La ciudad de Hadleyburg despertó mundialmente celebrada… sorprendida… feliz… envanecida. Envanecida más allá de lo imaginable. Sus diecinueve principales ciudadanos andaban estrechándose las manos unos con otros, radiantes y sonrientes, y congratulándose, y diciendo:
—«Esta cosa agrega una nueva palabra al diccionario… Hadleyburg, sinónimo de incorruptible… ¡Destinada a vivir en los diccionarios para siempre!».
Y los ciudadanos menores y sin importancia y sus esposas actuaban con mucho de la misma manera. Todo el mundo corría al banco para ver el bolso con el oro, y antes del mediodía, apesadumbradas y envidiosas multitudes comenzaron a confluir desde Brixton y todas las ciudades vecinas. Y esa tarde y el día siguiente comenzaron a llegar periodistas desde todas partes para certificar la existencia del bolso y de su historia, y escribir nuevamente todo el asunto, y esbozar brillantes y liberales descripciones del bolso, y de la casa de Richards, y del banco y de la iglesia presbiteriana, y de la iglesia bautista, y de la plaza pública, y de la municipalidad donde se llevaría a cabo la prueba y se entregaría el dinero. Y retratos infames de los Richards, y del banquero Pinkerton, y de Cox, y del encargado, y del reverendo Burgess, y del jefe del correo… y hasta de Jack Halliday, que era el hombre errabundo, de buen carácter, de poca importancia, pescador y cazador irreverente, amigo de los muchachos, amigo de los perros perdidos, el típico «Sam Lawson» de la ciudad. El minúsculo, afectadamente sonriente, el untuoso Pinkerton, exhibía el bolso ante todos los que llegaban y se frotaba con placer las palmas de las manos, dilatándose en disertaciones sobre la hermosa y antigua reputación honesta de la ciudad y sobre esta maravillosa garantía de esa reputación, y esperaba y creía que el ejemplo habría de cundir ahora a lo largo y lo ancho del mundo americano, y que haría época en el problema de la regeneración moral. Y así y así continuaba.
Al término de una semana las cosas volvieron a aquietarse. La salvaje intoxicación de orgullo y exaltación había amainado hasta transformarse en un suave, dulce, callado placer… una especie de profunda e inenarrable satisfacción sin nombre. En todas las caras se apreciaba un aspecto de apacible, santa felicidad.
Entonces sobrevino un cambio. Fue un cambio gradual: tan gradual que sus inicios apenas fueron advertidos. Tal vez no fueron advertidos en absoluto, excepción hecha de Jack Halliday, quien siempre advertía cualquier cosa, y que siempre bromeaba con todo, también, sin importarle de que se tratara. Comenzó a difundir observaciones irónicas, acerca de que la gente no parecía estar tan feliz como uno o dos días antes. Y en seguida señaló que el nuevo aspecto se estaba precipitando en una profunda tristeza. Luego, que estaba adquiriendo una apariencia enfermiza, y por último dijo que todo el mundo se estaba volviendo tan taciturno, ensimismado y distraído, que él podría robar al hombre más tacaño de la ciudad el último centavo del fondo del bolsillo de sus pantalones, sin perturbar sus ensueños.
En este punto de la situación —o hacia este punto—, un dicho como éste se introducía (acompañado por un suspiro, generalmente), en el espíritu de cada uno de los ciudadanos principales, a la hora de dormir:
—¡Ay! ¿Cuál pudo haber sido la observación que hizo Goodson?
E inmediatamente, con un estremecimiento, venía esto, de la esposa del hombre:
—¡Oh, no! ¿Qué cosa horrible estás pensando? ¡Quítatelo de la cabeza, por amor de Dios!
Pero la pregunta era replanteada por aquellos hombres la noche siguiente… y obtenía la misma respuesta, aunque más débil.
Y la tercera noche los hombres aún volvían a manifestar la pregunta… con angustia y distraídamente. Esta vez —y la noche siguiente— las esposas se inquietaban débilmente, e intentaban decir algo. Pero no lo hacían.
