La municipalidad nunca se había visto más hermosa. Al final de ella, el estrado estaba adornado por un banderío ostentoso. A lo largo de las paredes, en intervalos, había festones de banderas. Las galerías frontales estaban vestidas con banderas; las columnas que las sostenían estaban envueltas en banderas; todo esto para impresionar a los forasteros, porque allí los había en considerable número y habrían de estar conectados en buena medida con la prensa. La casa estaba colmada. Las cuatrocientas doce plateas fijas estaban ocupadas, como así también las sesenta y ocho sillas extras ubicadas en los pasillos. Ante la herradura de mesas que cercaban el frente y los lados del estrado, tomaba asiento un gran número de corresponsales especiales llegados de todas partes. Era esta la casa mejor vestida que alguna vez hubiese producido la ciudad. Había allí algunos vestidos tolerablemente costosos, y las señoras que los llevaban tenían el aspecto de no sentirse familiarizadas con esa clase de vestidos. Al menos, la ciudad consideraba que ése era el aspecto que esas señoras tenían, aunque la idea pudo haber surgido del hecho conocido por la ciudad de que esas señoras nunca habían ostentado ropas semejantes con anterioridad.

El bolso de oro estaba sobre una mesita al frente del estrado, un lugar donde todos los concurrentes podían mirarlo. La mayor parte de la gente lo observaba con ardiente interés, con un interés que les hacía agua la boca, con un interés pensativo y patético. Y una minoría de diecinueve parejas lo observaba tiernamente, amorosamente, como observan los propietarios, y la mitad masculina de esta minoría se contenía, ensayando para sí los pequeños e improvisados discursos de agradecimiento por el aplauso y las congratulaciones de la audiencia, que pensaban recibir y soltar. De cuando en cuando, uno de ellos sacaba un papel del bolsillo del chaleco y lo leía a hurtadillas para refrescarse la memoria.

Desde luego, había un zumbido de conversación en el aire… siempre lo hay. Pero cuando por fin el reverendo señor Burgess se levantó y puso la mano sobre el bolso, se podía oír el morder de los microbios, tan silencioso se puso el lugar. Burgess relató la extraña historia del bolso, luego continuó hablando en cálidos términos de la antigua y bien ganada reputación de Hadleyburg por su insondable honestidad, y del justo orgullo de la ciudad por esa reputación. Dijo que esta reputación era un tesoro de valor inapreciable, que gracias a la Providencia su valor había crecido en forma inestimable, porque el reciente episodio había esparcido aquella fama a lo largo y a lo ancho del mundo, y de tal manera había hecho que los ojos del mundo americano enfocasen a esa ciudad, logrando, según él esperaba y creía, que su nombre resultara para siempre un sinónimo de la incorruptibilidad comercial. [Aplausos].

—«¿Y quién debe ser el guardián de este noble tesoro… la comunidad como un todo? ¡No! La responsabilidad es individual, no comunal. A partir de este día, cada uno de ustedes será en propia persona su guardián especial, y se responsabilizará personalmente de que no sufra perjuicio alguno. ¿Lo harán ustedes… lo hará cada uno de ustedes… aceptar esta gran responsabilidad? [Tumultuoso asentimiento]. Entonces todo está bien. ¡Transmítanlo a sus hijos y a los hijos de sus hijos! Hoy la pureza de ustedes está más allá de todo reproche… Obsérvenla para que así se conserve. Hoy no existe persona alguna en la comunidad de ustedes que pueda ser tentada a tocar un penique que no le pertenezca… Observen la permanencia de ustedes en esa gracia [¡Lo haremos! ¡Lo haremos!]. No es este el lugar apropiado para hacer comparaciones entre nosotros y otras comunidades… algunas de ellas descorteses hacia nosotros. Ellos tienen sus métodos, nosotros los nuestros; estemos satisfechos. [Aplausos]. He terminado. Bajo mi mano, amigos míos, descansa un elocuente reconocimiento de un forastero a nuestra forma de ser; mediante él, el mundo sabrá para siempre, de hoy en adelante, cómo somos nosotros. No sabemos quién es él, pero en nombre de ustedes, le manifiesto vuestra gratitud, y a ustedes les pido que eleven sus voces en muestra de apoyo».

La concurrencia entera se levantó simultáneamente e hizo temblar las paredes con los estruendos de su agradecimiento por espacio de un largo minuto. Después todos se sentaron, y el señor Burgess extrajo un sobre de su bolsillo. Todos contuvieron la respiración mientras él lo abría y sacaba de su interior una tirita de papel. Leyó su contenido —lenta y gravemente—, en tanto la audiencia escuchaba con arrobada atención el texto del mágico documento, cada una de cuyas palabras valía un lingote de oro:

«La observación que yo hice al desgraciado forastero fue ésta: “Usted está muy lejos de ser un hombre malo. Vaya y refórmese”».

Luego, Burgess continuó:

—Sabremos en un momento si la observación aquí citada corresponde a la que guarda el bolso. Y si se demostrara que así es —lo cual indudablemente sucederá— este bolso con oro pertenecerá al ciudadano que de aquí en más se erigirá ante la nación como el símbolo de la virtud especial que ha hecho a nuestra ciudad famosa en toda la Tierra… ¡El señor Billson!

La multitud se había dispuesto a prorrumpir en la adecuada tormenta de aplausos; pero en vez de hacerlo, pareció inmovilizada por una parálisis. Durante un instante o dos se hundió en un profundo silencio; luego, una ola de susurrados murmullos recorrió el lugar… eran más o menos de este tenor:

¡Billson! ¡Oh, vamos, esto es demasiado increíble! ¡Darle veinte dólares a un forastero… o a cualquiera!… ¡Billson! ¡Cuéntenselo a los marineros!

Y ahora, en este instante, todos contuvieron la respiración al mismo tiempo en un nuevo acceso de asombro, porque descubierto que, mientras en una parte de la sala el diácono Billson estaba de pie con la cabeza dulcemente inclinada, en otra parte el abogado Wilson estaba haciendo lo mismo. Entonces, durante un rato, hubo un silencio curioso.

Todos estaban sorprendidos, y diecinueve parejas, sorprendidas e indignadas.

