Ocurrió hace muchos años. Hadleyburg era la ciudad más honesta y austera de todas las regiones circundantes. Había mantenido inmaculada esa reputación durante el curso de tres generaciones, y estaba más orgullosa de ella que de cualquier otra de sus posesiones. Tan orgullosa estaba de ella, y tan ansiosa por asegurar su perpetuación, que comenzaba a enseñar los principios de la conducta honesta desde la misma cuna, y de enseñanzas semejantes construía los pilares de su cultura, a partir de aquel momento hasta todos los años futuros consagrados a la educación de esos niños. Del mismo modo, a través de todos esos años de formación, las tentaciones eran apartadas fuera del camino de la gente joven, de modo que su honestidad tuviera todas las oportunidades de acorazarse y solidificarse, y llegara a integrar los mismos huesos de esos jóvenes. Las ciudades vecinas estaban celosas de esta honorable supremacía y simulaban burlarse del orgullo de Hadleyburg, y lo calificaban de vanidad. Pero de todos modos se veían obligadas a aceptar que verdaderamente Hadleyburg constituía una ciudad incorruptible. Y si se los presionara, también hubieran reconocido que el mero hecho de que un joven proviniera de Hadleyburg era toda la recomendación que necesitaba en el momento de salir de su ciudad natal en busca de un empleo importante.

Pero llegó un momento, con el curso del tiempo, en el que Hadleyburg tuvo la mala fortuna de agraviar a un extranjero que estaba de paso por allí… Posiblemente sin saberlo, por cierto sin quererlo, ya que Hadleyburg se bastaba sola, y no tomaba en cuenta para nada ni a los extranjeros ni a sus opiniones. Sin embargo, hubiera hecho bien en hacer una excepción con este único caso, porque se trataba de un hombre amargo y vengativo. A través de todos sus vagabundeos en el curso de un año entero, él guardó el recuerdo de aquella injuria y dedicó todos sus momentos libres a tratar de inventar una satisfacción que lo compensara. Ideó muchísimos planes, y todos ellos eran buenos, aunque ninguno alcanzaba a satisfacerlo: el más pobre de todos perjudicaría a una gran cantidad de personas, pero lo que él deseaba era uno que involucrara a la ciudad entera, sin permitir que siquiera una persona permaneciera impune. Al fin, tuvo una idea feliz, que cuando cayó en su mente lo colmó de una malvada alegría. De inmediato comenzó a formalizar el plan, diciéndose: «Esa es la cosa que hay que hacer… Corromperé a la ciudad».

Seis meses más tarde fue a Hadleyburg, y llegó en un coche a la casa del viejo cajero del banco, aproximadamente a las diez de la noche. Del coche sacó un bolso, lo cargó sobre sus espaldas, y tambaleándose bajo su peso a través del patio de la casa, golpeó la puerta. Una voz de mujer dijo:

—Pase. —Y él entró y depositó su bolso tras la estufa de la sala, diciéndole a la anciana dama que estaba sentada leyendo el Heraldo Misionero a la luz de la lámpara:

—Le ruego que permanezca sentada, señora. No deseo molestarla. Así está bien… ahora está muy bien oculta; difícilmente se podría saber que está allí. ¿Puedo ver a su marido un momento, señora?

No, había marchado a Brixton, y no podría regresar antes de la mañana.

—Muy bien, señora, no importa. Yo simplemente quería dejar ese bolso a su cuidado, para que sea entregado a su legítimo propietario cuando éste sea hallado. Soy un forastero; él no me conoce; estoy de paso por la ciudad solamente por esta noche para liberarme de un asunto que ha oprimido largamente mi espíritu. Mi misión ya está cumplida, y me siento complacido y un poco orgulloso, y usted nunca me verá nuevamente. Adjunto al bolso hay un papel que lo explicará todo. Buenas noches, señora.

La anciana señora sentía miedo del enorme forastero misterioso, y se alegró al verlo partir. Pero su curiosidad había surgido, y se dirigió directamente hacia el bolso, del que tomó el papel. Este empezaba de la siguiente manera:

PARA SER PUBLICADO o para que el hombre correspondiente sea ubicado mediante la investigación privada. De un modo u otro responderá. Este bolso contiene monedas de oro por un peso de ciento sesenta libras y cuatro onzas…

—¡Dios tenga merced! ¡Y la puerta no está trabada!