Y una noche después se rencontraban con su lengua y respondían… con vehemencia:
—¡Oh, si pudiéramos adivinarlo!
Los comentarios de Halliday se volvían cada día más y más brillantemente desagradables y despectivos. Andaba de un lado a otro con diligencia, riéndose de la ciudad, individualmente y en total. Pero en la ciudad la única risa que quedaba era la suya: y se descargaba sobre una vacía y lúgubre oquedad. No se podía descubrir siquiera una sonrisa en lugar alguno. Halliday andaba con una caja de cigarros montada sobre un trípode. Haciendo como que se trataba de una cámara fotográfica, detenía a cuantos pasaban, los enfocaba con el aparato, y decía:
—¡Listos!… Ahora muéstrense contentos, por favor.
Pero ni esta broma mayúscula podía sorprender en los rostros tristes alguna suavidad.
Así pasaron las semanas… Quedaba una. Era la tarde del sábado, después de la comida. En vez de la agitación y el estrépito y el ir y el andar por los comercios de los antiguos sábados, las calles estaban vacías y desoladas. Richards y su anciana esposa se sentaban apartados uno del otro en su pequeña sala… aplastados y pensativos. Ya esto se había transformado para ellos en un hábito nocturno; las costumbres de toda su vida que lo habían precedido: leer, tejer y conversar serenamente, recibiendo o devolviendo visitas de vecinos, habían muerto, se habían ido, estaban olvidadas, desde hacía mucho tiempo… desde hacía dos o tres semanas. Ahora nadie charlaba, nadie leía, nadie visitaba… la ciudad entera permanecía sentada en casa, suspirando, preocupada, silenciosa. Intentando descubrir la observación.
El cartero dejó una carta. Richards le echó una mirada indiferente a la letra y al sello —ninguno de los dos resultaban familiares— y la arrojó sobre la mesa, retomando sus cavilaciones y sus desesperanzadas y pesadas miserias en el punto donde las había dejado. Dos o tres horas después, su mujer se levantó cansinamente y ya se iba a la cama sin dar las buenas noches —una costumbre ahora— pero se detuvo cerca de la carta y la observó con muerto interés, luego rompió el sobre y comenzó a leer el contenido. Richards, que estaba sentado con la silla reclinada contra la pared y el mentón entre las rodillas, sintió que algo caía. Era su esposa. Corrió a su lado, pero ella gritó:
—¡Déjame sola! ¡Soy demasiado feliz! ¡Lee la carta! ¡Léela!
Él lo hizo. La devoró, con el cerebro tambaleante. La carta provenía de un estado lejano y decía:
Soy un extraño para usted, pero no importa. Tengo algo que decirle. Acabo de llegar a casa desde México, y me enteré del episodio. Desde luego, usted no sabe quién fue el que hizo la observación, pero yo lo sé, y soy la única persona viviente que lo sabe. Fue GOODSON. Lo conocí bien, hace muchos años. Yo estaba de paso por vuestra ciudad aquella misma noche y fui su huésped hasta que llegó el tren de la medianoche. Lo escuché hacer esa observación al forastero en la oscuridad… Fue en la Callejuela Hale. Él y yo comentamos el asunto durante el resto del camino, y mientras fumábamos en su casa. Él mencionó a muchos de sus conciudadanos en el curso de su charla… A la mayoría de ellos de modo muy poco elogioso, pero a dos o tres favorablemente: entre estos últimos estaba usted. Digo «favorablemente». Nada más generoso. Recuerdo que dijo que, en realidad, no le GUSTABA ninguna persona de la ciudad… ninguna, salvo usted… Yo CREO que dijo que usted —estoy casi seguro— le había prestado a él un gran servicio en cierta ocasión, posiblemente sin advertir su valor total, y que él deseaba tener una fortuna para dejársela a usted al morir, y una maldición para los otros ciudadanos. Ahora bien, si fue usted quien le hizo ese favor, usted es su heredero legítimo y tiene derecho al bolso del oro. Sé que puedo confiar en su honor y honestidad, porque en un ciudadano de Hadleyburg esas virtudes constituyen una herencia inequívoca, de manera que voy a revelarle la observación, bien seguro de que si usted no es el hombre adecuado, buscará y encontrará al verdadero, y velará para que la deuda de gratitud del pobre Goodson por el servicio mencionado sea pagada. Esta es la observación: USTED ESTA LEJOS DE SER UN HOMBRE MALO. VAYA Y REFÓRMESE.