Billson y Wilson se volvieron y enfrentaron sus miradas. Billson preguntó, ácidamente:

—¿Por qué se levantó usted, señor Wilson?

—Porque tengo el derecho de hacerlo. ¿Tal vez usted sea lo bastante bueno como para explicar a los presentes por qué se levantó usted?

—Con gran placer. Porque yo escribí ese papel.

—¡Eso es una desvergonzada falsedad! Yo mismo lo escribí.

Fue el turno de la parálisis de Burgess. La pasaba mirando vacuamente a uno de los hombres en primer lugar, al otro después, y no parecía saber qué hacer. La concurrencia estaba estupefacta. El abogado Wilson alzó la voz, entonces, y dijo:

—Solicito al presidente que lea el nombre del que firma ese papel.

Esto sirvió para que el presidente volviese en sí, y leyó en voz alta el nombre:

—John Wharton Billson.

—¡Ahí está! —exclamó Billson—. ¿Qué tiene que decir en su defensa ahora? ¿Y qué clase de discurso va a echarnos a mí y a esta ultrajada reunión para explicar la impostura que intentó representar aquí?

—No le debo explicación alguna, señor. Y en cuanto al resto, lo acuso públicamente de haberle hurtado mi nota al señor Burgess para sustituirla con una copia de ella firmada con su propio nombre. No existe otro modo mediante el cual usted haya podido apoderarse de la observación de prueba. Yo solo, entre los hombres vivientes, poseía el secreto de esas palabras.

Si esto continuaba así, parecía en camino de constituir un escandaloso estado de cosas. Todo el mundo advirtió apenado que los taquígrafos estaban garabateando como locos. Mucha gente gritaba:

—¡Tomen asiento! ¡Tomen asiento! ¡Orden! ¡Orden!

Burgess dio un golpe con su maza, y dijo:

—No olvidemos el decoro adecuado. Evidentemente hubo un error en algún lado, pero seguramente eso es todo. Si el señor Wilson me entregó un sobre, y ahora recuerdo que lo hizo, todavía lo tengo.

Extrajo uno de su bolsillo, lo abrió, le echó un vistazo, se mostró sorprendido y preocupado, y permaneció en silencio durante algunos instantes. Después meneó su mano de manera vaga y mecánica, y se esforzó una o dos veces por decir algo. Luego desistió de hacerlo, desalentado. Varias voces gritaron:

—¡Léalo! ¡Léalo! ¿De qué se trata?

De modo que comenzó con aire sonámbulo y atontado:

«La observación que le hice al infeliz forastero fue ésta: “Usted está lejos de ser un hombre malo. [La concurrencia lo miró maravillada]. Vaya, y refórmese”. [Murmullos: “¡Sorprendente! ¿Qué quiere decir esto?”]».

—Esta carta —dijo Burgess— lleva la firma de Thurlow G. Wilson.

—¡Ya está! —exclamó Wilson—. ¡Supongo que esto lo resuelve todo! ¡Yo sabía perfectamente bien que mi carta fue robada!

—¡Robada! —replicó Billson—. Le hago saber que ni usted ni ningún hombre de su clase puede aventurarse a…

EL PRESIDENTE: —¡Orden, caballeros, orden! ¡Tomen asiento ambos, por favor!

Los dos obedecieron, sacudiendo las cabezas y gruñendo con enojo. La concurrencia estaba profundamente intrigada; no sabía cómo actuar ante esta extraña emergencia. Al rato se levantó Thompson. Thompson era el sombrerero. Le hubiera gustado ser uno de los Diecinueve, pero eso no era para él: su existencia de sombreros no era lo suficientemente considerable como para permitirle semejante posición. Dijo:

—Señor Presidente, si se me permite hacer una sugestión: ¿no pueden ambos caballeros tener razón? Se lo subrayo a usted, señor: ¿no puede haber sucedido que ambos hayan dicho exactamente las mismas palabras al forastero? A mí me parece…

El curtidor se puso de pie y lo interrumpió. El curtidor era un hombre resentido; se creía con títulos para ser uno de los Diecinueve, pero no pudo conseguir que se los reconozcan. Esto hacía un poco desagradables sus modales y su manera de hablar. Dijo:

—¡Vaya, no es ése el asunto! ¡Eso podría suceder… un par de veces en unos cien años… pero no lo otro! ¡Ninguno de los dos dio los veinte dólares!

[Conato de aplausos].

BILLSON: —¡Yo lo hice!

WILSON: —¡Yo lo hice!

Después, cada uno de ellos acusó al otro de robo.

EL PRESIDENTE: —¡Orden! Siéntense, por favor… los dos. Ninguna de las notas estuvieron fuera de mi poder en ningún momento.

UNA VOZ: —¡Bueno, eso prueba eso!

EL CURTIDOR: —Señor presidente: ahora una cosa resulta evidente: uno de estos hombres ha estado espiando bajo la cama del otro, y hurtando secretos de familia. Si no es antiparlamentario sugerirlo, quiero señalar que los dos son igualmente capaces de hacerlo. [EL PRESIDENTE: «¡Orden! ¡Orden!»]. Retiraré mi observación, señor, y me limitaré a sugerir que si uno de ellos ha espiado al otro revelando la observación de prueba a su esposa, lo podemos pescar ahora mismo.

UNA VOZ: —¿Cómo?

EL CURTIDOR: —Fácilmente. Los dos no han citado la observación utilizando exactamente las mismas palabras. Usted se hubiera dado cuenta de no haberse intercalado entre las dos lecturas una cantidad considerable de tiempo y una excitante discusión.

UNA VOZ: —Nombre la diferencia.

EL CURTIDOR: —La palabra muy está en la nota de Billson, y no en la otra.

MUCHAS VOCES: —¡Así es… él tiene razón!

EL CURTIDOR: —Y por consiguiente, si el Presidente quiere examinar la observación contenida en el bolso, nos enteraremos de quién de estos dos impostores —[El Presidente: «¡Orden!»], quién de estos dos aventureros —[El Presidente: «¡Orden! ¡Orden!»], quién de estos dos caballeros [Risas y aplausos] está acreditado para que se lo reconozca como el primer charlatán alguna vez nacido en esta ciudad… a la cual ha deshonrado, y que será para él un bochornoso lugar de hoy en adelante! [Aplausos vigorosos].

