En un cielo ardiente, turbio de calina, brota una mota de blanco, «¡Eh! ¿Qué será aquello?», tengo mis ojos clavados en aquel punto y veo cómo, en un instante, se convierte en un círculo y, en el mismo centro del círculo, se ve un núcleo que se balancea suavemente como si fuera un péndulo, apunta directamente hacia mi cabeza, sí, no cabe duda, es un paracaídas, pero en el cielo de donde ha surgido no se vislumbra la figura de ningún avión y tampoco se oyen sus motores y, antes siquiera de que pueda extrañarme por ello, el paracaídas, con elegante ademán, sin rozar una rama, sin hacer caer ni una hoja, se posa con suavidad en un rincón del jardín donde hay plantada una tupida y caprichosa combinación de nísperos, abedules blancos, caquis, encinas, mirtos, lilas de Indias y hortensias, «Hello! How are you?», un extranjero delgado, un blanco que recuerda al general Percival, me dirige afablemente la palabra. El paracaídas, blanquísimo, que cubre sus hombros como un manto, se desliza en alud sobre la tierra del jardín, que se muda en nieve de tela inmaculada, ¡en fin!, ya que me ha saludado con un «Hello!», tendré que responder, ¡vamos!, con un «l’m very glad to see you», aunque a mi inesperado invitado —a quien, por cierto, es dudoso que pueda considerarlo invitado— es posible que le parezca poco apropiada la frase; por otra parte, «Who are you?» es inquisitivo, «¿Y tú? ¿Quién eres? ¿Quién eres tú? ¡¿Quién?!», y tras preguntárselo tres veces, si no responde, ¡pam!, lo mato de un disparo, pero, ¿en qué diablos estaré pensando?, ante todo debo saludar, «How… How… How…», siento como si los ciempiés subieran reptando desde mi barriga, además, tengo la boca tan pegajosa que no puedo articular palabra; recuerdo con toda seguridad haberme encontrado una vez, en el pasado, en una situación tan apurada como ésta, pero, ¿cuándo fue?; y mientras rebuscaba en su memoria, Toshio despertó de su sueño, a su lado yacía Kyōko, su esposa, enroscada sobre sí misma como una gamba; empujado por su trasero, Toshio estaba de cara a la pared, aplastado contra ésta, en una postura ciertamente incómoda y, al rechazar a su esposa despiadadamente, ¡plaff!, un objeto cayó de la cama.
Era el manual de conversación inglesa que Kyōko deletreaba entre murmullos antes de quedarse dormida y Toshio adivinó enseguida la naturaleza del objeto que acababa de caer, comprendiendo también en el mismo instante la causa de aquel extraño sueño.
Aquel día, al anochecer, un anciano matrimonio americano, al que Toshio no conocía en absoluto, iba a llegar a su casa. Un mes atrás, Kyōko le había dicho excitada, blandiendo un sobre de correo aéreo bordeado con rayas rojas, blancas y azules:
«¡Toshio! ¡Los Higgins dicen que vienen al Japón! ¿Y si los alojáramos en casa?», el matrimonio Higgins y Kyōko se habían conocido en Hawái la primavera anterior.
Toshio dirigía una productora de publicidad para televisión y, aunque era una empresa pequeña, entre reuniones con patrocinadores y seguimientos de rodaje, llevaba una vida sin horarios: aquel viaje quería ser una especie de compensación, más que nada porque a través de un conocido de una compañía aérea había podido conseguir un descuento en el precio de los billetes; con todo, el viaje excedía a sus posibilidades económicas y sentía una cierta culpabilidad, por lo cual —¡bendita sea la contabilidad grosso modo, poco detallada, de los pequeños negocios!— decidió cargar los gastos a expensas de su empresa y envió a Kyōko y Keiichi, su único hijo, de tres años, a Hawái; le preocupaba que Kyōko, que sólo había estudiado conversación inglesa dos años en la escuela universitaria, viajara sola con un niño, aunque ella, por el contrario, se divirtió de lo lindo —¿una actitud muy femenina?— e hizo gran cantidad de amistades, y entre ellas, los Higgins. Por lo visto, él estaba retirado de algún Departamento de Estado y vivían de su pensión; sus tres hijas estaban ya casadas y, no sabía qué puesto habría ocupado él, pero ahora gozaba de una buena posición que les permitía recorrer el mundo a los dos juntos.
«¡Los americanos son tan fríos! Dicen que padres e hijos, cuando éstos se casan, pasan a ser como extraños», dijo Kyōko olvidando el trato hacia sus propios padres, «Yo me dije, no perderás nada siendo amable, y me ocupé de ellos. ¡Y, fíjate, se emocionaron tanto que dijeron que me habían cogido más cariño que a sus propias hijas!», y, ¡magnífico!, la invitaron a comer en hoteles de lujo, dispusieron que los acompañara en su recorrido por las islas en una avioneta que habían fletado, cosas que ella no hubiera podido permitirse con su presupuesto de viaje de quinientos dólares e, incluso después de su regreso a Japón, enviaron chocolate por el cumpleaños de Keiichi, en julio; Kyōko les envió como agradecimiento una estera de flores de artesanía; el correo aéreo cruzaba el océano Pacífico una vez por semana y, finalmente, trajo la noticia de su visita a Japón.
«Son muy buenas personas. Un día u otro tú también tendrás que ir a Estados Unidos y te sentirás más seguro si conoces a alguien allí. Y además, dicen que Keiichi debería estudiar en una universidad americana», ¿hasta qué punto era simple interés? Suponiendo que Keiichi, que tenía tres años, ingresara en una universidad americana, eso sucedería quince años más tarde y Toshio se sintió tentado de burlarse de ella preguntándole cómo suponía que podía prolongarse hasta entonces la vida de un pensionista americano, claro que las frases calculadoras de Kyōko no debían ser más que un pretexto para justificar los gastos que iba a conllevar la visita del matrimonio. ¡Era un honor tener como invitados a los americanos, la extasiaba tanta solemnidad! «Hace tiempo que me dicen que les encantaría conocer mi hogar y a mi marido», antes de que Toshio dijera una sola palabra, ya estaba convencida de que él estaba de acuerdo. «¡Keichan, el abuelito y la abuelita Higgins dicen que vienen a Japón!, te acuerdas de ellos, ¿verdad? Cuando el abuelito te decía hello, tú le contestabas bahahaai, agitando la mano», y se echó a reír alegremente.
¿Hello, bahahaai? ¿Una nueva modalidad en las relaciones amistosas americano-niponas? Veinticinco años atrás, la palabra era kyū-kyū.
«América es un país de caballeros», nos dijo el profesor de inglés en la primera clase después de la derrota. «Lady First!: allí respetan a las damas y dan gran importancia a los buenos modales. El lady first, de momento, no nos atañe, pero en cuanto a la cortesía, me preocupa que podáis cometer alguna incorrección y que los americanos piensen que Japón es un país de salvajes». El profesor enseñaba, a regañadientes, una lengua que hasta entonces había sido la del enemigo y, tal vez para sofocar la comezón que sentía, quisquilloso como una rata, no desaprovechaba la oportunidad de reñir a sus alumnos; aquel tipejo era un cobarde: durante los ataques aéreos, en el refugio, recitaba temblando de terror el sutra Hannyakyō[31], aunque ahora parecía decidido a olvidar los viejos tiempos, THANK YOU, EXCUSE ME, lo escribió en la pizarra con unas letras grandes y, después, con una expresión despectiva en el rostro, barrió el aula de una mirada: «¡Ya! ¡Por mucho que miréis lo que pone, seréis incapaces de pronunciarlo bien, claro!», y cuando añadió la pronunciación en caracteres japoneses: sankyū, ekusukyūzumi, «¡Fijaos bien! El acento recae en ¡kyū!», trazó encima una línea con tanta fuerza que la tiza rechinó y, partiéndose ante aquel exceso de entusiasmo, salió volando en pedazos.
«¡Vaya! ¡Otra vez con las mismas!», nos sonreímos con sarcasmo recordando al profesor de literatura clásica china quien, hasta dos meses atrás, solía aleccionarnos en clase, descuidando la asignatura: «Cuando llegue la hora del combate final en territorio japonés, los dioses nos salvarán de la invasión», y cuando rezumando odio escribía: «Anglosajones: diablos y bestias»[32], ¡chirriii!, entre los chirridos estridentes de la pizarra, la tiza acababa partiéndose indefectiblemente.
Concluía con: «En último extremo, sólo con decir un kyū acompañado de una sonrisa, los americanos ya os entenderán, ¿comprendido?», y después de una hora de kyū-kyū, cuando íbamos a terraplenar los refugios antiaéreos que circundaban el recinto de la escuela, si uno de nosotros decía: «¡Ay! ¡Me habéis dado con una piedra!», «¡kyū!»; y cuando alguien pedía: «Ayudadme a llevar esta viga tan gruesa», «¡kyū!», que se convirtió en un santiamén en la palabra de moda.
¡Era lógico que no supiésemos inglés! En el tercer año de bachillerato sólo éramos capaces de deletrear BLACK y LOVE, la única palabra que sonaba realmente a inglés era umbrella, y ni siquiera discerníamos entre los pronombres personales I-my-me; el año dieciocho de Shōwa[33] ingresé en el instituto de bachillerato y, tras haber dedicado todo un trimestre a estudiar el alfabeto romano, la primera vez que logré descifrar la escritura horizontal fue un día, al regresar de la escuela, al leer la frase Hokkaidō kono kosha[34] impresa en un bote de mantequilla; apenas hubimos aprendido: Disu izu a pen[35] las clases de inglés fueron substituidas por la instrucción militar; con todo, el profesor de inglés iba a clase, aunque sólo los días de lluvia, pero «Lo único que hacen en las universidades americanas es organizar bailes los fines de semana y divertirse. Por el contrario, los universitarios japoneses…». Era un canto de homenaje a los estudiantes movilizados. «Y vosotros, basta con que sepáis Yes y No. En la toma de Singapur, el general Yamashita le dijo al general enemigo Percival…», en este punto, ¡boum!, golpeaba la mesa, «¿Yes o no? ¡Este es el espíritu, el vigor que os hace falta!», afirmaba con un rostro de mejillas crispadas por los tics nerviosos y ojos desorbitados. Exámenes, los había, pero en los ejercicios de traducción del japonés al inglés aprobabas aunque tradujeras «la casa de ella» por She is a house.
El prototipo de hombre blanco era Percival, con la Union Jack entrelazada al hombro con una bandera blanca y unas piernecillas flacas asomando por debajo de los pantalones cortos. «Los blancos son de estatura alta, pero tienen la cintura débil, y esto, en definitiva, es porque se sientan en sillas, no como nosotros, los japoneses, que vivimos sobre el tatami. Sentarse correctamente en el suelo fortalece la cintura», nos gritaba el profesor de judo bajo una máxima enmarcada que rezaba: «No busques la verdad en el exterior, sino en tu corazón», «Por lo tanto, cuando estéis frente a un blanco, lo agarráis por la cintura y, si le hacéis un koshinage, un uchimata o un ōsotogari,[36] lo derribaréis de un solo golpe, ¿comprendido? ¡En pie!», y luego, en los ejercicios, el contrincante imaginario era Percival, aquel pobre diablo cabizbajo y de aspecto poco temible; y ¡zas!, lo derribábamos al suelo y lo inmovilizábamos apretándole la garganta, «¿Yes o no?», «¿Yes o no?».
En el segundo año de bachillerato, servicio de trabajo obligatorio en el campo; después de la toma de Saipan, evacuación de viviendas: tatami, puertas correderas interiores, puertas correderas exteriores, todos los materiales de construcción que podían desmontarse, los transportábamos en carretones hasta una Escuela Popular cercana y, en cuanto las viviendas quedaban vacías, los bomberos ataban cuerdas en torno a las vigas maestras y derruían los edificios tirando de éstas; los únicos vestigios que dejaban los antiguos moradores tras su marcha precipitada: una bañera todavía llena de agua, unos pañales muy usados tendidos bajo el alero del cuarto de baño, un rollo colgante de pintura que representaba a Hoteisan[37], un tridente como el de Katō Kzyomasa,[38] una hucha vacía…, objetos que escondíamos en el seto diciendo: «¡Es el botín!», antes de llevárnoslos a casa; una vez encontramos un libro, un grueso tomo escrito sólo en inglés: «¿Creéis que era un espía?», «Podrían ser las claves, ¿eh?», discutíamos, mientras lo hojeábamos con los ojos muy abiertos, a la búsqueda de una palabra conocida como si se tratara de un tesoro; por fin, el jefe del grupo encontró SILK HAT; «Quiere decir sombrero de seda», nos dijo, y en un instante desapareció todo, el suelo de madera desnudo, el viejo calendario, la huella que un talismán había dejado en un pilar, y apareció la escena de una fiesta nocturna en la que los invitados llevaban sombreros de seda; uno de nosotros dijo con aire pensativo: «¡Vaya! ¿Así que SILK HAT significa sombrero de seda?», y aún ahora, cuando oigo SILK HAT, vuelvo a ver, como en un acto reflejo, la imagen de aquel sombrero de seda.
