Ya en su casa, los Richards tuvieron que soportar congratulaciones y cumplimientos hasta la medianoche. Después fueron abandonados consigo mismos. Parecían algo tristes y se sentaron silenciosos y pensativos. Por último, Mary suspiró y dijo:

—¿Piensas que somos culpables, Edward… muy culpables? —y sus ojos erraron hacia el acusador triplete de grandes billetes de banco posados sobre la mesa, donde quienes los felicitaron antes habían estado gozándolos con la mirada y tocándolos con reverencia.

Edward no respondió de inmediato. Luego de una pausa exhaló un suspiro y dijo, vacilantemente:

—Nosotros… nosotros no pudimos impedirlo, Mary. Eso… bueno, eso estaba ordenado. Todas las cosas lo están.

Mary elevó la mirada y lo observó con fijeza, pero él no devolvió esa mirada. Al rato ella dijo:

—Creo que las congratulaciones y los elogios siempre le gustan bien a uno. Pero… a mí me parece, ahora… ¿Edward?

—¿Bien?

—¿Vas a seguir en el banco?

—N-no.

—¿Renunciarás?

—A la mañana… por escrito.

Richards reclinó la cabeza sobre sus manos y murmuró:

—Antes yo no temía permitir que océanos de dinero ajeno pasase por mis manos, pero… Mary, estoy tan cansado, tan cansado…

—Iremos a la cama.

A las nueve de la mañana el forastero fue por el bolso, y lo llevó al hotel en un coche de alquiler. A las diez, Harkness sostuvo una charla privada con él. El forastero pidió y obtuvo cinco cheques sobre un banco metropolitano —extendidos al «Portador»—: cuatro de ellos por mil quinientos dólares cada uno, y el otro por treinta y cuatro mil dólares. Puso uno de los primeros en su billetera, y los restantes, representando treinta y ocho mil quinientos dólares, los introdujo en un sobre, y a ellos agregó una nota que redactó después que Harkness se había ido. A las once llegó a la casa de los Richards, y golpeó. La señora Richards espió a través de los postigos, después acudió y recibió el sobre, y el forastero desapareció sin decir palabra. Ella volvió ruborizada y no del todo firme sobre sus piernas, y jadeó:

—¡Estoy segura de que lo reconocí! Ayer a la noche me pareció que tal vez lo había visto antes en algún lado.

—¿Es el hombre que trajo el bolso aquí?

—Estoy casi segura de eso.

—Entonces él es el supuesto Stephenson, también, y chasqueó a todos los habitantes de esta ciudad con su falso secreto. Si ahora ha enviado cheques en vez de dinero, también nosotros estamos chasqueados, después de haber creído que nos habíamos salvado. Estaba comenzando a sentirme razonablemente cómodo una vez más, después de mi reposo nocturno, pero la vista de este sobre me enferma. No es lo bastante grueso. Ocho mil quinientos dólares, aún en los billetes de banco de más valor, hacen más bulto que eso.

—¿Edward, por qué objetas los cheques?

—¡Cheques firmados por Stephenson! Me resignaría a tomar los ocho mil quinientos dólares si vinieran en billetes de banco —porque parece que así estaba dispuesto, Mary—, pero yo nunca tuve mucho coraje, y no tengo el valor necesario para intentar poner en plaza un cheque firmado con ese nombre calamitoso. Podría resultar una trampa. Ese hombre intentó atraparme; de una u otra manera conseguimos salvarnos; y ahora lo está intentando por otro camino. Si son cheques …

—¡Oh, Edward! ¡Es demasiado malo! —y ella tomó los cheques y se puso a llorar.

—¡Échalos al fuego! ¡Rápido! ¡No debemos ser tentados! ¡Es una treta para conseguir que todo el mundo se ría de nosotros, junto con los otros, y…! ¡Dámelos a , ya que tú eres incapaz de hacerlo!

Los arrebató, e intentó mantenerlos apartados hasta llegar a la estufa; pero era humano, era cajero, y se detuvo un instante para verificar la firma. Entonces, casi se desvaneció.

—¡Abanícame, Mary, abanícame! ¡Son lo mismo que oro!