MUCHAS VOCES: —¡Ábranlo… abran el bolso!

El señor Burgess abrió una hendidura en el bolso, introdujo su mano y extrajo un sobre. En su interior había un par de notas dobladas. Dijo:

—Una de ellas señala: «Que no sea examinada hasta que todas las comunicaciones escritas que hayan sido dirigidas al Presidente (si las hay) hayan sido leídas». La otra dice: «La Prueba». Permítanme. Dice que:

«Yo no requiero que la primera mitad de la observación que me fue hecha por mi benefactor sea citada con exactitud, porque no era extraordinaria y pudo ser olvidada, pero sus quince palabras finales eran completamente sorprendentes, y las considero fácilmente memorables; si ellas no son exactamente reproducidas, que el pretendiente sea considerado un impostor… Mi benefactor comenzó por decir que él raramente daba consejos a nadie, pero que cuando los daba, siempre ostentaban un sello de alta calidad. Luego dijo esto… que nunca se desvaneció en mi memoria: “Usted está lejos de ser un hombre malo…”».

CINCUENTA VOCES: —¡Esto lo resuelve… el dinero es de Wilson! ¡Wilson! ¡Wilson! ¡Que hable! ¡Que hable!

La gente saltó y se agrupó alrededor de Wilson, estrechándole la mano y felicitándolo fervorosamente… mientras el Presidente golpeaba con la maza y exclamaba:

—¡Orden, caballeros! ¡Orden! ¡Orden! Permítanme que termine de leer, por favor.

Cuando la quietud fue restaurada, la lectura fue reasumida… como sigue:

«Vaya y refórmese o —tenga en cuenta mis palabras— usted morirá e irá al infierno o a Hadleyburg. TRATE DE INGRESAR EN EL PRIMER LUGAR».

A esto siguió un silencio espantoso. Primero, un enojoso nubarrón comenzó a instalarse oscuramente sobre las caras de los ciudadanos. Tras una pausa, el nubarrón comenzó a elevarse, y una expresión alegre intentó tomar su lugar. Tan fuerte resultó este intento que sólo pudo ser controlado con gran y penosa dificultad. Los reporteros, los ciudadanos de Brixton y otros forasteros bajaron las cabezas, se taparon las caras con las manos y se las arreglaron para contenerse a costa de un gran esfuerzo y de una heroica cortesía. En este inoportunísimo instante explotó en el silencio el rugido de una voz solitaria, la voz de Jack Halliday:

—¡Esto sí que lleva un sello de alta calidad!

Entonces la concurrencia estalló, los forasteros y todos. Hasta la gravedad del señor Burgess se quebró en ese mismo momento, ante lo cual la audiencia se consideró oficialmente eximida de toda restricción, y sacaron el máximo partido de ese privilegio. Fue una enorme cantidad de risa, y era una risa de todo corazón, pero que cesó al fin, por lo menos durante el tiempo necesario como para que el señor Burgess intentara retomar el uso de la palabra, y para que la gente consiguiera enjugarse parcialmente los ojos; después volvió a explotar, una y otra vez, hasta que, al fin, Burgess fue capaz de pronunciar estas serias palabras:

—Es inútil tratar de ocultar el hecho… Nos hallamos en presencia de un asunto gravemente importante. Este asunto involucra el honor de vuestra ciudad y lastima su buen nombre. La diferencia de una sola palabra entre las frases ofrecidas por los señores Wilson y Billson ya era en sí una cosa seria, puesto que indicaba que uno u otro de esos caballeros había cometido un robo…

Los dos hombres estaban sentados blandamente, serenos, abatidos; pero ante esas palabras se movieron como empujados por un impulso eléctrico y comenzaron a levantarse…

—¡Siéntense! —dijo el Presidente con acritud, y ellos obedecieron—. Esa, como he dicho, ya era una cosa seria. Y lo era, sólo que para uno de ellos. Pero el asunto se ha vuelto más grave; porque ahora está en formidable peligro el honor de ambos. ¿Iré todavía más lejos, y diré en un peligro inextricable? Ambos omitieron las quince palabras cruciales.

Hizo una pausa. Durante algunos momentos permitió que el difuso silencio aumentara y profundizara sus impresionantes efectos, luego agregó:

—Parecería existir sólo una manera mediante la cual esto pudiera suceder. Les pregunto a estos caballeros… ¿Existió colusión?… ¿acuerdo?

Un suave murmullo se abrió camino a través de la concurrencia. Su significación era ésta:

—Los agarró a los dos.

Billson no estaba acostumbrado a las emergencias: quedó sentado en impotente colapso. Pero Wilson era un abogado. Luchó por levantarse, pálido y trastornado, y dijo:

—Solicito la indulgencia de los asistentes mientras explico este penosísimo asunto. Lamento decir lo que estoy por decir, puesto que esto infligirá un daño irreparable al señor Billson, a quien siempre había estimado y respetado, y en cuya invulnerabilidad a la tentación creía por completo… como todos ustedes. Pero para preservar mi propio honor, debo hablar… y con franqueza. Confieso avergonzado, y ahora les pido perdón por eso, que le dije al forastero arruinado todas las palabras contenidas en la observación del bolso, incluyendo a las quince detractoras [Sensación]. Cuando se hizo la reciente publicación yo las recordé, y resolví reclamar el bolso con el dinero, porque con todo derecho estaba acreditado para hacerlo. Ahora les pido a ustedes que consideren este punto, y que lo sopesen bien: aquella noche, la gratitud del forastero hacia mí no reconocía límites; él mismo dijo que no podía encontrar palabras de agradecimiento que le parecieran adecuadas y que si alguna vez tuviera la oportunidad me lo pagaría mil veces. Ahora bien, yo les pregunto a ustedes esto: ¿Podría yo esperar… podría yo creer… podría siquiera imaginar remotamente… que, sintiendo lo que él sentía sería capaz de hacer algo tan desagradecido como agregar aquellas quince palabras completamente inútiles a su prueba?… ¿Tendiéndome así una trampa?… ¿Exponiéndome como un detractor de mi propia ciudad ante mis propios conciudadanos reunidos en una asamblea pública? Era descabellado, era imposible. Su prueba debía contener solamente la bondadosa cláusula que iniciaba mi observación. Acerca de esto no cupo en mí ni la sombra de una duda. Ustedes no hubieran esperado una traición tan vil de parte de una persona a la que no hubieran ofendido. Y de ese modo, con perfecta seguridad, con perfecta confianza, escribí en un pedazo de papel las palabras iniciales… terminando con «Vaya, y refórmese»… y firmándolo. Cuando estaba por ensobrarlo fui llamado desde la oficina de atrás, y sin pensarlo dejé el papel a la vista sobre mi escritorio.