La señora Richards voló hacia la puerta temblando, y la cerró con llave; luego bajó las cortinas de las ventanas y se paró asustada, preocupada y preguntándose si había alguna otra cosa que ella pudiera hacer para ponerse a ella misma y al dinero en mayor seguridad. Durante un momento escuchó por si hubiera ladrones, después se dejó dominar por la curiosidad, regresó a la luz de la lámpara, y terminó de leer el papel.

Soy un extranjero, y ya estoy regresando a mi propio país, para quedarme en él permanentemente. Me siento agradecido a América por lo que de sus manos he recibido durante mi larga estadía bajo su bandera; y a uno de sus ciudadanos —un ciudadano de Hadleyburg— le estoy agradecido especialmente por un gran favor que me hizo hace uno o dos años. Dos grandes favores, en realidad. Lo explicaré. Yo era un jugador. ERA, digo. Un jugador arruinado. Una noche llegué a esta ciudad, hambriento y sin un penique. Pedí ayuda… en la oscuridad; me avergonzaba hacerlo a la luz. La pedí al hombre adecuado. Me dio veinte dólares… es decir, me dio vida, como yo lo consideré. También me dio suerte, porque partiendo de ese dinero me hice rico en la mesa de juego. Y por último, una observación que me hizo quedó grabada en mí hasta el día de hoy y finalmente me ha conquistado, y conquistándome salvó lo que quedaba de mi moral. Jamás volveré a jugar. Ahora no tengo idea de quién era ese hombre, pero quiero encontrarlo, y quiero que él tenga este dinero, para que lo dé, lo arroje o lo guarde, como quiera. Esta es, simplemente, mi manera de atestiguar mi gratitud hacia él. Si pudiera quedarme, lo encontraría por mí mismo; pero no importa, él será descubierto. Esta es una ciudad honesta, una ciudad incorruptible, y yo sé que puedo confiar en ella sin miedo. Este hombre puede ser identificado por la observación que me hizo; estoy persuadido de que habrá de recordarla.

Y ahora, mi plan es éste: Si usted prefiere conducir la investigación particularmente, hágalo así. Cuéntele el contenido del presente escrito a cualquiera que parezca el hombre indicado. Si éste respondiera: «Yo soy el hombre; la observación que hice fue tal y cual», aplique la prueba para demostrarlo: abra el bolso y en él encontrará un sobre lacrado que contiene la observación. Si la observación mencionada por el candidato coincide con ella, entréguele el dinero sin plantear más cuestiones, porque ése es, ciertamente, el hombre indicado.

Pero si usted prefiere una investigación pública, entonces inserte el presente escrito en el periódico local, con el agregado de las instrucciones siguientes: Que en el término de treinta días a partir de ahora, el candidato se presente en la municipalidad a las ocho de la noche (el jueves) y entregue su observación en un sobre cerrado al reverendo Sr. Burgess (si es que éste es lo bastante amable como para intervenir); y que el Sr. Burgess, allí y entonces rompa los sellos del bolso, lo abra y verifique si la observación es la correcta; y si lo es, que le entregue el dinero con mi sincera gratitud a mi benefactor así identificado.

La señora Richards tomó asiento, temblando gentilmente de excitación, y pronto quedó sumergida en pensamientos de esta naturaleza: «¡Qué cosa extraña! ¡Y qué fortuna para ese hombre amable que lanzó su pan a flotar sobre las aguas!… ¡Si hubiese sido mi esposo quien lo hizo!… ¡Porque somos tan pobres, tan viejos y pobres!…». Y enseguida, con un suspiro: «Pero no fue mi Edward; no, no fue él quien le dio veinte dólares a un forastero. Es una lástima, por otra parte, ahora lo veo…». Luego, con un estremecimiento: «¡Pero es dinero de jugador!… los frutos del pecado: no podríamos tomarlo, no podríamos tocarlo. No me gusta estar cerca de él; parece una contaminación». Se trasladó a una silla más alejada… «Me gustaría que Edward llegara y se lo llevara al banco; en cualquier momento puede aparecer un ladrón. Es terrible estar aquí sola con todo eso».