La primera carta de los Higgins lucía sobre la mesa del comedor con una ostentación que delataba el júbilo de Kyōko, y en cuanto Toshio vio el borde llamativo del sobre de correo aéreo sintió una extraña inquietud, más turbado por el hecho de haber recibido carta de unos americanos que por la vergüenza que sentiría cuando Kyōko le pidiera ayuda y tuviese que mover la cabeza en señal negativa, ya que era una nulidad en inglés; pero Kyōko, que se encontraba de un humor excelente, había podido leer la carta, a saber cómo, y le explicó su contenido; «Ahora tendré que contestar… ¿No habrá nadie en la empresa que pueda traducírmela al inglés?», «Pues, quizá haya alguien», «Por favor, ya la he terminado», y cuando Toshio la cogió y la leyó, vio que daba ya por cierta una futura estancia en Estados Unidos y que estaba escrita con unas bonitas frases de colegiala, lo que le recordó que en la empresa había dos o tres jóvenes empleados que se aplicaban al estudio de la lengua inglesa, y decidió pedírselo, pero al releerla, le molestó la frase: «Mi marido les agradece de todo corazón su gentileza», la rasgó y la tiró; sin embargo, llegó una segunda carta, como si persiguiera a la anterior, y en ésta ponía: «Unos japoneses que viven cerca nos las traducirán. Así que no se preocupe y escríbanos divertidas cartas en su idioma». Kyōko se emocionó ante su amabilidad y les escribió extensamente en un preciado papel de cartas, recuerdo de un viaje a Kyoto, que ella guardaba como un tesoro; Toshio no preguntó sobre su contenido, pero al parecer les había dado una detallada, y ostentosa, información: «El señor Higgins dice que, incluso en Estados Unidos, el trabajo de productor para televisión es la profesión del futuro, y que te cuides mucho, porque estando tan ocupado… ¡Eh! ¿Me estás escuchando? ¡Que te lo dice a ti!…»; sí, claro, hay productoras de películas para televisión capaces de adquirir compañías cinematográficas de Hollywood y otras que, a lo sumo, hacen espots de cinco o quince segundos —el oficio de Toshio: ventas a gran escala y pequeñas ganancias— desde luego, ambas aparecen juntas en la misma columna del listín de teléfonos, pero… a Toshio no le apetecía extenderse en comentarios sobre las diferencias y, al ver su aire ausente, Kyōko se irritó: «Tú también deberías ir a América. ¡Es así como se adquiere prestigio!», «Ya ha pasado el momento. Ahora que todo el mundo viaja al extranjero, si yo no voy ni una sola vez, tendré el valor de la diferencia, al menos no estaré condicionado por la visión del turista, por esos conocimientos de estar por casa», «¡Esto no son más que excusas de mal perdedor! Y lo que es el idioma, no se trata más que de ir y, una vez allí, uno ya se espabila». Kyōko, una vez decidida a viajar a Hawái, compró unos discos de conversación inglesa y practicó las posibles preguntas y respuestas que le serían útiles en la aduana o durante sus compras; al final, empezó a pasarle la lección a Keiichi: «Por lo visto, no se dice papa y mama, sino daddy y mummy. Dicen que mama significa mujer de baja estofa». Toshio, que había aceptado que lo llamaran papa, ya que en aquellos tiempos otōchan[39] le parecía un poco ridículo, no pudo soportar el daddy y, tras discutir con Kyōko, ordenó en un tono infrecuentemente categórico en él: «¡En Hawái decid lo que os dé la gana, pero ahora estamos en Japón y quiero que me llaméis papa!».
Hasta que perdimos la guerra, aunque no nos enseñaban gran cosa, aprendíamos el inglés escrito; después de la derrota, sólo clases de conversación, y el lema era «Come, come, everybody!». Durante el cuarto año de bachillerato, se fundó un club de E.S.S.[40], frecuentado por la élite de la escuela; un día, mientras tomaba el sol delante del antiguo dōjō[41] de judo, ahora convertido en club de lucha libre, me abordaron con un: «Wattsumaraizuyū?», ¿cómo?, ¿tsumara?, tsumara debe ser mañana, ¿me estará preguntando qué haré mañana?; uno de ellos, alumno del curso superior, lanzó una risa burlona: «Si dices What’s matter with you?, no te entenderán en absoluto. Uno debe pronunciar bien: Wattsumaraizuyū?», y tras añadir: «Havaguttaimu» se marchó con sus compañeros, riéndose a carcajadas.
Al finalizar el cuarto curso de bachillerato, abandoné mis estudios: mi padre, muerto en la guerra; mi madre, enferma; mi hermana pequeña, alumna de segundo curso de bachillerato en una escuela femenina, ella se ocupaba de las tareas domésticas, mientras que yo tenía que trabajar para mantenernos a los tres: primero en una fábrica de calcetines, después en una de pilas, y finalmente en el diario Keihan Nichinichi, donde mi labor consistía en encontrar clientes que quisieran anunciarse en el periódico; un día que había faltado al trabajo, mientras vagaba sin rumbo por el parque Nakanoshima: «¿Eres estudiante, verdad? Si lo eres, me gustaría pedirte algo».
Yo vestía el uniforme de prácticas de aviación de la Escuela de la Marina: chaqueta de cadete con siete botones —aunque los dos últimos, aplastados— y pantalones de equitación, y pensando sin duda que mi atuendo, muy formal en aquella época, era el propio de una persona en quien se podía confiar, una mujer me abordó: «Me gustaría salir con unos soldados americanos… si tú me pudieras hacer de intermediario», efectivamente, en la dirección en que miraba la mujer, se veía un soldado, desocupado a todas luces, absorto en la contemplación de las barcas que surcaban el río, «Si mañana me esperas aquí, te haré un regalo»; yo sabía que «How are you?» era un saludo, pero jamás había intentado dirigirle la palabra a ningún blanco y, mientras vacilaba, el soldado, que debía haber adivinado el juego, se acercó y me tendió una mano gruesa, diciendo: «Squeeze!», «¿Eh? ¿Qué?», en el primer instante no comprendí aquel squeeze, pero luego recordé que el profesor de inglés, que también nos entrenaba en béisbol, solía explicar a los atónitos miembros de su equipo: «La palabra squeeze significa 'exprimir, estrujar’. Y de aquí en adelante, recordad que si se squeeze la nieve, se hace un snow-ball»; así pues, mientras le apretaba tímidamente la mano, él me miró con aire de estar pensando: «¿Esa es toda tu fuerza?», y con la misma facilidad que si estrujara un trozo de papel me devolvió un squeeze que me dolió tanto que casi di un salto. Tal vez pretendiera hacer un alarde de fuerza ante la mujer…, al ver mis muecas de dolor, ella se echó a reír y el soldado, sin desaprovechar la oportunidad, empezó a hablarle, mientras la mujer me lanzaba miradas de desesperación; yo comprendía, intermitentemente, alguna palabra como name o friend, pero era incapaz de entender lo que estaba diciendo. En cuarto de bachillerato, al fin, habíamos empezado a estudiar inglés en serio, pero el número de profesores era escaso y como suplente teníamos a un anciano, «En Japón, el sonido de la campana del tren hace chin-chin, y en inglés se dice ding-dong, y el nyao del gato es miaow, y el gallo canta cock-a-doodle-doo, y no kokekokkō»; sólo nos enseñaba onomatopeyas, que los alumnos más concienzudos apuntaban en fichas de vocabulario: chin-chin en el anverso y ding-dong en el reverso; o un inglés que nos merecía muy poco crédito, pese a no comprenderlo en absoluto, como podía ser el «he cannot be cornered»[42] por el que nos traducía «es un ladino». Tras haber aprendido inglés con este género de personajes, las palabras del soldado me sonaban igual que las de un chino balbuceando en sueños.
Algo tenía que decir y, al fin, solté un inesperado «Double! Double!», a todo pulmón y con voz gutural, mientras señalaba con el dedo, alternativamente, a la mujer y al soldado; «O.K., O.K.», el soldado, con aire satisfecho, abrazó a la mujer por los hombros y me ordenó: «Taxi!»; lo cierto era que circulaban algunos taxis con un extraño bulto en su parte trasera que recordaba una mochila, pero yo no sabía cómo pararlos y, al ver mi aire aturdido, el soldado arrancó una hoja de su agenda y escribió con un bolígrafo unas enormes letras mayúsculas: TAXI, y empezó a agitar el trozo de papel ante mi cara profiriendo un extraño gruñido nasal para urgirme; luego, tal vez dándose cuenta de que no conseguiría nada, apremió a la mujer y echaron a andar. Contemplé aquel TAXI, escrito en auténtico inglés y, no sé por qué, me lo guardé cuidadosamente en el bolsillo de mi chaqueta como si se tratara del autógrafo de una estrella de cine e imité en voz baja la pronunciación del soldado. Volví al lugar al día siguiente, sin grandes esperanzas, pero la mujer ya se encontraba allí abrazando con orgullo una lata de café MJB de media libra y otra de cacao Hershey. «¿Conoces algún sitio donde puedan comprármelo?»; le expliqué que las cafeterías de Nakanoshima eran los lugares favoritos de las amepan[43] y que allí había unos chinos que compraban el café, el chocolate, el queso y el tabaco que los americanos daban a las chicas en vez de dinero; «¿Te encargarás tú de ir? Te daré comisión», me suplicó tanto que accedí y, cuando entré en aquel café donde servían agar-agar, pasteles de crema y bollos rellenos de pasta de soja dulce a diez yenes y café a cinco, no vi a ningún chino, pero sí había una mujer gorda que debía participar en el negocio: «Me los quedo», dijo en cuanto vio los artículos que llevaba y, sacando un fajo de billetes de una gran cartera negra parecida a la de un cobrador de autobús, me dio, sin ceremonia alguna, cuatrocientos yenes en total, «¿No tienes cigarrillos? Te pagaré mil doscientos yenes por cartón»; en el local había otra mujer, a todas luces panpan, que cantaba «Only five minutes more, give me five minutes more», con una voz de una pureza inesperada.
A propósito de canciones, también yo sabía algunas en inglés. Era como si asambleas, huelgas, conjuntos musicales y béisbol hubieran sido toda nuestra educación escolar; elegíamos al más charlatán de la clase como representante en las asambleas y allí se debatía: «Sí o no al uniforme escolar»; podías estar a favor o en contra, pero los alumnos que podían permitirse el lujo de llevarlo no llegaban a la mitad y sólo algunas niñas vestían obedientemente el traje marinero; un día, ¿quizá a finales del primer año después de la derrota?, yo estaba bordeando el foso del calcinado castillo de Osaka cuando, de improviso, aparecieron ante mis ojos cinco o seis alumnas de la Escuela Ōtemae haciendo ondear los pliegues de sus faldas como si danzaran, y yo me quedé contemplándolas atónito; mi hermana menor llevaba aún pantalones bombachos, porque en nuestra escuela era normal que, incluidas las niñas, los alumnos que acababan de pasar de la educación primaria a la secundaria vistieran la misma ropa que llevaban en tiempos de guerra; la idea de formar un conjunto musical surgió del grupo de estudiantes de familia acomodada —aquéllos que sí podían vestir uniforme— y, aunque carecían de partituras, lograron reunir todos los instrumentos necesarios y en los conciertos tocaban: «You are my sunshine», «Una luz brilla en el valle», «Jardines de Italia», «Luna de Colorado», y también la canción con la que obtuvieron el éxito más sonado: «La cumparsita», un tango que un alumno de quinto, hijo de un terrateniente que vivía cerca de mi casa y de quien se rumoreaba que había estado con una prostituta del barrio Hashimoto, nos presentó diciendo: «¡Compuesto por Rodríguez!», y nosotros nos sentimos muy impresionados por la majestuosa resonancia de aquel Rodríguez, además, según anunciaba la prensa, el mismo príncipe heredero cantaba por aquel entonces «Twinkle, twinkle, little star».
En Nakanoshima había un fotógrafo que era muy bueno en conversación inglesa —estudiaba en la Escuela de Lenguas Extranjeras— y yo tomaba lecciones con él en mis ratos libres a cambio de cigarrillos hechos con tabaco de colillas; la razón es que me había convertido en alcahuete entre las mujeres y los soldados —si es que puede llamarse así a quien hace este servicio sólo a una o dos personas al día—; ellas, mujeres de tez macilenta y hombros escuálidos, acudían al parque dispuestas a prostituirse con los soldados, porque habían oído decir que allí podrían conocer a caballeros americanos que les darían chocolate; ellos, soldados jóvenes, sin saber que Nakanoshima era zona de caza de mujeres, estaban allí de pie con aire melancólico contemplando el río Dōjima —en aquella época, la corriente era más rápida y las aguas más transparentes, ¿o añoraban quizá su pueblo?—; yo los presentaba y después, como ellas no eran profesionales y no sabían dónde cambiar el exitoso fruto de sus ganancias, yo vendía los artículos a los chinos, cobrando una comisión de cien yenes, un negocio mucho más rentable que mi antiguo trabajo en publicidad, incluyendo la venta de revistas y cepos de periódicos que hacía en mis ratos libres, de modo que me esforcé en halagar a los soldados: «I hope you have a good time!»; o les decía también, sonriendo con aires de entendido: «What kind of position do you like?», frases que no comprendía con exactitud, pero que les hacían reír, y es que, tal como dice Kyōko, ¡en lo tocante al idioma, uno se espabila pronto! Un antiguo compañero de clase a quien Toshio encontró por casualidad se sorprendió tanto de verlo departir en inglés con los soldados que ni siquiera se fijó en su miserable indumentaria; «¿Sabéis que trabaja de intérprete? ¡Habla muy bien el inglés!», por lo visto, difundió la noticia por toda la escuela y muchos acudían al parque a ver cómo trabajaba.