Aquí se detuvo, volvió con lentitud su cabeza en dirección de Billson, aguardó un instante, y entonces agregó:

—Les pido que tomen en cuenta lo siguiente: cuando volví, un poco después, el señor Billson se estaba retirando por la puerta de calle. [Sensación].

Billson se había puesto de pie instantáneamente, y gritaba:

—¡Es una mentira! ¡Es una infame mentira!

EL PRESIDENTE: —¡Siéntese, señor! ¡El señor Wilson tiene el uso de la palabra!

Los amigos de Billson lo obligaron a sentarse y lo tranquilizaron. Y Wilson prosiguió:

—Esos son los simples hechos. Mi nota estaba ahora en un lugar de la mesa distinto a aquél donde la había dejado. Me di cuenta de eso, pero no le adjudiqué importancia, creyendo que una corriente de aire la había trasladado allí. Que el señor Billson hubiese leído un documento privado era algo que no se me podía ocurrir: se trataba de un hombre honorable y debía estar más allá de todo eso. Si ustedes me permiten decirlo, creo que su palabra de más «muy» se explica con facilidad; es atribuible a un defecto de su memoria. Yo era el único hombre en el mundo que podía ofrecer acá cualquier detalle de la observación de prueba… por medios honorables… He terminado.

Nada hay en el mundo como un discurso persuasivo para trastornar los mecanismos mentales, alterar las convicciones y relajar las emociones de una audiencia no habituada a las trampas y los engaños de la oratoria. Wilson tomó asiento victorioso. La concurrencia lo sumergió en oleadas de aplausos aprobatorios. Sus amigos lo rodearon en enjambre, le estrecharon la mano y lo felicitaron, y Billson fue silenciado a gritos y no se le permitió decir una palabra. El Presidente martillaba y martillaba con su maza, y no hacía otra cosa que gritar:

—¡Pero permítanme proseguir, caballeros, permítanme proseguir!

Por último se obtuvo un apreciable grado de tranquilidad, y el sombrerero dijo:

—Pero, señor ¿qué otra cosa hay acá para proseguir salvo entregar el dinero?

VOCES: —¡Eso es! ¡Eso es! ¡Adelante, Wilson!

EL SOMBRERERO: —Propongo tres ovaciones para el señor Wilson, símbolo de la virtud especial que…

Las ovaciones explotaron antes que pudiera terminar de hablar —y en medio del clamor de la masa también—. Algunos entusiastas elevaron a Wilson sobre la fuerte espalda de un amigo y comenzaron a llevarlo hacia el estrado. La voz del Presidente surgió ahora por encima del estrépito …

—¡Orden! ¡A sus lugares! Ustedes olvidan que aún falta leer un documento.

Cuando la tranquilidad fue reimpuesta, tomó el documento y ya iba a leerlo, pero volvió a dejarlo, diciendo:

—Lo olvidaba. Esto no debe ser leído sin que se hayan leído antes todas las comunicaciones escritas que recibí.

Extrajo de su bolsillo un sobre, sacó su contenido, le echó un vistazo (parecía asombrado), lo sostuvo, y siguió mirándolo, mirándolo con fijeza.

Veinte o treinta voces gritaron:

—¿De qué se trata? ¡Léalo! ¡Léalo!

«La observación que yo le hice al forastero [Voces: “¡Hola ¿qué es esto?!”] fue ésta: “Usted está lejos de ser un hombre malo. [Voces: ‘¡Dios Santo!’]. Vaya y refórmese”». [Voces: “¡Oh, qué tomadura de pelo!”]. Firmada por el señor Pinkerton, el banquero.

El pandemonio de placer que estalló en ese momento fue de esa clase que puede hacer llorar al más juicioso de los hombres. Quienes carecían de control rieron hasta que les saltaron las lágrimas; los reporteros, doloridos de risa, apuntaban garabatos desordenados que nadie en el mundo podría descifrar; y un perro dormido se levantó de un salto, y ladró como si se hubiera vuelto loco ante el tumulto. Toda clase de gritos surcaban la baraúnda:

—¡Nos estamos volviendo ricos!… ¡Dos Símbolos de Incorruptibilidad!… ¡Sin contar a Billson!…

¡Tres!… ¡Cuenten a Shadbelly!… ¡No podemos tener demasiados!

—¡Está bien!… ¡Billson es elegido!

—¡Cielos! ¡Pobre Wilson… víctima de dos ladrones!

UNA VOZ PODEROSA: —¡Silencio! ¡El Presidente está pescando alguna otra cosa en su bolsillo!

VOCES: —¡Hurra! ¿Es algo fresco? ¡Que lo lea, lea, lea!

EL PRESIDENTE: [leyendo]:

«La observación que yo le hice», etcétera: «Usted está lejos de ser un hombre malo. Vaya», etcétera. Firmada: Gregory Yates.

UN TORNADO DE VOCES: —¡Cuatro Símbolos! ¡Hurra por Yates! ¡A pescar otra vez!

La concurrencia estaba ahora de un buen humor estruendoso y dispuesta a extraer de la ocasión toda la alegría que ella podía ofrecer. Varios de los Diecinueve, con apariencia pálida y trastornada, se levantaron y comenzaron a abrirse camino hacia las naves laterales, pero se alzó un coro de gritos:

—¡Las puertas, las puertas!… ¡Cierren las puertas! ¡Ningún Incorruptible debe abandonar el lugar! ¡Que se siente todo el mundo!

La orden fue obedecida.

—¡A pescar de nuevo! ¡Lea! ¡Lea!