A las once llegó el señor Richards, y mientras su esposa decía:

—¡Me siento tan contenta de que hayas llegado! —él estaba diciendo:

—Estoy tan cansado… tan completamente cansado. Es terrible ser pobre, y tener que hacer esos viajes horribles en esta época de la vida. ¡Siempre dando vueltas, dando vueltas, dando vueltas, por un salario… esclavo de otro hombre, y él sentado en su casa en pantuflas, rico y cómodo!

—Lo siento por ti, Edward, tú lo sabes; pero pónte cómodo: tenemos nuestro sustento; tenemos nuestro buen nombre…

—Sí, Mary, y eso lo es todo. No tomes en cuenta mi cháchara… Se trata sólo de un momento de irritación y nada quiere significar. Bésame… ya está, ya pasó todo, y ya no me quejo más. ¿Qué has estado buscando? ¿Qué hay en el bolso?

Entonces su esposa le contó el gran secreto. Esto lo asombró por un momento. Luego dijo:

—¿Pesa ciento sesenta libras? ¡Vaya, Mary, son cuarenta mil dólares… piensa en ello… toda una fortuna! Ni siquiera diez hombres en esta ciudad llegan a tener tanto. Dáme el papel.

Pasó la mirada sobre él y dijo:

—¡Es toda una aventura! Vaya, es una novela; es como las cosas imposibles sobre las que se lee en los libros y nunca se ven en la vida.

Ahora estaba alborotado, agitado, casi gozoso. Palmeó a su vieja esposa en la mejilla y dijo, de buen humor:

—Vaya, somos ricos, Mary, ricos. Todo cuanto tenemos que hacer es enterrar el dinero y quemar los papeles. Si el jugador apareciera alguna vez haciendo averiguaciones, simplemente lo miraríamos glacialmente y diríamos: «¿Qué es este absurdo que está diciendo? Nosotros nunca hemos oído de usted ni de su bolso antes», y entonces él miraría como un tonto y…

—Y mientras tanto, mientras sigues con tus bromas, el dinero todavía está aquí, y se acerca con rapidez la hora de los ladrones.

—Es cierto. Muy bien, ¿qué vamos a hacer? ¿La investigación particular? No, eso no. Estropearía la novela. El método público es mejor. ¡Piensa en el ruido que provocará! Y pondrá celosas a todas las otras ciudades; porque ningún extranjero confiaría algo semejante a una ciudad que no fuera Hadleyburg, y ellos lo saben. Es una gran carta para nosotros. Debo acudir a la imprenta ahora, o llegaré tarde.

—Pero deténte… deténte. ¡No me dejes aquí sola con esto, Edward!

Pero se había ido. Solamente por un ratito, sin embargo. No lejos de su casa encontró al editor propietario del periódico, le dio el documento, y le dijo:

—Aquí hay algo bueno para usted, Cox… Imprímalo.

—Puede ser algo tarde, señor Richards, pero lo veré.

De nuevo en su casa, él y su mujer se sentaron a hablar sobre el encantador misterio; no estaban en condiciones de dormir. La primera cuestión era: ¿Qué ciudadano podría haber sido quien dio al extranjero los veinte dólares? Parecía una pregunta simple: ambos contestaron en un único suspiro:

—Barclay Goodson.

—Sí —dijo Richards—, él pudo haberlo hecho, y él debe haber sido, porque no hay otro en la ciudad.

—Todo el mundo aceptará eso, Edward… lo aceptará en su fuero interno, por lo menos. Hace seis meses, ahora, que la ciudad ha recobrado sus particularidades una vez más… honesta, estrecha, estricta y avara.

—Así es como él la calificó hasta el día de su muerte… y lo dijo llanamente en público, además.

—Sí, y fue odiado por eso.

—Oh, por supuesto; pero no le importaba. Supongo que fue el hombre más odiado entre nosotros, con excepción del reverendo Burgess.

—Bueno, Burgess lo merece… nunca conseguirá otra congregación aquí. Avara como es la ciudad, sabe como estimarlo a él. Edward, ¿no parece extraño que el forastero haya designado a Burgess para entregar el dinero?

—Bueno, sí… lo parece… Eso es… eso es…

—¿Por qué tanto eso es? ¿Lo hubieras elegido ?