En cuanto Kyōko supo que los Higgins irían a Japón, reemprendió sus estudios de inglés y empezó también a aleccionar a Keiichi: «Good morning! Cuando te levantes por la mañana debes decir good morning!, ¡vamos, repítelo! ¡Eh, papá!, ¿por qué no estudias tú también un poco de inglés? Cuando los Higgins estén aquí, tendremos que llevarlos a kabuki, a la torre de Tokyo… En Hawái fueron muy amables con nosotros», «Yo no podré, estoy muy ocupado», «¡Vamos, que por dos o tres días ya te apañarás! En Estados Unidos el matrimonio es una unidad, ¿sabes? En Hawái no paraban de preguntarme: '¿Y a tu marido, le pasa algo?', y yo les mentía diciendo que vendrías más adelante»; ¡cómo!, ¡pero qué está diciendo!, ¡si es gracias a mi trabajo que ella puede ir de vacaciones!, me enfadé, pero lo cierto es que los americanos iban a venir y que debería enseñarles Tokyo: «Señores, a su derecha pueden ver el rascacielos más alto de Japón», «Look at the right building, that is the highest…», me sentí moralmente hundido, ¿por qué he de volver a hacer lo que los chulos de Nakanoshima?, ¡no quiero!, ¡pero cómo pueden parlotear con los americanos tan a la ligera!, ¿es que no tienen escrúpulos, o qué? Yo mismo los he visto, de paseo por Ginza, jóvenes charlando amigablemente con americanos, ¡e incluso a algunos con la desvergüenza de ir abrazados, como lo más normal, con su chica americana! En aquella época, nosotros también hablábamos con los soldados. Una vez, en un tren atestado, un universitario les preguntó, nervioso, a dos soldados americanos que viajaban a su lado: «What do you think of Japan?», uno se encogió de hombros y el otro, clavándole la mirada, repuso: «Half good, half bad», y el universitario asintió gravemente con los mismos movimientos de cabeza que si le hubieran revelado un axioma filosófico antes de aceptar el chicle que el soldado que se había encogido de hombros le tendía; enrolló el chicle con los dedos como si fuera un cigarrillo y se lo embutió en la boca, mientras los demás pasajeros lo mirábamos con codicia. ¿Por qué daban los soldados chicles y cigarrillos al primero que veían?, ¿por miedo a un país que había sido hasta poco antes tierra enemiga?, ¿por compasión del hambre que pasábamos? El chicle no alimenta. En verano del año veintiuno de Shōwa[44] vivíamos en Ōmiyachō, en las afueras de Osaka y, posiblemente debido a que en la vecindad había muchas granjas, siempre había retrasos e interrupciones en el suministro del racionamiento; mi hermana solía ir varias veces al día al almacén de arroz a mirar la pizarra y volvía decepcionada porque el aviso jamás salía. Un día de hambre atroz, después de registrar uno a uno todos los rincones de la casa, no hallamos más que sal gema y levadura y, tras pensárnoslo mucho, las disolvimos en agua y nos bebimos aquel brebaje que, pese al hambre, nos pareció vomitivo. Y justo entonces, «¡Ha llegado el racionamiento! ¡Dicen que para siete días!», la mujer del barbero llegó a avisarnos corriendo, con sus grandes pechos, como los de una vaca, saliéndosele del escote, «¡Vamos a buscarlo!», cogí el tamiz de pasta de soja y me dispuse a salir, «¡No, aquí no caben las raciones de siete días! Mejor que lleve un saco», tiré el tamiz que había cogido sin pensar, porque, como solían repartir raciones para sólo dos o tres días y como a una familia de tres personas le correspondía apenas un puñado de arroz, me daba vergüenza que me vieran con un saco grande y, acto seguido, corrí al almacén, donde se apilaban unas cajas de cartón verde del ejército americano ante mujeres que esperaban entre parloteos y risas chabacanas: «Desde que mi marido ha vuelto de Manchuria, no se le levanta», «¡Pues no te quejes! Que al mío, cuando salgo limpia y fresquita del baño, le da por echárseme encima, ¡y con este calor no hay quien lo aguante!»; yo captaba el sentido de la conversación, así que le dije a mi hermana pequeña, que me había seguido: «¡Vete a casa y espérame allí!», y es que mi hermana, como no podíamos comprarle ropa nueva, entre los harapos enseñaba el ombligo y, un día, una mujer que había sido enfermera le dijo con descaro nada más verla: «¡Huy, qué ombliguito tan mono! ¡Ya puedes ir enseñándolo, que ya verás la vergüenza que pasas el día de tu boda, cuando tengas que desnudarte delante de tu marido!».
¿Será queso?, ¿albaricoques?, ya conocíamos aquellas cajas verdes y sabíamos que aquello no era arroz, sino alimentos que llegaban de Estados Unidos como ayuda humanitaria; los albaricoques azucarados no valían gran cosa, pero el queso nos parecía, como es lógico, mucho más nutritivo, estaba muy bueno mezclado con la sopa de pasta de soja; ante la mirada expectante de todos, el dueño de la tienda de arroz rasgó el envoltorio con un cuchillo de cocina y aparecieron unas cajitas envueltas en un vistoso papel verde y rojo; luego, como queriendo frenar a quienes conjeturaban sobre la naturaleza de su contenido, exclamó: «¡En estas cajas hay las raciones para siete días! ¡Esta vez no es arroz, sino chicle!», y sacó una cajita que parecía el estuche de una joya y que correspondía al racionamiento de tres días.
En la caja había cincuenta paquetes, y en cada paquete había cinco chicles, las raciones para siete días de una familia de tres personas; me llevé la caja bajo el brazo reconfortado por la sensación de abundancia que daba su peso. Al verme llegar, mi hermana corrió hacia mí: «¿Qué es? ¿Qué hay dentro?» y, al oír que eran chicles, soltó un grito de alegría, al tiempo que mi madre ponía uno de los paquetes como ofrenda ante el retrato de mi padre muerto en combate, sobre el tosco altar budista de madera blanca que había mandado hacer, a cambio del quimono de los domingos rescatado de la evacuación, a un carpintero vecino, hizo sonar luego una campanilla y así empezó una cena íntima que prometía ser alegre: desenvolvimos los chicles y empezamos a mascarlos en silencio; habíamos calculado que tocaban a unos veinticinco chicles por comida y, como era fastidioso ir mascándolos uno a uno, me los fui embutiendo en la boca uno tras otro persiguiendo aquel sabor dulzón que se desvanecía en un santiamén, y uno más, y otro; la verdad es que si sólo nos hubieran mirado la boca, habría parecido que la teníamos atiborrada de bollos de agar-agar rellenos de pasta dulce de judía roja; «Esto hay que tirarlo, ¿verdad?», dijo mi hermana sosteniendo entre los dedos un chicle masticado de color marrón, «Sí, claro», y sus palabras me hicieron comprender que tendríamos que subsistir siete días con aquellos chicles que no saciaban el hambre. Además, la saliva ni siquiera llenaba el estómago, como sucedía con el té, y poco después, aquella insoportable sensación de hambre volvió con tal crudeza que se me anegaron los ojos en lágrimas de rabia e impotencia. Al fin, los vendí en el mercado negro, a punto ya de desaparecer, y con el dinero que me dieron, compré harina de maíz y pudimos matar el hambre, así que no tengo motivos de queja, pero sí puedo afirmar con rotundidad que los chicles no alimentan.
«Give me shigaretto, chokoreeto sankyū»; si ellos hubieran tenido que mendigar, siquiera una vez, a los soldados, ¿hablarían ahora tan alegremente con los americanos? ¡Ellos, con su cara de mono, ante americanos de tabique nasal alto y frente poderosa! Ahora hay quien dice que el rostro de los japoneses tiene su encanto y que su piel es bonita, pero yo me pregunto, ¿lo dirán en serio? A veces, veo a los marineros sentados frente a una mesa en las cervecerías, o a algunos extranjeros con ropas casi de pordiosero, es verdad, pero su rostro… Me siento irremisiblemente fascinado por sus facciones volumétricas, paradigma del verdadero hombre civilizado, ¿y acaso no es cierto que destacan entre los japoneses que hay a su alrededor? Y lo mismo sucede con su constitución física, brazos fuertes y pecho robusto, ¿no es lógico sentirse avergonzado junto a ellos?
«El señor Higgins dice que es de ascendencia inglesa, lleva barba blanca y parece un actor de teatro»; las explicaciones de Kyōko eran innecesarias después de haber visto las fotografías en color en que aparecía el señor Higgins en traje de baño con la Black Sand Beach o la Diamond Head como telones de fondo; los músculos del pecho mostraban, como era lógico, una cierta atonía, pero el abdomen todavía era firme; a su lado estaba su esposa, en biquini a pesar de su edad. «Tienen la piel muy blanca y enseguida se ponen rojos. Él es peludo, pero la calidad de sus pelos es distinta a la de los japoneses. Son suaves, de color dorado, y brillan, son muy bonitos»; imaginando que tal vez el secreto estaba en la alimentación, a su regreso de Hawái Kyōko hizo comer a Keiichi sólo carne durante una temporada, aunque lógicamente eso no duró mucho, pero ahora volvía a las andadas: «Los americanos comen bistec, ¿sabes? Pero la carne japonesa es muy buena y creo que les gustará», no sé si lo hacía con intención de practicar, pero llenaba el frigorífico de carne de ternera, al estilo americano, y todas las noches nos preparaba un bistec asado, entre exclamaciones propias de un camarero de hotel metomentodo: «¡Poco hecha! ¡Al punto!».
Como lo había visto en Hawái, Kyōko estaba convencida de que lo elegante era poner una cubierta de toalla de color rosa sobre la tapa de la taza del water y le preocupaba que el baño no fuera de estilo occidental, se dedicó activamente al exterminio de cucarachas, decidió ceder su dormitorio a la pareja y compró colchones para su familia, decoró la sala de estar con flores de plástico e, inspirada, al parecer, por una telenovela americana, colgó una fotografía ampliada de Keiichi en Hawái y otra del día de su boda; al principio Toshio protestó, pero luego, pensando que era más cómodo dejarle llevar la batuta, optó por convertirse en simple espectador y observar pasivamente la metamorfosis barata y progresiva de su hogar.
En la época en que trabajaba de parodia de chulo en Nakanoshima, un antiguo compañero de clase, hijo del carnicero de Shinsaibashi, se me acercó un día y me dijo: «Tú que conoces a tantos americanos, ¿por qué no traes uno a casa?», y cuando le pregunté por qué, me explicó que su padre había ganado mucho dinero vendiendo carne, que tenía tanto miedo a los ladrones que había instalado un mecanismo electrónico para abrir y cerrar las puertas de su nueva casa, que le gustaba el jolgorio y, como no sabía en qué gastarse el dinero, daba fiestas, y que tenía ganas de invitar a un americano, «Han venido de tan lejos y nosotros les ocasionamos tantas molestias que a mi padre le gustaría agradecérselo», acepté en cuanto me prometió un kan[45] de carne y me dispuse a acompañar a un tal Kenneth, un tejano de unos veinte años a quien, con grandes esfuerzos, había logrado explicarle la situación, a una imponente villa situada en Kōrien. Hicieron sentar a Kenneth sobre una piel de tigre, ante el tokonoma,[46] y nos sirvieron una lujosa comida al estilo japonés —dos zen[47] que parecían preparados por una casa de comidas por encargo—; sentado en el suelo, Kenneth no sabía qué hacer con sus largas piernas y tampoco debió gustarle la sopa de pasta de soja con rodajas de carpa ni el sashimi de dorada, que ni probó siquiera, y se limitó a beber una cerveza cuya etiqueta indicaba «vino de cebada»; poco después, el hijo de la casa bailó, sin destreza ni gracia, una ridícula danza al compás de la canción «Kage ka, yanagi ka, Kantarōsan ka»;[48] yo me moría de vergüenza, pero el carnicero estaba muy satisfecho fumando su larga pipa japonesa y repitiendo una vez tras otra: «Japan paipu, Japan paipu», la única palabra inglesa que debía saber.
¡No puede ser que vuelva a ocurrirme lo mismo!, pero ¿y si los Higgins rechazaran con una mueca los platos de Kyōko, o si Kyōko dijera: «¿Por qué no le cantas una canción al abuelito? Let’s sing», incitando a Keiichi, que últimamente aprendía con facilidad canciones de la tele como Komatchau na[49] y las cantaba imitando los gestos de los cantantes…?, a Toshio, sólo imaginando la escena, se le subía ya la sangre a las mejillas.
«A ver qué te parece», Kyōko rasgó el envoltorio de unos grandes almacenes y sacó una bata de color carmesí, «Es de la talla XL, ¿te la pruebas?», y se la puso a la fuerza. A Toshio, que en Japón era alto, le iba a la medida, «Creo que es un poco más alto que tú», e indicó la diferencia con la mano, «Bueno, tendrá que conformarse. A la señora Higgins le dejaré uno de mis yukata.[50]».
«La estatura media de los americanos es de un metro y ochenta centímetros, la de los japoneses, un metro sesenta: la diferencia es de veinte centímetros. Es un hecho fundamental y afirmo que la causa de nuestra derrota reside en que la fuerza física individual de los ciudadanos determina la potencia de un Estado», dijo el profesor de Ciencias Sociales, la asignatura que había sustituido a Historia. La especialidad de aquel profesor era contar historias que podían calificarse, bien de disparates, bien de fanfarronadas, y jamás sabíamos hasta dónde llegaba la verdad, claro que podía ser muy bien una forma de ocultar su vergüenza por tener que ilustrarnos sobre ese Japón democrático recién surgido del «Japón, tierra de los Dioses» utilizando un libro de texto en el que eran muchas las líneas que estaban tachadas con tinta negra. Cuando, después de la guerra, Estados Unidos hizo las primeras pruebas nucleares en el atolón de Eniwetok, auguró amenazante: «Si hubiera una larga reacción en cadena, la Tierra estallaría en mil pedazos», también exponía sus conjeturas: «El ejército americano nos hace entregar las cañerías de plomo que hay entre las ruinas porque las envían a Estados Unidos para reutilizarlas como material antirradiactivo, lo que significa que la tercera guerra mundial se avecina y que los Estados Unidos y la Unión Soviética, sin duda, se acabarán enfrentando»; no hacía falta que nos lo explicara: la teoría de la diferencia de estatura como determinante de la potencia nacional ya la habíamos aprendido nosotros en nuestra propia piel.
La tarde del día veinticinco de septiembre del año veinte de Shōwa[51] el cielo estaba completamente despejado; aquel año, durante la sucesión de días que conducen del verano al otoño, lucía siempre un sol ardiente en el cielo, sin una nube que lo empañara…, ¡no, no es verdad!, hubo también un tifón que se anticipó al otoño y las plantas de arroz quedaron convertidas en un amasijo de rastrojos que mostraba el paso del viento y auguraba una mala cosecha. De todas formas, tanto el día quince de agosto[52] como el veinticinco de septiembre, el cielo mostraba lo que podríamos llamar un cielo azul americano y, como decían que aquel día llegaba, al fin, el ejército americano, se suspendieron las clases; en realidad, hacía tiempo que dedicábamos las horas lectivas a limpiar escombros. No sé de dónde sacaría la idea, pero estaba convencido de que llegarían en avión o en barco, y así iba andando tranquilamente hacia el mar desde nuestro refugio subterráneo, que estaba entre las ruinas del barrio de Shinzaike de Kobe, cuando pasó por la carretera nacional, con gran estrépito, una moto con sidecar conducida por un policía de expresión tensa que llevaba un casco sujeto bajo el mentón; cien metros más allá, se veía una larga columna de lo que más tarde identifiqué como jeeps y camiones con capota que avanzaba a paso mucho más solemne que el sidecar; contemplé fascinado, vehículo a vehículo, aquel largo convoy que, si bien se acercaba con extrema lentitud, pasaba corriendo a toda velocidad ante mis ojos.