El Presidente pescó otra vez, y una vez más las palabras familiares comenzaron a brotar de sus labios:

«Usted está lejos de ser un hombre malo».

—¡El nombre! ¡El nombre! ¿Cuál es su nombre?

—L. Ingoldsby Sargent.

—¡Cinco elegidos! ¡Se amontonan los Símbolos! ¡Siga! ¡Siga!

«Usted está lejos de ser un hombre malo…».

—¡El nombre! ¡El nombre!

—Nicholas Whitworth.

—¡Viva! ¡Viva! ¡Es un día simbólico!

Alguno gimoteó, y empezó a cantar estos versos (omitiendo la frase «La cosa es así») con la hermosa tonada de «Cuando un hombre tiene miedo, una hermosa doncella…», de la ópera «El Mikado». La audiencia se le unió alegremente; entonces, en el momento preciso, alguien contribuyó con otro verso:

Y esto no lo olvides…

La concurrencia bramó. De inmediato, un tercer verso fue provisto:

Lejos de Hadleyburg están los Incorruptibles…

También ante esto bramó la multitud. Cuando la última nota moría, la voz de Jack Halliday se elevó alta y clara, cargada con una línea final:

¡Pero pueden apostarlo, los Símbolos están aquí!

Esto fue cantado con estruendoso entusiasmo. Luego la feliz concurrencia recomenzó desde el principio y cantó dos veces los cuatro versos con ímpetu y cadencia inmensos, terminando con un estrepitoso triple hurra y un viva final para «Hadleyburg la Incorruptible y todos aquellos de sus Símbolos a quienes encontremos merecedores de recibir el sello de alta calidad esta noche».

Entonces los gritos dirigidos hacia el Presidente volvieron a comenzar, cubriendo todo el lugar:

—¡Adelante! ¡Adelante! ¡Lea! ¡Lea algo más! ¡Lea todo lo que tenga!

—¡Eso es… adelante! ¡Estamos ganando celebridad eterna!

Una docena de hombres se incorporó ahora y se puso a protestar. Dijeron que esa farsa era obra de algún jugador abandonado, y que constituía un insulto para la comunidad entera. Sin lugar a dudas, todas aquellas firmas eran falsificadas…

—¡Siéntense! ¡Siéntense! ¡Cierren la boca! Ustedes están confesando. Vamos a encontrar sus nombres en el lote.

—Señor Presidente: ¿cuántos sobres de esos tiene usted?

El Presidente contó.

—Junto con los que ya fueron examinados, hay diecinueve.

Estalló una tormenta de sarcásticos aplausos.

—Tal vez todos ellos contienen el secreto. Propongo que usted los abra a todos y lea toda firma que esté unida a una nota de esa naturaleza… y que también lea las primeras ocho palabras de la nota.

El cumplimiento de esta moción fue iniciado y llevado a cabo… clamorosamente. Entonces el pobre viejo Richards se incorporó y su mujer hizo lo mismo, parándose a su lado. Su cabeza estaba reclinada de modo que nadie pudiera descubrir que ella lloraba. Su marido le dio el brazo, y sosteniéndola así, comenzó a hablar con voz sollozante:

—Amigos míos, ustedes nos conocen bien a los dos, a Mary y a mí, a todas nuestras vidas, y creo que ustedes nos han estimado y respetado…

El Presidente lo interrumpió:

—Permítame. Eso es completamente cierto… lo que usted está diciendo, señor Richards: esta ciudad los conoce, a ustedes dos; los estima; los respeta; aún más: los honra y los ama

La voz de Halliday resonó:

—¡Ese es un sello de alta calidad, también! ¡Si el Presidente tiene razón, que la asamblea alce su voz y lo diga! ¡Arriba! ¡Ahora, entonces…! ¡Hip, hip, hip!… ¡Todos juntos!

La concurrencia se levantó en masa, fervorosamente enfrentó a la anciana pareja, colmó el aire con una tormenta nevada de ondulantes pañuelos, y dejó en libertad a sus vítores con todo su afectuoso corazón.

Entonces, el Presidente continuó:

—Lo que yo iba a decir es esto: nosotros conocemos su buen corazón, señor Richards, pero este no es el momento de ejercer caridad con delincuentes [Gritos de «¡Perfecto! ¡Perfecto!»]. Veo su generoso propósito en su rostro, pero no puedo permitirle que abogue por esos hombres…

—Pero yo estaba por…

—Tome asiento, por favor, señor Richards. Debemos examinar el resto de esas notas… Simplemente la necesidad de ser equitativos con los hombres que ya fueron puestos al descubierto exige esto. Tan pronto como haya sido hecho, le doy mi palabra, usted será escuchado.

MUCHAS VOCES: —¡Muy bien! ¡Muy bien!… ¡El Presidente tiene razón! ¡Ninguna interrupción puede ser permitida en este estado de cosas!

La anciana pareja se sentó con pocas ganas, y el marido susurró a su mujer:

—Es penosamente duro tener que esperar. La vergüenza será mayor que nunca cuando descubran que estábamos por implorar por nosotros mismos.

De inmediato la alegría volvió a liberarse ante la lectura de los nombres.

«Usted está lejos de ser un hombre malo…». Firma: Robert J. Titmarsh.

«Usted está lejos de ser un hombre malo…». Firma: Eliphalet Weeks.

«Usted está lejos de ser un hombre malo…». Firma: Oscar B. Wilder.

En este momento la concurrencia tuvo la idea de apoderarse de las ocho palabras que obraban en manos del Presidente. Este no se sintió desagradecido ante esta actitud. De ahí en adelante, él exhibía cada nota por turno, y aguardaba. La concurrencia coreó las ocho palabras en un volumen de sonido sólido, equilibrado y profundamente musical (que tenía una atrevida semejanza a un bien conocido canto religioso)…

«Usted está l-e-j-o-s de ser un hombre m-a-l-o…».

Luego el Presidente decía:

—Firma: Archibald Wilcox.

Y así sucesivamente, así sucesivamente, nombre tras nombre. Y todo el mundo pasaba un creciente y glorioso buen rato, con excepción de los miserables Diecinueve. De vez en cuando, al ser mencionado un apellido particularmente brillante, la concurrencia hacía esperar al Presidente, mientras cantaba la totalidad de la observación de prueba, desde el principio hasta las palabras finales:

«… y va a ir al infierno o a Hadleyburg… Trate de que sea al pri-mer lu-gar!».