HOWARD L. STEVENSON
—¡Oh, Edward, el dinero es nuestro, y estoy tan contenta, oh, tan contenta… bésame, querido, hace tanto tiempo que no nos besamos… y lo necesitábamos tanto… al dinero… y ahora quedas libre de Pinkerton y de su banco, y no serás más el esclavo de nadie! Me parece que podría volar de alegría.
Fue una feliz media hora la que la pareja derrochó en el diván acariciándose. Eran los viejos días que regresaban… días que habían empezado cuando se cortejaban y que se sucedieron sin una brecha hasta que el forastero trajo el mortífero dinero. Al rato, la esposa dijo:
—¡Oh, Edward, qué suerte fue que tú le hayas hecho ese gran favor al pobre Goodson! Nunca me gustó, pero ahora lo amo. ¡Y fue delicado y hermoso de tu parte no haberlo mencionado ni jactarte nunca!
Luego, con tono de reproche:
—Pero deberías habérmelo contado a mí, Edward, deberías habérselo contado a tu mujer, sabes.
—Bueno, yo… yo… Bueno, Mary, mira…
—Ahora deja de gemir y tartamudear, y cuéntame eso, Edward. Siempre te amé, y ahora me siento orgullosa de ti. Todo el mundo cree que sólo había un alma buena y generosa en la ciudad, y ahora resulta que tú… Edward, ¿por qué no me lo cuentas?
—Bueno… bueno… Este… ¡Vaya, Mary, no puedo!
—¿Que no puedes? ¿Por qué no?
—Mira, él… Bueno, él… ¡Él me hizo prometerle que no lo diría!
La mujer lo recorrió con la mirada y dijo, con mucha lentitud:
—¿Que… te hizo… prometerle? Edward, ¿por qué me dices eso?
—Mary, ¿crees que mentiría?
Ella permaneció molesta y silenciosa durante un instante; después puso su mano sobre la de él y dijo:
—No… no. Ya nos hemos extraviado bastante de nuestro modo de actuar… ¡Dios nos guarde de eso! En toda tu vida nunca dijiste una mentira. Pero ahora… ahora que los cimientos de las cosas parecen deshacerse debajo de nosotros, nosotros… nosotros…
Perdió la voz durante un instante; luego dijo con voz quebrada:
—«No nos dejes caer en la tentación»… Creo que hiciste la promesa, Edward. Que quede el resto así. Mantengámonos alejados de ese terreno. Ahora… todo eso ha pasado. Volvamos a ser felices; no es tiempo de nubarrones.
Edward encontró algún esfuerzo en darle el gusto, porque su mente perdíase en divagaciones… intentando recordar cuál era el favor que le había hecho a Goodson.
La pareja permaneció despierta casi toda la noche. Mary feliz y ocupada. Edward ocupado, pero no tan feliz. Mary planificando lo que haría con el dinero. Edward tratando de rememorar aquel servicio. En un principio su conciencia se resintió a causa de la mentira que había contado a Mary… si es que era una mentira. Después de muchas reflexiones… suponiendo que fuese una mentira… ¿Era eso tan importante? ¿No estamos siempre actuando mentiras? ¿Entonces por qué no decirlas? Miren a Mary… miren lo que había hecho ella. Mientras él salía presuroso a cumplir con su honesto cometido, ¿qué estaba haciendo ella? ¡Lamentándose porque los papeles no fueron destruidos y el dinero guardado! ¿Es robar mejor que mentir?