—Mary, tal vez el forastero lo conocía a él mejor de lo que lo conocía esta ciudad.

—¡Mucho lo ayudaría eso a Burgess!

El marido parecía perplejo en busca de una respuesta; la mujer mantenía los ojos fijos en él, y esperaba. Por último, Richards dijo, con la vacilación de aquel que afirma algo propicio a ser encontrado dudoso.

—Mary, Burgess no es un mal hombre.

Su mujer estaba ciertamente sorprendida.

—¡Absurdo! —exclamó.

—No es un mal hombre. Lo sé. Toda su impopularidad está basada en esa única cosa… la que hizo tanto ruido.

—¡Esa «única cosa», por cierto! ¡Como si esa «única cosa» no fuera suficiente por si misma!

—Era suficiente, era suficiente. Sólo que él no era culpable de ella.

—¡Cómo hablas! ¡Que no era culpable de ella! Todo el mundo sabe que era culpable.

—Mary, te doy mi palabra… era inocente.

—No puedo creerlo, y no lo creo. ¿Cómo lo sabes tú?

—Se trata de una confesión. Me avergüenza, pero la haré. Yo era el único hombre que sabía que él era inocente. Yo pude haberlo salvado, y… y… bueno, tú sabes cómo estaba excitada la ciudad. No tuve el valor de hacerlo. Hubiera vuelto a todos contra mí. Me sentí mezquino, extremadamente mezquino; pero no me atreví; no tuve la hombría de enfrentar eso.

Mary pareció sorprendida, y permaneció en silencio por un momento. Luego dijo, en su tartamudeo:

—Yo-yo no creo que eso te hubiese venido bien… Uno no-no debe-be afrontar la opinión pública… u-uno tiene que mostrarse tan-tan cuidadoso…

Era un recorrido dificultoso, y ella se empantanó; pero tras un instante arrancó nuevamente.

—Es una verdadera lástima, pero… Bueno, no podíamos permitírnoslo, Edward… verdaderamente, no podíamos. ¡Oh, por nada del mundo yo te hubiera dejado hacerlo!

—Nos hubiera hecho perder el aprecio de tanta gente, Mary… y entonces…

—Lo que me preocupa ahora es: ¿qué piensa él de nosotros, Edward?

—¿Él? Él no sospecha que yo pude haberlo salvado.

—¡Oh! —exclamó la esposa, en tono de alivio—. ¡Eso me alegra! En tanto él no sepa que pudiste haberlo salvado, él… él… Bueno, eso vuelve mucho mejor al asunto. Vaya, yo debería haberme dado cuenta de que él no lo sabía, porque siempre está intentando mostrarse amistoso con nosotros, a pesar del poco estímulo que le ofrecimos. Más de una vez la gente me ha estado cotorreando con el asunto. Allá están los Wilson, y los Wilcox, y los Harkness, que se toman el mezquino placer de decir: «Su amigo Burgess», porque saben que eso me exaspera. Quisiera que él no persistiese en agradarnos. No puedo entender por qué insiste en hacerlo.

—Puedo explicarlo. Es otra confesión. Cuando la cosa era nueva y ardía, y la ciudad planificaba expulsarlo de ella, me remordía tanto la conciencia que no pude contenerme, y fui a verlo secretamente y lo apercibí, y él partió de la ciudad y permaneció afuera hasta que le resultó seguro regresar.

—¡Edward! Si la ciudad lo hubiera descubierto.

¡Cállate! Aún me espanta imaginarlo. Me arrepentí en el instante mismo de hacerlo; y hasta tenía miedo de contártelo, no fuera a ser que tu cara te traicionara ante alguien. No pude dormir en absoluto aquella noche, por culpa de la preocupación. Pero después de unos pocos días, vi que nadie iba a sospechar de mí, y después de eso empecé a sentirme contento de haberlo hecho. Y me siento contento todavía, Mary… más y más contento.

—También yo, ahora, porque habría sido una terrible manera de tratarlo. Sí, estoy contenta. Porque realmente tú le debías eso, lo sabes. Pero Edward, supónte que todo llegara a descubrirse algún día.

—No se descubrirá.

—¿Por qué?

—Porque todo el mundo cree que fue Goodson.