Y en esos casos especiales, añadía un enorme y agónico e imponente:

¡A-a-a-a mén!

La lista se acortaba, se acortaba, se acortaba. El pobre viejo Richards llevaba la cuenta, estremeciéndose cada vez que era pronunciado un nombre parecido al suyo, y aguardando en miserable suspenso que arribara la ocasión en la que sería su humillante privilegio levantarse con Mary y finalizar su plañido, que pensaba expresar de esta manera:

—… «Porque hasta ahora nosotros nunca habíamos hecho algo malo, sino que habíamos seguido, irreprochables, por nuestro humilde camino. Somos muy pobres, somos viejos, y no tenemos polluelos ni chicos que nos ayuden; fuimos dolosamente tentados, y caímos. Cuando me incorporé antes era mi propósito confesar y pedir que mi nombre no fuera leído en este lugar público; porque nos parecía que no podríamos soportarlo. Pero se me impidió hacerlo. Era justo: nos correspondía sufrir con los demás. Es la primera vez que hemos escuchado salir de los labios de alguien a nuestro nombre… empañado. Sed piadosos… en memoria de los días mejores. Haced nuestra vergüenza tan fácil de soportar como vuestra caridad lo permita».

En este punto de su fantaseo, Mary le pegó un codazo, al percibir la abstracción de su espíritu. La concurrencia cantaba:

«Usted está lejos», etcétera.

—Apróntate —susurró Mary—. Ahora vienen nuestros nombres. Ya leyó dieciocho.

El canto terminó.

—¡El siguiente! ¡El siguiente! ¡El siguiente! —la salva surgió de toda la concurrencia.

Burgess introdujo la mano en el bolsillo. La pareja de ancianos, temblorosa, comenzó a levantarse. Burgess tanteó un momento, luego dijo:

—Veo que las he leído a todas.

Casi desvanecidos por la alegría y la sorpresa, la pareja volvió a caer en sus asientos, y Mary murmuró:

—¡Oh, Dios bendito, estamos salvados!… ¡Burgess ha perdido la nuestra! ¡No cambiaría esto por un centenar de esos bolsos!

La multitud volvió a estallar con su parodia de El Mikado, y la cantó tres veces, con entusiasmo sucesivamente creciente, saltando sobre sus pies cada vez que llegaba a la línea final:

¡Pero pueden apostarlo, los Símbolos están aquí! y culminando con vítores y un hurra por «la pureza de Hadleyburg y de nuestros dieciocho inmortales representantes de ella».

Entonces Wingate, el talabartero, se incorporó y propuso vítores «por el hombre más puro de la ciudad, el único y solitario ciudadano importante de ella que no había intentado robar el dinero… Edward Richards».

Los vítores fueron brindados con enorme y emocionante cordialidad. Después alguien propuso que Richards fuese elegido único guardián y Símbolo de la ahora Sagrada Tradición de Hadleyburg, con poder y derecho para erigirse a enfrentar a todo el sarcástico mundo cara a cara.

La propuesta fue aprobada por aclamación. Luego cantaron El Mikado una vez más, terminándolo con:

¡Y un Símbolo ha quedado, puedes apostarlo!

Hubo una pausa, luego:

UNA VOZ: —Entonces, ¿quién va a hacerse ahora del bolso?

EL CURTIDOR (con amargo sarcasmo): —Esa cuestión es fácil ahora. El dinero tiene que ser dividido entre los dieciocho Incorruptibles. Cada uno de ellos dio al forastero sufriente veinte dólares… más esa observación, cada uno a su turno. A la procesión le tomó veintidós minutos recorrer el pasado. Lo apostado al forastero, contribución total; trescientos sesenta dólares. Todo lo que ellos quieren es apenas la devolución de su préstamo… y el interés… cuarenta mil dólares juntos.

MUCHAS VOCES (burlescamente): —¡Eso es! ¡Que lo dividan! ¡Que lo dividan! ¡Sean amables con los pobres! ¡No los hagan esperar!

EL PRESIDENTE: ¡Orden! Ahora voy a ofrecerles el último documento del forastero. Dice así: «Si ningún candidato apareciera [gran coro de suspiros], deseo que usted abra el bolso y entregue el dinero a los principales ciudadanos de Hadleyburg, que lo tomarán en custodia [exclamaciones de “¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!”] y lo usarán de la manera que a ellos les parezca mejor para difundir y preservar la noble reputación de incorruptible honestidad de vuestra comunidad [más exclamaciones], una reputación a la cual sus nombres y sus esfuerzos añadirán un esplendor nuevo y de largo alcance». [Entusiasta explosión de aplausos sarcásticos]. Esto parece ser todo. No, aquí hay un postscriptum.