Ese punto dejó de aguijonearlo… la mentira se virtió hasta su último término, y tras ella dejó la comodidad. El punto próximo llegaba al frente: ¿Había prestado él aquél servicio? Bueno, ahí estaba el propio testimonio de Goodson registrado en la carta de Stephenson. No podía existir evidencia mejor que ésa… era hasta una prueba de que él lo había hecho. Por supuesto. Así que este punto quedaba resuelto… No, no del todo. Recordó con un estremecimiento que este desconocido señor Stephenson estaba un poquito inseguro en cuanto a si el favorecedor había sido Richards o algún otro… y ¡Oh, Dios, había empeñado el honor de Richards! Él debía decidir por sí mismo el destino del dinero… y el señor Stephenson no dudaba de que si él no era el hombre, iría honorablemente a buscar al verdadero. ¡Oh, era algo detestable poner a un hombre en esa situación!… ¡Ay, por qué no habría podido Stephenson eliminar aquella duda! ¿Qué había buscado al introducirla?
Más reflexiones. ¿Cómo pudo suceder que el nombre de Richards, y no el de cualquier otro hombre, perdurase en la memoria de Stephenson como indicando a la persona señalada? Esto parecía bueno. Sí, parecía muy bueno. De hecho, le iba pareciendo mejor y mejor… hasta que directamente se transformó en una prueba positiva. Y entonces Richards eliminó el problema de su cabeza, porque tenía el singular instinto de que a una prueba, una vez establecida, era mejor dejarla así.
Ahora se estaba sintiendo razonablemente cómodo, pero existía aún un detalle que pugnaba por ser percibido. Desde luego, él había hecho el favor… esto estaba establecido. ¿Pero cuál fue ese favor? Debía recordarlo… no podría ir a dormir hasta que lo hubiese recordado: esto volvería perfecta a su beatitud. Y de ese modo pensaba y pensaba. Pensó en una docena de cosas… favores posibles, incluso favores probables… pero ninguno parecía adecuado, ninguno de ellos parecía bastante grande, ninguno de ellos parecía valer el dinero… valer la fortuna que Goodson hubiese querido poder dejar en su legado. Ahora, entonces… ahora, entonces… ¿Qué clase de servicio sería capaz de volver a un hombre tan inusualmente agradecido? ¡Ah… la salvación de su alma! Eso debe ser. Sí, él podía recordar, ahora, como una vez había tomado a su cargo la tarea de convertir a Goodson, y se empeñó en ello tanto como… estaba por decir tres meses, pero después de un examen más estricto lo redujo a una semana, después a un día, después a nada. Sí, ahora él recordaba, y con una nitidez nada acogedora, que Goodson había dicho que se fuera al cuerno y se ocupara de sus propios asuntos… ¡Que él no estaba ansioso por seguir a Hadleyburg al Cielo! De manera que esa solución era un fracaso… él no había salvado el alma de Goodson. Richards estaba descorazonado. Luego, después de un rato, apareció otra idea: ¿no había salvado él la propiedad de Goodson? No, eso no… No tenía propiedad alguna. ¿Su vida? ¡Eso es! Por su puesto. ¡Vaya, bien podría haberlo pensado antes! Esta vez estaba en la buena huella, seguro. Ahora, en un minuto, la fábrica de su imaginación se puso a trabajar duro.
De aquí en más, a lo largo de dos agotadoras horas, Richards estuvo ocupado en salvar la vida de Goodson. La salvó mediante toda clase de recursos difíciles y peligrosos. En cada caso conseguía salvarlo satisfactoriamente hasta cierto punto; entonces, cuando comenzaba a sentirse bien convencido de que eso realmente había pasado, aparecía algún detalle molesto que transformaba al asunto entero en algo imposible. Como en el caso de la asfixia por inmersión, por ejemplo. En él, Richards había nadado arrastrando a Goodson inconsciente, con una gran multitud que observaba y aplaudía, pero cuando lo tuvo todo pensado y comenzaba a recordarlo todo, un enjambre entero de detalles descalificadores surgió a la luz: la ciudad se habría enterado del suceso, Mary se habría enterado, la cosa hubiera resplandecido como un reflector en su propia memoria, en vez de constituir un servicio insignificante, que él «posiblemente había prestado sin conocer su completo valor». Y en este momento recordó que, de cualquier modo, no sabía nadar.