—¡Por supuesto que lo creen!

—Sin duda. Y desde luego a él le tiene sin cuidado. Ellos convencieron al pobre viejo Sawlsberry para que fuera y lo culpara del asunto, y él fue bravuconeando y lo hizo. Goodson le echó una mirada como si estuviera buscando en su cuerpo un lugar que pudiera despreciar más que otro. Luego, dijo:

«—¿Así que usted es el Comité de Investigación, no es cierto?

»Sawlsberry dijo que era eso, más o menos, lo que era.

»—Ejem, ¿se exigen detalles particulares o es una respuesta de carácter general la que usted necesita?

»—Si exigieran detalles regresaré, señor Goodson. Recibiré primero la respuesta general.

»—Muy bien, entonces. Dígales que se vayan al infierno. Supongo que esto es bastante general. Y le daré algún consejo, Sawlsberry: cuando regrese por los detalles particulares, traiga un canasto para llevarse sus propios restos a casa».

—Exactamente propio de Goodson; tiene todas sus marcas. Tenía una única vanidad: pensaba que podía dar consejos mejor que ninguna otra persona.

—Eso arregló el asunto y nos salvó, Mary. La cosa quedó dormida.

—Que en paz descanse. No estoy dudando de eso.

Después ambos retomaron el misterio del bolso de oro, con gran interés. Pronto la conversación comenzó a sufrir cortes… interrupciones producidas por abstraídos pensamientos. Las interrupciones se tornaron más y más frecuentes. Al fin, Richards se perdió completamente en sus pensamientos. Quedó sentado desgarbadamente, mirando vanamente hacia el piso, y poco a poco comenzó a puntualizar sus pensamientos con pequeños movimientos nerviosos de sus manos que parecían revelar enfado. En el interín, su esposa también había caído en un silencio meditabundo, y sus movimientos comenzaban a demostrar una molesta incomodidad. Finalmente, Richards se levantó y empezó a recorrer sin fin alguno la habitación, pasándose las manos entre su cabello, tal como podría hacerlo un sonámbulo que hubiera tenido un mal sueño. Luego pareció haber alcanzado un propósito definido; y sin decir palabra se puso el sombrero y salió apresuradamente de la casa. Su mujer permaneció sentada, cavilosa, con el rostro apenado, y no pareció darse cuenta de que estaba sola. De vez en cuando murmuraba:

—No nos conduzcas a la tent… pero… pero… ¡somos tan pobres, tan pobres!… No nos conduzcas a la… Ah, ¿quién sería perjudicado por esto?… Y nadie se enteraría nunca… No, no nos…

Su voz murió en murmullos. Después de un momento, levantó la mirada, y murmuró, medio asustada, medio contenta:

—¡Se ha ido! Pero, oh querido, puede llegar demasiado tarde… demasiado tarde… Tal vez no… tal vez aún es tiempo.

Se levantó, y se quedó meditando, apretando y soltando nerviosamente sus manos. Un pequeño estremecimiento sacudió su contextura, y dijo, con la garganta seca:

—¡Dios me perdone!… Es horrible pensar en cosas como éstas… pero… ¡Señor, cómo estamos hechos… qué extrañamente estamos hechos!

Puso la luz más baja, y se acercó furtivamente hacia el bolso, arrodillándose ante él, pasando las manos por sus abultados costados, y los acarició amorosamente. Había en sus ojos pobres y viejos un brillo gozoso. Se sumergió en una crisis de enajenación, y por momentos emergía de ella a medias para murmurar:

—¡Si sólo hubiéramos esperado! ¡Oh, si sólo hubiéramos esperado un poco, y no nos hubiéramos apresurado tanto!

Mientras tanto Cox había ido desde su oficina hasta su casa, y le había contado a su esposa acerca del extraño suceso, y también había adivinado que el difunto Goodson era el único hombre de la ciudad que pudo haber ayudado a un forastero en apuros con una suma tan noble como veinte dólares. Luego se produjo una pausa, y ambos quedaron pensativos y silenciosos. Y por momentos, nerviosos e impacientes. Por último la esposa dijo, como para sí:

—Nadie conoce este secreto con excepción de los Richards… y nosotros… nadie.