—¡Oh, que hermoso, Edward! ¿Por qué?

—Firmados por Harkness. ¿Cuál puede ser el misterio de esto, Mary?

—Edward, tu crees…

—¡Mira aquí… mira esto! Quince… Quince… treinta y cuatro. ¡Treinta y ocho mil quinientos! ¡Mary, el bolso no vale doce dólares, y Harkness, aparentemente, ha pagado una fortuna por él!

—¿Y crees que todo viene para nosotros, en vez de los diez mil?

—¡Vaya, así parece! Y además los cheques están librados al portador.

—¿Eso es bueno, Richards? ¿Para qué sirve?

—Una indicación para cobrarlos en algún banco distante, supongo. Tal vez Harkness no quiere que el asunto se divulgue. ¿Qué es eso? ¿Una nota?

—Sí. Estaba con los cheques.

Era la escritura de «Stephenson», pero no había firma. Expresaba:

«Soy un hombre decepcionado. Su honestidad está más allá del alcance de la tentación. Tenía una idea distinta sobre el asunto, pero me equivoqué con usted en eso, y le pido perdón, y lo hago sinceramente. Le rindo homenaje… y también esto es sincero. Esta ciudad no merece besar el borde de su traje. Querido señor, yo hice una apuesta íntegra conmigo mismo, sosteniendo que existían diecinueve hombres sobornables en su auto-honrada comunidad. He perdido. Tome el pozo entero. Usted tiene derecho a él».

Richards lanzó un suspiro profundo y dijo:

—Parece escrita con fuego… y así quema, Mary… Soy miserable otra vez.

—También yo. Ah, querido, yo deseo…

—Piensa, Mary… él cree en mí.

—Oh, no, Edward… No puedo soportarlo.

—Si esas hermosas palabras fuesen merecidas, Mary —y Dios sabe que yo creí merecerlas en una época—, creo que cambiaría los cuarenta mil dólares por ellas. Y guardaría ese papel como si fuese algo más valioso que el oro y las joyas, y lo conservaría siempre. Pero ahora… No podríamos vivir a la sombra de su presencia acusadora, Mary.

La echó al fuego.

Llegó un mensajero y entregó un sobre.

Richards extrajo de él una esquela y la leyó; era de Burgess.

«Usted me salvó en una situación difícil. Yo lo salvé a usted ayer a la noche. Fue a costa de una mentira, pero hice el sacrificio libremente, y surgió de un corazón agradecido. Nadie en esta ciudad sabe tan bien como yo lo valiente y bueno y noble que usted es. En el fondo usted no puede respetarme, conociendo como conoce el asunto del cual soy acusado, y condenado por la opinión general. Pero le ruego que quiera creer, al menos, que soy un hombre agradecido. Eso me ayudará a sobrellevar mi carga».

[Firmado] BURGESS

—¡Salvado, una vez más, y en qué términos!

Echó la nota al fuego.

—Yo… yo deseo estar muerto, Mary, deseo haber estado al margen de todo esto.

—¡Oh, estos son días amargos, amargos, Edward! Las estocadas, a causa de su misma generosidad, son tan profundas… y llegan tan rápidamente…

Tres días antes de la elección, cada uno de los dos mil votantes se encontró en posesión de un estimado souvenir… una de las renombradas doble-águilas falsas. Alrededor de una de sus caras estaban grabadas las siguientes palabras: «LA OBSERVACIÓN QUE LE HICE AL POBRE EXTRANJERO FUE…». Alrededor de la otra estaban grabadas éstas: «VAYA, Y REFÓRMESE. [Firmado] PINKERTON». De este modo, toda la basura sobrante de la célebre bufonada fue vaciada sobre una sola cabeza, y con efecto calamitoso. Revivió la reciente gran risa y la concentró sobre Pinkerton; y la elección de Harkness resultó un cómodo paseo.

