—¿Por qué no vais los dos a jugar mientras yo lavo los platos? —nos sugirió la abuela después del desayuno—. Cuando termine, me podéis ayudar a hacer una tarta de ruibarbo, ya veréis qué dulce me sale.

—«¿A jugar?» —me repitió Clark ofendido—. ¿Qué se cree, que tenemos dos años?

—Vamos fuera, Clark —le dije, forzándole a salir por la puerta trasera. No es que me gustara la idea de ir a pasear por el pantano, pero cualquier cosa era mejor que quedarse en aquella vieja y truculenta casona.

En el exterior, el sol brillaba con insistencia.

Era difícil respirar. El aire, húmedo y caliente, se pegaba a la piel y pesaba como una toalla mojada.

Trate de aspirar hondo para aliviar la sensación de sofoco.

—¿Qué hacemos? —preguntó Clark de mala gana, respirando con dificultad.

Cuando miré a nuestro alrededor vi un sendero. Empezaba en la parte trasera de la casa y se internaba por el pantano.

—Exploraremos un poco —sugerí.

—Yo no pienso ponerme a andar por el pantano —dijo Clark—. Ni hablar.

—¿De qué tienes miedo? ¿De los monstruos del tebeo? —respondí yo para provocarle, sin poder contener la risa—. ¿De las criaturas del pantano?

—Muy graciosa —murmuró Clark, con el ceño fruncido.

Nos pusimos en marcha. El sol se filtraba a través de las copas de los árboles, proyectando sobre el suelo, a lo largo del sendero, la sombra de las hojas.

—De las serpientes —admitió Clark finalmente—. Lo que me da miedo son las serpientes.

—No te preocupes —le respondí—. Yo vigilo a las serpientes, y tú te encargas de los caimanes.

—¿Caimanes? —preguntó con los ojos como platos.

—Claro —contesté—. Los pantanos están llenos caimanes, que se comen a la gente.

En ese instante, un grito nos interrumpió.

—¡Gretchen, Clark, no vayáis demasiado lejos! ¿De acuerdo?

Me di la vuelta y vi al abuelo a unos metros de distancia.

Pero ¿qué llevaba en la mano?

Una sierra enorme. Los dientes de la cuchilla brillaban a la luz del sol.

El abuelo se dirigió a un cobertizo a medio construir, situado a unos metros del sendero, entre dos grandes cipreses.

—¡No te preocupes! —le respondí—. No iremos lejos.

—¿Queréis ayudarme a terminar el cobertizo? —chilló, agitando la sierra en el aire—. ¡Yo siempre digo que construir cosas fortalece el carácter!

—Mmm, más tarde, quizá —contesté.

—¿Ojalá, has dicho?

Clark se puso las manos junto a la boca, en forma de megáfono y gritó: «¡MÁS TARDE, QUIZÁS!», y siguió caminando por el sendero.

Entonces tropezó con algo oscuro y silencioso que había salido de pronto de entre la hierba enfangada, y se cayó.