—¡Un caimán! ¡Un caimán! —gritó Clark, histérico.
—¿Que habéis visto un faisán? ¡Qué suerte! —gritó el abuelo a lo lejos.
—¡Ayúdame! ¡Ayúdame! ¡Me ha atrapado! —suplicó Clark.
Me fijé en lo que le había hecho caer: una cosa negra, oculta entre la hierba. Y me puse a reír.
—Es una «rodilla de ciprés» —le expliqué con toda calma.
Clark miró a sus pies, con la boca todavía abierta, y vio aquella cosa nudosa.
—Es una raíz de ciprés, que sale a la superficie —le dije—. Se llama rodilla de ciprés, ya te enseñé una ayer ¿No te acuerdas?
—Sí que me acuerdo —mintió—. Sólo quería gastarte una broma.
Me disponía a meterme con él, pero cuando vi cómo le temblaba el cuerpo al levantarse, me compadecí de él.
—Volvamos a casa —le propuse—. La abuela nos estará esperando, para hacer su famosa tarta de ruibarbo.
En el camino de vuelta, le conté lo del abuelo en el piso de arriba, llevando una enorme bandeja de tortitas. Pero a Clark no le pareció tan extraño.
—Tal vez le guste comer en su cuarto —dijo—. A papá y a mamá les encanta desayunar en la cama.
—Quizá sí —respondí.
Pero no estaba del todo convencida. En realidad, nada convencida.
—¿A que os lo estáis pasando bien? —nos dijo alegremente la abuela cuando entramos de nuevo en la cocina. Clark y yo nos miramos y nos encogimos de hombros.
»¿Estáis preparados para hacer de pasteleros? —añadió con una sonrisa, mientras señalaba los ingredientes de la tarta dispuestos ordenadamente sobre la mesa—. Todo está a punto.
—¿Quién quiere amasar? —preguntó, mirándome fijamente—. Mientras tanto, yo cortaré el ruibarbo en rodajas.
—Ya me ocupo yo de la masa —respondí resignada.
—Y yo creo que iré a la sala de estar, a leer mi tebeo. Mamá siempre dice que la molesto cuando está cocinando —dijo Clark, intentando escaparse.
—¡Nada de eso! —replicó la abuela—. Tú puedes pesar el azúcar. Necesitamos una buena cantidad.
Empecé a amasar. Me pareció que allí había demasiada masa, pero ¿qué sabía yo? Cuando mamá se metía en la cocina, yo nunca me quedaba con ella. Decía que yo también era un estorbo.
Cuando conseguí que la masa estuviera en su punto, la abuela me sustituyó.
—Muy bien, niños —dijo—. Sentaos a la mesa y bebed un vaso de leche, mientras yo la termino.
Ninguno de los dos teníamos sed. Pero no queríamos discutir, así que nos bebimos la leche y permanecimos sentados, observándola mientras la terminaba. Bueno, no una, sino tres tartas.
—¿Abuela, por qué haces tantas tartas? —le pregunté.
—Me gusta hacer siempre más de la cuenta —contestó—. Por si vienen visitas.
«¿Visitas? —pensé—. ¿Ha dicho visitas?»
Me la quedé mirando.
¿Se estaría volviendo loca?
¿Quién iba a ir de visita? ¡Pero si vivía en el fin mundo!
¿Qué estaba pasando en aquella casa?
¿De verdad pensaba la abuela que se iba a presentar alguien allí?
¿Por qué hacía tanta comida?