Seis años atrás, aunque era de noche, había despedido en la misma carretera nacional una columna de camiones parecida que transportaba a unos soldados japoneses que se habían alojado en casas particulares durante unos veinte días, a la espera de embarcar en el puerto de Kobe; los dos soldados que alojamos en casa fueron buenos compañeros de juegos. La partida, repentina, se produjo a las nueve de la noche; mi madre y yo mirábamos desde la acera cómo los soldados montaban en silencio en multitud de camiones; de tanto en tanto, se escuchaba una voz de mando que sonaba como el graznido de un ave extraña y las siluetas de nuestros soldados se diluyeron en la oscuridad; poco después, me pareció oír voces que cantaban: «¡Somos los valientes que juramos volver victoriosos!», pero debió ser una alucinación, porque yo estaba absorto en contener las lágrimas que pugnaban por brotar, y brotar… Los camiones partieron en dirección al oeste, por la carretera nacional, mientras los reflectores apuntaban al cielo, inmóviles, dibujando el contorno de las nubes.
Por esa misma carretera nacional, también de este a oeste, los camiones del ejército americano desfilaban ante mis ojos; al principio, fijaba la mirada sobre cada uno de ellos, como si contara los vagones de un tren de mercancías, pero aquello parecía no tener fin; «¡Oh, los americanos traen cañas de pescar!», gritó un niño de cráneo extrañamente oval, y es que, sin darme cuenta, una multitud de personas, con polainas y casco todavía, se había ido agrupando junto a la carretera. Efectivamente, en la parte posterior de cada uno de los jeeps se balanceaba, al compás de la trepidación del vehículo, una vara flexible parecida a una caña de pescar; «Los chinos hacían la guerra con paraguas, los americanos la hacen con cañas de pescar… ¡desde luego, no es lo mismo!», observó un anciano, aunque yo no le supe ver la diferencia y, la verdad, me extrañó mucho que los americanos se entretuvieran en pescar bera o tenkochi en la playa de Tōmei, tal como hacíamos nosotros, pero un joven, seguramente un soldado desmovilizado, nos aclaró: «¡Eso son antenas, para la radio!», «¡Vaya! ¡De modo que hacen la guerra por radio!», y nos quedamos francamente maravillados. De repente, sin gritos ni órdenes, el convoy se detuvo y los soldados americanos, a quienes había observado hasta entonces como a una pieza más de sus vehículos, con el uniforme del mismo color, se apearon de un salto con el fusil en ristre, pero nada más pisar la carretera se apoyaron con displicencia en los camiones y empezaron a observarnos, rojas las mejillas como las de un demonio. «¡Oh! ¡Es una mentira! ¡No son hombres blancos! ¡Son diablos rojos!», dijo, como si me leyera el pensamiento, un niño de mi edad azorado por el pánico; entre la multitud que se encontraba a unos doscientos metros más al este, se levantó de pronto un rumor estridente, imposible de catalogar: no eran gritos de alegría ni de horror; al mirar hacia allí, vi a dos soldados americanos que sacaban, no una cabeza, sino todo el busto a los demás, sobresaliendo entre quienes los rodeaban, y cuando me dispuse a bajar a la carretera para ver qué estaba sucediendo, tres colosos, que se habían acercado sin que yo los viera llegar y estaban a sólo unos dos metros moviendo rítmicamente las mandíbulas como si mascaran algo, abrieron un paquete de chicles y, ¡zas!, ¡zas!, los fueron arrojando uno tras otro al suelo. Estupefactos, estábamos mirando la actitud desenvuelta de los soldados, cuando éstos nos indicaron con gestos que los recogiéramos; el primero que se adelantó, un pobre hombre con camiseta blanca de crepé, calzoncillos largos, calcetines sujetos con jarretera y zapatos marrones, movido más por miedo a que lo reprendieran que por afán de mendicidad, recogió uno medrosamente, con una expresión que no cabría definir como alegría por aquel regalo, pero luego las palomas se abalanzaron sobre el grano.
Yo, hasta aquel instante, jamás había tenido la intención, pero al ver de cerca a los americanos, recordé las afirmaciones que el profesor de judo hacía en un tono parecido a la recitación dramática de una epopeya histórica, «¡A los blancos, hay que agarrarlos por la cintura y tumbarlos con una koshinage, una uchimata o una ōsotogari!», aunque no abrigaba ningún propósito serio, me pregunté mientras los examinaba: «¿Cómo me lo haría?», y me sentí descorazonado. ¡Bah!, ¡el general Percival debía ser una excepción!; los americanos que estaba observando tenían brazos como troncos, cinturas como morteros, y sus robustos traseros estaban enfundados en unos pantalones de tela brillante que, no sabría decir por qué, daban una impresión totalmente distinta a la de nuestro uniforme civil-patriótico; yo tenía el primer dan de judo del Butokukai[53] y era capaz de derribar, de un solo movimiento de pierna, a un hombretón, pero decidí que no tenía nada que hacer frente a aquellos americanos y contemplé su físico formidable. «¡Oh! Pero si es que es lo más normal del mundo que Japón haya sido derrotado, ¿por qué nos habremos embarcado en una guerra contra estos gigantes? Si intentáramos clavarles la bayoneta de madera del fusil, seguro que se partía». Poco después, cansados ya de arrojar comida a las palomas, los soldados volvieron a sus vehículos y, como dos o tres personas los seguían apesadumbradas, se volvieron de improviso y los apuntaron con un rápido movimiento de fusil; los tipos que los habían seguido se quedaron paralizados de terror hasta que los soldados, rompiendo a reír, levantaron un coro de risas sardónicas entre la multitud.
Al día siguiente, me enviaron a Aduanas en servicio de trabajo y, con el pretexto de una limpieza general, arrojamos por la ventana todos los documentos que había en el edificio y luego los quemamos; los papeles que no convenía que encontrara el ejército de ocupación ya debían haber desaparecido y aquello no era más que otro síntoma del ataque de locura general provocado por el pánico, «¡Caramba! ¡El anverso de las hojas está pautado, pero el dorso está blanquísimo!»; como yo utilizaba las viejas facturas de una papelería como libreta, me dije: «¡Qué bien! Ya que los queman, me los llevo a casa», y me los escondí bajo la camisa, pero, como cabía esperar tratándose de una aduana, pronto descubrieron aquel contrabando de papeles y todos quedaron convertidos en ceniza; sólo tres meses atrás, nos reuníamos delante de aquellas aduanas, cruzábamos entre los apiñados depósitos de Mitsubishi y Mitsui para, ya en la playa de Onohama, construir un parapeto que protegiera el arma más moderna de Japón, los cañones antiaéreos de 125 mm, cuyo disparo, decían, podía atravesar una chapa de acero a quince mil metros de altura y que, según nos explicó el jefe de sección: «Van conectados al radar y pueden hacer tres tipos de disparo: de interceptación, cuando llegan los aviones; vertical, cuando se sitúan justo sobre nuestras cabezas, y de persecución, cuando los aviones se están alejando», gracias a estos cañones, Kobe sería una fortaleza inexpugnable, aunque no hubiera más que seis; también nos dejó mirar con sus prismáticos y, pese a la luz del día, podía distinguirse Júpiter con toda claridad.
El día uno de junio se hizo «fuego de interceptación» contra los B-29 que entraban en Osaka en línea recta a través de la bahía, los cañones de 125 milímetros dispararon con furia, pero no pudieron derribar ni un solo avión; los soldados ni se inmutaron y, cuando les dije con ánimo de halagarlos: «¡Son fabulosos! ¡Al disparar, echan fuego!», me respondieron con apatía: «Pues claro, por algo se llaman armas de fuego».
Tres meses atrás, había estado cooperando para recibir a América a tiro limpio, ahora hacía limpieza general para acogerla; la diferencia estribaba en que, cuando trabajábamos en la construcción de posiciones, nos repartían un pan a cada uno, mientras que después de la derrota, en el servicio de trabajo obligatorio, nos daban siempre dinero: un yen y cincuenta céntimos diarios; durante el tiempo que trabajé en las Aduanas, volví una vez, durante el descanso del mediodía, a la playa de Onohama que estaba a dos pasos: los cañones antiaéreos y aquel radar, parecido a una parrilla de asar pescado, habían desaparecido, en la arena sólo había veinte o treinta caños de cemento y, en el mar, una hilera de pequeños barcos de guerra americanos rastreaban las minas que ellos mismos habían arrojado.
«¿Qué edad tiene el señor Higgins?», a Toshio se le había ocurrido, de repente, preguntárselo a Kyōko, pero ella no lo sabía con certeza, «Pues tendrá unos sesenta y dos, quizá sesenta y tres, ¿por qué?», «¿No te dijo si había estado en la guerra?», «No, por supuesto que no. De vacaciones en Hawái, ¡a quién se le ocurriría hablar de cosas tan desagradables!», y precisó: «Bueno, a ti, tal vez», luego agregó, súbitamente alarmada: «Por lo que más quieras, cuando estén aquí, no hables de la guerra. Imagínate cómo se sentirían si supieran que tu padre murió en batalla»; cuando tenían invitados de la edad de Toshio, después de emborracharse acababan siempre cantando himnos militares o contando historias de la movilización, y Kyōko, ofendida tal vez por sentirse dejada de lado, solía decir con aire crítico: «¡Pareces tonto! ¡Siempre con el mismo cuento!»; su advertencia se debía, probablemente, a este hecho, pero Kyōko no tenía motivos para preocuparse: Toshio no tenía el nivel de inglés suficiente para discutir de la guerra con un americano, «¡Las cosas desagradables, mejor no recordarlas! Todos los años, en cuanto llega el verano, hala, que si recuerdos de la guerra por aquí, que si conmemoraciones del fin de la guerra por allá, siempre las mismas cosas. ¡Lo odio! Y no te creas, que yo también recuerdo cómo mi madre me llevaba sobre sus espaldas al refugio, yo también he comido suiton[54] pero detesto que sigan desenterrando la memoria de la guerra exclamando: "¡Recordad una vez más el quince de agosto!", ¡como si estuvieran orgullosos de sus sufrimientos!»; Kyōko lo argumentaba con tanta vehemencia que a Toshio no le quedaba más remedio que callarse; en la empresa, cuando se le soltaba lengua y empezaba a contarles a los empleados jóvenes historias de bombardeos o del mercado negro, éstos se sonreían irónicamente como si pensaran: «¡Ya vuelve a darle al tema!», y lo asaltaba un miedo repentino a que creyeran que se parecía a Ōkubo Hikozaemon[55] relatando sus hazañas en Tobino Sumonju Yama, o a que sospecharan que exageraba cada vez que abría la boca y, sintiéndose pillado en falta, Toshio ponía fin a su relato precipitadamente con un sentimiento de nostalgia; el quince de agosto haría ya veinte años de todo aquello y podían tomar sus historias como batallitas del abuelo.
El quince de agosto, en nuestro refugio entre las ruinas de Shinzaike, yo era el responsable de mi madre y de mi hermana menor; tratándose de un niño de catorce años, la palabra «responsable» puede sonar extraña, pero en el Japón de aquellos tiempos, un niño de catorce años era en quien más se podía confiar: sacar el agua de lluvia que inundaba el refugio antiaéreo o ir a buscar agua al pozo cuando habían cortado el suministro eran tareas que no hubieran podido hacer sin mi ayuda, ya que mi madre padecía de asma y de una enfermedad nerviosa.
Ahora ya no recuerdo si el aviso que informaba sobre la emisión radiofónica de aquel comunicado trascendental se difundió la víspera o el mismo día quince por la mañana; aunque casi todo el barrio había ardido con anterioridad, lo cierto era que las noticias corrían entre aquella gente apiñada en casitas cubiertas con chapas de zinc junto a una valla rescatada del fuego, otros vivían en el refugio antiaéreo tras apañar sobre él un techo que, en su punto más alto, medía tres shaku: debieron enterarse, pues, por algún vecino y una treintena de personas se agrupó ante el centro de jóvenes que se había salvado de las llamas y discutía: «Quizá proclamen la ley marcial», «A lo mejor, Su Majestad Imperial toma personalmente el mando del ejército»; el día catorce de agosto Osaka había sufrido un gran bombardeo y Kobe había sido ametrallado por escuadrillas procedentes de los portaaviones: nadie podía imaginar que la guerra acabara a la mañana siguiente; «Porfiemos por las generaciones venideras. Arrostremos lo imposible. Afrontemos lo insoportable[56]», aunque escuchamos aquella voz sobrenatural, todos nos quedamos desconcertados, pero después un locutor repitió solemnemente el rescripto imperial y se cortó la emisión; que la guerra había terminado, debió comprenderlo de forma más o menos vaga todo el mundo, pero nadie se atrevió a decirlo en voz alta, por miedo a las posibles represalias, hasta que el presidente de la asociación de vecinos, cuyo cabello ralo y canoso empezaba a despuntar, incipiente, en su cráneo rapado, dijo: «Eso significa que se ha proclamado la paz», y las palabras «proclamarse la paz» me evocaron la reconciliación de Ieyasu y Hideyori[57] en el castillo de Osaka en…, ¿fue en verano o en invierno?, no tenía la más mínima conciencia de derrota, estaba petrificado bajo el sol ardiente y debía estar muy excitado porque ni siquiera me di cuenta de que estaba empapado en sudor; en ese estado volví al refugio: «¡Mamá! ¡Parece que ya se ha acabado la guerra!», «¡Oh! Así, papá, ¿volverá a casa?», dijo primero mi hermana pequeña que se estaba despiojando el pelo con un peine; mi madre permaneció en silencio mientras se daba un masaje con talco en las delgadas rodillas y, sólo instantes después, dijo una única frase: «Habrá que tener cuidado».