Antes de que pasaran veinticuatro horas desde que los Richards recibieron los cheques, sus conciencias se fueron tranquilizando, desanimadas. La anciana pareja estaba aprendiendo a reconciliarse con el pecado que había cometido. Pero estaban aprendiendo, ahora, que un pecado adquiere nuevos y reales terrores cuando parece existir una posibilidad de que sea descubierto. Esto le otorga un aspecto fresco y de lo más sustancial e importante. En la iglesia, el sermón matutino seguía los moldes acostumbrados: se trataba de las mismas antiguas cosas dichas de la misma antigua manera. Las habían escuchado mil veces, hallándolas inocuas, próximas a la insignificancia, y fáciles para hacer dormir. Pero ahora era diferente: el sermón parecía encresparse de acusaciones. Parecía apuntar directa y especialmente a quienes hubiesen ocultado pecados mortales. A la salida de la Iglesia, los Richards huían de la turba que los felicitaba tan velozmente como podían, y se apresuraban en el camino de vuelta a casa, helados hasta los huesos por no sabían qué cosa… vagos, sombríos, indefinidos temores. Y por casualidad alcanzaron a vislumbrar al señor Burgess mientras él doblaba una esquina. ¡Él no había devuelto su gesto de reconocimiento! En realidad no lo había visto, pero ellos no lo sabían. ¿Qué podría significar su actitud? Podría significar… podría significar… ¡oh, una docena de cosas espantosas! ¿Era posible que él estuviese enterado de que Richards pudo haberlo limpiado de culpa en aquella ocasión pasada, y que el reverendo hubiese estado aguardando silenciosamente una ocasión de ajustar cuentas? En casa, en su angustia, ellos llegaron a imaginar que su criada pudo haber estado escuchando desde la habitación contigua en el momento en que Richards reveló a su mujer el secreto de que él conocía la inocencia de Burgess. Acto seguido, Richards comenzó a imaginar que él había escuchado el roce de un vestido allá en aquella ocasión; luego, estuvo seguro de que lo había escuchado. Llamarían a Sarah, con algún pretexto, y estudiarían su rostro: si ella los había estado traicionando con el señor Burgess, lo mostraría en su actitud. Le hicieron algunas preguntas, preguntas que eran tan descabezadas e incoherentes y aparentemente faltas de propósitos, que la muchacha se sintió segura de que los cerebros de los ancianos habían sido afectados por su repentina buena fortuna; la aguda y vigilante mirada que le dirigieron la atemorizó, y eso completó el asunto. Ella se sonrojó, ella se puso nerviosa y confundida, y para los ancianos esos fueron claros signos de culpa… culpa de una u otra terrible clase… sin duda ella era una espía y una traidora. Cuando ellos estuvieron otra vez solos, comenzaron a encajar muchas cosas inconexas al mismo tiempo, y de la combinación obtuvieron resultados terribles. Cuando las cosas estaban por llegar a lo peor, Richards expiró un repentino gemido, y su mujer preguntó:

—¡Oh!, ¿qué es?… ¿Qué es?

—¡La carta… la carta de Burgess! Su modo de expresarse era sarcástico, ahora lo veo.

—Y citó: —«En el fondo usted no puede respetarme, conociendo como conoce el asunto del cual soy acusado»… Oh, está perfectamente claro, ahora. ¡Dios me ayude! ¡Él sabe que yo sé! ¡Mira la inocencia de la frase! Era una trampa… y como un tonto, me metí en ella… ¿Y, Mary…?

—¡Oh, es terrible!… Sé qué vas a decir… él no devolvió tu transcripción de la supuesta observación de prueba.

—No… la conservó para destruirnos con ella, Mary, él ya nos ha descubierto ante algunos. Lo sé… lo sé bien. Lo vi en una docena de caras después de la iglesia. ¡Ah, él no quiso responder a nuestro gesto de reconocimiento… él sabía lo que había estado haciendo!

A la noche fue llamado el doctor. A la mañana corrió la noticia de que la anciana pareja estaba enferma bastante seriamente… postrada por la agobiante excitación surgida de su gran golpe de suerte, las congratulaciones, y las horas recientes, dijo el doctor. La ciudad estaba sinceramente entristecida, porque aquella pareja de ancianos era casi todo lo que le había quedado para estar orgullosa, ahora.

