—¡Noooo! —grité aterrorizada.
—Gretchen, ¿qué te pasa? —me preguntó Clark, al salir de detrás de la puerta del armario.
Llevaba una camiseta, una gorra de béisbol, zapatillas deportivas, y los pantalones del pijama.
—N-nada —balbuceé, con el corazón acelerado.
—Entonces, ¿por qué gritabas? —preguntó—. ¿Y por qué estás tan rara?
—¿Yo estoy rara? Tú sí que estás raro —le contesté—. ¿Y tus pantalones? —añadí, señalando la parte de abajo de su pijama.
—No lo sé —respondió afligido, con la cabeza gacha—. Quizá mamá los haya puesto en tu maleta por equivocación.
«No permitas que esta casa te asuste —me repetí—. No eres tú, sino Clark, quien tiene demasiada imaginación.»
—Venga —le dije—. Vamos a mi habitación, a buscar tus tejanos.
Cuando bajamos a desayunar, Clark se detuvo a mirar por la ventana del pasillo. La niebla había desaparecido y las plantas, mojadas por el rocío, brillaban a la luz del sol.
—Tiene algo de bonito, ¿no te parece? —murmuré.
—Sí —contestó Clark—. Muy bonito. Es una bonita pesadilla.
La cocina también parecía salida de un mal sueño. Estaba a oscuras, casi tanto como la noche anterior. Pero como la puerta trasera estaba abierta, el sol iluminaba parte del suelo y las paredes.
Desde el otro lado de la puerta, nos llegaban los sonidos del pantano, pero traté de no escucharlos.
La abuela estaba junto a la cocina, con una espátula en una mano y un plato de tortitas de arándano en la otra. Dejó la espátula y las tortitas sobre una mesa y se limpió las manos en el gastado delantal de flores.
Nos dio un abrazo de buenos días a cada uno, dejando a Clark perdido de masa de tortita.
Le señalé las manchas en la camiseta y solté una risita. Entonces me fijé en la que yo llevaba, en mi camiseta rosa nueva, también pringada de masa y arándanos.
Busqué con la mirada algo con lo que limpiármela, pero la cocina estaba hecha un desastre.
De los fogones caían churretes de masa, y había restos de huevo en la mesa y en el suelo.
Cuando miré detenidamente a la abuela, me di cuenta de que ella también iba hecha una calamidad. Tenía la cara manchada de azul y de blanco, las arrugas de las mejillas llenas de harina y arándano, y levadura en la nariz y la barbilla.
—¿Habéis dormido bien? —nos preguntó sonriente, con un brillo alegre en los ojos azules.
Con el dorso de la mano se apartó un mechón gris, manchándose también el pelo.
—Yo perfectamente —respondió el abuelo—. Siempre duermo de maravilla. Este sitio es de lo más tranquilo y silencioso —añadió, justo en el momento en que un animal soltaba un agudo chillido en el pantano.
No pude por menos que sonreír. «Tal vez —pensé—, el abuelo sea afortunado por tener tan poco oído.»
El abuelo salió por la puerta, y Clark y yo, después de sacudirnos las camisetas, nos sentamos a la mesa.
En el centro había otro plato de tortitas de arándano aún más grande que el que la abuela tenía en la mano cuando llegamos. Estaba lleno a rebosar.
—Debe de pensar que comemos como cerdos —me dijo Clark al oído—. Aquí hay suficientes tortitas para cincuenta personas.
—Ya —le respondí de mala gana—. Y lo peor es que tendremos que comérnoslas todas, o se sentirá ofendida.
—¿Tú crees? —pregunto Clark, angustiado.
Ésa es una de las cosas que mas me gustan de mi hermanastro, que se cree casi todo lo que digo.
—Coged las que queráis —dijo la mujer encantada, mientras ponía otros dos platos de tortas sobre la mesa.
»No seáis tímidos.
«¿Por qué habrá hecho tantas? —me pregunté—. Es imposible que nos las comamos todas. Totalmente imposible.»
Me puse unas cuantas en el plato, y la abuela le sirvió diez a Clark, que las aceptó con cara de horror.
Luego se sentó a nuestro lado, pero no tocó su plato. No comió una sola tortita.
«Con todas las que hay, ¡y ella no come ninguna! No lo entiendo —me dije—. De verdad que no lo entiendo.»
—¿Qué lees, cariño? —le preguntó a Clark.
Había visto el tebeo, que llevaba enrollado en el bolsillo de atrás de los tejanos.
—Criaturas del pantano —respondió él, entre bocado y bocado.
—¡Oh, qué interesante! —replicó la abuela—. Me encanta leer, y al abuelo Eddie también. Leemos todos los días. Nos gustan mucho las novelas de misterio. Como dice él, «no hay nada mejor que una buena novela de detectives.»
De pronto, salte de mi silla Lo había olvidado, los regalos que les habíamos traído seguían metidos en la maleta.
Libros de misterio. Papá ya nos había dicho que les encantaban.
—Vuelvo enseguida —dije. Me disculpé, y me fui disparada al piso de arriba.
Empecé a recorrer el largo y tenebroso pasillo en dirección a mi cuarto, pero me detuve al oír unos pasos.
¿Quién podía ser?
Fijé la mirada en el final del oscuro corredor, y solté un grito apagado, al ver que una sombra se movía a lo largo de la pared.
Allí había alguien.
Y se me acercaba.