

—A mí también —me respondió Clark—. Alguien le ha arrancado la cabeza a la reina del ajedrez. Creo que con los dientes.

Clark saltó por encima de algunas cajas y salió al pasillo.

Yo le eché una última ojeada al cuarto, antes de apagar la luz. Estaba muerta de miedo.

—¿Clark?

¿Dónde se había metido?

Recorrí el pasillo con la mirada, pero no había ni rastro de él.

Y sin embargo hacía un segundo que lo había visto junto a la puerta.

—¿Clark? ¿Dónde estás?

Recorrí todo el pasillo, esquina tras esquina. Noté un vacío en el estómago. El corazón me empezó a latir con fuerza.

—¡Clark! ¡No tiene ninguna gracia!

No se oía nada.

—¡Clark! ¿Dónde te has metido?