P. S. — CIUDADANOS DE HADLEYBURG: «No existe observación de prueba… nadie hizo alguna. [Gran sensación]. No hubo ningún forastero pobre, ni contribución de veinte dólares, ni bendición o cumplimiento que los acompañara… Todo eso son invenciones. [Zumbido general y murmullos de sorpresa y de placer]. Permítanme contar mi historia… sólo tomará una o dos palabras. Yo pasé por la ciudad de ustedes en cierta época, y recibí una honda ofensa inmerecida. Cualquier otro hombre se hubiera contentado con matar a uno o dos de ustedes y dar por saldada la cuenta, pero para mí tal cosa hubiera constituido una venganza trivial e inadecuada, porque los muertos no sufren. Además, yo no podía matar a todos ustedes. Y, de todos modos, siendo como soy, ni aún eso me hubiera satisfecho. Quise dañar a todos los hombres del lugar, y a todas las mujeres… y no en sus cuerpos o en sus bienes, sino en su vanidad, el lugar donde la gente débil y tonta es más vulnerable. De manera que me disfracé y regresé y los estudié. Ustedes constituían un juego fácil. Ustedes poseían una antigua e ilustre reputación de honestidad, y como es natural, se sentían orgullosos de ella… Era el tesoro de los tesoros para ustedes, la niña mimada de sus ojos. Tan pronto como descubrí con cuanto cuidado y vigilancia se mantenían a ustedes mismos y mantenían a sus hijos alejados de la tentación, supe cómo proceder. ¿No saben ustedes, criaturas simples, que la más endeble de todas las cosas endebles es una virtud que no ha sido sometida a prueba de fuego? Tracé un plan y reuní una lista de nombres. Mi proyecto consistía en corromper a Hadleyburg la Incorruptible. Mi idea consistía en convertir en mentirosos y ladrones a cerca de medio centenar de hombres y mujeres irreprochables que nunca en su vida habían proferido una mentira o robado un penique. Tenía miedo de Goodson. Él no había nacido ni se había educado en Hadleyburg. Yo tenía miedo de que, si comenzaba a poner en funcionamiento mi proyecto, dejando mi carta entre ustedes, se dirían a sí mismos: “Goodson es el único hombre entre nosotros que podría haber regalado veinte dólares a un pobre diablo”… y entonces no hubieran mordido mi cebo. Pero el Paraíso se llevó a Goodson; entonces comprendí que yo estaba a salvo, y tendí mi trampa y puse el señuelo. Podría suceder que no atrapara a todos los hombres a quienes envié por correo la pretendida observación secreta, pero atraparía a la mayor parte de ellos si es que conocía la naturaleza de Hadleyburg. [Voces: “Correcto. Agarró hasta al último de ellos”]. Yo creo que robarían hasta el ostensible dinero de un jugador antes que perderlo, esos miserables, tentados y novatos felones. Albergo la esperanza de humillar eterna y perpetuamente la vanidad de ustedes y de otorgar a Hadleyburg un nuevo renombre —uno que persistirá— y que se difundirá a lo lejos. Si he logrado esto, abran el bolso y convoquen al Comité para la Propaganda y Preservación de la Reputación de Hadleyburg».

UN CICLÓN DE VOCES: ¡Ábranlo! ¡Ábranlo! ¡Los Dieciocho al frente! ¡Comité para la Propagación de la Tradición! ¡Adelante… los Incorruptibles!

El Presidente desgarró el bolso de lado a lado, y juntó un puñado de relucientes, grandes, amarillas monedas, las golpeó entre sí, luego las examinó…

—¡Amigos, no son otra cosa que discos de plomo dorados!

Ante estas noticias, se produjo una estrepitosa erupción de placer, y cuando el ruido se apaciguó, el curtidor exclamó:

—Por derecho de aparente antigüedad en este negocio, el señor Wilson es Presidente del Comité de Propagación de la Tradición. Yo propongo que se adelante en representación de sus iguales, y que reciba en custodia el dinero.

UN CENTENAR DE VOCES: —¡Wilson! ¡Wilson! ¡Wilson! ¡Que hable! ¡Que hable!

WILSON (con voz trémula de furia): —¡Ustedes me van a permitir que lo diga, y sin disculparme por mi modo de hablar! ¡Maldito sea el dinero!

UNA VOZ: —¡Oh, y eso que es un bautista!

UNA VOZ: —¡Quedan Diecisiete Símbolos! ¡Arriba, caballeros y asuman su custodia!

Hubo una pausa… ninguna respuesta.

EL TALABARTERO: —Señor Presidente, de cualquier manera tenemos un hombre puro de la antigua aristocracia, y necesita dinero y lo merece. Yo propongo que usted designe a Jack Halliday para que suba allí y remate esas doradas piezas de veinte dólares, y que luego dé la suma obtenida al hombre que la merece… Edward Richards.

Esta proposición fue recibida con gran entusiasmo. El perro intervino otra vez; el talabartero inició las ofertas con un dólar, la gente de Brixton y el representante de Barnum lucharon duramente por el objeto, la gente vitoreaba ante cada salto de las ofertas, la excitación trepaba momento a momento y más y más alto, los competidores se pusieron más briosos y se volvieron sostenidamente más y más atrevidos, más y más determinados, las ofertas saltaron de un dólar a cinco, luego a diez, luego a veinte, luego a cincuenta, luego a cien, luego…

Al comenzar el remate, Richards susurró angustiado a su mujer:

—¡Oh, Mary! ¿Podemos permitirlo?… Esto… esto… lo ves, es un premio al honor, un testimonio de pureza de carácter, y… y… ¿podemos permitirlo? ¿No haría mejor en levantarme y… y… podemos permitirlo? ¿No haría mejor en levantarme y… Oh, Mary, qué deberíamos hacer?… ¿Qué crees que nosotros…? [Voz de Halliday: «¡Quince me ofrecen! ¡Quince por el bolso! ¡Veinte! ¡Ah, gracias! ¡Treinta… Gracias de nuevo!… ¿Escuché cuarenta?… ¡Son cuarenta! ¡Hagan rodar la pelota caballeros, háganla rodar!… ¡Cincuenta!… ¡Gracias, noble romano! ¡Vamos por los cincuenta, cincuenta, cincuenta!… ¡Setenta!… ¡Noventa!… ¡Espléndido!… ¡Cien!… ¡Aumenten, aumenten!… ¡Ciento veinte!… ¡Cuarenta!… ¡Justo a tiempo!… ¡Ciento cincuenta!… ¡DOSCIENTOS!… ¡Soberbio!… ¡¿Escucho dos cien…?! ¡Gracias!… ¡Doscientos cincuenta!…»].

—Es otra tentación, Edward… Estoy toda temblorosa… pero, oh, nos hemos salvado de una tentación, y eso debería prevenirnos de…

[«¿Escuché seis…? ¡Gracias! ¡Seiscientos cincuenta, seiscientos cin…! ¡SETECIENTOS].

—Y sin embargo, Edward, cuando lo piensas, nadie sosp…

[«¡Ochocientos dólares!… ¡Hurra!… ¡Que sean nueve!… ¡Señor Parsons… ¿lo escuché decir?…! ¡Gracias… nueve!… ¡Este noble bolso con plomo virgen se está yendo por sólo novecientos dólares, con dorado y todo!… ¡Vamos!… ¡¿Escucho…?! ¡…Mil!… ¡Gracias a todos ustedes…! …¿Alguien dijo mil cien?… ¡Un bolso que está en camino de ser el más célebre de todo el U…!»].