¡Ah… acá había un punto que había pasado por alto desde el comienzo! Tenía que ser un servicio que él hubiera prestado «sin conocer su completo valor». Vaya, realmente esa debería ser una presa fácil… mucho más fácil que aquellas otras. Y bastante seguro, poco a poco la fue encontrando. Goodson, hacía muchísimos años, estuvo al borde de casarse con una muy dulce y bonita muchacha llamada Nancy Hewitt, pero, de un modo u otro, el compromiso se había quebrado; la muchacha murió; Goodson siguió soltero, y de a poco se transformó en un desabrido y franco despreciador de la especie humana. Tiempo después de la muerte de la muchacha, la ciudad descubrió, o creyó haber descubierto, que ella acarreaba una cucharada de sangre de negro en sus venas. Richards elaboró esos detalles un buen rato, y finalmente creyó que recordaba cosas concernientes a ellos que debían haberse perdido en su memoria durante el curso de una prolongada negligencia. Le pareció recordar confusamente que había sido él quien descubrió la sangre de negro; que él se lo había contado a la ciudad; que la ciudad le había contado a Goodson de dónde lo había sabido; que de tal modo él salvó a Goodson de casarse con la muchacha infectada; que él le había prestado este gran servicio «sin conocer su completo valor», de hecho sin saber que lo estaba haciendo; pero que Goodson reconoció su valor, así como el hecho de que se había salvado por un pelo, y que así se fue a la tumba, agradecido a su benefactor y deseando poseer una fortuna para legarle. Ahora todo estaba claro y simple, y cuanto más lo consideraba, más luminoso y verídico se volvía; y por último, cuando se acostó para dormir, satisfecho y feliz, recordaba al asunto entero como si hubiese sucedido el día anterior. En realidad, recordaba vagamente a Goodson expresándole su gratitud en una ocasión. Mientras tanto, Mary había gastado seiscientos dólares en una nueva casa para ella y en un par de pantuflas para su pastor, tras lo cual cayó apaciblemente dormida.
Aquella misma noche del sábado, el cartero había entregado una carta a cada uno de los otros ciudadanos principales… diecinueve en total. Ni siquiera dos de los sobres se asemejaban, y ni siquiera dos de las escrituras provenían de una misma mano, pero las cartas que iban adentro eran exactamente iguales en todos los detalles, excepción hecha de uno. Eran copias exactas de la carta recibida por Richards… manuscritas y todo… y todas firmadas por Stephenson, pero en lugar del nombre de Richards aparecía el nombre de cada uno de los que las recibieron.
A lo largo de toda la noche, dieciocho ciudadanos eminentes hicieron lo que al mismo tiempo estaba haciendo su colega Richards… poner en juego sus energías para recordar qué notable servicio era el que inconscientemente habían hecho a Barclay Goodson. En ningún caso resultó un trabajo fácil; sin embargo todos tuvieron éxito.
Y mientras ellos se aplicaban a este esfuerzo difícil, sus mujeres dedicaron la noche a gastar el dinero, lo que resultaba fácil. Durante esa única noche, las diecinueve esposas gastaron un promedio de siete mil dólares cada una de los cuarenta mil del bolso; en total, ciento treinta y tres mil dólares.
El día siguiente constituyó una sorpresa para Jack Halliday. Notó que los rostros de los diecinueve ciudadanos principales y los de sus mujeres volvían a ostentar esa expresión de pacífica y sagrada felicidad. No podía comprenderlo, ni era capaz de inventar sobre el asunto observación alguna que pudiera dañarlos o perturbarlos. Y así le llegó su turno de sentirse insatisfecho de la vida. Sus averiguaciones privadas sobre las razones de aquella felicidad fracasaron en todas las instancias, después de ser examinadas. Cuando encontró a la señora Wilcox y advirtió el plácido éxtasis de su rostro, se dijo:
—Su gata ha tenido gatitos —y fue y le preguntó a la cocinera: no había tal cosa: la cocinera había detectado la felicidad, pero ignoraba su causa. Cuando Halliday descubrió el éxtasis duplicado en la cara de «Shadbelly» Billson (sobrenombre ciudadano), se sintió seguro de que algún vecino de Billson se había quebrado una pierna, pero la investigación demostró que esto no había sucedido. El controlado éxtasis en el rostro de Gregory Yates sólo podía significar una cosa: había perdido a su suegra: otro error. «Y Pinkerton —Pinkerton— ha salvado diez centavos que consideraba perdidos». Y siempre así, siempre así. En ciertos casos las suposiciones se mantenían en duda, en los otros demostraron constituir evidentes errores. Por fin, Halliday se dijo:
—De todas maneras está claro que en Hadleyburg existen diecinueve familias pasando una temporada en el paraíso. No sé cómo sucedió; sólo sé que la providencia no cumple hoy con su deber.
