Capítulo 19

HABLA EL SEÑOR BARLING

Entre tanto, ¿qué les pasaba al tío Quintín y a Hollín? ¡Muchas cosas! Tío Quintín había sido amordazado y narcotizado cuando el señor Barling entró en su habitación en forma tan inesperada, de manera que no pudo luchar ni gritar. Era fácil descolgarlo por el boquete del asiento de la ventana. Cayó al fondo y chocó con fuerza contra el suelo, lo que lo dejó completamente magullado.

Luego, también el pobre Hollín pasó por el agujero y, detrás de ellos, bajó el señor Barling, que descendía a oscuras, ayudado por los agujeros de la pared. Alguien más estaba abajo para auxiliarle. No era Block, que se había quedado arriba para atornillar la tapa del asiento de la ventana, con el fin de que nadie supiera por dónde habían sacado a los secuestrados, sino un criado del señor Barling.

—He tenido que traerme también a este chiquillo. Es el hijo de Lenoir —le explicó el señor Barling—. Estaba espiando en la habitación. Lenoir se lo merece, ya que trabajaba en contra mía.

Los dos prisioneros fueron arrastrados escaleras abajo y conducidos hacia los túneles. El señor Barling se paró y sacó un ovillo de cordel de su bolsillo. Lo tendió a su criado.

—Ate usted el extremo del cordel a ese clavo y deje que el ovillo se vaya desenrollando mientras avanzamos. Yo sé bien el camino, pero Block no lo conoce y tiene que venir mañana para traer comida a nuestros dos presos. ¡Así no se perderá! Volveremos a anudar el cordel antes de llegar al sitio donde vamos a dejarlos, de manera que ellos no puedan encontrarlo. ¡No vaya a ser que lo usen para huir!

El criado sujetó el extremo del cordel al clavo que el señor Barling le señalaba y luego, a medida que caminaban, lo fue soltando. El cordel serviría así de guía a todo aquel que no supiera el camino. De otro modo, sería peligroso pasearse por los túneles subterráneos, puesto que algunos de ellos eran larguísimos.

Al cabo de unos ocho minutos, la pequeña comitiva llegó a una especie de covacha circular, que se encontraba junto a un túnel grande, pero de techo muy bajo. Allí se había colocado un banco, unas mantas, una caja para que hiciera las veces de mesa y un jarro de agua. Nada más.

Hollín empezaba a recobrarse de su porrazo en la cabeza. El otro preso, sin embargo, yacía aún inconsciente, respirando pesadamente.

—No nos servirá de nada intentar hablarle hoy —dijo el señor Barling—. No estará bien hasta mañana. Entonces le hablaremos. Traeré a Block.

Hollín estaba extendido en el suelo. De repente, se incorporó y se llevó la mano a su dolorida cabeza. No podía comprender dónde se encontraba.

Levantó la cabeza y vio al señor Barling, y, de golpe, lo recordó todo. Pero ¿cómo había podido llegar hasta aquel oscuro antro?

—¡Señor Barling! —exclamó—. ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué me pegó usted? ¿Por qué me ha traído aquí?

—¡Ése es el castigo para los niños que meten las narices en cosas que no les importan! —respondió el señor Barling con voz horrible y sarcástica—. Le harás compañía a nuestro amigo que está en el banco. Dormirá hasta mañana, según creo. Puedes contárselo todo entonces y decirle que yo volveré para tener con él una conversación muy íntima. Y, escucha, Pedro, tú sabes bien que es una locura andar por estos túneles, ¿verdad? Os he traído a uno que es muy poco conocido y, si deseáis extraviaros y que nunca más se oiga hablar de vosotros, no tenéis más que intentar salir de paseo. ¡Eso es todo…!

Hollín estaba pálido. Conocía bien el peligro de andar al azar por aquellos viejos túneles. Estaba seguro de desconocer en absoluto aquél en que ahora se encontraban. Se disponía a hacer algunas preguntas cuando el señor Barling giró sobre sus talones y se fue con su criado. Se llevaron la linterna y dejaron al niño en la más absoluta oscuridad. Hollín empezó a gritar.

—¡Animales! ¡Déjenme por lo menos una luz!

Pero no recibió respuesta alguna. Hollín oyó cómo los pasos se alejaban y luego sólo quedó silencio y oscuridad.

El niño palpó su bolsillo en busca de su linterna; pero no estaba allí. La había dejado en su habitación. A tientas, llegó hasta el banco y palpó el cuerpo del padre de Jorgina. Era terrible estar así en la oscuridad. Además, hacía frío.

Hollín se cubrió con las mantas y se encogió junto al cuerpo del hombre inconsciente. Deseaba con todo su corazón que se despertara.

En alguna parte se oía el clin, clin, clin, de las gotas de agua que caían del techo. Al cabo de un rato, Hollín se sentía ya incapaz de soportarlo. Sabía perfectamente que no eran más que gotas que se desprendían del techo del túnel, porque el lugar era húmedo, pero se le hacía intolerable. Clin, clin, clin…, clin, clin, clin… ¡Si al menos cesara aquello!