El marido emergió de sus meditaciones con un pequeño sobresalto, y miró pensativamente a su mujer, cuyo rostro se había tornado muy pálido. Luego se levantó hesitante, miró furtivamente a su sombrero, luego a su mujer… en una especie de silenciosa interrogación. La señora Cox deglutió una o dos veces, con su mano en la garganta, y luego, en vez de hablar, inclinó la cabeza en un gesto de asentimiento. Y en un instante quedó sola, y murmurando para sí.

Y ahora Richards y Cox se apresuraban a través de las calles desiertas, desde direcciones opuestas. Se encontraron, jadeando, al pie de las escaleras de la oficina del diario: a la luz de la luna, cada uno leyó en la cara del otro. Cox susurró:

—¿Nadie sabe de esto sino nosotros?

La respuesta susurrada fue:

—¡Ni un alma… palabra de honor, ni un alma!

—Si no es demasiado tarde para…

Los hombres estaban comenzando a subir la escalera; en ese instante fueron alcanzados por un joven, y Cox preguntó:

—¿Eres tú, Johnny?

—Sí, señor.

—No es preciso que envíes el primer correo… ni ningún correo. Aguarda hasta que te diga.

—Ya salió, señor.

¿Salió?

La palabra sonó con un tono de frustración indescriptible.

—Sí, señor. El horario para Brixton y todas las ciudades del recorrido fue modificado hoy, señor… Hubo que enviar los originales veinte minutos antes de lo acostumbrado. Tuve que apurarme; si hubiera llegado dos minutos más tarde…

Los hombres se dieron vuelta y se alejaron caminando lentamente, sin aguardar a oír el resto. Ninguno de los dos habló durante diez minutos. Luego Cox dijo, con tono irritado:

—No entiendo por qué se apresuró tanto, Richard. Yo no puedo entenderlo.

La contestación fue harto humilde:

—Ahora me doy cuenta, pero de cualquier modo nunca lo pensé, sabe, hasta que fue demasiado tarde. Pero la próxima vez…

—¡Que cuelguen a la próxima vez! No habrá próxima vez en mil años.

Después, los amigos se separaron sin darse las buenas noches, y se encaminaron hacia sus casas con el andar de hombres mortalmente heridos. Allá sus mujeres se levantaron con un ansioso: «¿Y?»; vieron la respuesta en sus ojos, y se dejaron caer desconsoladas, sin esperar que esas respuestas llegaran en forma de palabras. En ambas casas sucedió a esto una acalorada discusión, que era algo nuevo. Habían existido discusiones antes, pero no acaloradas, no groseras. Las discusiones de aquella noche parecieron ser una especie de plagio, una de la otra.

—Si sólo hubieses esperado, Edward… si sólo te hubieses detenido a pensarlo. Pero no, tenías que salir corriendo al diario y desparramarlo todo sobre el mundo.

Decía que había que publicarlo.

—Eso no quiere decir nada. También decía que lo hicieras particularmente, si lo preferías… Y bien… ¿eso es cierto o no?

—Bueno, bueno, sí, sí… es cierto; pero cuando pensé en la conmoción que ocasionaría y qué homenaje era que un forastero confiara tanto en Hadleyburg…

—Oh, por cierto. Sé todo eso. Pero si sólo te hubieras detenido a pensarlo, te habrías dado cuenta de que tú no podías descubrir al hombre indicado, porque está en su tumba, y no dejó polluelos ni hijos ni parientes detrás de él, y mientras el dinero cayese en manos de alguien que lo necesitara terriblemente, y nadie fuera perjudicado, y… y…

Su voz se quebró en sollozos. Su esposo trató de pensar en algo reconfortante para decirle, y tras un momento salió con esto:

—Pero después de todo, Mary, esto debe ser para mejor… Debe serlo; lo sabemos. Y debemos recordar que así fue ordenado.