«¡Oye! ¡Están arrojando algo, los B-29!», gritó mi hermana; yo estaba dentro, en el calor bochornoso del refugio, e intentaba refrescarme soplándome el pecho, ¿otra vez bombas?, «¡Entra rápido, estúpida!», «¡Que no! ¡Que son paracaídas!», cuando saqué medrosamente la cabeza, anochecía; el monte Rokkō estaba teñido de los colores rojizos del atardecer que contrastaban con el azul profundo del cielo sobre el mar, allí donde se iba fundiendo la formación de tres B-29 que se alejaba; al levantar los ojos, justo sobre mí y extendiéndose hacia el oeste, innumerables paracaídas, magníficamente abiertos y solapados unos con otros, se deslizaban con una ligera inclinación, como con voluntad propia, hacia el oeste.
Sin duda por miedo, mi hermana se me había aferrado y yo la rodeé con mis brazos; nos agachamos como prevención, «¿Qué habrán tirado?», la voz me temblaba: la nueva bomba que habían arrojado sobre Hiroshima decían que era atómica, y también que cayó en paracaídas, claro que, ¡cómo iban a arrojar tantas! Además, antes de posarse sobre las ruinas calcinadas que se divisaban a lo lejos, los paracaídas reducían la velocidad e iban aterrizando ladeados, como si se deslizaran y, como en aquella hora de calma crepuscular no corría ni un soplo de viento sobre la superficie de la tierra, quedaban inmóviles.
Un hombre que cargaba una pala a la espalda como un fusil y una anciana cubierta con capucha pese al calor iban señalando los paracaídas mientras entraban y salían de una barraca hecha con chapas de zinc; en aquel silencio extraño, el primero en echar a correr fue un niño con el torso desnudo que debía estar en primero de bachillerato; a pesar del miedo, también yo tenía curiosidad y decidí acercarme; el más próximo había caído en una antigua pista de tenis convertida en campo de boniatos; en el centro del paracaídas, la tela mostraba una protuberancia y por debajo se adivinaba un bulto, ¿sería una bomba?, sabíamos que aquélla era la carga, pero nadie se atrevía a aproximarse, «¡No se acerquen! ¡Aléjense! ¡Atrás!», vociferaba un policía a través del megáfono, dando vueltas en bicicleta a su alrededor; yo me subí a un árbol que se había salvado de las llamas para investigar; al dirigir la mirada hacia el oeste, vi unos bultos blancos, parecidos a charcos, en las hoyas producidas por las bombas, que se extendían a lo largo de la carretera nacional, «¡Caramba! ¡Los hay a montones!», enseguida comuniqué mi hallazgo; había fardos blancos rodeados por multitud de personas y otros que, cerca del mar, en una zona alejada de la carretera nacional, habían pasado desapercibidos, «¡Ha caído uno cerca de mi casa!», una anciana apareció pidiendo ayuda, «¿Qué es lo que dice que ha caído?», pese a que todos teníamos la vista clavada en los paracaídas, nadie osaba comprobar la naturaleza de su carga, «Parece un tonel de cuatro to. Tengo unos huevos en el refugio. ¿Creéis que puedo ir a buscarlos sin peligro?». Nos aterraban las bombas sin estallar y las bombas de explosión retardada, de modo que nadie quería arriesgarse a ir más allá de contemplar con pánico aquellos fantasmas blancos que danzaban, de vez en cuando, hinchados por un débil soplo de viento.
¡Tac!, ¡tac!, ¡tac!, con aquel taconeo llegaban los soldados a paso ligero. ¡Uff!, pensé que se trataba del cuerpo de zapadores que venía a desactivar las bombas, pero en cuanto dirigí hacia ellos una mirada vi que era una decena de hombres, a pecho descubierto, sin fusil ni bayoneta; se dispersaron en torno a los paracaídas y los agarraron sin vacilar: el corro de espectadores se estrechó en un instante; al retirar la tela blanca aparecieron unos bidones de color caqui; había visto muchos calcinados, pero aquéllos eran nuevos y brillantes y en su superficie había escritas unas pequeñas cifras y letras en inglés; los soldados se agruparon de tres en tres, los tumbaron y los hicieron rodar por el campo de boniatos ignorando los bancales llenos de hojas; al fin, cuando alguien se atrevió a preguntar, «¿Qué hay dentro? ¿No son bombas?», «Los han arrojado para los prisioneros. ¡Son precavidos, estos americanos!».
Había un campo de prisioneros en Wakihama y a menudo los había visto transportando cargas o efectuando otros trabajos, así que, ¿aquello era para los prisioneros?, «A partir de hoy, los prisioneros somos nosotros», dijo otro en tono desenvuelto, sacó un paquete de tabaco, «Es bueno, este regalo de Roosevelt, ¡no!, de Truman», y le dio un cigarrillo a un tipo de protección civil, «Aquí dentro hay de todo»; el bidón había llegado ya al borde de la carretera nacional, lo hicieron rodar a patadas hasta una carreta y lo subieron a empellones; en cuanto ésta hubo desaparecido con estrépito, el corro se dispersó; los bidones del tesoro contenían cualquier cosa, «¡Si es para los prisioneros, nos lo quedamos nosotros!», más que de un sentimiento de hostilidad, se trataba de hambre; eché a correr hacia los bultos blancos que había localizado al otro lado de la carretera nacional, hacia el mar; anochecía y las ruinas calcinadas pronto se sumergirían en la oscuridad: durante el ataque aéreo del cinco de junio, había corrido en busca de refugio entre las tinieblas de una humareda negra como la noche, igual que ahora, pero hasta la misma víspera huía de todo lo que caía del cielo, mientras que en ese instante lo estaba persiguiendo, los paracaídas blancos como objetivo, pero los adultos pululaban ya como hormigas en torno a los bidones, luchaban por abrirlos, fuera como fuese, con martillos y palancas de hierro, y me ahuyentaban a gritos con sólo mirarlos desde lejos; en el camino de regreso al refugio, en la oscuridad, el chillido estridente de la anciana que antes se preocupaba por los huevos, «¡Ha caído en mi terreno y es mío! No os lo daré de ninguna manera, ¡fuera!, ¡largaos!».
El ejército intervino: había suficiente para todos, incluso compartiéndolo con los prisioneros, los presidentes de las asociaciones de vecinos serían los responsables de repartir equitativamente los víveres, así que debíamos declarar cualquier objeto que no fuera comestible y zanjar el asunto cuanto antes porque el ejército americano llegaría de un momento a otro y, si lo descubría, podía ejecutarnos; nos amenazaron con estas palabras y distribuyeron dos bidones por asociación de vecinos, aunque los tipejos que ya habían logrado abrir alguno se quedaron, por supuesto, con lo que habían pillado; el reparto tuvo lugar al día siguiente por la tarde en la plaza, frente al centro de jóvenes: dentro de los bidones había unos paquetes envueltos en un papel verde y no teníamos la menor idea de lo que podían contener, «¿Hay alguien que entienda el inglés?», preguntó el presidente de la asociación de vecinos con una sonrisa irónica, pero los intelectuales espabilados ya habían huido de la ciudad, y los que quedaban, gente que vivía en el barrio desde generaciones, eran hojalateros, carpinteros, sastres, estanqueros, tenderos, el prior de la secta Konkō-kyō[58], los maestros de escuela; yo, como responsable de los entrenamientos de protección civil contra los ataques aéreos, estaba acostumbrado a gallear entre adultos, pero era una nulidad en inglés, «Bueno, los abriremos uno a uno para que no haya injusticias», cada bidón contenía un solo tipo de producto, fuera tabaco o zapatos, pero, por lo visto, las asociaciones de vecinos ya se los habían repartido previamente; abrieron una caja larga y en su interior aparecieron, dispuestos de forma semejante a las fiambreras de los niños, queso, judías en conserva, papel higiénico de color verde, tres cigarrillos, chicles, chocolate, galletas, pastillas de jabón, cerillas, mermelada, confitura y tres tabletas blancas; de estas cajas, tocaban a tres por familia; luego abrieron unas latas cilíndricas atiborradas de queso, o tocino, o jamón, o judías, o bien de azúcar; yo hubiera deseado acapararlo todo, matando incluso si fuera necesario, pero los demás debían pensar lo mismo, porque cuando vaciaron el azúcar en una caja de cartón se levantó un suspiro general, «El lujo es nuestro enemigo», «No tenemos ningún deseo hasta el día de la victoria», cada vez que leía estos eslóganes, pensaba que se referían al azúcar, ¡el azúcar!, aquel lujo del que disfrutaríamos hasta la saciedad en cuanto ganáramos la guerra, pero que nos llegó caído del cielo precisamente el día de la derrota y, además, recibimos muchos otros tesoros, como aquellos dos puñados de hebras negras, finas y rizadas, que no pudimos identificar, aunque no era aquél momento de indagaciones: cualquiera hubiera guardado con celo todo lo que salía de la caja verde, tras comparar la cantidad recibida con la de los demás, aunque hubiera sido arena. Había incluso algodón hidrófilo y, cuando una mujer con gafas propuso que lo repartieran entre las mujeres, el responsable de protección civil se opuso, indignado, con una sola frase: «¡Nada de privilegios!»; el algodón hidrófilo, imaginaba de una forma vaga para qué lo querían las mujeres; después de que ardiera nuestra casa, mi madre fue a la farmacia a pedir consejo: «La regla se me retrasa», una mujer de su misma edad añadió: «Sí, a mí también», discutieron con el farmacéutico sobre un tema que las avergonzaba y, al fin: «Claro que, como no hay algodón, es más cómodo no tenerla»; después de los bombardeos y otros desastres de la guerra, parece que aumentó el número de mujeres a quienes se les retiró la menstruación.
«Los americanos llegarán de un momento a otro y estas raciones especiales se las hemos escamoteado a los prisioneros, así que deben consumirlas, por lo que pudiera suceder, lo antes posible», nos advirtió el presidente de la asociación de vecinos; yo volví al refugio e insistí en ello, ya que alargar al máximo los víveres como prevención a la escasez se había convertido en una costumbre y si aquel día me hubieran dicho que sólo había judías para comer, creo que me habría echado a llorar con los ojos clavados en las raciones recibidas, ¡hacía tanto tiempo que pasábamos privaciones! Por lo tanto, el hecho de que no probara siquiera un poco de azúcar en el camino de regreso era una prueba de la excitación que sentía, impaciente por volver a casa y mostrar las provisiones como si fueran una hazaña personal.
Mi madre siguió mis indicaciones e hizo una ofrenda de galletas y cigarrillos ante la fotografía de mi padre en un rincón del refugio; una vez hube saboreado el racionamiento especial americano, me pregunté qué pensaría mi padre, si su alma estuviera presente en el altar, sobre aquella historia grotesca de ofrecerle unos víveres que habíamos sisado a los diablos anglosajones que le habían dado muerte.
Y esto, ¿qué debe ser?, me dije en cuanto me hube serenado; aquellos hilillos negros debían de cocerse, pero ni oliéndolos ni lamiéndolos podía adivinarse de qué se trataba, «¡Voy a preguntar!», sólo tenía una obsesión: ¡comer!, salí corriendo a consultar a la mujer de la tintorería que vivía allí cerca. También en su casa se preguntaban lo mismo, «De todas formas, seguro que tienen que escaldarse. Se parecen mucho a las algas hijiki[59]») ¡ah, claro!, cierto, yo había comido antes arroz acompañado de hijiki y aburaage[60] y decían que estas algas eran muy apreciadas por los comerciantes de Osaka. Inmediatamente prendí fuego en el hornillo de barro roto, recompuesto con alambre, puse encima una olla que habíamos podido rescatar del fuego y eché las algas en el agua hirviendo: el agua se tiñó en un santiamén de un color marrón-rojizo, «¿Las hijiki siempre hacen eso?», pregunté a mi madre que se acercó arrastrando su pierna enferma, «Está saliendo el amargor. Parece que el de las algas de América es muy fuerte», vertí el agua con cuidado y la cambié, pero aquel tinte marronoso no desaparecía; a la cuarta vez, el color del agua empezó a aclararse, de modo que las sazoné con sal gema y, una vez se hubo formado una pasta espesa, las probé: estaban tan duras que apenas se les podía hincar el diente y tenían muy mal sabor; hablando de alimentos infectos, algo tan desagradable como el Kaihōmen[61] con udon[62] negro era delicioso en comparación, aunque me esforzara en masticarlas, se me adherían al paladar y apenas podía tragarlas, «¿Qué pasa? ¿No están buenas? Quizá las hayas cocido demasiado», mi madre y mi hermana también quisieron probarlas y, al hacerlo, en su cara se dibujó una mueca extraña, «¡Vaya! ¡También en América comen porquerías!», murmuró mi madre; con todo, no quisimos tirarlas y, como pensamos que al estar hervidas no se estropearían, las dejamos en la olla y masticamos un chicle para quitarnos el mal sabor de boca; aquellas hijiki americanas, nadie supo cómo cocinarlas. Tres días después, cuando el presidente de la asociación de vecinos, que se informó a través de unos soldados, nos explicó: «Se llama black tea y son las hojas de un té rojo que toman los americanos», ya no quedaba ni una hoja por ninguna parte.