«¡Tendré que despertar al padre de Jorge —pensaba el niño con desesperación—. ¡Tengo que hablar con alguien!».

Empezó a sacudir al dormido sin saber cómo llamarle, puesto que ignoraba su nombre de pila. No podía llamarle «padre de Jorge». Entonces recordó que los demás le llamaban tío Quintín, y empezó a gritar este nombre en el oído del que estaba narcotizado.

—¡Despierte, tío Quintín! ¡Tío Quintín! ¡Despiértese, por favor! Pero ¿es que no va usted a despertarse nunca?

Por fin, el tío Quintín se estremeció. Abrió sus ojos en la oscuridad y escuchó las urgentes voces junto a su oído. Estaba confuso.

—¡Tío Quintín! ¡Despiértese y hábleme! ¡Tengo miedo! —decía la voz—. ¡TÍO QUINTÍN!

El hombre pensó vagamente que debía de ser Julián o Dick. Rodeó con su brazo a Hollín e hizo que el muchacho se le acercara.

—Está bien, vete a dormir —murmuró—. Pero ¿qué ocurre, Julián? ¿O eres Dick? Vete a dormir.

Cayó de nuevo en un profundo sopor, porque estaba aún medio narcotizado. Pero ya Hollín se sentía reconfortado. Cerró sus ojos, pensando que no podría conciliar el sueño. Pero se durmió en seguida y profundamente durante toda la noche. Le despertó por fin el tío Quintín, que se movía sobre el banco.

El hombre, aún medio dormido, estaba muy asombrado al encontrar su cama tan dura. Todavía quedó más extrañado al darse cuenta de que había alguien más a su lado. No recordaba nada. Alargó la mano para encender la lamparilla que había al lado de su cama la noche anterior.

¡Pero no encontró nada! ¡Qué extraño! Siguió palpando y tocó la cara de Hollín. ¿Quién estaba junto a él? Empezó a sentirse muy confuso. Se encontraba mal. ¿Qué podía haber ocurrido?

—¿Está usted despierto? —dijo la voz de Hollín—. ¡Oh, tío Quintín, qué contento estoy de que al fin se haya despertado! Espero que no le importe que le llame así, porque no sé su apellido. Sólo sé que es usted el padre de Jorge y el tío de Julián.

—Pero ¿quién es usted? —preguntó tío Quintín, maravillado.

Hollín se lo fue contando todo. Tío Quintín lo escuchaba mientras su asombro crecía por momentos.

—Pero ¿por qué hemos sido raptados así? —preguntó entre extrañado y enfadado—. ¡Jamás en mi vida he oído semejante cosa!

—No sé por qué el señor Barling lo habrá secuestrado a usted, pero a mí me ha traído porque vi lo que él hacía —explicó Hollín—. De todas formas, ha dicho que volvería esta mañana con Block y que tendrían con usted una charla muy íntima. Me temo que tendremos que esperarlo aquí. No podremos encontrar el camino en la oscuridad a través de este lío de túneles.

De modo que esperaron y, a su debido tiempo, el señor Barling compareció, acompañado de Block. Block traía alimentos, que fueron muy bien recibidos por los presos.

—¡Es usted una bestia, Block! —exclamó Hollín en seguida, al ver al criado a la luz de la linterna—. ¿Cómo se atreve a tomar parte en este asunto? ¡Espere a que mi padrastro se entere de todo esto! ¡A menos que también él esté metido en este jaleo!

—¡Cierre la boca! —ordenó Block.

Hollín lo miró con fijeza.

—¡Así que no es usted sordo! —dijo—. Todo el tiempo ha estado fingiendo que no oía. ¡Es usted una persona repugnante! Se habrá enterado de muchos secretos haciéndose el sordo y escuchando cosas que no le importaban… ¡Es usted asqueroso, Block, y aún es algo peor que eso!

—Péguele usted si lo desea, Block —dijo el señor Barling sentándose en la caja—. Yo no tengo tiempo para dedicarme a hacerlo.

—Lo haré —dijo Block con placer, y desató un trozo de cuerda que le rodeaba la cintura—. Hace tiempo que lo deseo. ¡Es un verdadero gusano!

Hollín se alarmó. Se subió al banco y preparó sus puños.

—Bueno, será mejor que me deje primero hablar con el prisionero —dijo el señor Barling—. Luego, puede administrar a Pedro la azotaina que merece. Le resultará agradable tener que esperar para recibirla.

Mientras, tío Quintín escuchaba en silencio. Por último, miró a Barling y habló con sequedad.

—Me debe usted una explicación por su extraño comportamiento. Exijo que se me vuelva a conducir al «Cerro del Contrabandista». Responderá de esto ante la policía.