—¡Oh, Edward (empezando a sollozar), nosotros somos tan pobres!… pero… haz lo que creas mejor… haz lo que creas mejor.

Edwards estaba desmoronado, es decir, sentado en silencio; sentado con una conciencia que no se sentía satisfecha, pero que era superada por las circunstancias.

Mientras tanto, un forastero que parecía un detective aficionado con el aspecto de un imposible conde inglés, había permanecido observando las actuaciones de la velada con interés manifiesto y una expresión satisfecha en la cara; y las había estado comentando para sí. Ahora estaba empeñado en un soliloquio de esta naturaleza: «Ninguno de los Dieciocho está ofertando: esto no resulta satisfactorio. Debo modificar la situación… La unidad dramática lo exige. Ellos deben comprar el bolso que intentaron robar; también deben pagar un precio elevado… algunos de ellos son ricos. Y hay otra cosa: cuando me equivoco acerca de la naturaleza de Hadleyburg, el hombre que me impone ese error tiene derecho a un elevado honorario, y alguien debe pagarlo. Ese pobre anciano Richards ha avergonzado mi enjuiciamiento. Él es un hombre honesto; yo no lo entiendo, aunque lo reconozco. Sí, él aceptó mis cartas aceptando su juego superior y, de acuerdo con el derecho, el pozo le pertenece. Y además va a ser un buen pozo, si consigo manejar el asunto. Me ha decepcionado, pero eso ya pasó».

Estaba observando la pugna. Al llegar al millar, el mercado quebró, las ofertas decayeron rápidamente. Él esperaba… y observaba en silencio. Un competidor abandonó, después otro, y otro. Ahora ofreció uno o dos aumentos de la oferta. Cuando estos se estancaron en diez dólares, él agregó cinco. Alguien le aumentó tres. Él aguardó un momento, y después elevó la oferta mediante un salto de cincuenta dólares, y el bolso fue suyo… por mil doscientos ochenta y dos dólares. La concurrencia prorrumpió en vítores… después se silenció, porque él estaba de pie y levantaba la mano. Empezó a hablar:

—Deseo decir una palabra, y pedir un favor. Yo soy un especulador en rarezas, y tengo trato con personas interesadas en numismática en todo el mundo. De esta adquisición puedo obtener un beneficio, tal como está. Pero si ustedes me otorgan su consentimiento, existe una manera mediante la cual puedo lograr que cada uno de esos dólares de plomo valga su precio en oro, y tal vez más. Concédanme su asentimiento, y le daré parte de mis ganancias a vuestro señor Richards, cuya invulnerable probidad han reconocido tan justa y cordialmente esta noche. Su parte será diez mil dólares, y se los entregaré mañana. [Gran aplauso de la concurrencia. Pero la «invulnerable probidad» hizo sonrojar de lo lindo a los Richards; aunque pasó por modestia, y no vino mal]. Si ustedes aprobaran mi proposición por una buena mayoría —me gustaría que fueran las dos terceras partes de los votos—, consideraré eso como la aprobación de la ciudad, que es todo lo que pido. Las rarezas son siempre ayudadas por alguna ingeniosidad que provocará la curiosidad y atraerá la atención. Ahora bien, si yo puedo obtener el permiso de ustedes para grabar sobre las caras de cada una de esas supuestas monedas los nombres de los dieciocho caballeros que…

El noventa por ciento de la audiencia se puso de pie en un instante —con perro y todo— y la proposición fue aprobada con un remolino de aplausos de asentimiento y risas.

Luego se sentaron, y todos los Símbolos, con excepción del «doctor» Clay Harkness, se pusieron de pie, protestando violentamente contra el ultraje propuesto y amenazando con…

—Les ruego que no me amenacen —dijo el forastero calurosamente—. Conozco mis derechos legales, y no estoy acostumbrado a que me asusten con bravuconadas. [Aplausos].

Se sentó. En este momento, el «doctor» Harkness vio una oportunidad. Él era uno de los dos hombres más ricos del lugar, y Pinkerton era el otro. Harkness era propietario de una casa de cambio; es decir: de una popular medicina patentada. Estaba compitiendo por la representación de un partido en la legislatura, mientras Pinkerton lo hacía por el otro. Era una carrera limitada y una carrera caliente, y cada día se estaba poniendo más caliente. Ambos sentían fuerte apetito por el dinero. Cada uno había comprado una gran fracción de tierra con un propósito: iba a haber un nuevo ferrocarril, y los dos querían estar en la legislatura para ayudar a ubicar el recorrido en su propia ventaja: un solo voto podría forzar la decisión, y junto con ella dos o tres fortunas. La apuesta era grande, y Harkness un especulador atrevido. Estaba sentado al lado del forastero. Se inclinó hacia él mientras uno u otro de los demás Símbolos entretenían a la concurrencia con sus protestas y apelaciones, y le preguntó, en un susurro:

—¿Cuál es su precio por el bolso?

—Cuarenta mil dólares.

—Le daré veinte.

—No.

—Veinticinco.

—No.

—Digamos treinta.

—El precio es cuarenta mil dólares ni un penique menos.

—Muy bien. Se los daré. Iré al hotel a las diez de la mañana. No quiero que se sepa. Lo veré en privado.

—Muy bien.

Luego el forastero se levantó y dijo a la concurrencia:

—Veo que es tarde. Los discursos de esos caballeros no carecen de mérito, no carecen de interés, no carecen de gracia. A pesar de eso, si puedo ser excusado, me voy a retirar. Les agradezco el gran favor que me han hecho al concederme mi petición. Solicito al Presidente que me guarde el bolso hasta mañana, y que entregue estos tres billetes de quinientos dólares al señor Richards.

Los billetes pasaron a las manos del Presidente.

—Mañana a las nueve vendré por el bolso, y a las once entregaré el resto de los diez mil al señor Richards en persona, en su casa. Buenas noches.

A continuación abandonó el lugar, y dejó a la audiencia haciendo un vasto ruido, que estaba compuesto por una mezcla de vítores, la canción de El Mikado, la desaprobación del perro, y el canto «¡Usted está l-e-j-o-s de ser un hombre m-a-l-o…! ¡A-a-a-a-a-men!».