Los callejones que corrían entre las ruinas calcinadas estaban repletos de envoltorios plateados de chicle, ya que eran chicles lo que contenía el bidón que saquearon en primer lugar; por más que se esforzaran en masticar, su número era interminable; podía ser peligroso cuando llegaran los americanos y, además, tenían ya las mandíbulas exhaustas, así que se los dieron en grandes cantidades a los niños, quienes los masticaban como si fuera canela y los tiraban en cuanto desaparecía el sabor dulzón; al principio, alisaban cuidadosamente el papel plateado, como si hicieran origami[63] y lo guardaban con celo, pero había tantos que pronto perdieron la gracia y los papeles arrugados empezaron a extenderse por toda la superficie de las calles, que parecían cubiertas por la nieve y centelleaban bajo el sol del verano. «Esconder la cabeza y mostrar el trasero»; en cuanto los americanos vieran los papeles, se enterarían de todo, aunque nadie pareció considerar esta posibilidad; las raciones especiales pronto desaparecieron y sólo el azúcar, que comíamos con tiento, quedó hasta el final, sin embargo, aun después de haber vuelto al zōsui o al suiton, los envoltorios plateados de chicle, semejantes a los desechos multicolores que llenan los santuarios shintoístas después de una festividad, eran testimonio del sueño del racionamiento especial americano en aquel monótono paisaje de color pardo.
Para Toshio, América era el hijiki americano, la nieve que cayó en pleno verano sobre las ruinas calcinadas, las nalgas musculosas de los soldados enfundadas en tela de gabardina, aquella mano gruesa que le tendió un americano diciendo «squeeze», los chicles que substituían al arroz como racionamiento para una semana, el «have a good time», Mac Arthur junto al emperador que sólo le llegaba al hombro, el «kyū-kyū» como emblema de la amistad americano-nipona, la lata de media libra de MJB, el DDT con que lo roció un soldado negro en una estación, el bulldozer solitario que desescombraba las ruinas, las «cañas de pescar» de los jeeps, el árbol de Navidad decorado con luces intermitentes del hogar de unos civiles americanos.
A petición de Kyōko, decidió enviar el coche de la empresa a Haneda para recibir a los Higgins, «Toshio, tú también vendrás con nosotros, ¿verdad?», le insistió ella y, ya que negarse a ir argumentando que estaba ocupado le pareció un pretexto muy pobre y temía que, si se empecinaba en no acompañarlos, ella acabara por descubrir sus auténticas razones: «¿Por qué tienes tanto miedo?», fueron juntos al ajetreado aeropuerto, donde una Kyōko orgullosa de su experiencia única de viajar al extranjero andaba con aire experto por la terminal de vuelos internacionales, «¿Te acuerdas, Keichan? Allí cogimos el avión. Y aquí detrás está la aduana», «Yo estaré en el bar», aún faltaba bastante tiempo para la llegada del vuelo, por eso Toshio subió por las escaleras mecánicas hasta la primera planta, «Un whisky solo doble», y se lo bebió de un trago como un alcohólico, «No pienso hablar en inglés por nada del mundo», era la primera decisión que había tomado aquella mañana al despertarse; más que hablar, que tampoco podía, se trataba de que aquella conversación compuesta de los barboteos de la época de Nakanoshima no reviviera de improviso y que, atolondrado, no dejara escapar alguna palabra, «Nada, desde el principio: Irasshai,[64] o bien Konnichiwa.[65] Los Higgins se quedarán atónitos sin saber qué responder, pero ¡ya que vienen a Japón, que hablen japonés! ¡No pienso decirles ni siquiera Good night!», mientras bebía, se le calmó la inquietud que había sentido desde aquella mañana y, a cambio, lo poseyó un espíritu de lo más combativo.
Un joven americano con barba, vestido con pantalones de algodón y sandalias de goma como si hubiera ido a visitar el pueblo vecino, una pareja de estatura formidable, un hombre de mediana edad de aspecto resuelto andando a paso rápido y seguro que parecía haber estado ya allí en muchas ocasiones y, mezclados con aquellos extranjeros, los turistas japoneses y sus consabidos ojos rasgados y su piel poco clara y la sonrisa de oreja a oreja y los nisei[66] de Hawái, de pelo abundante y cara mofletuda: todos aparecieron juntos por la puerta de llegada; «Hi, Higgins-san!», Kyōko soltó un gritito agudo al ver un hombre de barba blanca que le era familiar, vestido con chaqueta azul marino, pantalones grises y corbata de piel, y a una mujer mayor con los labios pintados de un rojo chillón, más menuda de lo que aparentaba en las fotografías; ellos se acercaron asintiendo con la cabeza como diciendo, «Ya, ya», abrazaron a Kyōko y acariciaron la cabeza de Keiichi; aparentemente, Kyōko tenía dificultades con su inglés, ya que sólo atinó a decir: «How are you?», y se quedó pasmada con aire embarazado; tal vez para distraer su incomodidad señaló a Toshio: «My husband», Toshio arqueó el pecho, le tendió la mano al señor Higgins y, lo dijo con voz enronquecida: «Irasshai!», y Higgins, «Konnichiwa. Hajtmemashite»[67]; aunque quizá no mostrara un gran dominio de la lengua, el señor Higgins, al fin y al cabo, lo había saludado en japonés, algo que él ni siquiera había imaginado; Toshio se sorprendió hasta el extremo de atolondrarse y, sintiéndose obligado a decir a cambio algo en inglés, reunió unas palabras sueltas al azar, «Welcome, very good», una frase deslavazada; el señor Higgins sonrió, «Totemo ureshii desu. Nippon korarete»[68], «No…, al contrario…», tartamudeó Toshio; Kyōko, con la señora Higgins, hablaba en inglés a trancas y barrancas acompañando sus palabras con gran profusión de mímica. La señora Higgins se dirigió a Toshio con un «How are you?», y él respondió lo mismo, ¿a dónde había ido a parar su firme resolución?
Tomando el «Lady First» como pretexto, Toshio instaló al matrimonio y a Kyōko en los asientos traseros, y él montó junto al chófer con Keiichi, «¡Qué malo es usted, señor Higgins! Habla japonés y en Hawái no me dijo nada», dijo Kyōko, «No, es que entonces no me atreví, pero cuando decidimos venir a Japón, me esforcé en recordarlo», y añadió que durante la guerra había estado en el departamento de japonés de la Universidad de Michigan, donde aprendió conversación japonesa, y que en el año veintiuno de Shōwa[69] había permanecido seis meses en Japón con el ejército de ocupación. Precisamente, habían corrido rumores de que ciertos americanos deambulaban por las calles simulando no hablar japonés y que, en cuanto detectaban a alguien hablando mal de los Estados Unidos, lo deportaban a trabajos forzados en Okinawa. Al preguntarle sobre su trabajo en Japón, el señor Higgins repuso que era algo relacionado con la prensa; el año veintiuno de Shōwa Japón estaba cubierto de ruinas calcinadas y, mientras corrían por la autopista de regreso del aeropuerto de Haneda, Toshio se sintió tentado de decirle con orgullo: «¿Qué le parece? Japón ha cambiado, ¿verdad?»; lo normal hubiera sido que fuese él quien se sorprendiera en primer lugar, pero era su esposa quien, cada vez que Kyōko le hablaba sobre la iluminación de la torre de Tokyo o sobre los rascacielos que se divisaban a lo lejos, decía: «Wonderful!», mientras que el señor Higgins permanecía en silencio, «Señor Higgins, ¿usted bebe?», «¡Sí!», asintió muy contento y le ofreció un puro a Toshio que se había vuelto hacia él, «Sankyū», dijo en inglés, ya sin reticencias; sin embargo, el puro había que fumarlo tras cortar la punta con unas tijeras, aunque los oficiales americanos la arrancaban de un mordisco y luego la escupían al suelo; no sabía qué hacer con el puro y, cuando miró al señor Higgins, vio que lo estaba lamiendo concienzudamente, como si no existiera nada más, con una lengua enorme, parecía un animal; hizo ademán de buscar las cerillas y Toshio le ofreció precipitadamente su encendedor.
«Esto es Ginza[70]», el coche había dejado la autopista y se dirigía a su casa en Yotsuya; al enfilar Ginza yonchōme, Toshio no pudo ya contenerse y empezó a desempeñar el papel de guía; pensó que se sorprenderían ante la inundación de luces de neón, las cuales, decían, superaban en magnificencia a las de Nueva York y Hollywood, pero, «¡Ah, Ginza! Sí, la conozco. Aquí había un P.X.[71]», el coche pasó veloz por delante, sin darle tiempo a Toshio a señalar el edificio de Wakō[72] que ocupaba ahora aquel emplazamiento, «¿Les gustaría cenar en Ginza?», se le ocurrió de repente; Kyōko asintió complacida, a pesar de que tenía la cena ya lista en casa, los Higgins descendieron alegremente del coche como si lo dejaran todo en manos de Toshio.
¿Sería mejor un restaurante como el K. o el L., con cocineros occidentales, o comer quizá sukiyaki[73] o tempura[74]?, y mientras Toshio dudaba, «¿No hay ningún lugar donde hagan sushi[75]?», «¡Cómo! ¿Les gusta el sushi?», «Sí, en América también comemos sushi: en Kamezushi, Kiyozushi… y muy bueno»; la señora Higgins parecía sorprendida, con razón, ante las riadas de gente e interrogaba continuamente a su marido: «Mi señora pregunta si hay alguna festividad», le dijo él, riendo, a Toshio, quien deseó seguir la conversación contestando algo ingenioso, pero en inglés no podía hablar con libertad, «Arways rashu, ¿no?», le explicó en panglish[76] ¿lo habría entendido?, ella asintió y le habló con locuacidad mientras Toshio asentía, sin entender nada, limitándose a dibujar un japanese smile[77] en sus labios.
El matrimonio sostenía los palillos por el extremo superior y comía el sushi manejándolos con destreza, «En Estados Unidos también se llaman toro, kohada, kappamaki[78]» tomaban incluso té verde y estaban tan relajados que parecían llevar muchos años en Japón, «El señor Higgins y yo iremos a tomar una copa. Id vosotras delante», y al preguntarle al señor Higgins si estaba de acuerdo, «¡Síí!», asintió con una sonrisa, «Pero, estarán cansados y, además, me sabe mal por ella», protestó Kyōko, pero la señora Higgins pareció aceptar las explicaciones de su marido, «Stag party!», insistió Toshio de nuevo, aunque no hiciera ninguna falta. «Bueno, pues nosotras iremos de compras», le dijo Kyōko a la señora Higgins en un inglés bastante torpe y, tras advertirle el acostumbrado: «¡No vuelvas tarde!», echaron a andar con Keiichi; la señora Higgins remarcó, como si le llamara la atención: «Este niño está levantado hasta muy tarde, ¿no cree? ¿Está bien?», «¡Ah, es verdad! En América, cuando el matrimonio sale, los niños se quedan en casa. Lo sé porque en Blondie[79] lo hacían así», y Toshio se sintió de pronto avergonzado.
Entraron en un club nocturno adonde solía llevar a los buenos clientes, «¡Caramba! ¿Qué ha pasado? ¿Ahora trabajas con extranjeros?», y Toshio, precipitadamente, «No. El señor ya había estado en Japón. Habla muy bien japonés», advirtió antes de que cometieran alguna descortesía, pero el encargado, al ver que su cliente era extranjero, les presentó a dos chicas que hablaban inglés; Toshio, que no las conocía permaneció callado con aire incomodo, mientras el señor Higgins, liberado de una lengua a la que no estaba habituado, hablaba con entusiasmo, «¡El inglés de estas señoritas es excelente!», empezó cantando sus alabanzas, pero pronto empezó a rodearlas por los hombros con el brazo, a cogerles la mano, «¡Anda! ¡Qué tipo más mujeriego!», pensó Toshio y le dio la impresión de que el servicio no sería completo si no le presentaba a muchas otras chicas, mañana le traeré una call girl, recordó a un individuo relacionado con ese mundo con quien había tenido tratos debido a sus clientes, «Señor Higgins, ¿tiene algún plan para mañana?», él sacó la agenda y se la mostró a Toshio, «A las dos voy al Press Club, y a las cinco veré a un amigo de la CBS y cenaré con él. ¿Por qué?», a Toshio le desagradó que tuviera más conocidos en Japón de lo que imaginaba, «Aunque sea de noche, no importa. He pensado presentarle a una nice girl», «Gracias», no parecía muy contento, «¿Le va bien después de haber cenado con su amigo de la CBS?», «¿A qué hora?», «Pues, alrededor de las ocho», «O.K.»; Toshio se levantó con diligencia, como si de un importante negocio se tratara, y telefoneó al patrón de las call girls, «Es extranjero. Es viejo, creo que lo mejor sería una chica jovencita», el patrón observó que, tratándose de un extranjero, la tarifa aumentaba en un cincuenta por ciento, pero le prometió a cambio una chica de formas ampulosas; Toshio pidió otra para él y fijaron la cita en un hotel del barrio de Sugamo[80].
Higgins se hacía llenar los vasos de whisky hasta la mitad y los vaciaba de un solo trago sin emborracharse en absoluto; sacó un sobre de dorso rígido de una cartera de mano de la que no había querido desprenderse cuando Toshio le ofreció llevarla en el transporte de equipajes, «Son desnudos. Yo he hecho las fotografías», y Toshio vio unas chicas con las piernas abiertas en actitud provocativa; Higgins las puso sobre la mesa, entre las bandejas de fruta, y dijo, mientras miraba divertido a las chicas que se reían con grandes aspavientos: «Soy buen fotógrafo, ¿verdad? Hice muchas cuando estuve en Japón», ¿obligó a las chicas a desnudarse a cambio de chicles, chocolate o medias?, Toshio se sintió tentado de buscar camorra, pero se le pasó pronto el coraje al captar su atención una fotografía casi pornográfica de una rubia. Ante los ojos de Toshio había saltado una pequeña salpicadura de inmundicia; lanzó una mirada casual hacia el señor Higgins, quien había introducido entre sus dientes una goma elástica y la hacía saltar arrastrando lo que tenía incrustado, cada vez que soltaba la goma, algo salía despedido, imposible adivinar qué era, tal vez saliva o restos de la cena; las chicas, asqueadas, lo iban limpiando, pero nadie le recriminó la grosería.