—¡Oh!, no, no lo haré —respondió el señor Barling con voz melosa—. Tengo una proposición generosa que hacerle. Sé para qué ha venido usted al «Cerro del Contrabandista». Y también sé por qué usted y el señor Lenoir están tan interesados en sus experimentos.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó tío Quintín—. Supongo que ha sido espiándonos.

—Sí… ¡Block ha estado espiando y leyendo sus cartas! —gritó Hollín con indignación.

El señor Barling no hizo caso de la interrupción.

—Mi querido señor —dijo a tío Quintín—, le voy a explicar con brevedad lo que le propongo. Sé que está usted enterado de que soy un contrabandista. En efecto, lo soy. Gano mucho dinero con este negocio. Es fácil introducir contrabando por aquí, puesto que ninguna patrulla puede controlar los pantanos, ni detener a los hombres que usan el paso secreto, que solamente yo y muy pocos más conocemos. En noches propicias, envío señales…, mejor dicho, es Block quien lo hace, usando el torreón del «Cerro del Contrabandista», que está en un lugar muy apropiado…

—¡Oh, así que era Block! —gritó Hollín.

—Entonces llegan los cargamentos y, cuando otra vez el momento es oportuno, yo dispongo de ellos. Pongo mucho cuidado en todo lo que hago, de manera que nadie pueda acusarme, porque nunca pueden obtener una prueba real.

—¿Y por qué me cuenta usted todo eso? —preguntó tío Quintín con sorna—. No me importa en absoluto. Sólo me preocupa el plan para drenar los pantanos, pero no estoy interesado en el transporte de contrabando por ellos.

—¡Exactamente, mi querido amigo! —contestó el señor Barling con amabilidad—. Ya lo sé. He visto sus planos y he leído lo que hay acerca de sus experimentos y los del señor Lenoir. Pero el drenaje de los pantanos significaría el fin de mis negocios. Cuando el pantano esté desecado, cuando en él se hayan construido casas y se hayan trazado calles, cuando haya desaparecido la niebla, mi negocio desaparecerá también. Quizá se construya un puerto aquí, al borde del pantano. En ese caso mis barcos ya no podrían atracar sin ser vistos trayendo valiosas cargas. No solamente perdería mi dinero, sino también toda la emoción que ello representa, lo cual para mí significa más que la vida misma.

—¡Usted está loco! —exclamó tío Quintín, asqueado.

En efecto, el señor Barling estaba algo loco. Siempre había sentido una gran satisfacción en ser un contrabandista al estilo antiguo, en estos tiempos en que el contrabando ha decrecido. Le gustaba la excitación que le producía el saber que sus barquitos estaban anclados en la niebla, frente al traidor pantano. Se sentía feliz al saber que unos hombres caminaban a través de un estrecho camino, por entre el brumoso pantano, para entregar los bienes de contrabando en un determinado punto de reunión.

—¡Usted debería haber vivido cien años antes! —exclamó Hollín, que también se daba cuenta de que el señor Barling estaba un poco loco—. No pertenece al tiempo presente.

El señor Barling dirigió a, Hollín su mirada. Sus ojos relucían peligrosamente a la luz de su linterna.

—Si dices una palabra más, te tiro al pantano —amenazó.

Hollín sintió que un escalofrío recorría su espalda. Se dio cuenta de que el señor Barling era capaz de cumplir su amenaza. Era un hombre peligroso. También tío Quintín lo comprendió así. Miró al señor Barling cautamente.

—¿Cómo intervengo yo en este asunto? —preguntó—. ¿Por qué me han secuestrado?

—Porque sé que el señor Lenoir piensa comprar los planos de usted —respondió el señor Barling—. Sé que pretende desecar el pantano valiéndose de sus ideas. Las conozco muy bien. Sé también que el señor Lenoir espera ganar mucho dinero al vender los terrenos desecados. Todo este brumoso pantano es de su propiedad. Actualmente, el pantano no es útil para nadie más que para mí. ¡Pero no será desecado! Yo compraré sus planos, no Lenoir.

—Pero, bueno, ¿usted desea o no drenar el pantano? —dijo el tío Quintín, sorprendido.

El señor Barling se rió con sorna.

—¡No! Quemaré sus planos y los resultados de sus experimentos. Serán míos, pero yo no deseo usarlos. Quiero que el pantano continúe como está, misterioso, cubierto de niebla, traidor para todo el mundo excepto para mí y para mis hombres. Así es que, señor mío, haga usted el favor de proponerme su precio a mí, en vez de decírselo al señor Lenoir. Y firme usted estos documentos, que ya he preparado de antemano y que me entregan todos sus planos.

Desplegó un gran pedazo de papel delante de tío Quintín. Hollín observaba conteniendo la respiración.

Tío Quintín cogió el papel. Lo rompió en mil pequeños pedazos, que lanzó a la cara del señor Barling y dijo con desprecio:

—¡Yo no trato con locos ni con pícaros, señor Barling!