Un arquitecto y constructor del estado vecino se había aventurado recientemente a montar un pequeño negocio en esta ciudad poco prometedora, y su letrero ya llevaba una semana colgado; era un hombre desanimado, que lamentaba haber venido. Pero su estado de ánimo cambió súbitamente ahora. Primero una y luego otra de las esposas de los ciudadanos principales se dirigieron a él secretamente:
—Venga a mi casa el lunes de la otra semana… pero no lo comente por el momento. Estamos pensando en construir.
Recibió once invitaciones ese día. Y esa noche le escribió a su hija y le hizo romper su noviazgo con un estudiante. Le dijo que podría casarse con un partido mucho mejor.
Pinkerton el banquero, y dos o tres otros hombres de posición proyectaban construir casas de campo, pero aguardaban. Esa clase de gente es de la que no cuenta sus pollos hasta que salen del huevo.
Los Wilson concibieron una grandiosa novedad: un baile de fantasía. No hicieron promesas reales, pero les contaban en confianza a sus relaciones que estaban pensando en el asunto y que probablemente lo harían… «y si lo hacemos, ustedes serán invitados, por supuesto». La gente estaba sorprendida, y se decían, unos a otros:
—Vaya, esos pobres Wilson están locos, ellos no pueden pagarlo.
De los diecinueve, varios dijeron en privado a sus esposas:
—Es una buena idea. Esperaremos a que hagan ese baile barato, y después nosotros organizaremos uno que los enfermará.
Fueron sucediéndose los días, y la cuenta de las futuras dilapidaciones se abultaba y se abultaba, más y más salvajemente, más y más necia y atolondradamente. Comenzó a parecer como si cada miembro de los diecinueve no sólo estuviera gastando sus cuarenta mil dólares enteros antes del momento de recibirlos, sino que verdaderamente estaría en deuda para el momento en que cobrarían el dinero. En algunos casos, la gente de cabeza liviana no se contentaba con proyectar el derroche: gastaban realmente… a crédito. Compraban tierras, hipotecas, granjas, acciones de Bolsa, ropas finas, caballos y muchas otras cosas, pagando los anticipos y haciéndose responsables por el resto… a diez días.
Pronto llegó el momento de pensar más sobriamente, y Halliday advirtió que una lívida ansiedad comenzaba a aparecer en buena cantidad de caras. Nuevamente se vio sorprendido, y no podía saber por qué:
«Los gatitos de los Wilcox no están muertos, porque nunca nacieron; nadie se quebró una pierna; no hay disminución de suegras; nada ha sucedido… es un misterio sin solución».
Había, además, otro hombre asombrado: el reverendo, señor Burgess. Durante días, dondequiera que él fuese, la gente parecía seguirlo o vigilarlo. Y aún cuando se encontrara en un sitio retirado, era seguro que aparecería alguno de los diecinueve poniéndole secretamente en las manos un sobre, mientras murmuraba:
—Para ser abierto en la Municipalidad la noche del jueves.
Y luego desaparecían con aspecto culpable. Él esperaba que alguien podría reclamar el bolso —lo cual era dudoso, sin embargo, estando muerto Goodson—, pero nunca se le hubiera ocurrido que podría reclamarlo toda esa multitud. Al fin, cuando el gran jueves llegó, se encontró con que tenía diecinueve sobres.