Después fueron juntos a dos bares más, pero Higgins siguió con la cabeza perfectamente lúcida y bebía con naturalidad el whisky a grandes tragos; en el coche cantaron a dúo «You are my sunshine» y, cuando llegaron a casa, ya habían dado las tres de la madrugada; Toshio acompañó a Higgins a una habitación del primer piso y, al acostarse junto a Kyōko y Keiichi, que ya estaban dormidos, descubrió esparcidos al lado de la almohada lo que parecían ser los regalos: chicle, galletas, un frasco de perfume, coñac y un mumu barato como los que llevan los indígenas de Hawái.
Con una horrible resaca, Toshio llamó a la empresa para decir que llegaría tarde y, mientras mascaba unos analgésicos para calmar el dolor de cabeza, saludó a los Higgins, que ya estaban levantados; él no presentaba secuela alguna de la borrachera de la noche anterior y estaba contemplando el césped, «Sería mejor cortarlo un poco, ¿verdad?», Kyōko había ordenado a conciencia el interior de la casa, pero no había podido atender el jardín y, sí, era indiscutible: la hierba había crecido en desorden y, aquí y allá, se veían excrementos secos de perro. Los Higgins pidieron té japonés, rechazando de forma categórica el café frío que había preparado Kyōko con intención de agasajarlos, y sólo comieron pan de molde, sin tocar ni la ensalada ni los huevos fritos, «¿Por aquí no venden periódicos en inglés?», ciertamente, podría adquirirlos en el quiosco, pero Toshio se sentía demasiado lánguido para molestarse en ir a comprarlos, «Hoy iré a ver teatro kabuki con la señora Higgins. Dice que su marido tiene un asunto que resolver, se lo he preguntado hace un rato», Kyōko añadió que ellas cenarían fuera y le preguntó qué pensaba hacer él; como era lógico, no podía decirle que pensaba ir de picos pardos con el señor Higgins y como éste, que permanecía en silencio lamiendo otro puro, debía estar oyendo la conversación, Toshio ni siquiera dijo que irían juntos a alguna parte, «No te preocupes, ya me espabilaré»; la señora Higgins había agarrado a Keiichi y le enseñaba con insistencia la pronunciación inglesa: «Good morning. How are you?», y aunque Keiichi lo repetía desastrosamente mal, una vez tras otra, con cara de fastidio, ella no cejaba en su propósito, «¿Y si dejaras a Keiichi con tu madre?», le preguntó en voz baja a Kyōko en la cocina, «Pero, ¿por qué? Mi madre no se encuentra bien, ya lo sabes», «Es que llegaréis tarde por la noche y el niño no se tendrá en pie. Además cogerá la mala costumbre de trasnochar», «No te preocupes, se lleva muy bien con la señora Higgins, y así aprenderá inglés, aunque sea un poco. O si no, ¿por qué no llegas temprano y te encargas tú de él?», dijo con aspereza, interpretando, tal vez, que le reprochaba su salida con la señora Higgins, «Dices que es mejor no acostarlo tarde, pero habitualmente, cuando tú llegas a las tantas, tampoco quiere dormirse, porque dice que quiere esperar a papá», la situación se había vuelto en su contra y Toshio decidió abandonar y salir al jardín; allí se oían los gritos entusiasmados, del niño; el señor Higgins estaba pasando la máquina cortacésped que Toshio había comprado tras plantar la hierba en el jardín y que dormía en el trastero desde entonces, la manejaba con parsimonia, sosteniendo el puro entre los labios. Parecía la imagen de un póster, «¡Déjelo, señor Higgins!», y a Toshio, «¡Ya te dije que lo cortaras! Esta máquina es demasiado pesada para mí y no puedo manejarla, ¡qué vergüenza!», dijo Kyōko, malhumorada.
Ellas dos, con el niño, se marcharon poco después de mediodía diciendo que pasarían por el salón de belleza antes de ir a kabuki; a Toshio ya se le había pasado la resaca, pero no podía irse dejando solo al señor Higgins, «¿Quiere tomar una cerveza?», le dijo, con intención de entretenerlo, en cuanto éste hubo tomado un baño para refrescarse después de cortar el césped, «¿No tiene whisky?», sin pensárselo mucho, acompañó al señor Higgins y, ya desde el mediodía, empezó una auténtica juerga, porque después de que Higgins acudiera a su cita alrededor de las tres, no estaba ya en condiciones de ir al trabajo y siguió bebiendo él solo whisky con agua; sin saber qué hacer, se asomó al dormitorio del matrimonio en el primer piso: las ropas de la mujer estaban esparcidas en desorden por toda la habitación y, al mirar el interior de la maleta, vio más de diez bragas de colores llamativos que apenas podía creer que pertenecieran a aquella anciana.
A las siete de la tarde se encontraron en el hotel N. Toshio, ya ebrio, se divertía él solo, «Señor Higgins, si quiere puede quedarse con las dos. Le cedo la mía. Es que, mire, es la Number One Girl, ¿sabe? Porque es de caviar, you know? ¡De caviar! Sí, pues, ¡que lo tiene como el caviar!», el señor Higgins no lo entendía, «O sea, que su xxx, you know?, it’s like caviar», añadió: «Además es de cesta de pulpos», el señor Higgins parecía tener experiencia en este tipo de diversiones, porque esta vez lo comprendió y, soltando una risotada, dijo: «Yo conocía la expresión lazo corredizo»; en el hotel de Sugamo sólo estaba el chulo y las perspectivas parecían ser algo distintas de las promesas del día anterior, «Es que no hay tantas mujeres que acepten ir con extranjeros y he tenido poco tiempo. De todos modos, le he conseguido una. Es un poco vieja, ¿sabe usted?, pero eso sí, le garantizo su técnica», era una mujer de treinta y dos años que, según dijo, había trabajado en la base militar de Tachikawa. «¿Y la mía?», «Bueno, la chica está muy bien, aunque es todavía un poco novata», Toshio se ofreció a pagar el doble, pero ¿no podía arreglarlo?, se trataba de un cliente muy importante y una mujer de treinta y dos años podría muy bien no gustarle, además, tras haberle prometido una Number One, Toshio no podía ofrecerle una mujer más bien fea, imploró desesperadamente al chulo y, al fin, «Yo no puedo obligarla si no quiere, pero hablaré con ella», dijo dándose aires de importancia; Toshio insistió diciendo que no repararía en el precio y, cuando entró en la habitación, Higgins estaba sentado sobre el tokonoma para no pisar los futon que cubrían el suelo y examinaba su cámara: «¿A la señorita no le importará que le haga unas fotos?», si fuera un retrato, todavía, pero tratándose de fotografías pornográficas como las de la noche anterior, Toshio no sabía qué podría responder. «O.K.! ¡Lo negociaré!», dijo como si él fuera el chulo; veinte minutos después aparecieron las dos mujeres; el patrón llamó a Toshio por señas, «Me ha costado, pero la he convencido. De todas formas, la tarifa será el doble», «¿Y fotos? ¿Se pueden hacer fotos?», «¿Fotos?», «Sí, de la chica desnuda. El vuelve enseguida a Estados Unidos y no habrá ningún problema». «Eso de las fotos es asunto de ella. Discútanlo ustedes», dijo como dando por sentado que la respuesta sería negativa; la joven era una auténtica belleza, el cuerpo esbelto como el de una modelo; la especialista en occidentales, de mandíbula prominente y expresión dura, se sentó con aire malhumorado; ellas acababan de conocerse y Higgins permanecía sentado sin decir palabra; ante semejante panorama, a Toshio no le quedó más remedio que hacer de animador, «Puees…, ¿y tú cómo te llamas?», «Miyuki», respondió la joven, «El caballero», Toshio decidió que no era necesario dar un nombre falso, «es mister Higgins-san»; los condujo a la habitación de al lado, hizo entrar primero al señor Higgins y a ella le susurró: «A este extranjero le gusta mucho la fotografía y te quiere hacer una. Volverá enseguida a su país y tú figurarás en su álbum como representante de las mujeres japonesas. Además, por el dinero no hay…», la chica ni siquiera le dejó terminar, «¡Cómo! ¿Es una broma?», rehusó mirándolo severamente como si la idea hubiera sido suya, y cuando Toshio volvió desalentado a su habitación, allí estaba la «especialista en occidentales» en combinación de color negro; a Toshio no le apetecía lo más mínimo, pero, con ayuda del alcohol, cogió el ánimo suficiente para desnudarse y, al tumbarse, la mujer le dijo ronroneando como una gata: «Soy viuda», ¡quién sabe qué querría decir con eso!, y entre susurros y jadeos, se tendió sobre Toshio; su cacareada técnica consistía en buscar únicamente su propio placer, ¿era eso lo que había aprendido con los extranjeros?, lo besuqueaba por todas partes y le clavaba las uñas mientras Toshio se debatía con energía para evitar que le dejara en la piel huellas irrefutables de su infidelidad; en la habitación de al lado, mientras tanto, estaba Miyuki, a quien podía calificar de auténtica belleza, con el señor Higgins: desfilaron por su cabeza diversas escenas de lo que allí podía estar ocurriendo, que debía ser, imaginaba, completamente opuesto a lo que sucedía en su habitación, y sólo con el estímulo de estas imágenes logró llegar pronto al final; al bañarse, descubrió bajo los sobacos, en ambos brazos y también por el pecho unas ostentosas marcas de besos y, en un instante, se le pasó la borrachera.
Despidió a la «especialista en occidentales» y esperó al señor Higgins bebiendo cerveza de la nevera, pero como éste no aparecía, Toshio se acostó y se adormiló; se despertó de repente cuando entraron juntos en la habitación: Miyuki se arrimaba al señor Higgins y no quedaba rastro de su aspereza anterior.
«Higgins-san habla muy bien el japonés», afirmó Miyuki, «Muchas gracias», dijo él mientras rebobinaba la película de la cámara, ¡así que hasta había logrado sacar las fotos!, el chulo llamó interesándose por cómo había ido y Toshio respondió que bien, «Tengo un shiro-kuro fantástico. ¿Al señor extranjero no le gustaría verlo? No encontrará un show igual en ninguna otra parte», treinta mil yenes, film porno incluido; en el tal kuro actuaba un hombre que había triunfado en Asakusa tiempo atrás y que, tras una temporada de inactividad, acababa de volver al mundo del espectáculo. Más que nada, su miembro era algo excepcional, digno de verse, «Higgins-san, you know shiro-kuro?», «No, no sé qué es eso», «Pues, es un obscene show, un fucking show», al chapurreárselo en inglés, Higgins lo entendió, «¡Ah, ya!», y se sonrió, «De acuerdo, sí, mañana a las seis», le dijo al chulo, «Tomorrow lo harán aquí. Japanese Number One Penis», y Higgins asintió sonriendo.
Estuvieron otra vez de copas por varios locales de Ginza; al señor Higgins no parecía incomodarle que lo invitara siempre, claro que, de haber hecho el ademán de sacar la cartera, Toshio se lo habría impedido poniéndose serio. Cuando abandonaron el último bar, uno de sushi que estaba en Roppongi, y volvieron a casa, Kyōko estaba despierta, «Hubieras podido decirme que salías con el señor Higgins», dijo en tono resentido, «yo preocupada porque tú no llegabas y ha tenido que ser la señora Higgins quien me lo dijera, que debíais estar tomándoos unas copas los dos juntos. ¡Y yo sin saber nada! ¡Me ha dado vergüenza!», y añadió que si todas las noches se iba de juerga hasta tan tarde, ¿no tendría problemas, descuidando el trabajo de aquella manera?, habían llamado varias veces, no sabía por qué; sus palabras le sonaron a reproche, «No se trata de que esté bien o esté mal. Eres tú quien los ha invitado y yo sólo intento entretenerlo. ¡No entiendo por qué, encima, te me quejas!», «¡Para entretenerlo no hace falta que te vayas con él de copas todas las noches hasta las tres o las cuatro de la madrugada! Es viejo y lo vas a agotar», Toshio sintió ganas de replicarle: «¡Que ése es viejo!, ¿en qué, según tú?», pero tuvo que callarse, «Y la buena mujer fisga incluso dentro de la nevera, ¡qué falta de educación!», ¿también en Estados Unidos existirá el espíritu de suegra?, desde luego, quien mal siembra, mal cosecha, y Kyōko, por haberlos invitado ella, no podía reprocharle nada y ahora se arrimaba a él, aunque Toshio, que con aquel calor no podía acostarse con la ropa interior sin que resultara extraño, pero tampoco podía desnudarse porque ella le hubiera visto las marcas de los chupetones, la apartó, «Voy a bañarme», «No puedes», al parecer, la señora Higgins se había bañado al estilo occidental y después había vaciado la bañera, «Me ha dado pereza llenarla otra vez y ni yo ni Keiichi nos hemos bañado. ¡Ya te bañarás mañana!», su tono era seco; Toshio se acostó sobre el futon y se consideró afortunado cuando ella se dio la vuelta.