—¡Ordenado! ¡Oh, cualquier cosa es ordenada, cuando una persona tiene que encontrar alguna manera de explicar por qué ha estado estúpida! Del mismo modo, fue ordenado que el dinero viniera a nosotros por este camino especial, y fuiste tú quien tuvo que importunar los designios de la Providencia… ¿y quién te dio el derecho? ¡Fue perverso, eso es lo que fue… Sólo una vanidad blasfema, y no la más adecuada para un dócil y humilde profesor de!…

—Pero Mary, tú sabes como hemos sido educados durante todas nuestras largas vidas, como la ciudad entera, hasta un punto tal que constituye absolutamente nuestra segunda naturaleza no vacilar ni un instante en pensar cuando hay que hacer algo honesto…

—Oh, lo sé, lo sé… ha sido un perpetuo entrenamiento y entrenamiento en la honestidad… una honestidad acorazada, desde la misma cuna, contra cualquier posible tentación, y de este modo resulta una honestidad artificial, y tan débil como el agua cuando la tentación aparece, según hemos podido verlo esta noche. Dios sabe que yo nunca amparé ni la sombra de una duda acerca de mi petrificada e indestructible honestidad hasta ahora… y ahora, ante la primera tentación grande y verdadera, yo… Edward, creo que la honestidad de esta ciudad está tan corrompida como la mía, tan corrompida como la tuya. Es una ciudad mezquina, dura, avara, y no tiene otra virtud en el mundo con excepción de esta honestidad por la cual es tan célebre y de la cual tanto se enorgullece. Y, así Dios me ayude, creo que si llega el día en que su honestidad sea sometida a una gran tentación, su renombre caerá en ruinas como un castillo de naipes. Y bien, ahora me he confesado y me siento mejor. Soy una farsante, y lo fui toda mi vida, sin saberlo. Que ningún hombre vuelva a llamarme honesta… No deseo esa honestidad.

—Yo… bueno, Mary. Yo me siento en gran parte como te sientes tú. Por cierto que me siento así. Parece extraño, además, tan extraño. Nunca podría haberlo creído… nunca.

A este diálogo siguió un prolongado silencio. Ambos se habían sumergido en la meditación. Por fin la esposa elevó la mirada y dijo:

—Sé lo que estás pensando, Edward.

Richards tenía el aire embarazado de una persona atrapada.

—Me avergüenza confesarlo, Mary, pero…

—No importa, Edward. Yo pensaba en la misma cuestión.

—Así, lo espero. Exprésala.

—Tú pensabas si alguien sólo pudiera adivinar qué observación fue la que Goodson hizo al forastero.

—Es perfectamente cierto. Me siento culpable y avergonzado. ¿Y tú?

—Eso ya no va conmigo. Hagamos la cama aquí. Tenemos que montar guardia hasta que la bóveda del banco sea abierta a la mañana, y reciba el bolso… ¡Oh, querido, oh, querido… si no hubiéramos cometido el error!

La cama fue hecha, y Mary dijo:

—El ábrete sésamo… ¿cuál pudo haber sido? ¿Qué observación pudo haber sido, me pregunto? Pero ven; vayamos a la cama ahora.

—¿Y dormir?

—No: pensar.

—Sí, pensar.

A esta altura, los Cox también habían culminado su riña y su reconciliación, y se habían volcado a… pensar, pensar, y a agitarse, e irritarse, y a romperse la cabeza acerca de la observación que Goodson pudo haber hecho al forastero abandonado; esa observación de oro; esa observación que valía cuarenta mil dólares en la mano.

La razón por la cual aquella noche la oficina del telégrafo de la villa permaneció abierta hasta más tarde que lo acostumbrado fue ésta: el encargado del periódico de Cox era el representante local de la Associated Press. Uno debería decir su representante honorario, porque ni cuatro veces al año podía proveer treinta palabras aceptables. Pero en esta ocasión fue diferente. Su despacho exponiendo lo que había atrapado obtuvo una respuesta inmediata:

Envíe la cosa entera. Todos los detalles. Mil doscientas palabras.

¡Una orden colosal! El corresponsal la cumplió con creces, y fue el hombre más orgulloso del estado. Para la hora del desayuno de la mañana siguiente, el nombre de Hadleyburg la Incorruptible estaba en todos los labios de América, desde Montreal hasta el Golfo, desde los glaciares de Alaska hasta las plantaciones de naranjos de Florida. Y millones y millones de personas estaban discutiendo sobre el forastero y su bolso de dinero, y preguntándose si el hombre indicado sería descubierto, y esperando que algunas noticias más sobre el asunto llegarían pronto… muy pronto.