Dos días más tarde, las noticias fueron peores. La anciana pareja deliraba, y hacía extrañas cosas. De acuerdo con el testimonio de las enfermeras, Richards había exhibido cheques… ¿por ocho mil quinientos dólares? No… por una suma asombrosa… ¡treinta y ocho mil quinientos dólares! ¿Cuál podía ser la explicación de este gigantesco pedazo de suerte?

El día siguiente las enfermeras tenían más noticias… y maravillosas. Ellos habían concluido por ocultar los cheques, no fuera a suceder que algo malo les pasara; pero cuando los buscaron se habían esfumado de debajo de la almohada del paciente… se habían desvanecido. El paciente dijo:

—Dejen la almohada tranquila; ¿qué quieren?

—Pensamos que lo mejor es que los cheques…

—Nunca volverán a verlos… están destruidos. Provenían de Satán. Yo vi la marca del infierno en ellos, y comprendí que fueron enviados para arrastrarme al pecado.

Luego se dio a balbucear cosas extrañas y terribles que no resultaban claramente comprensibles, y que el doctor les ordenó que no difundieran.

Richards tenía razón; los cheques nunca fueron vueltos a ver.

Una enfermera debe haber hablado en sueños, porque en un plazo de dos días los balbuceos prohibidos eran propiedad de la ciudad, y eran de una especie sorprendente. Parecían señalar que Richards había reclamado el bolso para sí, y que Burgess había ocultado ese hecho y después lo había delatado maliciosamente.

Burgess fue impuesto de esto y resueltamente lo negó. Y manifestó que no era limpio adjudicar valor a la cháchara de un anciano enfermo que estaba fuera de sus cabales. Sin embargo, la suspicacia permaneció en el aire, y hubo mucha conversación.

Después de un día o dos se informó que los delirios librados por la señora Richards estaban siendo casi duplicados de los de su marido. La suspicacia ahora flameó, transformándose en convicción, y el orgullo de la ciudad por la pureza de uno de sus ciudadanos eminentes no desacreditados, comenzó a apagarse y a disminuir hasta extinguirse.

Seis días pasaron, luego vinieron más nuevas. La anciana pareja estaba moribunda. La mente de Richards se iluminó en su última hora, y mandó llamar a Burgess. Burgess dijo:

—Que la habitación quede vacía. Creo que él desea decirme alguna cosa en intimidad.

—¡No! —dijo Richards—. Quiero testigos. Quiero que todos ustedes escuchen mi confesión, de manera que yo pueda morir como un hombre, y no como un perro. Yo fui un hombre limpio (artificialmente) como los otros; y como los otros caí cuando la tentación arribó. Firmé una mentira, y reclamé el miserable bolso. El señor Burgess recordaba que yo le había hecho un favor, y por gratitud (e ignorancia) suprimió mi reclamo y me salvó. Ustedes conocen el asunto cuya culpa se cargó contra Burgess, hace años. Mi testimonio, y solamente el mío, pudo haberlo limpiado a él, y yo fui un cobarde, y lo dejé padecer la desgracia…

—No… no… señor Richards, usted…

—Mi criada traicionó mi secreto ante él…

—Ninguna persona traicionó nada ante mí…

—… y entonces él hizo una cosa natural y justificable, se arrepintió de la salvadora generosidad que me había ofrecido, y me descubrió… como me lo merecía…

—¡Nunca!… Yo hice el juramento…

—Lo perdono de todo corazón.

Las protestas apasionadas de Burgess cayeron en oídos sordos. El hombre moribundo se fue sin enterarse de que una vez más se había portado mal con el pobre Burgess. Su anciana esposa murió aquella noche.

El último de los sagrados Diecinueve había caído víctima del bolso infernal; la ciudad quedó despojada del girón de su antigua gloria. Su luto no fue ostentoso, pero fue profundo.

Por un acta de la Legislatura —tras un ruego y una petición— se le concedió a Hadleyburg cambiar su nombre en el de (no se interesen cuál… nunca lo divulgaré), y extraer una palabra de la divisa que durante muchas generaciones había adornado el sello oficial de la ciudad.

Una vez más fue una ciudad honesta, y el hombre que quisiera volver a agarrarla dormida, tendrá que despertarse temprano.