Toshio estaba exhausto, con aquel cansancio característico de la embriaguez que le hacía sentir que se fundía en las tinieblas, pero una parte de sí mismo estaba muy lúcida, ¿por qué seré tan servicial con ese viejo?, ¿por qué, a su lado, siento la obligación de agasajarle? Es del país que mató a mi padre, ¡y no le guardo ningún rencor! Al contrario, siento incluso una especie de nostalgia, ¿por qué lo invito continuamente a beber?, ¿por qué le proporciono mujeres?, ¿quiero acaso borrar el pánico que sentí, con catorce años, al ver los cuerpos enormes de los soldados del ejército de ocupación?, ¿es que quiero recompensarlos por la ayuda que nos prestaron cuando, muertos de hambre, llovió del cielo el racionamiento especial en paracaídas, o cuando repartieron cascarilla de soja que, decían, usaban en los Estados Unidos como pienso para el ganado? La gente murmuraba que nos hacían comer sus excedentes agrícolas, pero de no enviar América aquel maíz y otros granos, ¿cuántas decenas de miles de personas más no hubieran muerto de hambre? Sí, pero, ¿por qué el señor Higgins despierta en mí toda esa nostalgia?, quizá hasta él añore aquella época, cuando llegó con el ejército de ocupación: la naturalidad con que se deja invitar, su manera, tan inexplicablemente descarada, de comportarse, claro que, si lo pienso mejor, Higgins llegó con el ejército de ocupación, en la flor de su juventud, quizá sea eso, que al volver a Japón, siente que ha regresado a aquellos tiempos, ¿y yo?, ¿por qué bailo al son de su música?, si hasta imito a los chulos ya adultos de entonces, ¿por qué lo hago?, ¿con qué razón?, ¿por qué me gusta hacerlo?, ¿qué gano bebiendo con un yanqui?, ¿es que también yo añoro aquella época?, ¡no, no puede ser!, tiempos de miseria en que me habitué a rumiar como una vaca, a regurgitar la comida dos o tres veces para poder saborearla de nuevo, y el día que fui a bañarme a la playa de Kōroen: un bote americano me persiguió mar adentro y a punto estuve de ahogarme, y en Nakanoshima un soldado me golpeó porque decía que la mujer había huido; da igual el ángulo desde el que lo mire, no guardo ni un solo recuerdo agradable de aquellos tiempos. Mi madre acabó muriendo de debilidad a causa de la devastación de la guerra y yo viví experiencias horribles con mi hermana a mi cuidado. Según se mire, Estados Unidos tiene la culpa de todo. Entonces, ¿por qué, en cuanto veo al señor Higgins, me desvivo en servirle?, ¿por qué?, ¿acaso soy una virgen violada por un hombre al que aborrece, pero al que no puede olvidar?
Al día siguiente, Kyōko había recuperado su buen humor y me anunció que, puesto que la señora Higgins había insistido en ello, recorrerían Tokyo en el autobús turístico, «Tenemos que aprovechar esta oportunidad. Si no, Keiichi tampoco conocerá nada de Tokyo, ni siquiera el templo de Sengaku-ji[81]», también a Kyōko parecía entusiasmarle la idea, «¿Y tú qué harás? ¿Hoy también sales con el señor Higgins?», «Sí», «Intenta volver temprano. Me gustaría que hoy cenáramos en casa»; el señor Higgins, siempre madrugador, había salido de paseo él solo pese a no conocer el barrio, «Hay una iglesia cristiana muy bonita», dijo contento bebiéndose un whisky; Toshio, que se enorgullecía de su aguante con el alcohol, era incapaz de seguir aquel ritmo. Como ya no podía desatender más su trabajo, le propuso salir juntos de casa, pero Higgins: «Yo me quedaré un rato más, váyase usted», dijo, despreocupado, y a Toshio no le quedó otra opción que dejarle la llave advirtiéndole que cerrara bien al salir; el señor Higgins no mostró incomodidad alguna, como un parásito de años.
Cuando habló de los americanos con la intención de justificar su ausencia del día anterior, los empleados se sorprendieron, no tenían noticia de las relaciones de Toshio con extranjeros, «¿Vamos a introducirnos en el mercado americano? Valoran mucho la técnica japonesa de los dibujos animados, ¿no es cierto?», empezaron a hacerle preguntas incongruentes que Toshio ni siquiera se molestó en responder, «¡Yo haré de intérprete!», dijo uno con los ojos brillantes, «Es sólo un matrimonio rico americano que ha venido de vacaciones», «¡Qué suerte! ¿Hace mucho que los conoce?», «Sí, desde los tiempos del ejército de ocupación», así lo sentía él a medias: tratándose de América, incluso un niño pertenecía, para Toshio, al ejército de ocupación, claro que los jóvenes no podían comprender ese sentimiento, porque para ellos los Estados Unidos eran como el templo de Zenkō-ji[82], un lugar que había que visitar sin falta al menos una vez en la vida, una tierra donde se recibía la bendición divina transfigurada en prestigio, un paraíso al que viajar de balde gracias a conocidos.
Tal como habían convenido, volvieron al hotel de Sugamo; de camino, Toshio le preguntó a Higgins cómo le había ido el día anterior y éste le guiñó un ojo: «Un cuerpo muy bonito. Pero mis modelos americanas tienen formas más opulentas», parecía feliz ante la evidencia, ¡pues ya verás, ya, el shiro-kuro show del que se enorgullece Japón!, ¡y no te espantes ante la majestuosidad del Number One Penis!, Toshio aguardó, consumido por la impaciencia, la llegada del chulo acompañado del hombre y la mujer; un hombre más bien bajo y de edad parecida a la de Toshio, ella tendría veinticinco o veintiséis años; saludaron con ceremoniosa reverencia, «Tengan la bondad de esperar mientras nos cambiamos de ropa», se retiraron; «Me han dicho que es la primera vez que actúan delante de un extranjero. En fin, usted podrá comprobar que su miembro es algo excepcional, es tan enorme que yo, cada vez que lo veo, me siento acomplejado», dijo el chulo a modo de preámbulo; poco después entraron los dos vistiendo un yukata y se acostaron sobre el futon. Higgins no debía verlo bien, porque preguntó por señas si podía instalarse junto a la almohada, y el chulo: «¡Por supuesto! ¡Se lo ruego! Mírelo desde bien cerca y podrá apreciar las cuarenta y ocho técnicas japonesas», Toshio remarcó: «Forty eight positions», y el señor Higgins asintió con la cabeza.
El hombre empezó besando concienzudamente a la mujer: primero la boca, luego el cuello, los pechos; los jadeos de la mujer fueron acelerándose y, cuando se desprendía lentamente del yukata y afloraba su piel, ¡pataplaf!, Higgins, sentado sobre un montón de almohadones, con los ojos clavados en la pareja, debía atender con tanta expectación que rodó de lado y, aunque se incorporó sin el menor sonrojo, Toshio vibró con un sentimento de triunfo, ¡ajá!, ¡ahora te caes de culo!, ¿eh?, y de súbito descifró sus anhelos: soy tan servil con el señor Higgins porque espero el instante de la victoria, quiero doblegarlo al precio que sea, da igual cómo, que se desplome borracho al suelo, que se enamore hasta el extravío de una mujer, quiero conseguir, como sea, que el señor Higgins, con su eterna sonrisa de suficiencia, su impasibilidad, quede fascinado hasta el delirio por algo de Japón y, así, sojuzgarlo; la mujer ya estaba completamente desnuda y, tras el preámbulo amoroso, ya no actuaba, parecía esperar, anhelante, al hombre; él le separó las piernas, se arrodilló ante ella y, al entreabrir su yukata, dejó emerger el pene. Era, efectivamente, el de un veterano: aún no estaba bravo de largo a largo, pero, con aquel color negro, tenía la magnificencia de un dragón enroscado desafiando la tormenta; el hombre se humedeció las manos con saliva y empezó a acariciarse el pene lentamente; Higgins miraba de hito en hito, estirando el cuello; ella, con gesto desesperado, aprisionó entre sus piernas la cintura del hombre e intentó atraerlo hacia sí, pero él persistía en su actitud casi de plegaria, logró tensar algo más la erección, pero estaba aún lejos de poder penetrar a la mujer y siguió masturbándose con la mano derecha mientras, con la izquierda, la acariciaba a ella; tras varios intentos, muy socorridos por Toshio cuando, borracho, no había nada que hacer, se puso, al fin, sobre la mujer; ella gimoteó, pero era obvio que no la había penetrado, ¿acaso eso también formaba parte del espectáculo?, el hombre mostraba un semblante irritado, se incorporó de nuevo y siguió masturbándose, pero su pene se mostraba más retraído aún que antes, muy lejos del Number One; la mujer, percatándose al fin de la situación, cambió de postura y se lo llevó a la boca, pero fue en vano.
Toshio buscó la mirada del chulo, éste inclinaba la cabeza con una expresión de extrañeza y una sonrisa amarga y, a los pies de Higgins, el rostro del hombre, sudoroso, reconcentrado, el entrecejo ceñudo; de tanto en tanto, extendía las piernas, las abría como una mujer; ella lo acariciaba con las yemas de los dedos, por el pecho, el interior de los muslos, eran palpables sus esfuerzos desesperados; Toshio, como si fuera él quien se hubiera sumido en la impotencia, hacía acopio de fuerzas, «¿Qué te pasa? ¿No eres el Number One? ¡Animo! ¡Muéstrale ese grandioso pene orgullo de la patria!», y, ya puestos, hasta cabía hablar de pito-nacionalismo: si no se enarbolaba, el deshonor caería sobre el pueblo, de haber sido posible, el mismo Toshio lo habría sustituido con gusto, porque él sí la tenía enhiesta desde hacía rato, lanzó una mirada a la entrepierna de Higgins, pero no advirtió alteración alguna.
Tras media hora de lucha encarnizada, el hombre yacía boca arriba, inmóvil, sin ánimos de levantarse, y el chulo: «¿Qué te pasa, Kitchan?», «Lo siento mucho, es la primera vez que me ocurre algo semejante», dijo el hombre con voz opaca, y la mujer: «Quizá se deba al cansancio. Antes nunca le había pasado», dijo, ya sin saber qué hacer.
«Será mejor que descanse un poco y que se tome una cerveza», Toshio, más que el deseo de guardar las apariencias ante Higgins, sentía lástima por aquel hombre que había intentado lo imposible sólo por alcanzar una erección y le alargó un vaso, pero él no lo cogió: «Me avergüenzo de mí mismo. Les devolveré el dinero. Si me dan la oportunidad, la próxima vez actuaré sin cobrarles», dijo en tono ceremonioso, «¡No, no! ¡No se preocupe! A los hombres, nos ocurre esto con frecuencia. ¡Beba!», Toshio lo trató con muchos miramientos, pero el hombre desapareció pronto, como si huyera; Higgins permanecía callado lamiendo un puro.
«Es inaudito que Kitchan haya fallado», y tras enumerar las maravillas de su miembro, «No creo que haya sido por el señor extranjero», sonrió a Higgins. ¿Acaso el tal Kitchan no rondaba los treinta y cinco?, y, pues, ¿por qué no iba a ser Higgins la causa de su impotencia? A poco que Kitchan haya vivido, como yo, las mismas experiencias de la ocupación, y tuvo que vivirlas, da igual si en Tokyo, en Osaka o Kobe, a poco que guarde en su memoria el «Give me chewing-gum!» o el pánico ante el físico imponente de los soldados, ¿a qué extrañarse si no se le levanta a los pies del señor Higgins, firmemente asentado en sus cojines? Por más que se esforzara en concentrarse, los jeeps tenían que correr por su mente, el «Come, come, everybody!» debía resonar de nuevo en su cabeza, revivir la impotencia de saber que no sólo la flota, sino también los cazas Zero, habían sido destruidos, otra vez aplastado por la sensación de vacío del sol abrasador brillando sobre las ruinas calcinadas, lo ha debido de recordar todo de golpe, vívidamente, como si hubiera sido ayer, impotente, pero esto no puede entenderlo el señor Higgins, ni pueden entenderlo siquiera los mismos japoneses que no son de mi generación: los que sí pueden hablar sin inmutarse con los americanos, los que van a Estados Unidos y no se vuelven locos cuando se ven allí rodeados de americanos, los que no necesitan adoptar una actitud defensiva en cuanto ven a algún americano, los que no sienten vergüenza de hablar inglés, los que critican a los americanos, o los que los alaban, ninguno de ellos entenderá jamás la América que está en Kitchan, la América que hay en mí.
También Toshio estaba exhausto, «Mi esposa me ha dicho que esta noche ha preparado una sukiyaki-party», «Con su permiso, yo iré a ver a un amigo mío de la embajada», Higgins le dio las gracias al chulo con un tono que sonó a sarcasmo y se marchó a grandes zancadas, con tal seguridad que nadie diría que no había pisado Japón en veinte años. Cuando Toshio llegó solo a casa, Kyōko estaba indignada: «¡Esta mujer es una mal educada! Mira que sabía que había preparado todo esto expresamente para ellos, pero va y me dice de repente que hoy se queda a dormir en casa de unos conocidos de Yokohama», Kyōko había tenido en cuenta el buen apetito de los americanos, porque, en una fuente grande, se amontonaba la carne de Matsuzaka[83] junto al tofu[84], el konnyaku[85], las cebollas tiernas y los huevos, «Nos lo comeremos de todos modos. Come mucho porque, si no, no sé qué voy a hacer con todo esto, ¡además, es una desagradecida!, y eso que la atiendo con todo mi corazón, pero ¡nada!, hoy, en el autobús, me esforzaba en explicarle esto y lo otro, y ella venga a mirar su guía en inglés, y esta mujer, qué tacaña, ¿sabes?, he visto lo que compraba y todo eran baratijas, y el juguete que le ha comprado a Keiichi parecía uno de ésos que venden en las ferias, ¿sabes?, y qué pesada, siempre buscándole tres pies al gato, estando yo, su madre, delante de Keiichi, se ha atrevido a reñirlo, y, además, qué par de sinvergüenzas, vienen con las manos vacías y venga a gorronear, en Hawái sí que me trataron bien y yo los invité a nuestra casa porque quería agradecérselo, pero ¿hasta cuándo piensan quedarse? ¡Oye! ¿Me estás escuchando? ¡Digo que hasta cuándo crees que piensan quedarse los Higgins!», «Pues, quizá un mes, más o menos», «¿Qué? ¡Eso ni en broma! Pienso decirles a las claras que se vayan».
Tarde o temprano los Higgins se irán, pero aunque se vayan, los americanos seguirán clavados dentro de mí y, de vez en cuando, mis americanos me atormentarán y me harán gritar lastimeramente: «Give me chewing-gum!», «kyū-kyū», quizá sea una alergia incurable a todo lo yanqui. «¿Qué piensas hacer mañana? ¡No les hagas más caso!», Toshio no respondió, en su mente había un solo pensamiento: la próxima vez, cambiando un poco la atmósfera, acabaría presentándole a algunas geishas y debería actuar como el chulo de las japanese geisha girls; por muy rápido que moviera los palillos, aquel montón de carne de Matsuzaka no disminuía, tenía el estómago lleno a rebosar, pero seguía embutiéndose la carne a la fuerza, como aquellas algas americanas, ya no notaba el sabor ni el olor, pero Toshio seguía comiendo, desesperado.